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viernes, 26 de junio de 2020

RESPUESTA A LA CARTA DE UNA PROFESORA





RESPUESTA A LA CARTA DE UNA PROFESORA   
  

            Ha llegado a mis manos el libelo de una profesora que se presenta como ardiente defensora del idioma. Está escrito en forma de carta (“carta de una profesora”), pero es una carta sin destinatario; la envía una mano anónima que alaba todo lo que dice, y al presentarla como “profesora de un instituto público” destaca su “acertadísima y lapidaria frase final”. Concluye diciéndole al lector: “pásalo por ahí”, y al expresar su deseo de que “con suerte termine (…) hasta en los ministerios” nos hace pensar dos cosas: que se dirige a un destinatario anónimo que es el público de internet, y que la maestra y el remitente son la misma persona porque la “lapidaria” frase final, que se supone escrita por la maestra, la escribe, en realidad, la persona que envía la carta; el emisor es el mismo que el remitente, contrariamente a lo que se decía en un principio, y esta incoherencia comunicativa nos hace pensar, ya antes de leerla, que la carta tiene truco.
            Empieza después de un largo preámbulo en el que ensalza, de manera beligerante con la educación actual, la educación que recibió (cualquier tiempo pasado fue mejor): la cual primaba el esfuerzo sobre la propaganda (comparando términos que no son comparables por no ser contrarios entre sí), la educación con las editoriales (que transforman los libros en cuadernos) y la lengua con la educación física (menospreciando esta última de manera implícita); pero no compara la “corrección” (que nombra) con la creatividad (que no menciona), dando a entender que lo interesante es obedecer las reglas y no ser libres, formándonos no para ser escritores sino escribanos  y comunicadores, no autores sino amanuenses. Los valores que pregona la profesora tienen que ver con la sumisión frente a la libertad, pues lo que importa es la corrección, el respeto a la norma, reduciendo la lengua a gramática y olvidándose no ya de la pragmática, sino de la etimología; la literatura queda en una lista de autores en la que la mera exposición de los nombres predispone a la reverencia, no a la crítica; al culto, no a la cultura; y si la lengua se queda en gramática (eso sí, reducida a morfosintaxis), la literatura no llega a producción y sólo es consumo.
            Luego viene el verdadero tema de esta carta, que es la crítica del lenguaje inclusivo. Y lo hace presentándolo, más o menos implícitamente, como una consecuencia de nuestro sistema educativo; de tal manera que si el primero era bueno (la autora dijo que estudió “bajo unos planes educativos buenos”), al oponerse a los actuales (con expresiones descalificadoras como “no como ahora”, “mire usted”, “por encima de”, “pero, sobre todo”), da a entender que el que tenemos es malo; y si la educación actual es mala (puesto que aquélla era buena), y si consigue demostrar, además, que una de sus consecuencias (el lenguaje inclusivo) es mala, habrá demostrado, por fin, que lo bueno era lo que defendía la educación anterior: es decir el lenguaje sexista; todo está en convertir el lenguaje inclusivo en ideología para demostrar (sin concluir, simplemente por contraste) que el otro no tenía ideología, sino sólo gramática; a eso vamos.
            Empieza enseñándonos que el castellano ha heredado del latín los participios activos (de “atacar”, “atacante”); sin embargo, en la escuela sólo nos han enseñado los pasivos (“atacado”). Un participio es una forma no personal del verbo que funciona como adjetivo. Ahora bien, los adjetivos tienen género y por lo tanto pueden ser masculinos o femeninos: ¿por qué el participio pasivo tiene género (“cantado”, “cantada”) y el activo (“cantante”) no lo tiene? La profesora defiende a capa y espada la necesidad de no ponerle género al participio activo (cantanto, cantanta) y se olvida de recordar que al pasivo sí que se lo ponemos. La pregunta no es saber qué forma de hablar se nos ha impuesto a lo largo de la historia, sino por qué se nos ha impuesto esa forma y si las formas lingüísticas que han sido excluidas merecen ser relegadas al olvido. Cuando los imperios conquistaban pueblos les imponían su idioma (a nosotros nos impusieron el latín), pero el idioma impuesto sólo es norma por la fuerza, no por la razón, y Alicia, en el relato de Lewis Carrol, ya nos lo dejaba bien claro: lo que importa no es saber quién tiene razón sino quién manda aquí; en francés el complemento directo concuerda con el sujeto, pero en español no: ¿cuál es la forma correcta, si las dos lenguas derivan del latín? Alguna de las dos se la habrá saltado. 


Lo que llamamos corrección gramatical no es más que sumisión a unos usos impuestos por el vencedor; y un pueblo que admite el femenino para el participio pasivo pero no lo admite para el activo es un pueblo que le impone a la mujer pasividad y obediencia, mientras que al hombre le atribuye acciones y capacidad de decidir: lo que indica que el latín era el modo de expresión de una visión sexista de la vida, que es la que tenían los romanos. Si las cosas hubieran sucedido de otro modo tal vez hoy diríamos “presidenta” sin que esa palabra nos chirriara al oído. ¿Cuál sería el lenguaje de las amazonas, si las amazonas hubieran existido, tal y como nos lo cuenta Platón en uno de sus diálogos? Reclamar corrección lingüística es reclamar una ideología que nos ha sido transmitida desde el pasado: pero como suelen las ideologías camuflarse siempre, no se  presentan nunca como ideología, sino, en este caso, como gramática; y en nuestro inconsciente colectivo lo ideológico desprestigia, pero la gramática ennoblece. Obsérvese que nuestra profesora escribe “ideología” con minúscula y reserva la mayúscula para la “Gramática”; al hacerlo viola, sin inmutarse, las leyes más elementales de nuestra propia gramática: las que prohíben escribir con mayúscula la primera letra de toda palabra que, sin ser nombre propio, no viene después de un punto ni es la primera palabra de un texto; la mayúscula no tiene entonces valor gramatical sino laudatorio, valorativo… ideológico. La Gramática es el dios al que la profesora le gusta adorar; su ideología.
            Hay que observar que nuestro idioma sí tiene expresiones inclusivas, pero nuestra profesora las desprecia; al decir que “al que preside se le llama ‘presidente’” da a entender que sólo pueden ser presidentes los hombres; de lo contrario no habría dicho “al que preside” sino “a quien preside”, sin prefigurar de antemano cuál debería ser el sexo de quien manda.
            Además, en latín las palabras se presentan con su nominativo y su genitivo (ens, entis; jus, juris; Jupiter, Jovis; virtus, virtutis); ¿a qué se debe que tengamos que construir palabras a partir del uno o del otro? Decimos “jurídico” (como el genitivo, acusativo más bien), pero decimos “virtuoso” (que se parece más al nominativo que al genitivo), al revés que si hubiéramos dicho “virtutoso” (que habría sido tal vez más correcto aunque suene mal al oído); y hay palabras distintas de un mismo vocablo que se forman a la vez sobre el nominativo y el genitivo-acusativo, como “jupiterino” y “jovial”. Como vemos, la gramática posee espacio para la creación de palabras; mantenerse en una ortodoxia estricta con el martillo de la “corrección” nos obliga a usar la lengua como espacio de obediencia, no como espacio de creación.
            De manera análoga ¿quién, en el pasado, decidió qué palabras podían o no podían ser femeninas? Unas porque sólo admiten el masculino (“sargento” está bien, pero no “sargenta”); y otras porque la forma que debía ser inclusiva (“dirigente” incluiría tanto a “dirigento” como a “dirigenta”, que no existen) se ha identificado con el masculino en nuestro inconsciente colectivo (¿quién no piensa en un hombre cuando oye las palabras “dirigente” y “presidente”?); sobre todo porque el artículo que la precede ha sido hasta ahora el masculino, que ha convertido en no inclusivas las palabras inclusivas; al mismo tiempo ha acostumbrado a nuestro oído a captar como masculina la terminación “-ente” (que corresponde, en realidad, a los nombres epicenos); un nombre epiceno es aquel que, aunque se escriba en un género, se refiere a los dos: como “agente”, “amante” o “atleta”; el mérito de nuestra época ha sido convertir en ambiguos los nombres epicenos, pues lo mismo que decimos “el mar” o “la mar” también hemos aprendido a decir “el amante” y la amante”, o “el artista” y “la artista”; este uso, en verdad, no es epiceno (porque admite los dos artículos), pero tampoco ambiguo (porque no denota cambio de sexo cuando le cambiamos el género); esta forma es una creación de nuestra época, acorde con las leyes de la gramática, a la que podríamos llamar “inclusiva”; y así, junto a los nombres masculinos, femeninos, ambiguos y epicenos, propongo desde estas líneas que se admitan también los nombres inclusivos. 


