viernes, 12 de junio de 2020

LA TERRIBLE TIERRA CASTELLANA




LA TERRIBLE TIERRA CASTELLANA


1.

            La calle avanza lentamente sobre la ciudad; está cansada; se pierde a lo lejos, allá abajo, donde se juntan las aceras. Hay casas antiguas con soportales de madera; columnas desgastadas, de troncos nudosos, sobadas por el tiempo; puertas donde los árboles se pelan, donde se clavan las manos, agrietadas y desnudas. Hay tejados que bajan sobre pendientes de arcilla hasta los canalones viejos, monstruos sin gárgolas, bocas de latón. Está oscuro. Las tejas se pierden irremediablemente en las entrañas de la noche; perros callejeros. Paredes abiertas por los años, agrietadas, como los cuellos del campo, por el aire seco, por el frío, por el sol: vetas de madera que se abren arriba como esqueletos; aquí hay una puerta donde se sienta un carpintero a pelar un palo para ver pasar el tiempo, con la navaja; está oscuro y nada se puede ver, sin luna, sin farolas, sin luz en las ventanas, sin humo en las chimeneas: madrugada de invierno.
            Las entrañas de la noche están rotas; las abre, sin oírse, un ruido silencioso; se oye un palo golpear, acariciándolo casi, un bulto blando, y a veces parece que tocara un hueso; dobla la esquina y es un bulto negro disuelto en la noche. Si hubiera alguien en la calle lo sentiría venir, pero tendría que aguzar el oído. Dobla por la esquina y emerge, como un fantasma, entre las casas dormidas, bajo las tejas rotas. Blanco en la oscuridad, pero de un blanco sucio, es el color de los cuernos; la vaca avanza con una lentitud de cansancio y sus ancas delgadas, retrato de un pueblo que pasa hambre, parece que se le clavan en los huesos. Un hombre aterido, metido en su boina, camina junto a ella bajo la manta del pastor: acaba de cerrar la puerta; la vaquería huele a estiércol, la paja deja briznas en el suelo, sigilosamente junta los palos con miedo para que no los oiga nadie;  avanza como un ladrón. Avanzan por la calle y el aire se ovilla en las orejas y el frío se le clava en el mentón.
            Rodeada de casas está la vaquería. Y hundida en la pared, bajo las tejas, hay una ventana abierta, sin luz; ahora se está cerrando y el silencio de la noche vuelve a la oscuridad. Sólo tarda un momento, apenas un instante; después se abre una puerta y aparece una mujer nerviosa, pegándose a la pared, escondiéndose entre las calles. Ha avanzado rápida como una culebra, como un lagarto, como una serpiente, no ha tardado en llegar al cuartel; en la garita, un tricornio sumido en el silencio bajo una luz vacilante; el hombre ceñido por las correas, envuelto en su capa, dormita; el patio de los guardias, hundido en la sima de la noche, se ahoga en las voces donde no habla nadie: sólo ella; sólo la mujer de gruesas ropas que ha llegado ya.
            -Al ladrón. Hay en la calle un ladrón que se me lleva las vacas.
            -¿Por dónde?
            -¡Allí, allí! –y la mujer señala con el dedo, extendiendo el brazo.


2.

            El hombre está vencido y atado de manos; ya no tiene boina. Su espalda está cruzada de rayas profundas que le desuellan la piel; está de rodillas, sobre un montón de piedras grandes y pequeñas, de aristas inclementes que se le clavan, el hombre llora; no llora, no, que se le saltan las lágrimas. Su boina yace en el suelo con briznas de paja. Detrás de él una cuerda, y detrás de la cuerda una mano, y detrás de la mano un rostro que aprieta los dientes cuando descarga; la soga, deshilachada y dura, empapada en invierno, está mojada: el frío la clava en la piel con el dolor de una daga.
            -¡Confiesa, confiesa ya, dónde están las vacas?
            El hombre no puede más. Con la espalda en carne viva, con la boca bañada en saliva, confiesa al fin:
            -Están en el terraplén, al final de la calle, allá donde la cruz, junto a la piedad, atadas a un árbol.
            El guardia le da, con toda la fuerza de su alma, abriéndole la piel, un último latigazo.

3.

