RESPUESTA A LA CARTA DE
UNA PROFESORA
Ha
llegado a mis manos el libelo de una profesora que se presenta como ardiente
defensora del idioma. Está escrito en forma de carta (“carta de una
profesora”), pero es una carta sin destinatario; la envía una mano anónima que
alaba todo lo que dice, y al presentarla como “profesora de un instituto
público” destaca su “acertadísima y lapidaria frase final”. Concluye diciéndole
al lector: “pásalo por ahí”, y al expresar su deseo de que “con suerte termine
(…) hasta en los ministerios” nos hace pensar dos cosas: que se dirige a un
destinatario anónimo que es el público de internet, y que la maestra y el
remitente son la misma persona porque la “lapidaria” frase final, que se supone
escrita por la maestra, la escribe, en realidad, la persona que envía la carta;
el emisor es el mismo que el remitente, contrariamente a lo que se decía en un
principio, y esta incoherencia comunicativa nos hace pensar, ya antes de
leerla, que la carta tiene truco.
Empieza
después de un largo preámbulo en el que ensalza, de manera beligerante con la
educación actual, la educación que recibió (cualquier tiempo pasado fue mejor):
la cual primaba el esfuerzo sobre la propaganda (comparando términos que no son
comparables por no ser contrarios entre sí), la educación con las editoriales
(que transforman los libros en cuadernos) y la lengua con la educación física
(menospreciando esta última de manera implícita); pero no compara la
“corrección” (que nombra) con la creatividad (que no menciona), dando a
entender que lo interesante es obedecer las reglas y no ser libres, formándonos
no para ser escritores sino escribanos y
comunicadores, no autores sino amanuenses. Los valores que pregona la profesora
tienen que ver con la sumisión frente a la libertad, pues lo que importa es la
corrección, el respeto a la norma, reduciendo la lengua a gramática y olvidándose
no ya de la pragmática, sino de la etimología; la literatura queda en una lista
de autores en la que la mera exposición de los nombres predispone a la
reverencia, no a la crítica; al culto, no a la cultura; y si la lengua se queda
en gramática (eso sí, reducida a morfosintaxis), la literatura no llega a
producción y sólo es consumo.
Luego
viene el verdadero tema de esta carta, que es la crítica del lenguaje
inclusivo. Y lo hace presentándolo, más o menos implícitamente, como una consecuencia
de nuestro sistema educativo; de tal manera que si el primero era bueno (la
autora dijo que estudió “bajo unos planes educativos buenos”), al oponerse a
los actuales (con expresiones descalificadoras como “no como ahora”, “mire
usted”, “por encima de”, “pero, sobre todo”), da a entender que el que tenemos
es malo; y si la educación actual es mala (puesto que aquélla era buena), y si
consigue demostrar, además, que una de sus consecuencias (el lenguaje
inclusivo) es mala, habrá demostrado, por fin, que lo bueno era lo que defendía
la educación anterior: es decir el lenguaje sexista; todo está en convertir el
lenguaje inclusivo en ideología para demostrar (sin concluir, simplemente por
contraste) que el otro no tenía ideología, sino sólo gramática; a eso vamos.
Empieza
enseñándonos que el castellano ha heredado del latín los participios activos
(de “atacar”, “atacante”); sin embargo, en la escuela sólo nos han enseñado los
pasivos (“atacado”). Un participio es una forma no personal del verbo que
funciona como adjetivo. Ahora bien, los adjetivos tienen género y por lo tanto
pueden ser masculinos o femeninos: ¿por qué el participio pasivo tiene género
(“cantado”, “cantada”) y el activo (“cantante”) no lo tiene? La profesora
defiende a capa y espada la necesidad de no ponerle género al participio activo
(cantanto, cantanta) y se olvida de recordar que al pasivo sí que se lo
ponemos. La pregunta no es saber qué forma de hablar se nos ha impuesto a lo
largo de la historia, sino por qué se nos ha impuesto esa forma y si las formas
lingüísticas que han sido excluidas merecen ser relegadas al olvido. Cuando los
imperios conquistaban pueblos les imponían su idioma (a nosotros nos impusieron
el latín), pero el idioma impuesto sólo es norma por la fuerza, no por la
razón, y Alicia, en el relato de Lewis Carrol, ya nos lo dejaba bien claro: lo
que importa no es saber quién tiene razón sino quién manda aquí; en francés el complemento
directo concuerda con el sujeto, pero en español no: ¿cuál es la forma
correcta, si las dos lenguas derivan del latín? Alguna de las dos se la habrá
saltado.