            Otra cosa es saber lo que es una lengua. Una lengua es un instrumento que usamos para comunicarnos, de tal manera que podemos nombrar seres ausentes y no solamente los que están presentes (como les sucede a los animales). Y sucede que, si en toda comunicación tenemos, como mínimo, un emisor, un receptor, un canal, una referencia, un código y un mensaje, el código (la lengua) tendrá que cambiar para adaptarse a los cambios del emisor, el receptor, el canal, la referencia o el mensaje. A veces hay referencias que todavía no tienen palabra para designarlas: como le ha pasado al euskera que, en el proceso de sistematización de su léxico y su gramática, se encontró con realidades para las que la lengua (que era una lengua antigua) no tenía palabras, como la televisión: y tuvo que inventarlas o tomarlas prestadas; nosotros también hemos tenido que inventar palabras para designar realidades nuevas, como ordenador, astronauta, móvil e internet; y lo mismo que los seres vivos han evolucionado siempre para adaptarse a su medio, también la lengua es un ser vivo que intenta adaptarse a su entorno; entre el nonato y el nacido, médicos, académicos y juristas necesitan crear el neologismo “nasciturus”.
            También la lengua se adapta a los cambios que se producen en los emisores; así, cada país conquistador o conquistado le trasvasa al otro sus propias palabras: ha sucedido con “cacahuete”, “patata”, “chocolate”, “rock and roll”, “palafrenero” o “aljama”; ni que decir tiene que si el movimiento inclusivo tiene mucha fuerza la lengua acabará admitiendo cuantos vocablos requiera la inclusión, obligando a que términos como “presidenta”, que no existían antes, empiecen a existir; porque la cuestión no es saber, como decía Alicia, si la norma tiene razón (que seguramente no la tiene), sino si tiene poder suficiente para seguir mandando; porque no se puede mandar si no hay alguien que obedezca a la voz de mando.
            En el canal de comunicación pasa también cuando decimos “aló” al ponernos al teléfono. No digo ya las transformaciones que experimenta el idioma provocadas por el mensaje, donde la función emotiva se convierte en poética: así, Unamuno tuvo que inventarse, por ejemplo, la palabra “nivola”, y los novelistas, dramaturgos y poetas se inventan a veces términos cuando quieren nombrar sentimientos y vivencias que todavía no tienen palabra, como “serendipia” (que la ha acabado aceptando la Real Academia de la Lengua).
            Y si la lengua es una realidad viva tenemos que retratarla en su dinamismo, no de manera estática; la pragmática, que ajusta las estructuras al uso creando nuevos juegos de lenguaje (léase a Wittgenstein), debe actuar sobre la gramática (que estudia las palabras olvidándose de los hablantes); y la etimología es la parte de la lingüística que se ocupa de la historia de las palabras (porque las palabras que usamos hoy, lo siento por la profesora que las adora hasta el delirio, también pasarán a la historia). Lo que hay que hacer no es una foto fija, sino una película de nuestra lengua. Y como todas las lenguas son seres vivos, está claro que han cambiado, cambian y seguirán cambiando; y cambian porque quieren los escritores, lo quiere el pueblo y lo quiere hasta la Real Academia de la Lengua. Vamos  a ver lo que pasa con todos ellos.


(1)   El pueblo.  
            El pueblo usa palabras y construcciones que no admite todavía la Real Academia de la Lengua. Recordemos que el lema de la Academia es “limpia, fija y da esplendor”. Limpia las palabras como hace el barrendero cuando limpia la calle: quitando lo que ensucia, las mismas hojas que antes adornaban los árboles y que ahora, cuando se han secado, se han convertido en un estorbo. Pero también fija las normas del uso, es decir que a veces cambia las normas viejas por otras nuevas; de modo que la función de la Real Academia es cambiarlas siempre que sea necesario (no, como hace nuestra profesora, defenderlas a capa y espada, que en esto se muestra más papista que el papa). Los malos usos de ayer son los buenos usos del mañana.
Tomemos a título de ejemplo el caso de las preposiciones: es sabido que hay preposiciones que pueden ir juntas, como cuando decimos que tal persona fue buena “para con” sus padres; pero las preposiciones “a” y “por” no pueden ir juntas jamás porque su uso es considerado vulgar y poco apropiado; así, no diremos nunca que vamos  “a por” agua sino “por” agua; ésa es la norma establecida por la Real Academia de la Lengua. Ahora bien, la Real Academia no puede ir contra el uso de los hablantes porque si el pueblo emplea esa construcción contra viento y marea, prohíbanle lo que le prohíban, las autoridades no tienen más remedio que aceptarla: y eso es lo que ha ocurrido; esa construcción lingüística ha dejado de ser incorrecta y ahora forma parte de las formas perfectamente admitidas en el diccionario; porque la lengua es un pulso entre la norma y el uso y cuando una norma es contraria al uso, si ese uso persiste, la norma no tiene más remedio que aceptarlo. A nuestra profesora se le ha parado el reloj porque defiende el diccionario de hace cincuenta años; no se da cuenta o no quiere darse cuenta de que en la última edición las normas han evolucionado.
También podríamos recordar que en la Edad Media, incluso durante el Renacimiento, la regla de la B y la V no estaba clara; cada uno hacía lo que quería (no hay más que remitirse a los textos de la época), y podemos encontrar lugares en los que un mismo autor escribía la misma palabra indistintamente con B o con V. Nebrija estableció en el siglo XV las normas de la gramática castellana y puso las que puso; podría haber puesto otras. Recordemos también que el latín evolucionó al castellano porque muchos de sus hablantes lo hablaron mal; o más bien porque lo hablaron de forma diferente a como se hablaba antes, buscando recursos expresivos que se fueron imponiendo sobre los del pasado bien porque fueran mejores, o bien porque fueran, en contra de la norma, más adaptados a las intenciones comunicativas, más apropiados. Así pues, los hablantes no respetaron las reglas y a esta falta de respeto la llamamos evolución; por ella llegamos al latín vulgar, y desde éste, a su vez, al castellano. Porque el pueblo simplificó las reglas del pasado y las hizo más prácticas. Antes se decía “comprehensión” y ahora se dice “comprensión”; antes se decía “substancia” y ahora decimos “sustancia”; antes se decía “psicología” y ahora se puede decir “sicología”, y antes, por limitarnos a algunos ejemplos, se decía “transtorno” y ahora ya admitimos “trastorno”; en el mismo ordenador en que escribo estas líneas me sale la palabra “transtorno” subrayada en rojo indicándome que es un problema de ortografía: y no me sale con la palabra “trastorno”, que es correcta ahora, aunque fuera incorrecta en el pasado.


            (2) Los escritores.  
            Pero no sólo el pueblo cambia las cosas: también lo hacen los escritores, y las innovaciones que proponen unas veces prosperan y otras no. Por ejemplo, durante el Renacimiento los escritores trajeron de Italia cultismos que convivieron con los vulgarismos castellanos; “óptimo” en lugar de “buenísimo” (porque ya nadie dice “bonísimo”, que es lo que quería la Real Academia que dijéramos); también Gabriel García Márquez propuso una reforma de la ortografía que no ha tenido éxito (y es que hay que dejar obrar al tiempo cuando los cambios son drásticos, no se pueden cambiar las cosas de golpe y porrazo); Juan Ramón Jiménez escribía siempre con j el sonido gutural fuerte (jota, jefe, pájinas, etc.), y tampoco ha prosperado; pero ha prosperado el neologismo que propuso Unamuno, introduciendo “nivola” como una forma distinta de “novela”. Las novedades introducidas por los escritores hay que considerarlas como tanteos, y unas veces son admitidas por el uso y hasta por la Academia y otras no. También las hipótesis científicas se descartan unas veces y otras son corroboradas. Y entre nuevas las formas evolutivas, la naturaleza selecciona unas y descarta otras (condenándolas a la extinción), dependiendo de que estén adaptadas a su medio o sean inadaptadas.

            (3) La Real Academia de la Lengua.  
            La Real Academia acaba de hacer una reforma de la acentuación que ya no respeta las reglas que ella misma nos había impuesto antes (que son las que nos obligaron a aprender cuando éramos pequeños); ya no hace falta distinguir el adjetivo del pronombre poniéndole tilde a este último, a menos que lo pida la comprensión del texto; tampoco hay que poner acento diacrítico a la palabra “solo” para distinguir el adjetivo del adverbio, a menos que la comprensión lo requiera. Los viejos dinosaurios como esta profesora y yo nos vemos obligados a escribir mal porque a nuestra edad ya no vamos a aprender reglas nuevas; y estamos, en lo que a la lengua se refiere, inadaptados.
            De modo que el idioma cambia y si un día a la Real Academia le da por incluir el término “presidenta”, ¿quién se lo podría a impedir? Pero la maestra que ha escrito este libelo (que no deja de ser un manifiesto y, como todo manifiesto, proclamación de una ideología), lamenta con ironía “haber aguado la fiesta a un grupo de hombres que se habían asociado en defensa del género y que habían firmado un manifiesto”, y los llama “ignorantes”; bueno, les da a elegir entre la ignorancia y la ideología, pues según ella “la ignorancia les lleva a aplicar patrones ideológicos y la misma aplicación automática de esos patrones los hace más ignorantes”. No deja de ser paradójico que llame ignorantes a quienes quieren que el idioma se adapte a la realidad y no se lo llame a sí misma, que pretende que sea la realidad la que se adapte al idioma (precisamente antes les había reprochado a las estadísticas que, en lugar de ser una foto de la realidad, pretendan que la realidad sea una foto de las estadísticas). Al fin y al cabo no dejan de ser dos ideologías, una realista y otra conservadora: realista la que reclama que las palabras se ajusten a la realidad cambiante; conservadora la que exige que las palabras se impongan sobre la realidad, para que no cambie; la lengua se convierte así en una cadena que encorseta y constriñe al mundo para ahogar la vida, para ahogar los cambios; el respeto por la gramática se instala en nosotros convirtiendo la lengua en obediencia y la gramática en cadena; y es una visión de la lengua anterior a Peirce, a Searl y a Austin, pues antes de ellos la lingüística era morfosintaxis y semántica y ahora también es pragmática; quizá no sea ocioso recordar (porque nuestra maestra, la que nos tacha de ignorantes, parece ignorarlo) que la morfosintaxis estudia la relación de los signos entre sí, la semántica, la de los signos con sus significados, y la pragmática, la de los signos con sus usuarios. 