            Hay un niño y una mujer. El viento se clava en los ojos y se paran en un soportal, a apoyarse en el tronco del árbol. Están tapados con remiendos y la cara, el cuello, las orejas, parece que se quieren tapar en los hombros, que se encogen a su vez, buscándolos con pena, como si pudieran abrigarlos. El niño mira a su madre, ¿dónde está padre? En la cárcel, hijo mío, en la cárcel. ¿Cuándo volverá? Hijo, no lo pienses, si lo piensas será más largo. Hay en el soportal una familia que no come. Y en la calle un soportal que tiene frío. En la ciudad, un pueblo que no vive. Desde San Millán la calle avanza hacia el acueducto. Unas casas derruidas, y unos esqueletos de casas, y una calle pedregosa por donde pasan las carretas con un perro atado entre las ruedas: hay cagarrutas de ovejas y boñigas de asnos. Una calle perdida entre las casas, desde el terraplén de la cruz, al pie de la piedad, donde tiran la fruta podrida, y las verduras sucias y rotas, cuando se han marchado los tenderos; entonces se las comen los pobres, pisoteadas y sucias, sacudiéndolas entre el barro.
            La calle avanza desde San Millán. Perezosa y vencida, cansada de vivir, avanza, por el tiempo, entre las casas. A un lado y al otro, soportales. Columnas de madera que son troncos. Cuerpos añosos desgastados por el tiempo, rajados por la humedad, deshilachados y secos, que arañan en la mano de los miserables. Niños con frío con la manta del pastor. Madres temblando que se han quitado la manta para ellos: el pueblo pobre, pastores sin ovejas, vaqueros sin vacas, gañanes que las roban y niños que se han quedado sin padre. El frío aúlla, el viento arrasa; hojarascas de espinos que golpean las paredes de la calle. Junto al tejado, una piedra gruesa, pulida por la mano, se apoya como un capitel, apretándolo contra la tierra, sobre el tronco del árbol; clavándolo contra el suelo para que no pueda escapar, como si el suelo, en lugar de campo, fuera una cárcel.
            Los dos cuerpos avanzan acurrucándose en los soportales. Un niño aterido y una mujer sin hombre, y un pueblo resumido en ellos, muertos de hambre. Sobre la piedra que hace como si fuera capitel descansan las tejas, golpeadas por la lluvia, desmenuzadas por el viento, abiertas por el hielo; arcilla cocida a la intemperie, teja tras teja, hacia abajo, vencidas y agotadas, abandonándose a sí mismas, y otras alzadas al cielo, con los bordes hacia arriba, como si clamaran, levantándole las manos; suplicándole, rogando, que les dé algo de comer y les devuelva al marido, al hombre que trabaja, al padre: éste es un pueblo que no puede comer. Plantado en el valle, junto a la estepa, abierto en el Eresma, en el Clamores, pero en mitad del campo, levantándose. 


            Sube la calle y sube entre las piedras, entre los troncos, entre las tejas, bajo las rachas del invierno, que cortan la cara, sube y sube. El viento que corta las manos, se ovilla en las orejas, se mete en el vientre adonde no llega la ropa, lo martiriza con sus garras; y se retuerce en las tripas juntando el frío con el hambre. Sube. Avanza hasta las piedras, rapaz, detente en Santa Columba, mira al hueco que hay entre ellas, donde está la virgen del acueducto, ruégale: a ver si te escucha. ¡Oh virgen, te apiadarás de esta España que sufre? ¿Te apiadarás del frío y del hambre? ¿Del hombre azotado, como un cristo (¡oh, virgen, Cristo era tu hijo!), te apiadarás del pueblo tuyo, del niño que no come, de la madre sin abrigo, de los miles de hombres y mujeres que avanzan por la meseta buscando destino sin llegar, condenados siempre a estar ahí, fuera de casa, durmiendo a la intemperie, tendidos en la calle?
            El suelo está duro porque es viento. El viento es suelo pulido por la piedra. Una calle de piedras y tejas, barro y troncos de madera sujetando el techo, buscándoles abrigos a los pobres, en los soportales. La ciudad se despierta bajo la niebla. La niebla se espesa entre las casas; luego se alza en los tejados, se levanta en la catedral, que no tiene torre, y el sol es una mancha de luz velada; como si no hubiera luz entre las sombras, como si no hubiera esperanza. La ciudad es un barco y avanza sin moverse, detenido entre las aguas, que pasan, entre el Eresma y el Clamores, y su proa es el alcázar. Allí está, clavada en la cárcel del tiempo (un tiempo que no pasa, una miseria que no calla), como un tronco sin avanzar, vertiendo sus gemidos donde resbalan las lágrimas; sin techo donde vivir ni mesa para comer, sólo en la calle; sin camino que va a ninguna parte; prisionera de la tierra porque se posa en una roca y está hundida en un erial, y está perdida en un vergel, y está plantada en el valle sin ninguna esperanza: la terrible tierra castellana.





1 comentario:

  1. Me fascina esta narración, muy centrada va por las tierra de Castilla, rescato un fragmento por su sabor literario y efecto virtual: " Sube la calle y sube entre las piedras, entre los troncos, entre las tejas, bajo las rachas del invierno, que cortan la cara, sube y sube."

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