Lo que
llamamos corrección gramatical no es más que sumisión a unos usos impuestos por
el vencedor; y un pueblo que admite el femenino para el participio pasivo pero
no lo admite para el activo es un pueblo que le impone a la mujer pasividad y
obediencia, mientras que al hombre le atribuye acciones y capacidad de decidir:
lo que indica que el latín era el modo de expresión de una visión sexista de la
vida, que es la que tenían los romanos. Si las cosas hubieran sucedido de otro
modo tal vez hoy diríamos “presidenta” sin que esa palabra nos chirriara al
oído. ¿Cuál sería el lenguaje de las amazonas, si las amazonas hubieran
existido, tal y como nos lo cuenta Platón en uno de sus diálogos? Reclamar
corrección lingüística es reclamar una ideología que nos ha sido transmitida
desde el pasado: pero como suelen las ideologías camuflarse siempre, no se presentan nunca como ideología, sino, en este
caso, como gramática; y en nuestro inconsciente colectivo lo ideológico
desprestigia, pero la gramática ennoblece. Obsérvese que nuestra profesora
escribe “ideología” con minúscula y reserva la mayúscula para la “Gramática”;
al hacerlo viola, sin inmutarse, las leyes más elementales de nuestra propia
gramática: las que prohíben escribir con mayúscula la primera letra de toda
palabra que, sin ser nombre propio, no viene después de un punto ni es la
primera palabra de un texto; la mayúscula no tiene entonces valor gramatical
sino laudatorio, valorativo… ideológico. La Gramática es el dios al que la
profesora le gusta adorar; su ideología.
Hay
que observar que nuestro idioma sí tiene expresiones inclusivas, pero nuestra
profesora las desprecia; al decir que “al que preside se le llama ‘presidente’”
da a entender que sólo pueden ser presidentes los hombres; de lo contrario no
habría dicho “al que preside” sino “a quien preside”, sin prefigurar de
antemano cuál debería ser el sexo de quien manda.
Además,
en latín las palabras se presentan con su nominativo y su genitivo (ens, entis;
jus, juris; Jupiter, Jovis; virtus, virtutis); ¿a qué se debe que tengamos que
construir palabras a partir del uno o del otro? Decimos “jurídico” (como el
genitivo, acusativo más bien), pero decimos “virtuoso” (que se parece más al
nominativo que al genitivo), al revés que si hubiéramos dicho “virtutoso” (que
habría sido tal vez más correcto aunque suene mal al oído); y hay palabras
distintas de un mismo vocablo que se forman a la vez sobre el nominativo y el
genitivo-acusativo, como “jupiterino” y “jovial”. Como vemos, la gramática
posee espacio para la creación de palabras; mantenerse en una ortodoxia
estricta con el martillo de la “corrección” nos obliga a usar la lengua como
espacio de obediencia, no como espacio de creación.
De
manera análoga ¿quién, en el pasado, decidió qué palabras podían o no podían
ser femeninas? Unas porque sólo admiten el masculino (“sargento” está bien,
pero no “sargenta”); y otras porque la forma que debía ser inclusiva
(“dirigente” incluiría tanto a “dirigento” como a “dirigenta”, que no existen)
se ha identificado con el masculino en nuestro inconsciente colectivo (¿quién
no piensa en un hombre cuando oye las palabras “dirigente” y “presidente”?);
sobre todo porque el artículo que la precede ha sido hasta ahora el masculino,
que ha convertido en no inclusivas las palabras inclusivas; al mismo tiempo ha
acostumbrado a nuestro oído a captar como masculina la terminación “-ente” (que
corresponde, en realidad, a los nombres epicenos); un nombre epiceno es aquel
que, aunque se escriba en un género, se refiere a los dos: como “agente”,
“amante” o “atleta”; el mérito de nuestra época ha sido convertir en ambiguos
los nombres epicenos, pues lo mismo que decimos “el mar” o “la mar” también
hemos aprendido a decir “el amante” y la amante”, o “el artista” y “la
artista”; este uso, en verdad, no es epiceno (porque admite los dos artículos),
pero tampoco ambiguo (porque no denota cambio de sexo cuando le cambiamos el
género); esta forma es una creación de nuestra época, acorde con las leyes de
la gramática, a la que podríamos llamar “inclusiva”; y así, junto a los nombres
masculinos, femeninos, ambiguos y epicenos, propongo desde estas líneas que se
admitan también los nombres inclusivos.