            Lo que está en juego es saber si el lenguaje inclusivo procede (ya lo ha dicho la profesora) de la ignorancia o de la ideología. Ella excluye para sí misma la primera, pues presume de no ser “víctima de la Ley Nacional de Educación” (sic), y aclara, por si no lo hubiéramos entendido bien, que ha “tenido la suerte de estudiar bajo unos planes educativos buenos” que no tenían nada que ver con “la propaganda política”; se supone que el término “propaganda”, asociado al adjetivo “política”, significa “ideología”, y toda ideología es un cuerpo doctrinario que se acepta con corazón y sin crítica; se habla, por ejemplo, de que el catecismo es la doctrina de la Iglesia católica y de que enseñar doctrina es adoctrinar. Ojo, no estoy diciendo que sea malo enseñar contenidos axiológicos o valorativos, sino que hay que enseñarlos desde la fortaleza del corazón auxiliado por la inteligencia, la cual florece en forma de crítica.
            Tengo a mano la enciclopedia Álvarez con la que ha estudiado esta profesora que presume de no haber sido adoctrinada en ninguna ideología; y encuentro que la quinta parte de sus páginas es historia sagrada, evangelios, lecciones conmemorativas y enseñanzas políticas; la reto a que compare si las páginas de formación ética que se imparten hoy son la quinta parte del conjunto de todos los libros de las otras materias. Creo que en materia de asepsia ideológica esta profesora no tiene muchas lecciones que darnos.
            A menos que profesemos una especie de platonismo a la manera de Rousseau, pretendiendo que las cosas son perfectas hasta que la sociedad viene a pervertirlas con sus leyes; como si antes de la primera ley de educación hubiera habido un sistema educativo ideal que luego han venido a estropear todos los demás (y, a diferencia de los políticos de antaño, lo hubieran ensuciado todos los políticos posteriores); como si la primera ley de educación no la hubiera puesto ningún político; o como si hubiera sido una suerte de naturaleza primigenia, inocente y pura, anterior a todas las leyes, que ha sido estropeada luego por las leyes.  
            Pero nunca ha existido ese pasado educativo ideal. El primer maestro que hubo en la historia (o quién sabe, quizá en la prehistoria) fue puesto por alguien que le dio fuerza de ley. Y si las leyes educativas convierten en víctimas a los aprendices, entonces todos los aprendices estamos condenados a ser víctimas porque las leyes educativas son anteriores a las instituciones educativas. De modo que si la autora no ha sido víctima de la “Ley Nacional de Educación”, lo ha sido de una ley anterior: ¿qué ley es ésa, que se supone que es mejor que todas las posteriores? Porque no puede mantener la pretensión utópica de que a ella la educaron antes de que existiera la educación (es decir antes de que existieran los sistemas educativos).
            O sea que lo que pretende decir subrepticiamente es que las leyes anteriores a la democracia española fueron mejores que las que vinieron después. Eso habría que demostrarlo. Para ello habría que hacer un recorrido por la educación infantil, primaria y secundaria: vayamos por partes.
            Los planes educativos bajo los cuales estudió nuestra profesora corresponden, desde la educación secundaria, a la ley Villar Palasí de 1970 (cuando ella tenía diez años). Esta ley pretendía desarrollar una inteligencia activa donde antes primaban los aprendizajes memorísticos (por lo visto éste era el modelo ideal de nuestra profesora); yo, que he crecido bajo el paraguas aquel, sigo sin entender por qué la primera guerra mundial la desencadenó un serbio, cuando Serbia ocupaba un papel irrelevante, por no decir inexistente, en la Europa que nos enseñaban en historia; y aprendí las tablas de multiplicar, pero nunca me explicaron su significado: lo aprendí cuando fui maestro; cuando tuve que prepararme para enseñar. 


            La ley Villar Palasí promovió una enseñanza tecnocrática, de corte conductista, cuando España tenía que adaptarse a la psicología de Skinner; el aprendizaje tenía que ser ahora de tipo proceso-producto, y el profesor un técnico competente que diseñara buenos programas con objetivos claros y medibles; medibles; ya me dirán cómo se pueden medir las humanidades. ¡Ah, ya sé! Vaciándolas de creatividad y reduciéndolas a obediencia. La lengua no es un vehículo con el que se puede crear, sino una gramática que se puede medir (se puede contar el número de faltas que contiene un texto, pero no el número de unidades creativas que hay en él; sin destruir su carácter creativo, por supuesto). Pero nuestra profesora presume de haber estudiado “en Bachillerato (…) Historia de España, Latín, Literatura y Filosofía”: lo mismo que estudian hoy mis alumnos, mire usted. Pero la historia de aquel entonces ¿era algo más que una lista de nombres y fechas? ¿Medibles a la manera de Skinner? El latín ¿era algo más que declinaciones, conjugaciones y reglas? ¿No era también aprender cultura y traducir? ¿Cuál era el peso de Julio César y Cicerón frente a aquellos corsés gramaticales? La filosofía ¿era algo más que una trabazón de conceptos y nombres unidos lógicamente pero inconexos para el estudiante? Nuestra maestra presume de haber leído entonces  “El Quijote”: ¿de verdad? Yo estudié cinco años antes que ella y, si la antigüedad de los planes educativos es criterio de calidad, debí haberme leído el Quijote mucho mejor que ella; pero a nosotros no nos pedían que leyéramos las más de mil páginas que tiene el mamotreto; leíamos lo que decía el libro de texto, si acaso algún fragmento, y para de contar; sólo más tarde me he sumido en ese mamotreto infumable para descubrir en él maravillas que ni por asomo sospeché cuando estudiaba el bachillerato. Lo mismo podemos decir del Lazarillo. En cuanto a Manrique, leíamos sus coplas al completo porque eran cortas; y de Lope, Garcilaso, Góngora y Espronceda leíamos versos (yo me leí las obras completas de Espronceda porque me gustaban, no porque fueran obligatorias). Sin embargo hoy los bachilleres leen el Quijote, la Odisea, el Lazarillo, la Celestina y muchas cosas más, y las leen por entero; en ediciones adaptadas, por supuesto, pero, salvo el Quijote (al que se han quitado bastantes fragmentos), el resto de las obras se leen completas; y luego te las preguntan en clase. Pero eso no es todo: hoy también leen los chicos el Diario de Ana Frank, la República de Platón, el Compendio de Hume, y además ven películas y les mandan buscar en internet y les siguen mandando hacer composiciones escritas y exposiciones orales, muchas de ellas con power point. De modo que en materia de calidad de enseñanza el pasado no tiene muchas lecciones que darle al presente. Tal vez el problema no sean los planes de estudio, sino la cuestión sociológica la que lo tiñe todo; pero es que hoy estudian muchos chicos y antes estudiaban sólo unos cuantos, mire usted.
            Pero vamos a la educación primaria; la que ella estudió bajo unos planes anteriores a los de la ley Villar Palasí. “En primaria estudiábamos Lengua, Matemáticas, Ciencias, no teníamos Educación Física”: claro, porque los niños eran almas sin cuerpo (y eso no es ideología). El alma, el espíritu, se estudiaba igual que ahora, pero el cuerpo no importaba nada (los romanos, siguiendo en esto la línea de los griegos, estaban más avanzados que nosotros, pues perseguían una “mens sana (in) corpore sano”). Eso sí, “en 6º de Primaria, si en un examen tenías una falta de ortografía del tipo ‘b en vez de v’ o cinco faltas de acentos, te bajaban y bien bajada la nota”; eso era lo que importaba; no que supieras oxigenar tus músculos, alcanzar la alegría mediante el deporte, medirse las fuerzas unos con otros, conocer el baile, educar la sensibilidad a través del cuerpo, eso no, no importaba. Ahora lo hacen todos los niños de primaria. Y eso no les quita de estudiar lengua, matemáticas y ciencias, que también se estudian, y bien; por lo menos igual de bien que lo estudió nuestra profesora.


