LA TERRIBLE TIERRA CASTELLANA
1.
La calle avanza lentamente sobre la
ciudad; está cansada; se pierde a lo lejos, allá abajo, donde se juntan las
aceras. Hay casas antiguas con soportales de madera; columnas desgastadas, de
troncos nudosos, sobadas por el tiempo; puertas donde los árboles se pelan,
donde se clavan las manos, agrietadas y desnudas. Hay tejados que bajan sobre
pendientes de arcilla hasta los canalones viejos, monstruos sin gárgolas, bocas
de latón. Está oscuro. Las tejas se pierden irremediablemente en las entrañas
de la noche; perros callejeros. Paredes abiertas por los años, agrietadas, como
los cuellos del campo, por el aire seco, por el frío, por el sol: vetas de
madera que se abren arriba como esqueletos; aquí hay una puerta donde se sienta
un carpintero a pelar un palo para ver pasar el tiempo, con la navaja; está
oscuro y nada se puede ver, sin luna, sin farolas, sin luz en las ventanas, sin
humo en las chimeneas: madrugada de invierno.
Las entrañas de la noche están
rotas; las abre, sin oírse, un ruido silencioso; se oye un palo golpear,
acariciándolo casi, un bulto blando, y a veces parece que tocara un hueso;
dobla la esquina y es un bulto negro disuelto en la noche. Si hubiera alguien
en la calle lo sentiría venir, pero tendría que aguzar el oído. Dobla por la
esquina y emerge, como un fantasma, entre las casas dormidas, bajo las tejas
rotas. Blanco en la oscuridad, pero de un blanco sucio, es el color de los
cuernos; la vaca avanza con una lentitud de cansancio y sus ancas delgadas,
retrato de un pueblo que pasa hambre, parece que se le clavan en los huesos. Un
hombre aterido, metido en su boina, camina junto a ella bajo la manta del pastor:
acaba de cerrar la puerta; la vaquería huele a estiércol, la paja deja briznas
en el suelo, sigilosamente junta los palos con miedo para que no los oiga
nadie; avanza como un ladrón. Avanzan
por la calle y el aire se ovilla en las orejas y el frío se le clava en el mentón.
Rodeada de casas está la vaquería. Y
hundida en la pared, bajo las tejas, hay una ventana abierta, sin luz; ahora se
está cerrando y el silencio de la noche vuelve a la oscuridad. Sólo tarda un
momento, apenas un instante; después se abre una puerta y aparece una mujer
nerviosa, pegándose a la pared, escondiéndose entre las calles. Ha avanzado
rápida como una culebra, como un lagarto, como una serpiente, no ha tardado en
llegar al cuartel; en la garita, un tricornio sumido en el silencio bajo una
luz vacilante; el hombre ceñido por las correas, envuelto en su capa, dormita;
el patio de los guardias, hundido en la sima de la noche, se ahoga en las voces
donde no habla nadie: sólo ella; sólo la mujer de gruesas ropas que ha llegado
ya.
-Al ladrón. Hay en la calle un
ladrón que se me lleva las vacas.
-¿Por dónde?
-¡Allí, allí! –y la mujer señala con
el dedo, extendiendo el brazo.
2.
El hombre está vencido y atado de
manos; ya no tiene boina. Su espalda está cruzada de rayas profundas que le
desuellan la piel; está de rodillas, sobre un montón de piedras grandes y pequeñas,
de aristas inclementes que se le clavan, el hombre llora; no llora, no, que se
le saltan las lágrimas. Su boina yace en el suelo con briznas de paja. Detrás
de él una cuerda, y detrás de la cuerda una mano, y detrás de la mano un rostro
que aprieta los dientes cuando descarga; la soga, deshilachada y dura, empapada
en invierno, está mojada: el frío la clava en la piel con el dolor de una daga.
-¡Confiesa, confiesa ya, dónde están
las vacas?
El hombre no puede más. Con la
espalda en carne viva, con la boca bañada en saliva, confiesa al fin:
-Están en el terraplén, al final de
la calle, allá donde la cruz, junto a la piedad, atadas a un árbol.
El guardia le da, con toda la fuerza
de su alma, abriéndole la piel, un último latigazo.
3.
Hay un niño y una mujer. El viento se
clava en los ojos y se paran en un soportal, a apoyarse en el tronco del árbol.