Otra
cosa es saber lo que es una lengua. Una lengua es un instrumento que usamos
para comunicarnos, de tal manera que podemos nombrar seres ausentes y no solamente
los que están presentes (como les sucede a los animales). Y sucede que, si en
toda comunicación tenemos, como mínimo, un emisor, un receptor, un canal, una
referencia, un código y un mensaje, el código (la lengua) tendrá que cambiar
para adaptarse a los cambios del emisor, el receptor, el canal, la referencia o
el mensaje. A veces hay referencias que todavía no tienen palabra para designarlas:
como le ha pasado al euskera que, en el proceso de sistematización de su léxico
y su gramática, se encontró con realidades para las que la lengua (que era una
lengua antigua) no tenía palabras, como la televisión: y tuvo que inventarlas o
tomarlas prestadas; nosotros también hemos tenido que inventar palabras para
designar realidades nuevas, como ordenador, astronauta, móvil e internet; y lo
mismo que los seres vivos han evolucionado siempre para adaptarse a su medio, también
la lengua es un ser vivo que intenta adaptarse a su entorno; entre el nonato y
el nacido, médicos, académicos y juristas necesitan crear el neologismo
“nasciturus”.
También
la lengua se adapta a los cambios que se producen en los emisores; así, cada
país conquistador o conquistado le trasvasa al otro sus propias palabras: ha
sucedido con “cacahuete”, “patata”, “chocolate”, “rock and roll”, “palafrenero”
o “aljama”; ni que decir tiene que si el movimiento inclusivo tiene mucha
fuerza la lengua acabará admitiendo cuantos vocablos requiera la inclusión,
obligando a que términos como “presidenta”, que no existían antes, empiecen a
existir; porque la cuestión no es saber, como decía Alicia, si la norma tiene
razón (que seguramente no la tiene), sino si tiene poder suficiente para seguir
mandando; porque no se puede mandar si no hay alguien que obedezca a la voz de
mando.
En
el canal de comunicación pasa también cuando decimos “aló” al ponernos al
teléfono. No digo ya las transformaciones que experimenta el idioma provocadas
por el mensaje, donde la función emotiva se convierte en poética: así, Unamuno
tuvo que inventarse, por ejemplo, la palabra “nivola”, y los novelistas,
dramaturgos y poetas se inventan a veces términos cuando quieren nombrar
sentimientos y vivencias que todavía no tienen palabra, como “serendipia” (que
la ha acabado aceptando la Real Academia de la Lengua).
Y
si la lengua es una realidad viva tenemos que retratarla en su dinamismo, no de
manera estática; la pragmática, que ajusta las estructuras al uso creando
nuevos juegos de lenguaje (léase a Wittgenstein), debe actuar sobre la
gramática (que estudia las palabras olvidándose de los hablantes); y la
etimología es la parte de la lingüística que se ocupa de la historia de las
palabras (porque las palabras que usamos hoy, lo siento por la profesora que
las adora hasta el delirio, también pasarán a la historia). Lo que hay que
hacer no es una foto fija, sino una película de nuestra lengua. Y como todas
las lenguas son seres vivos, está claro que han cambiado, cambian y seguirán
cambiando; y cambian porque quieren los escritores, lo quiere el pueblo y lo
quiere hasta la Real Academia de la Lengua. Vamos a ver lo que pasa con todos ellos.
(1) El
pueblo.
El
pueblo usa palabras y construcciones que no admite todavía la Real Academia de
la Lengua. Recordemos que el lema de la Academia es “limpia, fija y da
esplendor”. Limpia las palabras como hace el barrendero cuando limpia la calle:
quitando lo que ensucia, las mismas hojas que antes adornaban los árboles y que
ahora, cuando se han secado, se han convertido en un estorbo. Pero también fija
las normas del uso, es decir que a veces cambia las normas viejas por otras
nuevas; de modo que la función de la Real Academia es cambiarlas siempre que
sea necesario (no, como hace nuestra profesora, defenderlas a capa y espada,
que en esto se muestra más papista que el papa). Los malos usos de ayer son los
buenos usos del mañana.