            ¿Y la educación infantil? ¿Qué podemos decir de ella? Pues que para nuestra profesora vale menos el español que el alemán, porque habla con orgullo del “jardín” (así se llamaba lo que hoy es ‘educación infantil’, mire usted”); como si la palabra “infantil” no formara parte de nuestro vocabulario; y como si fuera más noble copiarles el “jardín” de su “kindergarten” a los alemanes. A los niños nosotros también les llamábamos “parvulines”, una palabra que procede del latín, del que nosotros también procedemos. Pues bien, nuestra profesora presume de aquella cartilla que enseñaba las letras convirtiéndolas en sílabas; mientras que hoy se estudian convertidas en sonidos (fonemas antes que grafemas), y no sílabas; y se enseña, tanto fonética como gramaticalmente, a unir las letras entre sí, lo que no se hacía antes; le recomiendo que les eche un vistazo a los libritos de Micho, que vienen, además, con canciones incorporadas. ¡Ah!, y los párvulos de hoy no tienen Educación Física pero tienen algo mucho mejor: psicomotricidad. Oh, perdón, es una palabra moderna, debe ser muy malo porque se nombra con un neologismo: lo bueno debe ser antiguo. En cuanto al provecho que sacan las editoriales de los libros que no se llaman Semillitas, eso es cosa del negocio, no de los sistemas educativos; aunque sí les podemos reprochar (en esto sí le voy a dar la razón a nuestra profesora) haber roto la frontera que separaba a los cuadernos de los libros, porque los libros han quedado convertidos en material fungible.
            Todo este excursus acerca de los sistemas educativos fue motivado, recordémoslo, por la acusación de ignorantes que les lanzaba nuestra profesora a los “políticos”, “periodistas” y “hombres” en general que firman manifiestos defendiendo el lenguaje inclusivo. Acabo de demostrar que tales hombres (y mujeres, no las olvidemos a ellas) han sido formados en un sistema educativo más potente que el que conoció nuestra profesora: no son, por lo tanto, unos ignorantes. Entonces están deformados por la ideología: también he mostrado que el peso ideológico de la educación anterior era muy superior al que tiene la de ahora. Lo que nuestra profesora planteaba como una alternativa (o ignorancia o ideología) no funciona: no se trata, pues, de una alternativa, puesto que entre la ignorancia y la ideología hay otras cosas: lo mismo que entre el blanco y el negro también hay muchos colores.
            Descalificar como “ignorantos” e “ignorantas” a quienes no piensan igual que la profesora es un acto de desprecio. Ya hemos visto que hasta las lenguas muertas tienen vida y que donde hay vida hay historia, ¿qué no decir, entonces, de las lenguas vivas? Todas las lenguas (y la nuestra no es una excepción) tienen amplios márgenes para manifestar ese cambio. Y no hay que ignorar que los significados de las palabras se escinden en denotativos (que suelen ser referenciales y afloran a la conciencia) y connotativos (que son, por el contrario, emotivos e inconscientes, y muchas veces irracionales): esto pasa con todas las palabras, con todas las reglas, y la cuestión del género no es una excepción; aunque muchas palabras masculinas denoten inclusión y se refieran a ambos géneros, connotan, sin embargo, exclusión y universos mentales masculinos. Cuando decimos que el hombre primitivo vivía de la caza ¿alguien se imagina a una mujer cazando? Cuando los filósofos hablan del “sitio del hombre en el cosmos”, ¿no pensamos más bien con mente masculina? Lo peor es que hay legislaciones que contienen saltos semánticos, pues palabras como “hombre” y “ciudadano” se toman unas veces en su sentido genérico y otras veces están referidas al varón. Por todo ello se hace necesaria una reforma del vocabulario y de la gramática; hay usos y normas que deben cambiar en el presente, igual que hubo otras normas y otros usos que cambiaron también en el pasado. 


            Porque nuestra profesora está poniendo la gramática por encima de la política y a los políticos y diputados, por ignorantes y demagogos, por debajo de los maestros. Que no son ignorantes lo he demostrado ya, y en cuanto a demagogia, la que algunos puedan tener (si es que la tienen todos), queda muy por debajo de la que tiene la profesora: cuya soberbia la lleva a pretender que, si nos pasamos su escrito de unos a otros, tal vez termine “haciendo bien hasta en los ministerios”; como si la gramática, que refleja siempre a la sociedad que la produjo, pudiera rebelarse contra quien la creó lo mismo que Lucifer se rebeló un día contra Dios. Para salvaguardar su modestia y no parecer orgullosa, la profesora se ha disimulado detrás de un emisor imaginario que en realidad es ella misma. Según este emisor, la frase final es “acertadísima y lapidaria”. Que es lapidaria no da lugar a dudas, pues decir que “no es lo mismo ser ‘un cargo público’ que ser ‘una carga pública’” crea un efecto teatral que tiene mucho gancho (eso está bien), pero sobre todo lleno de connotaciones (y eso ya no está tan bien: pues presupone que reclamar igualdad lingüística entre los sexos es una carga para los demás, y eso es una falacia). Nuestra profesora podría haber mencionado aquello de que ser maestro es más que ministro, porque “magisterio” viene de “magis”, que significa “más”, y “ministro” viene de “minus”, que significa “menos”: expresión que denota lo que se dice pero connota lo que se quiere decir (y eso es un sofisma que prescinde del contexto).
            Por eso mismo podemos decir que la frase con la que concluye la profesora es lapidaria, sí, teatral y contundente: pero no acertada, porque dice una falsedad. Puestos a quedar bien yo también podría despedirme con otra frase lapidaria (como que he dejado la gramática de Madrid por la pragmática de Zaragoza, porque más vale maña que fuerza); pero lo haría sin violentar la lógica con los consabidos juegos de palabras. Podría emplear una dilogía, un palíndrome, un anagrama, un calambur. Que argumentaciones como la de la profesora me hacen sentir bien, como decía Frida Kahlo: bien hundido, pero bien. Aunque prefiero concluir comparando el medio ambiente con la gramática y decir que no lo quiero medio, sino completo, que para tenerlo a medias ya me basta la profesora. Y no digo más.
  






viernes, 2 de noviembre de 2018

DE LA DEMOCRACIA AFECTIVA





DE LA DEMOCRACIA AFECTIVA    


 1.

            Cuando la gente está desinformada piensa, dice y hace las cosas de acuerdo con las cosas que sabe; si sabe cosas falsas las toma por realidades; y como lo que sabemos es la fuente de nuestras creencias, creeremos unas cosas u otras dependiendo de las cosas que nos hayan enseñado; si creo lo que dice la Biblia de manera literal, consideraré adecuado sacrificar a mi hijo, si oigo voces que me lo mandan, como hizo Abraham; o me creeré con derecho a exterminar a los habitantes de una ciudad como pasó en Jericó, o en Sodoma, incluso me creeré con derecho a exterminar a una población entera como sucedió con el diluvio; pero si, frente a un dios inflexible y colérico, se levanta otro justo y bondadoso, ¿de cuál de las dos maneras tengo que actuar? ¿Cómo interpretar el antiguo testamento con el testimonio de los evangelios? ¿Cómo entender el mandamiento del amor con la cólera apocalíptica? ¿El San Juan del apocalipsis dice lo mismo que el del evangelio que hablaba de Jesús? ¿No es el evangelio la buena nueva? ¿No es ése su significado etimológico? ¿Puede ser buena una noticia de destrucción?
            Hay interpretaciones literales y metafóricas de la Biblia, y de todos los libros sagrados de todas las religiones, y de todos los libros políticos de todas las utopías; si hay que matar y robar por la causa, se roba y se mata, mas si no es por la causa eres un ladrón y un asesino. El militante que sigue la línea del partido y hace lo que el partido le manda obra bien: aunque el partido se equivoque; aunque la nueva doctrina de Estalin diga lo contrario de lo que dijo el Estalin del primer marxismo, e incluso de lo que dijo  Lenin.
            España nos roba. España es un país totalitario y fascista. España teme a la democracia, ataca a la gente que quiere votar, tiene un problema con las urnas. España lleva tres siglos sojuzgando al indefenso y pacífico pueblo catalán. Algunos catalanes que se le han enfrentado están en el exilio. Otros son presos políticos. El rey se ha puesto en contra del pueblo, ha tomado partido por la opresión. Todas esas afirmaciones, y otras menos confesables, forman parte de la verdad o son una mitología. Que son verdaderas lo dicen la televisión y la radio catalanas, parciales, sesgadas e independentistas. Para comprobarlo habría que tener acceso a la información, no a la propaganda; la propaganda camufla las cosas y la información las desnuda; la propaganda dice falsedades reales para convertirlas en verdades oficiales y la información quiere que sea verdad todo lo real, una auténtica verdad, sí, que pueda convertirse en oficial.
            Sucede, sin embargo, que la verdad se estrella contra la propaganda. Si uno está acostumbrado a tomar las mentiras por verdades luego le cuentan las verdades y no se las cree; porque la mentira se ha repetido muchas veces y la verdad una sola; además, a las mentiras de casa les hemos cogido cariño; y las verdades duelen, sobre todo si vienen de fuera; los mitos arraigados en el corazón tienden a convertirse en verdades de toda la vida y el corazón se resiste a dudar de todas las cosas hermosas que hemos creído; sobre todo si las hemos creído siempre; la información puede muy poco contra las historias y convicciones que forman el caldo de cultivo en el que hemos nacido y crecido.
            Nuestra mitología, nuestras creencias, la propaganda, han conformado nuestra manera de pensar. Son como una droga, que nos hace más daño cuanto más la tomamos, cuanto más la queremos: querer una droga es ser esclavos de ella y eso no es el verdadero cariño. Luego nos cuentan la verdad y no la creemos: porque tenemos mono de nuestros mitos. Por eso esa parte de la población catalana que se ha alimentado de sus mitos no se creería las verdades si las leyera en otros periódicos, porque las tomaría por infundios de sus enemigos; pero tampoco las leería en los periódicos de casa, porque creería que el enemigo los ha secuestrado obligándolos a decir mentiras; y aunque supiera que no están secuestrados, se creería que sus periodistas se han vuelto locos, como don Quijote, que negaba las evidencias argumentando que un mago nos ha quitado el seso haciéndonos creer que esos gigantes son molinos; aunque mis oídos y mis ojos me digan que no son gigantes, sino molinos.
            Como las drogas, necesitamos las informaciones falsas para no tener mono de ellas. Para desintoxicarnos de la propaganda profundamente arraigada en nosotros no basta con la verdad; habría que dosificar las verdades mezclándolas con las mentiras; aumentando la dosis de verdad a medida que disminuimos la de la mentira, como vamos disminuyendo la metadona después de haberla tomado en lugar de la heroína; porque nuestro cuerpo intoxicado soporta mejor un mal menor que un bien que se nos administra de golpe y porrazo: así también los espíritus drogados son incapaces de tolerar la verdad, cuando triunfa la libertad y pone las verdades en el lugar que ocupaban nuestros viejos mitos; porque creerán que son mentiras nuevas y les faltarán criterios para criticarlas, como les faltan para criticar los viejos mitos; sobre todo si tenemos en cuenta que no hay verdades puras, y que todas las verdades vienen acompañadas de un envoltorio, aunque sea delgado, de propaganda y de mitos; entonces, como dijo Machado, te dirán que mientes si dices media verdad; y si, criticándote a ti mismo, algún día dijeras la verdad completa, te dirían que mientes dos veces porque has dicho la otra mitad.