Están tapados con remiendos y la cara, el cuello, las orejas, parece que se
quieren tapar en los hombros, que se encogen a su vez, buscándolos con pena,
como si pudieran abrigarlos. El niño mira a su madre, ¿dónde está padre? En la
cárcel, hijo mío, en la cárcel. ¿Cuándo volverá? Hijo, no lo pienses, si lo
piensas será más largo. Hay en el soportal una familia que no come. Y en la
calle un soportal que tiene frío. En la ciudad, un pueblo que no vive. Desde
San Millán la calle avanza hacia el acueducto. Unas casas derruidas, y unos
esqueletos de casas, y una calle pedregosa por donde pasan las carretas con un
perro atado entre las ruedas: hay cagarrutas de ovejas y boñigas de asnos. Una
calle perdida entre las casas, desde el terraplén de la cruz, al pie de la
piedad, donde tiran la fruta podrida, y las verduras sucias y rotas, cuando se
han marchado los tenderos; entonces se las comen los pobres, pisoteadas y
sucias, sacudiéndolas entre el barro.
La calle avanza desde San Millán.
Perezosa y vencida, cansada de vivir, avanza, por el tiempo, entre las casas. A
un lado y al otro, soportales. Columnas de madera que son troncos. Cuerpos
añosos desgastados por el tiempo, rajados por la humedad, deshilachados y
secos, que arañan en la mano de los miserables. Niños con frío con la manta del
pastor. Madres temblando que se han quitado la manta para ellos: el pueblo
pobre, pastores sin ovejas, vaqueros sin vacas, gañanes que las roban y niños
que se han quedado sin padre. El frío aúlla, el viento arrasa; hojarascas de
espinos que golpean las paredes de la calle. Junto al tejado, una piedra
gruesa, pulida por la mano, se apoya como un capitel, apretándolo contra la
tierra, sobre el tronco del árbol; clavándolo contra el suelo para que no pueda
escapar, como si el suelo, en lugar de campo, fuera una cárcel.
Los dos cuerpos avanzan
acurrucándose en los soportales. Un niño aterido y una mujer sin hombre, y un
pueblo resumido en ellos, muertos de hambre. Sobre la piedra que hace como si
fuera capitel descansan las tejas, golpeadas por la lluvia, desmenuzadas por el
viento, abiertas por el hielo; arcilla cocida a la intemperie, teja tras teja,
hacia abajo, vencidas y agotadas, abandonándose a sí mismas, y otras alzadas al
cielo, con los bordes hacia arriba, como si clamaran, levantándole las manos;
suplicándole, rogando, que les dé algo de comer y les devuelva al marido, al
hombre que trabaja, al padre: éste es un pueblo que no puede comer. Plantado en
el valle, junto a la estepa, abierto en el Eresma, en el Clamores, pero en
mitad del campo, levantándose.
Sube la calle y sube entre las piedras,
entre los troncos, entre las tejas, bajo las rachas del invierno, que cortan la
cara, sube y sube. El viento que corta las manos, se ovilla en las orejas, se
mete en el vientre adonde no llega la ropa, lo martiriza con sus garras; y se retuerce
en las tripas juntando el frío con el hambre. Sube. Avanza hasta las piedras,
rapaz, detente en Santa Columba, mira al hueco que hay entre ellas, donde está
la virgen del acueducto, ruégale: a ver si te escucha. ¡Oh virgen, te apiadarás
de esta España que sufre? ¿Te apiadarás del frío y del hambre? ¿Del hombre
azotado, como un cristo (¡oh, virgen, Cristo era tu hijo!), te apiadarás del
pueblo tuyo, del niño que no come, de la madre sin abrigo, de los miles de
hombres y mujeres que avanzan por la meseta buscando destino sin llegar,
condenados siempre a estar ahí, fuera de casa, durmiendo a la intemperie,
tendidos en la calle?
El suelo está duro porque es viento.
El viento es suelo pulido por la piedra. Una calle de piedras y tejas, barro y
troncos de madera sujetando el techo, buscándoles abrigos a los pobres, en los
soportales. La ciudad se despierta bajo la niebla. La niebla se espesa entre
las casas; luego se alza en los tejados, se levanta en la catedral, que no
tiene torre, y el sol es una mancha de luz velada; como si no hubiera luz entre
las sombras, como si no hubiera esperanza. La ciudad es un barco y avanza sin
moverse, detenido entre las aguas, que pasan, entre el Eresma y el Clamores, y
su proa es el alcázar. Allí está, clavada en la cárcel del tiempo (un tiempo
que no pasa, una miseria que no calla), como un tronco sin avanzar, vertiendo
sus gemidos donde resbalan las lágrimas; sin techo donde vivir ni mesa para
comer, sólo en la calle; sin camino que va a ninguna parte; prisionera de la tierra
porque se posa en una roca y está hundida en un erial, y está perdida en un
vergel, y está plantada en el valle sin ninguna esperanza: la terrible tierra
castellana.
Me fascina esta narración, muy centrada va por las tierra de Castilla, rescato un fragmento por su sabor literario y efecto virtual: " Sube la calle y sube entre las piedras, entre los troncos, entre las tejas, bajo las rachas del invierno, que cortan la cara, sube y sube."
ResponderEliminar