Tomemos a
título de ejemplo el caso de las preposiciones: es sabido que hay preposiciones
que pueden ir juntas, como cuando decimos que tal persona fue buena “para con”
sus padres; pero las preposiciones “a” y “por” no pueden ir juntas jamás porque
su uso es considerado vulgar y poco apropiado; así, no diremos nunca que
vamos “a por” agua sino “por” agua; ésa es la norma establecida por la Real
Academia de la Lengua. Ahora bien, la Real Academia no puede ir contra el uso
de los hablantes porque si el pueblo emplea esa construcción contra viento y marea,
prohíbanle lo que le prohíban, las autoridades no tienen más remedio que
aceptarla: y eso es lo que ha ocurrido; esa construcción lingüística ha dejado
de ser incorrecta y ahora forma parte de las formas perfectamente admitidas en
el diccionario; porque la lengua es un pulso entre la norma y el uso y cuando
una norma es contraria al uso, si ese uso persiste, la norma no tiene más
remedio que aceptarlo. A nuestra profesora se le ha parado el reloj porque
defiende el diccionario de hace cincuenta años; no se da cuenta o no quiere
darse cuenta de que en la última edición las normas han evolucionado.
También
podríamos recordar que en la Edad Media, incluso durante el Renacimiento, la
regla de la B y la V no estaba clara; cada uno hacía lo que quería (no hay más
que remitirse a los textos de la época), y podemos encontrar lugares en los que
un mismo autor escribía la misma palabra indistintamente con B o con V. Nebrija
estableció en el siglo XV las normas de la gramática castellana y puso las que
puso; podría haber puesto otras. Recordemos también que el latín evolucionó al
castellano porque muchos de sus hablantes lo hablaron mal; o más bien porque lo
hablaron de forma diferente a como se hablaba antes, buscando recursos
expresivos que se fueron imponiendo sobre los del pasado bien porque fueran
mejores, o bien porque fueran, en contra de la norma, más adaptados a las
intenciones comunicativas, más apropiados. Así pues, los hablantes no
respetaron las reglas y a esta falta de respeto la llamamos evolución; por ella
llegamos al latín vulgar, y desde éste, a su vez, al castellano. Porque el
pueblo simplificó las reglas del pasado y las hizo más prácticas. Antes se
decía “comprehensión” y ahora se dice “comprensión”; antes se decía
“substancia” y ahora decimos “sustancia”; antes se decía “psicología” y ahora
se puede decir “sicología”, y antes, por limitarnos a algunos ejemplos, se
decía “transtorno” y ahora ya admitimos “trastorno”; en el mismo ordenador en
que escribo estas líneas me sale la palabra “transtorno” subrayada en rojo
indicándome que es un problema de ortografía: y no me sale con la palabra
“trastorno”, que es correcta ahora, aunque fuera incorrecta en el pasado.
(2)
Los escritores.
Pero
no sólo el pueblo cambia las cosas: también lo hacen los escritores, y las
innovaciones que proponen unas veces prosperan y otras no. Por ejemplo, durante
el Renacimiento los escritores trajeron de Italia cultismos que convivieron con
los vulgarismos castellanos; “óptimo” en lugar de “buenísimo” (porque ya nadie
dice “bonísimo”, que es lo que quería la Real Academia que dijéramos); también
Gabriel García Márquez propuso una reforma de la ortografía que no ha tenido
éxito (y es que hay que dejar obrar al tiempo cuando los cambios son drásticos,
no se pueden cambiar las cosas de golpe y porrazo); Juan Ramón Jiménez escribía
siempre con j el sonido gutural fuerte (jota, jefe, pájinas, etc.), y tampoco
ha prosperado; pero ha prosperado el neologismo que propuso Unamuno,
introduciendo “nivola” como una forma distinta de “novela”. Las novedades
introducidas por los escritores hay que considerarlas como tanteos, y unas
veces son admitidas por el uso y hasta por la Academia y otras no. También las
hipótesis científicas se descartan unas veces y otras son corroboradas. Y entre
nuevas las formas evolutivas, la naturaleza selecciona unas y descarta otras
(condenándolas a la extinción), dependiendo de que estén adaptadas a su medio o
sean inadaptadas.
(3)
La Real Academia de la Lengua.
La
Real Academia acaba de hacer una reforma de la acentuación que ya no respeta
las reglas que ella misma nos había impuesto antes (que son las que nos
obligaron a aprender cuando éramos pequeños); ya no hace falta distinguir el
adjetivo del pronombre poniéndole tilde a este último, a menos que lo pida la
comprensión del texto; tampoco hay que poner acento diacrítico a la palabra
“solo” para distinguir el adjetivo del adverbio, a menos que la comprensión lo
requiera. Los viejos dinosaurios como esta profesora y yo nos vemos obligados a
escribir mal porque a nuestra edad ya no vamos a aprender reglas nuevas; y
estamos, en lo que a la lengua se refiere, inadaptados.