2.

            Algunos autores, como Adela Cortina, están embarcados en una teoría de la democracia deliberativa. Comparto ese punto de vista, pero sólo es aplicable a las personas que:

(1)   Están informadas o dispuestas a informarse.
(2)   Están dispuestas a debatir.
(3)   Están dispuestas a aparcar sus intereses y guiarse sólo por la razón.

Individualmente todos admiten el imperativo categórico; en cuanto a la acción comunicativa, suponemos que aceptan los requisitos exigidos por Habermas. Esto afecta a algunos profesionales de la política (pocos, porque la mayoría son correas de transmisión de las consignas de los partidos); y a una parte, más exigua que numerosa, de la opinión pública (pues la mayoría tiene la razón cegada por la necesidad o por la ignorancia, y algunas veces también por las consignas de los partidos que dicen defenderlos).
La mayoría de la población o se desentiende de la política o practica lo que podría llamarse una democracia afectiva: democracia, porque se expresa el pueblo; afectiva, porque el pueblo no hace caso a la razón, y escucha a veces al corazón pero sobre todo, la mayoría de las veces, escucha sólo la voz de las tripas: en lo que coincide con otra parte de los políticos y de la opinión pública, obnubilados, no ya por la necesidad (porque no la tienen), sino más bien por sus intereses y su avaricia.
            La información es uno de los motores de la acción. Pero la pasión por la verdad solamente dinamiza a una minoría; la mayoría se emociona por esas historias que tienen grabadas, en el estómago más que en la cabeza, y que se empeñan en elevar al rango de verdades aunque no resistan la comparación con los hechos ni con la lógica. La gran mayoría quizá no sea analfabeta, pero sí inculta; y, a falta de conocer y recordar la historia que ha estudiado, está dispuesta a aceptar como verdades afirmaciones interesadas y gratuitas; esas historias llegan a las tripas después de pasar por el corazón, y van engrosando el fanatismo. Por eso la historia se repite: porque sólo la recuerdan unos pocos expertos e intelectuales y los demás la reviven como si nadie nunca la hubiera vivido; los pasos que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial desde la crisis del 29 se vuelven a dar en parte con la crisis del 2008, pero para la mayoría de la población es como si nunca en la historia se hubiera transitado, después de una crisis económica, desde la depresión social primero, política luego, y por último una exaltación de la xenofobia y la agresividad como antesala de un nuevo totalitarismo.
            Los pueblos tienen la memoria corta; los expertos no; por eso la historia se repite. El motor de los corazones guiados por las tripas es la falsedad convertida en propaganda: y en esto la opinión pública tampoco quiere ni sabe muchas veces emplear la lógica para despertar el espíritu crítico: unos porque tienen demasiada hambre, otros porque los embrutece un trabajo que les roba el tiempo y no les da lo suficiente para vivir, y otros porque, por las razones que sea, están acostumbrados a no pensar. Estamos hablando de la gran mayoría: ¿qué importa que con una minoría sí funcione la democracia deliberativa? La decisión más sensata la puede derrumbar con su voto un pueblo enloquecido.
            Toda ideología tiene un núcleo afectivo que se considera sagrado, y por lo tanto intangible: dios en las religiones, la patria en el nacionalismo. Los mejores argumentos sólo valen cuando sirven para apuntalar este corazón emocionante de las ideologías; en la Edad Media los mejores filósofos sólo eran tenidos en cuenta cuando reforzaban los dogmas urdidos por los teólogos; en caso contrario eran perseguidos sin piedad. Hay que desear que, con la metadona de la crítica, la razón sea capaz de derrumbar los peligrosos prejuicios de Cataluña; los que han destruido la grandeza de su mundo; de los que han reducido la patria a una sardana, una senyera y una barretina; los que han enfrentado a los catalanes entre sí para defender los intereses de unos cuantos, encarnados en las tripas de una masa a la que espolean, como espitas peligrosas, sin darse cuenta de que son marionetas y sus déspotas son los que mueven los hilos; todo lo soportan con tan de que sea de casa; hasta el despotismo. Y la crítica, unida a la metadona de la razón, es la única que puede parar este delirio; pero lleva tiempo; quizá perdamos una generación, olvidándose de lo que importa y peleando, ¡qué ironía!, por absurdos que una mente sana identificaría rápidamente como payasadas de los circos.


Epílogo.

            Un ejemplo de conversación en cualquier lugar, en cualquier momento, impregnada por el virus de la propaganda, que carcome todos los brotes de la crítica:

            -Los catalanes tienen derecho a separarse del resto de España.
            -Pero no desobedeciendo a la constitución.
            -Hay que combatir las leyes con la libertad.
            -La constitución la votamos libremente entre todos, por una gran mayoría; la votó la mayoría de los catalanes.
            -Pero ahora no la quieren.
            -No la quiere la mitad; la otra mitad sí; y aunque no la quieran, no pueden dejar de cumplir con sus compromisos; ellos también firmaron la constitución y te recuerdo que dos de los padres de la patria eran catalanes.
            -Pero somos republicanos.
            -Tenemos un rey.
            -Un rey impuesto por Franco.
            -Ése no es el rey que tenemos; el que tenemos es el que puso la constitución, que casualmente es el mismo que puso Franco; y lo votaron los propios catalanes.
            -Pues ahora se sienten republicanos.
            -Entonces habrá que reformar la constitución; pero no por las bravas, sino por el diálogo.
            -Los catalanes tienen derecho a decidir.
            -Pero no violando la constitución.
            -La constitución la viola España.
            -¿Ah, sí? Explícamelo.
            -La constitución dice que no tiene que haber paro, y lo hay; por lo tanto el gobierno no respeta la constitución.
            -Te equivocas. Lo que dice la constitución es que hay que promover el pleno empleo, pero por mucho que lo intentemos nada nos garantiza que lo consigamos. Sería bonito que una constitución mandara crear una clase media y criticáramos a los gobiernos que no lo consiguen por mucho que lo intenten; la clase media no se crea por decreto, la constitución no es una varita mágica que hace realidades con los deseos; es como si un colegio quisiese que aprobaran todos los alumnos y luego sancionáramos a los profesores porque algunos han suspendido; a menos que consideres ético que se regale el aprobado general sin que los alumnos lo merezcan; lo que sí podemos hacer es criticar a los profesores que no hacen bien su trabajo, pero aunque se hagan las cosas bien, eso no nos garantiza el éxito en nuestros objetivos.
            Silencio. Luego vuelve a decir:
            -Pues en España hay paro: de modo que no se respeta la constitución.
            Zas: en la boca; como si esta conversación no hubiera servido para nada. El joven empecinado, al margen de la racionalidad, repite la consigna de su partido. Se queda tan oreado. Y no tiene sentido del ridículo.