De
modo que el idioma cambia y si un día a la Real Academia le da por incluir el
término “presidenta”, ¿quién se lo podría a impedir? Pero la maestra que ha
escrito este libelo (que no deja de ser un manifiesto y, como todo manifiesto,
proclamación de una ideología), lamenta con ironía “haber aguado la fiesta a un
grupo de hombres que se habían asociado en defensa del género y que habían
firmado un manifiesto”, y los llama “ignorantes”; bueno, les da a elegir entre
la ignorancia y la ideología, pues según ella “la ignorancia les lleva a
aplicar patrones ideológicos y la misma aplicación automática de esos patrones
los hace más ignorantes”. No deja de ser paradójico que llame ignorantes a
quienes quieren que el idioma se adapte a la realidad y no se lo llame a sí
misma, que pretende que sea la realidad la que se adapte al idioma (precisamente
antes les había reprochado a las estadísticas que, en lugar de ser una foto de
la realidad, pretendan que la realidad sea una foto de las estadísticas). Al
fin y al cabo no dejan de ser dos ideologías, una realista y otra conservadora:
realista la que reclama que las palabras se ajusten a la realidad cambiante;
conservadora la que exige que las palabras se impongan sobre la realidad, para
que no cambie; la lengua se convierte así en una cadena que encorseta y
constriñe al mundo para ahogar la vida, para ahogar los cambios; el respeto por
la gramática se instala en nosotros convirtiendo la lengua en obediencia y
la gramática en cadena; y es una visión de la lengua anterior a
Peirce, a Searl y a Austin, pues antes de ellos la lingüística era morfosintaxis
y semántica y ahora también es pragmática; quizá no sea ocioso recordar (porque
nuestra maestra, la que nos tacha de ignorantes, parece ignorarlo) que la
morfosintaxis estudia la relación de los signos entre sí, la semántica, la de
los signos con sus significados, y la pragmática, la de los signos con sus
usuarios.
Lo
que está en juego es saber si el lenguaje inclusivo procede (ya lo ha dicho la
profesora) de la ignorancia o de la ideología. Ella excluye para sí misma la
primera, pues presume de no ser “víctima de la Ley Nacional de Educación”
(sic), y aclara, por si no lo hubiéramos entendido bien, que ha “tenido la
suerte de estudiar bajo unos planes educativos buenos” que no tenían nada que
ver con “la propaganda política”; se supone que el término “propaganda”,
asociado al adjetivo “política”, significa “ideología”, y toda ideología es un
cuerpo doctrinario que se acepta con corazón y sin crítica; se habla, por
ejemplo, de que el catecismo es la doctrina de la Iglesia católica y de que
enseñar doctrina es adoctrinar. Ojo, no estoy diciendo que sea malo enseñar
contenidos axiológicos o valorativos, sino que hay que enseñarlos desde la
fortaleza del corazón auxiliado por la inteligencia, la cual florece en forma
de crítica.
Tengo
a mano la enciclopedia Álvarez con la que ha estudiado esta profesora que
presume de no haber sido adoctrinada en ninguna ideología; y encuentro que la
quinta parte de sus páginas es historia sagrada, evangelios, lecciones
conmemorativas y enseñanzas políticas; la reto a que compare si las páginas de
formación ética que se imparten hoy son la quinta parte del conjunto de todos
los libros de las otras materias. Creo que en materia de asepsia ideológica
esta profesora no tiene muchas lecciones que darnos.
A
menos que profesemos una especie de platonismo a la manera de Rousseau,
pretendiendo que las cosas son perfectas hasta que la sociedad viene a
pervertirlas con sus leyes; como si antes de la primera ley de educación
hubiera habido un sistema educativo ideal que luego han venido a estropear
todos los demás (y, a diferencia de los políticos de antaño, lo hubieran
ensuciado todos los políticos posteriores); como si la primera ley de educación
no la hubiera puesto ningún político; o como si hubiera sido una suerte de
naturaleza primigenia, inocente y pura, anterior a todas las leyes, que ha sido
estropeada luego por las leyes.
Pero
nunca ha existido ese pasado educativo ideal. El primer maestro que hubo en la
historia (o quién sabe, quizá en la prehistoria) fue puesto por alguien que le
dio fuerza de ley. Y si las leyes educativas convierten en víctimas a los
aprendices, entonces todos los aprendices estamos condenados a ser víctimas
porque las leyes educativas son anteriores a las instituciones educativas. De
modo que si la autora no ha sido víctima de la “Ley Nacional de Educación”, lo
ha sido de una ley anterior: ¿qué ley es ésa, que se supone que es mejor que
todas las posteriores? Porque no puede mantener la pretensión utópica de que a
ella la educaron antes de que existiera la educación (es decir antes de que
existieran los sistemas educativos).
O
sea que lo que pretende decir subrepticiamente es que las leyes anteriores a la
democracia española fueron mejores que las que vinieron después. Eso habría que
demostrarlo. Para ello habría que hacer un recorrido por la educación infantil,
primaria y secundaria: vayamos por partes.
Los
planes educativos bajo los cuales estudió nuestra profesora corresponden, desde
la educación secundaria, a la ley Villar Palasí de 1970 (cuando ella tenía diez
años). Esta ley pretendía desarrollar una inteligencia activa donde antes
primaban los aprendizajes memorísticos (por lo visto éste era el modelo ideal
de nuestra profesora); yo, que he crecido bajo el paraguas aquel, sigo sin
entender por qué la primera guerra mundial la desencadenó un serbio, cuando
Serbia ocupaba un papel irrelevante, por no decir inexistente, en la Europa que
nos enseñaban en historia; y aprendí las tablas de multiplicar, pero nunca me
explicaron su significado: lo aprendí cuando fui maestro; cuando tuve que
prepararme para enseñar.
La
ley Villar Palasí promovió una enseñanza tecnocrática, de corte conductista,
cuando España tenía que adaptarse a la psicología de Skinner; el aprendizaje
tenía que ser ahora de tipo proceso-producto, y el profesor un técnico
competente que diseñara buenos programas con objetivos claros y medibles;
medibles; ya me dirán cómo se pueden medir las humanidades. ¡Ah, ya sé!
Vaciándolas de creatividad y reduciéndolas a obediencia. La lengua no es un
vehículo con el que se puede crear, sino una gramática que se puede medir (se
puede contar el número de faltas que contiene un texto, pero no el número de
unidades creativas que hay en él; sin destruir su carácter creativo, por
supuesto). Pero nuestra profesora presume de haber estudiado “en Bachillerato
(…) Historia de España, Latín, Literatura y Filosofía”: lo mismo que estudian
hoy mis alumnos, mire usted. Pero la historia de aquel entonces ¿era algo más
que una lista de nombres y fechas? ¿Medibles a la manera de Skinner? El latín
¿era algo más que declinaciones, conjugaciones y reglas? ¿No era también
aprender cultura y traducir? ¿Cuál era el peso de Julio César y Cicerón frente
a aquellos corsés gramaticales? La filosofía ¿era algo más que una trabazón de
conceptos y nombres unidos lógicamente pero inconexos para el estudiante?
Nuestra maestra presume de haber leído entonces “El Quijote”: ¿de verdad? Yo estudié cinco
años antes que ella y, si la antigüedad de los planes educativos es criterio de
calidad, debí haberme leído el Quijote mucho mejor que ella; pero a nosotros no
nos pedían que leyéramos las más de mil páginas que tiene el mamotreto; leíamos
lo que decía el libro de texto, si acaso algún fragmento, y para de contar;
sólo más tarde me he sumido en ese mamotreto infumable para descubrir en él
maravillas que ni por asomo sospeché cuando estudiaba el bachillerato. Lo mismo
podemos decir del Lazarillo. En cuanto a Manrique, leíamos sus coplas al
completo porque eran cortas; y de Lope, Garcilaso, Góngora y Espronceda leíamos
versos (yo me leí las obras completas de Espronceda porque me gustaban, no
porque fueran obligatorias). Sin embargo hoy los bachilleres leen el Quijote, la Odisea, el Lazarillo, la Celestina y muchas cosas más, y las leen
por entero; en ediciones adaptadas, por supuesto, pero, salvo el Quijote (al
que se han quitado bastantes fragmentos), el resto de las obras se leen
completas; y luego te las preguntan en clase. Pero eso no es todo: hoy también
leen los chicos el Diario de Ana Frank,
la República de Platón, el Compendio de Hume, y además ven
películas y les mandan buscar en internet y les siguen mandando hacer
composiciones escritas y exposiciones orales, muchas de ellas con power point.