viernes, 2 de junio de 2017

CARTA DE UN VIEJO PROFESOR




CARTA DE UN VIEJO PROFESOR


            Me dirijo a ti, lector: no sé quién eres. Me hubiera gustado escribirle a todo el mundo, pero siento que no me van a comprender: los hombres que me rodean son machistas o ignorantes, y no tengo cerca a ningún hombre libre que quiera escucharme; las mujeres que me rodean son feministas o sumisas, y ninguna de ellas entenderá tampoco lo que les digo; sólo tú lo entiendes, Ingrid: tú me quieres igual que te quiero yo a ti (quizá en el fondo escribo sólo para ti); porque entre los hombres, como entre las mujeres, unos son cristianos de la vieja escuela y no hay quien los saque de la costilla de Adán; otros son musulmanes y sus oídos carecen de órganos cerebrales para hablar de la mujer; otros son ateos, y están demasiado ocupados en atacar a dios como para ocuparse de las personas; otros son cirenaicos y creen defender la libertad de la mujer cuando en realidad no buscan mujeres libres, sino liberadas; y, a falta de poder escribir a todo el mundo, me veo obligado a escribir a todo el mundo que me comprende: o sea, a nadie; salvo a ti. De modo que no me queda más remedio que escribirme a mí mismo: yo sí me puedo comprender, pero no me puedo dar ánimos; necesito una mano amiga que no sea yo; necesito una palmadita de alguien, no me basta con que mi propio cerebro, en un acto de libertad, concluya que tengo razón.
            Siempre he querido ser feliz sin meterme con nadie; y no se puede encontrar felicidad más que haciendo felices a quienes nos rodean: de modo que he pretendido llevar una vida sencilla, con mucha ambición, sí, pero sin pretensiones; teniendo amigos y entregándome a ellos hasta donde uno se puede entregar; y queriendo a mi familia, a mis padres, a mis tíos y a mis primos, y a mis abuelos; y queriendo a mi mujer y a mis hijos, a mis vecinos, a todos los amigos pasados y presentes que viven, o que murieron; y entre éstos todavía hablo con aquellos que me dejaron en las bibliotecas algo interesante que leer. He sufrido por el dolor ajeno, por quienes tienen hambre, por quienes han sido abandonados, por quienes no son libres, y hasta por quienes viven prisioneros del dinero y las pasiones que les quitan la vida. He creído en la educación y por eso soy maestro; pero sólo he visto maestros de título que no lo son de vocación, enemigos de sus alumnos, recelosos con sus padres, amargados por el mundo; y estoy alejado de esos pocos maestros que quieren a los chicos y los quieren sacar de la ignorancia: pero estos últimos, por desgracia, no se han cruzado mucho en mi camino; de modo que apenas tengo a quien escribir.
            Hace algún tiempo me pidieron en clase que habláramos de las mujeres. Hicimos un debate. Eran adolescentes, y como todos los adolescentes, exaltados, pero buenos; impetuosos, pero razonables; hablaban, pero escuchaban; eso fue lo que creí. No fue así, sin embargo. Descubrí que sus cerebros habían sido deformados por los prejuicios. Contaminados por las modas. Infectados por la propaganda. Y en lugar de hablar ellos, hablaba el partido o el sindicato o la asociación a la que se habían afiliado. No hablaban para buscar la verdad, sino para imponerme sus verdades; ni para descubrir cosas nuevas entre las palabras, sino para esconder y borrar todo lo que en el verbo no se ajustaba a sus esquemas; para redimir al mundo, sin preguntar si el mundo quería que lo redimieran. Porque, según ellos, la gente no dice lo que piensa, sino lo que piensa la sociedad que los ha  criado; y, como un virus, sus pensamientos son agentes infecciosos que no hay que escuchar, y hay que silenciarlos; no comprenderlos, sino extirparlos, con el bisturí si es necesario; si no basta la vacuna. 


            De modo que empecé a hablar creyendo que me querían escuchar cuando sólo se escuchaban a sí mismos. Aquel día había nevado. Unas pisadas madrugadores habían escrito sobre la nieve unas letras gigantescas: “la revolución será feminista o no será”. Yo las miraba por la ventana y se me ocurrió decir que aquello me hacía gracia: inmediatamente unos cuantos ojos se clavaron sobre mí con la saña del inquisidor. Les dije que no conocía el significado de la palabra “revolución”; y también mostré mis reservas sobre lo que entendemos por feminismo. Revoluciones habíamos conocido algunas, casi todas comunistas; el marxismo, el anarquismo, el polpotismo, y ninguna me parecía satisfactoria; suponía yo, cuando hablaban de revolución, que se referían a otra cosa; en seguida descubrí que no. En cuanto al feminismo…
            “El feminismo no tiene nada que ver con el machismo”, repetían algunas chicas la nueva consigna; por lo visto machismo es pregonar la superioridad del hombre sobre la mujer, pero feminismo no es querer que la mujer sea superior al hombre, sino que ambos sean iguales. Un chico dijo que no, y las nuevas defensoras de la nueva ortodoxia saltaron a degüello: “eso no es feminismo, es hembrismo”; y el chico se calló. Se me ocurrió sugerir que el feminismo en abstracto no existía, y que en la realidad se daban varios feminismos distintos unos de otros; en algunos de ellos se había llegado a denigrar la figura del varón. “Eso no es feminismo: es androfobia”, dijo otra; y me callé. Y mientras ellas hablaban, mi mente, en silencio, estaba buscando qué era lo que fallaba. De repente lo encontré. Se habían inventado una terminología que cuadriculaba la realidad; y todas las impurezas que salpicaban la palabra “feminismo” las cercaban minuciosamente, las cazaban, las metían en una palabra nueva, la tiraban al basurero y así mantenían la palabra “feminismo” limpia y radiante; intangible, impoluta.
            Así se habían creado su propia escolástica. Con sus palabras, sus definiciones, sus axiomas y toda la parafernalia; a partir de ellos, que eran intangibles, creaban la doctrina que iban a calzar sobre la realidad, aunque fuese un zapato demasiado pequeño y la realidad tuviera unos pies grandes que sufrían dentro: no importaba; la realidad tenía que entrar en la ortodoxia, meterse dentro de esos dogmas y callarse cuando hablaban ellos. Y si alguien se siente incómodo con el exhibicionismo homosexual, ya es homófobo. Si alguien no quiere excitarse viendo chicas semidesnudas hasta el occipucio, es un violador en potencia. Y si una chica sueña y se desvive por ser madre, es que está totalmente alienada; tienes, sí, derecho a vivir tu maternidad, eso no te lo va a cuestionar el feminismo; pero sospechará de ti si la vives con demasiada vehemencia.
            Ahora bien, cuando uno se inventa un vocabulario tiene que procurar que el significado de las palabras  corresponda a la realidad que representan. ¿Existe el feminismo tal y como lo definen esas feministas? ¿Existe un hembrismo que no se solape en nada con algún tipo de feminismo? ¿El feminismo y la androfobia son realmente conjuntos disyuntos? Esas mismas feministas suelen llevarse bien con algunos revolucionarios que pregonan su fe en una educación… para el pueblo. Quieren una educación gratuita, y unos cuantos de quienes lo gritan en la calle la tienen ya y la desprecian, haciendo novillos. Quieren una educación de calidad, y la tienen delante quienes, sin escuchar al profesor, esconden el móvil debajo del pupitre para conocer los emparejamientos de la champions. Quieren una educación pública, sin advertir que a la enseñanza privada no van sólo las clases pudientes, sino también, de entre los humildes, aquellos que se avergüenzan de su humildad y quieren huir de ella. Y quieren, en fin, una educación feminista, sin darse cuenta de que no son lo mismo los derechos de la mujer que el partido político o el movimiento social que se atribuye el protagonismo en esa lucha; siempre he querido distinguir entre la fruta y el frutero, porque la patria que necesita salvación no debe confundirse con el salvapatrias. 


            Luego está eso de que quieren una educación “para el pueblo”. ¿Y qué es eso del pueblo? ¿Lo sabe alguien? ¿El pueblo que votó al frente popular es el mismo que el que votó a Hitler? ¿El que optó por Salvador Allende es el mismo que opta por Donald Trump? ¿O hay que decir que el que vota a la derecha no lo es? Supongamos que así sea: ¿cómo se comprende, entonces, que buena parte del electorado comunista de ayer haya acabado votando hoy en Francia por el frente nacional? ¿Es que han pasado de ser pueblo a no serlo? ¿Qué quiere decir, en boca de los nacionalistas catalanes, que el deseo de independencia es un clamor del pueblo? El pueblo es una abstracción. De lo que en realidad queremos hablar es de la gente. Cuando la gente hace lo que queremos le ponemos, como una corona, la palabra “pueblo” y la convertimos en rey, en soberano: porque nos viene bien la soberanía popular. Pero cuando hace lo que no queremos, entonces le quitamos la corona y la degradamos de gente a chusma; a vulgo, a canalla, a populacho. En una vieja canción francesa la gente se enorgullecía de ser de la canalla cuando sus opresores la trataban así peyorativamente; y lo hacían invirtiendo los valores.
            Una educación para el pueblo. ¿Eso qué es? Supongo que lo que están pidiendo es una educación para todos, pero ésa la tenemos ya. A menos que quieran pedir una educación con los dogmas del partido del pueblo, en cuyo caso confundiremos al frutero con la fruta. Sin olvidar que las huelgas de estudiantes sirven para que los alumnos no tengan clase y puedan ir a la manifestación; en la realidad tenemos bastantes alumnos en huelga y muy pocos manifestándose: ¿cómo se come eso? Los abanderados del pueblo tendrán que tener en cuenta esa realidad, y no las fabulaciones de la propaganda, si quieren evitar que la gente identifique huelga de estudiantes con vacaciones anticipadas.
            Un día me pusieron un cortometraje para que lo viera. Me querían enseñar, sin duda, cosas que yo desconocía sobre la mujer: y supe que no la dejaban salir de casa, que se tenía que callar cuando hablaban los hombres, que si se vestía con elegancia era una provocadora, que no podía ir más que con su novio, que no podía hablar con nadie (y menos con un chico), porque en seguida la acosaba, la controlaba, la maltrataba con sus celos. Acabó el corto: cinco minutos apenas; y se quedaron todas calladas para ver cómo reaccionaba yo; cómo me habían apabullado con sus verdades. Yo no dije nada. Al cabo de un rato se atrevió una de aquellas chicas a preguntar: ¿qué te  parece? Yo no quise ofender, pero tuve que decir lo que pensaba. Que de qué país estaban hablando. Y de qué época. Parece que hablaban de España. Entonces tuve que decir que sería de la España de hace cuarenta años, pero desde luego no la de ahora. Que yo sepa, hoy no prohíben a las chicas que salgan de casa; no las mandan callar cuando habla un hombre; y ya no visten con elegancia, sino con descaro, subiéndose el pantalón o la falda hasta la mismísima ingle, recortándolo por detrás hasta enseñar las nalgas, dejando el vientre al aire y mostrando los rincones más ocultos de los pechos en escotes imposibles. La España que ellas pintaban, desde luego, no es la del siglo XXI: es la del siglo XX. Eso sí, hay control, acoso, celos y violencia de género: pero eso, claro, supongo que no me lo querrían enseñar, porque no creo que me creyeran tan tonto que no lo supiera. 


            Si mostráis esos cortos parecerá que en vez de reportajes hacéis propaganda. Con el tono listillo de la mujer que está inventando la pólvora. Si queréis convencer a los hombres tendréis que hablarles de otro modo, no enfrentaros a ellos. “Pues sí”, me dijeron; “las cosas siguen siendo así”. Me eché las manos a la cabeza. “Llevo treinta años en la educación”, les dije. “He enseñado a vuestros padres, a vuestras  madres, les he hablado de la igualdad de derechos, de los derechos del consumidor, de la educación sexual, de la educación para la paz. ¿Y me decís ahora que vuestras madres os enseñan  ahora las mismas cosas que les enseñaron a ellas vuestras abuelas? No me lo creo. Pero si eso fuera verdad, entonces habrían fallado treinta años de educación”. Se quedaron mudas.
            No habéis hablado del machismo en el lenguaje. En filosofía hablábamos del lugar del hombre en el mundo, hasta que descubrí que ese masculino singular que se empleaba para los dos géneros en realidad estaba escondiendo a la mujer, la estaba escamoteando; nunca antes se me había ocurrido pensarlo, pero desde que me lo hicieron ver no he vuelto a hablar de esa manera; no creo que me hayáis oído hablar en clase de los hombres, sino de las personas: si acaso del ser humano. También les recordé cómo humillamos a las mujeres con el lenguaje: si una película nos gusta decimos que está “de cojones”, pero si nos aburre decimos que es un coñazo. Les dije que, para mí, el verdadero combate por la mujer es la paridad en la toma de decisiones, la igualdad de salarios, no esos absurdos prejuicios decimonónicos. Les conté que la liberación de la mujer cuando yo era joven pasó por el cambio de la falda al pantalón, porque la falda era incómoda para trabajar en las fábricas; por cortarse las tupidas cabelleras de la feminidad y dejarse crecer el pelo “à lo garçon”, porque trabajar con el pelo corto es la mejor garantía de que no nos lo vamos a enredar en las máquinas. Les conté que las mujeres de mi época empezaron a sacarse el carnet de conducir, luchando contra la presión social (“ya sabes, una mujer al volante, peligro en la carretera”): eran otros tiempos.
            Les hablé, también, de cuando mis alumnas querían ser enfermeras, hace más de veinte años, y yo les decía: “¿y por qué no médicas?” Hoy hay tantas médicas como médicos y en los hospitales hay enfermeras y enfermeros. En los supermercados no sólo hay cajeras, también hay cajeros. Y si antes las mujeres casi sólo podían ser maestras (las llamaban “señoritas”), hoy también son juezas, alcaldesas, diputadas, ministras; y si todavía no hemos tenido presidentas de gobierno, nada impide que las podamos tener. Las universidades están llenas de mujeres, y que nadie me diga que estudiar es un privilegio masculino; lo fue en tiempos de Madame Curie, de Mary Hanning: ya no.
            Entonces una mujer me dijo que por qué no aparecen las mujeres en la historia de la cultura. Le di una respuesta obvia: porque habían sido sistemáticamente silenciadas y reprimidas; las pocas que se habían impuesto lo habían hecho con nombre masculino: Fernán Caballero era Cecilia Bohl de Faber; George Sand era Aurora Dupin; conocíamos a Madame de Sévigné. Poco a poco hemos oído hablar de Clara Campoamor, Emilia Pardo Bazán, Federica Montseny, Dolores Ibárruri, Rosalía de Castro, Anfonsina Storni, María Zambrano… Pocas, muy pocas. Pero no descubriremos la pólvora si nos limitamos a quejarnos de que la mujer fuera silenciada en el pasado; lo que tenemos que hacer es seguir trabajando para que hable con voz propia en la actualidad, y en ese terreno se han hecho progresos notables; pero mal servicio le hacemos a la mujer si nos empeñamos en defenderla con cuatro clichés anacrónicos; denunciando situaciones que se dieron una vez, pero ya no se dan. ¿Quién puede negar que se han hecho unos avances legislativos formidables? Lo que pasa es que la sociedad avanza mucho menos que los políticos. Las leyes van mucho más rápido que las costumbres. Y los mismos que defienden a la mujer ahora quieren cargarse a los políticos. No deja de ser irónico. 


            Las chicas de mi época siempre tenían que juntar las piernas, y eso era más incómodo que abrirlas como hacían los chicos: pero cuando se generalizó el pantalón desapareció el problema. ¿Alguien en su sano juicio podría reivindicar que las chicas  abrieran las piernas usando falda? Si alguien contesta que sí, es que no tiene sentido común, no ya decoro. Pero hoy, cuando voy por la calle, oigo continuamente decir a las jovencitas: “¡esto es la polla!” Un lenguaje machista que, hoy por hoy, viene a ser transmitido en parte por las propias mujeres. Como antaño eran las amas de casa un potente vector de machismo. ¡Que no se te ocurriera estar en la cocina, lavar un plato, freír un huevo! Eso era coto privado de ellas. Eso sí, siempre se estaban quejando de lo mucho que trabajaban mientras los hombres estaban en el bar con los amigotes. La mujer ha venido a sufrir, y con eso se tenían ganada la mitad del cielo. La otra cara del machismo la ponían los hombres, con las órdenes, las palizas, el menosprecio; los hombres tenían descanso dominical en el trabajo (las mujeres no); tenían vacaciones pagadas (la mujer trabajaba de criada cuando los otros estaban de vacaciones); los hombres se jubilaban y cobraran la pensión, pero ¿cuándo se jubilaban las mujeres? Cuando el cuerpo ya no les daba de sí. Cuando la vejez se transformaba en senilidad.
            Todas esas cosas han cambiado. Y mucho. Siguen quedando rémoras, claro que sí. Todavía hay cosas que cambiar, por supuesto. La violencia de género es una lacra y hay que seguir luchando contra ella, ¿alguien lo duda? Pero ¿cómo? ¿Alguien tiene una idea de cómo se podría erradicar de las costumbres? El objetivo está claro, pero no hemos encontrado el método. Construir una escolástica feminista plagada de dogmas que le dan la espalda a la realidad no es el camino. Hay que empezar a reconocer que ya no estamos en las cavernas. Hace cuarenta años, un grupo musical se hizo famoso cantando que debían estar los chicos con las chicas; porque hasta entonces todavía se veían a escondidas, y en las clases aún estaban separados por sexos; y si ya entonces se decía que “la edad de piedra ya pasó”, ¿vamos a pretender ahora que todavía vivimos en la edad de piedra? ¿Ignorando los incontables progresos que se han hecho en materia de derechos de la mujer? Claro que todavía faltan cosas por hacer, nadie niega que tengamos que seguir avanzando. Pero no podemos ponerlo todo patas arriba como si los jóvenes estuvieran descubriendo la pólvora mientras que los que un día fuimos jóvenes resulta que ahora somos unos pardillos.
            Aquel día, en clase, tomó la palabra una chica inteligente y buena. Y se quejaba. “Nuestros padres”, decía, “nos dicen que no volvamos solas a casa, y a los chicos no”. Lo que no sabía es que hace cuarenta años ni siquiera las dejaban salir con los chicos; ni siquiera para volver a casa. Yo me esforzaba en mostrarle lo obvio, lo que no puede ver una mente que ha sido cegada por la propaganda: que a las chicas las pueden violar de noche y a los chicos, que yo sepa, no; y que es una preocupación lógica que tienen los padres y que también deberían tener ellas; reconocerles a las chicas los mismos derechos que a los chicos no es incompatible con reconocer también que, de hecho, los peligros que acechan a las chicas no son los mismos que los que acechan a los chicos. Si yo fuera chica, seguramente, agradecería que, en situación de incertidumbre, me acompañaran mis amigos a casa. Yo no lo vería como un agravio, sino como un buen gesto. Agravio es que todavía haya gente que piense en abusar de una chica cuando es de noche y nadie ve nada, y eso es lo que hay que combatir; no que los chicos acompañen a las chicas para defenderlas. Repito, yo no lo vería como un agravio, sino como una señal de amistad. De todas formas en España hay muchos sitios donde las mujeres pueden volver de noche solas a casa, y Segovia es uno de ellos. Pero eso no impide que a veces tengamos que tomar precauciones. 