De modo que en materia de calidad de enseñanza el pasado no tiene muchas
lecciones que darle al presente. Tal vez el problema no sean los planes de
estudio, sino la cuestión sociológica la que lo tiñe todo; pero es que hoy
estudian muchos chicos y antes estudiaban sólo unos cuantos, mire usted.
Pero
vamos a la educación primaria; la que ella estudió bajo unos planes anteriores
a los de la ley Villar Palasí. “En primaria estudiábamos Lengua, Matemáticas,
Ciencias, no teníamos Educación Física”: claro, porque los niños eran almas sin
cuerpo (y eso no es ideología). El alma, el espíritu, se estudiaba igual que
ahora, pero el cuerpo no importaba nada (los romanos, siguiendo en esto la
línea de los griegos, estaban más avanzados que nosotros, pues perseguían una
“mens sana (in) corpore sano”). Eso sí, “en 6º de Primaria, si en un examen
tenías una falta de ortografía del tipo ‘b en vez de v’ o cinco faltas de
acentos, te bajaban y bien bajada la nota”; eso era lo que importaba; no que
supieras oxigenar tus músculos, alcanzar la alegría mediante el deporte,
medirse las fuerzas unos con otros, conocer el baile, educar la sensibilidad a
través del cuerpo, eso no, no importaba. Ahora lo hacen todos los niños de
primaria. Y eso no les quita de estudiar lengua, matemáticas y ciencias, que
también se estudian, y bien; por lo menos igual de bien que lo estudió nuestra
profesora.
¿Y
la educación infantil? ¿Qué podemos decir de ella? Pues que para nuestra
profesora vale menos el español que el alemán, porque habla con orgullo del
“jardín” (así se llamaba lo que hoy es ‘educación infantil’, mire usted”); como
si la palabra “infantil” no formara parte de nuestro vocabulario; y como si
fuera más noble copiarles el “jardín” de su “kindergarten” a los alemanes. A
los niños nosotros también les llamábamos “parvulines”, una palabra que procede
del latín, del que nosotros también procedemos. Pues bien, nuestra profesora
presume de aquella cartilla que enseñaba las letras convirtiéndolas en sílabas;
mientras que hoy se estudian convertidas en sonidos (fonemas antes que
grafemas), y no sílabas; y se enseña, tanto fonética como gramaticalmente, a
unir las letras entre sí, lo que no se hacía antes; le recomiendo que les eche
un vistazo a los libritos de Micho,
que vienen, además, con canciones incorporadas. ¡Ah!, y los párvulos de hoy no
tienen Educación Física pero tienen algo mucho mejor: psicomotricidad. Oh,
perdón, es una palabra moderna, debe ser muy malo porque se nombra con un
neologismo: lo bueno debe ser antiguo. En cuanto al provecho que sacan las
editoriales de los libros que no se llaman Semillitas,
eso es cosa del negocio, no de los sistemas educativos; aunque sí les podemos
reprochar (en esto sí le voy a dar la razón a nuestra profesora) haber roto la
frontera que separaba a los cuadernos de los libros, porque los libros han
quedado convertidos en material fungible.
Todo
este excursus acerca de los sistemas educativos fue motivado, recordémoslo, por
la acusación de ignorantes que les lanzaba nuestra profesora a los “políticos”,
“periodistas” y “hombres” en general que firman manifiestos defendiendo el
lenguaje inclusivo. Acabo de demostrar que tales hombres (y mujeres, no las
olvidemos a ellas) han sido formados en un sistema educativo más potente que el
que conoció nuestra profesora: no son, por lo tanto, unos ignorantes. Entonces
están deformados por la ideología: también he mostrado que el peso ideológico
de la educación anterior era muy superior al que tiene la de ahora. Lo que
nuestra profesora planteaba como una alternativa (o ignorancia o ideología) no funciona:
no se trata, pues, de una alternativa, puesto que entre la ignorancia y la
ideología hay otras cosas: lo mismo que entre el blanco y el negro también hay
muchos colores.
Descalificar
como “ignorantos” e “ignorantas” a quienes no piensan igual que la profesora es
un acto de desprecio. Ya hemos visto que hasta las lenguas muertas tienen vida
y que donde hay vida hay historia, ¿qué no decir, entonces, de las lenguas
vivas? Todas las lenguas (y la nuestra no es una excepción) tienen amplios
márgenes para manifestar ese cambio. Y no hay que ignorar que los significados
de las palabras se escinden en denotativos (que suelen ser referenciales y
afloran a la conciencia) y connotativos (que son, por el contrario, emotivos e
inconscientes, y muchas veces irracionales): esto pasa con todas las palabras,
con todas las reglas, y la cuestión del género no es una excepción; aunque
muchas palabras masculinas denoten inclusión y se refieran a ambos géneros,
connotan, sin embargo, exclusión y universos mentales masculinos. Cuando
decimos que el hombre primitivo vivía de la caza ¿alguien se imagina a una
mujer cazando? Cuando los filósofos hablan del “sitio del hombre en el cosmos”,
¿no pensamos más bien con mente masculina? Lo peor es que hay legislaciones que
contienen saltos semánticos, pues palabras como “hombre” y “ciudadano” se toman
unas veces en su sentido genérico y otras veces están referidas al varón. Por
todo ello se hace necesaria una reforma del vocabulario y de la gramática; hay
usos y normas que deben cambiar en el presente, igual que hubo otras normas y
otros usos que cambiaron también en el pasado.
Porque
nuestra profesora está poniendo la gramática por encima de la política y a los
políticos y diputados, por ignorantes y demagogos, por debajo de los maestros.
Que no son ignorantes lo he demostrado ya, y en cuanto a demagogia, la que
algunos puedan tener (si es que la tienen todos), queda muy por debajo de la
que tiene la profesora: cuya soberbia la lleva a pretender que, si nos pasamos su
escrito de unos a otros, tal vez termine “haciendo bien hasta en los
ministerios”; como si la gramática, que refleja siempre a la sociedad que la
produjo, pudiera rebelarse contra quien la creó lo mismo que Lucifer se rebeló
un día contra Dios. Para salvaguardar su modestia y no parecer orgullosa, la
profesora se ha disimulado detrás de un emisor imaginario que en realidad es
ella misma. Según este emisor, la frase final es “acertadísima y lapidaria”.
Que es lapidaria no da lugar a dudas, pues decir que “no es lo mismo ser ‘un
cargo público’ que ser ‘una carga pública’” crea un efecto teatral que tiene
mucho gancho (eso está bien), pero sobre todo lleno de connotaciones (y eso ya
no está tan bien: pues presupone que reclamar igualdad lingüística entre los
sexos es una carga para los demás, y eso es una falacia). Nuestra profesora
podría haber mencionado aquello de que ser maestro es más que ministro, porque
“magisterio” viene de “magis”, que significa “más”, y “ministro” viene de
“minus”, que significa “menos”: expresión que denota lo que se dice pero
connota lo que se quiere decir (y eso es un sofisma que prescinde del
contexto).
Por
eso mismo podemos decir que la frase con la que concluye la profesora es
lapidaria, sí, teatral y contundente: pero no acertada, porque dice una
falsedad. Puestos a quedar bien yo también podría despedirme con otra frase
lapidaria (como que he dejado la gramática de Madrid por la pragmática de
Zaragoza, porque más vale maña que fuerza); pero lo haría sin violentar la
lógica con los consabidos juegos de palabras. Podría emplear una dilogía, un
palíndrome, un anagrama, un calambur. Que argumentaciones como la de la
profesora me hacen sentir bien, como decía Frida Kahlo: bien hundido, pero
bien. Aunque prefiero concluir comparando el medio ambiente con la gramática y
decir que no lo quiero medio, sino completo, que para tenerlo a medias ya me
basta la profesora. Y no digo más.
Me gusta reflexionar sobre esto estimada Lechuza Literaria: "Otra cosa es saber lo que es una lengua. Una lengua es un instrumento que usamos para comunicarnos, de tal manera que podemos nombrar seres ausentes y no solamente los que están presentes (como les sucede a los animales). Y sucede que, si en toda comunicación tenemos, como mínimo, un emisor, un receptor, un canal, una referencia, un código y un mensaje, el código (la lengua) tendrá que cambiar para adaptarse a los cambios del emisor, el receptor, el canal, la referencia o el mensaje." Me encanta por eso mi idoma, sobre todo porque es el castellano, el español, tan rico y variado, tan lógicamente creado, tan dignamente hablado, tan magníficamente escrito.
ResponderEliminarMagnifico, Mariano. Yo también había leído la carta de la profesora. No la reproduje porque me pareció de un sectarismo tremendo. Además he visto como amigos y compañeros la reproducían y valoraban positivamente "enganchados" por la cantidad de resortes emocionales que contiene la carta. Me alegro de este análisis minucioso de una realidad, una historia y una carta "demasiado intencionada". Gracias.
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