            Se me ocurrió pensar un día (cosas que tiene uno) que el feminismo había ganado la guerra. Digo la guerra, no la lucha (se puede luchar con ideas, pero la guerra se gana con las balas). Al fin y al cabo, ellas mismas han escrito con letras grandes debajo de los puentes: “mujeres en guerra”. En el pueblo empezó a entrar gente armada, y entonces cambiaron las cosas. Llegaron a casa de mi vecina: la encontraron cuidando a su hermanita (sus padres habían salido) y le preguntaron si tenía hermanos; como ella dijera que sí, lo esperaron allí mismo; y cuando volvió su hermano lo sacaron a la plaza, le dieron unos latigazos y lo expusieron al escarnio público. “A partir de ahora no se obligará a las chicas  cuidar de nadie; ni a hacer la comida, ni a cuidar la casa; no tendrán que coser, pero podrán leer y estudiar, y se prohibirán los piropos, y en la fábrica se las tratará igual que a los hombres”. Mi vecina se llamaba Alicia. Les quiso decir que en el pueblo había habido abusos, pero en casa nadie abusaba de nadie. En la fábrica agradecía que no la obligaran a cargar los palets pesados que cargaban los hombres. Les contó que su madre hacía la comida y se ocupaba de la casa porque ahora estaba en paro, pero cuando había sido al revés era su padre el que se había encargado de la casa y la comida; de todas formas, cuando estaban los dos en casa colaboraban el uno con el otro, y en vacaciones todos hacían de todo, no solamente su madre.
            Les dijo, también, que los hombres las miraban por la calle, las perseguían y acosaban, mirándoles las tetas y el culo, sacándoles la lengua con ojos lascivos y diciéndoles barbaridades y groserías. Pero que a ella le gustaban los piropos si se los decía su novio, no si se los soltaban por la calle sin ton ni son. Un piropo delicado en el momento adecuado para nada se podía confundir con las vulgaridades barriobajeras; le agradaban, la animaban, esos elogios la hacían sentirse guapa, inteligente, interesante y hasta más fuerte y segura; y la mayoría de los chicos, cuando veían en su mirada que no estaba por la labor, se callaban y pasaban de largo, o la saludaban con simpatía, pero nunca la habían dejado de respetar.
            Les contó también que muchas veces su hermano había cuidado de su hermanita. Pero hoy, hoy precisamente hoy, ella se sentía mal y él se había ofrecido a traerle unas compresas. Y que por la noche, cada vez que vuelve a casa, les pide a sus amigos que la acompañen porque se aburre si no tiene con quien hablar; y nunca se le ocurriría ofenderse ni sentirse disminuida. Y que le gusta la lectura pero también le encanta coser, ¿por qué le van a impedir que cosa? ¿Por qué? Bien está que castiguen a quienes obligan a las mujeres a hacer unas tareas mientras les prohíben otras, pero no veo por qué me van a quitar de coser si a mí me gusta. Ya sé que a muchas mujeres las obligan, pero a mí no; yo no vivo atrapada en mi casa.  


            Volví a la realidad. Mis ojos todavía estaban ausentes, y yo, absorto en mis ensimismamientos, todavía imaginaba utopías. Un mundo ideal donde la gente vive sin esquemas ni estereotipos, sin ideas preconcebidas, sin prejuicios que les cuadriculen la mente. Sin el condicionamiento que obligaba a las chicas a hacer labores de chicas y a los chicos labores de chicos. Sin imposiciones. Sin insultos. Sin desprecios. Mi mente había recreado un mundo en el que la mujer no era propiedad del hombre, y en el que amar, ante todo, significaba respeto. Un mundo en el que las chicas no necesitaban que las acompañaran, y no se dejaban engañar, no les daban a los chicos sus claves de internet, no se fotografiaban ligeras de ropa en las redes sociales y sabían siempre hablar, porque tenían tanta cultura como los chicos. Un mundo donde los chicos no se sentían inferiores por tener menos músculo en el cuerpo que conocimiento en la cabeza; donde no estuviera mal visto que los hombres llorasen, ni que las mujeres mandasen, y donde el destino de la gente estuviera escrito en su talento y no en su sexo. Un mundo donde un chico no se encontrara en la biblioteca con una chica medio en cueros que lo desconcentrara de los libros; y donde las chicas comprendieran que no provocar con la ropa no significara ser reprimidas en su cuerpo. Un mundo donde no se acusara a nadie de homófobo por pedirles a los homosexuales que sean discretos, igual que les pedimos que sean discretos a los heterosexuales; que la delicadeza de la discreción nada tiene que ver con la obligación de ocultarse. Un mundo donde no se obligara a nadie a vivir según los estereotipos de su sexo. Y donde los hombres no se sintieran perdedores porque las mujeres fueran ganadoras, donde nadie la emprendiera a palos con nadie por hacer bien las cosas, porque el hombre no tendría que hacerlas mal (si le hubieran enseñado que ser aplicado y respetuoso no tiene nada que ver con no sentirse hombre y masculino). Un mundo donde nadie tuviera que llorar como mujer lo que no hubiera sabido defender como hombre, porque ni el destino de la mujer es llorar ni el del hombre defenderse. Un mundo, en fin, donde todos fuéramos iguales en derechos por muy distintos que fuéramos en nuestros gustos, en nuestro cuerpo, y en nuestros sentimientos. Y donde el cuerpo de la mujer no fuera un objeto ni erótico ni reivindicativo, pues tan vulgar y degradante es mostrar los pechos en una fiesta de machos salidos como en una manifestación en defensa del feminismo. El cuerpo no es nuestra propiedad, no es un objeto con el que tenemos derecho a hacer lo que queramos, y al que no le guste, que se aguante; el cuerpo es una parte importante del alma; el cuerpo nos identifica.
            Yo sólo soy un profesor empeñado en enseñar a la gente a ser buena. Antaño fui maestro de los niños: hoy enseño a los jóvenes, a los adultos. Mi única pasión es aprender; y he aprendido muchas cosas de mis alumnos. Pero ahora algunos de ellos, cuando apenas han abierto los ojos, han empezado a ver mundo; y creen saberlo todo cuando casi no han empezado a viajar. Estoy triste. Necesito el diálogo y la palabra como el agua de mayo, pero ellos no quieren dialogar; hablan, pero no escuchan; y el placer que he tenido aprendiendo con ellos se desvanece cuando ellos se empeñan en enseñarme lo que no saben: porque a mí me interesan sus ideas, no sus prejuicios; su mente, no la mente que los coloniza; lo que piensan ellos, no lo que piensa la sociedad; lo que sale de su cabeza, no lo que meten en ella; me apasiona su mundo, no el teatro donde representan su farsa; aprendo, y no me canso de aprender, pero no me interesan para nada sus disfraces; me engañan; me hacen perder el tiempo; y me aburren.
            Y en esta noche oscura donde casi no se puede ver, te encuentro a ti; miro tus ojos limpios, transparentes y nítidos; veo en tu frente inmaculada latir el corazón que vibra; siento el temblor del ser en tus manos que tiemblan sobre las mías: y entonces se esfuma la nada; veo brotar la luz, otra vez, como en un fundido encadenado; vuelvo a creer en la humanidad, después de haber dudado del mundo; me reconcilio con la vida, porque tú me escuchas; revivo gracias a ti, Ingrid; y entonces respiro.