TEORÍA DEL ARTE (1):
LOS APRIORIS DE LA SENSIBILIDAD
Lo
que los griegos llamaban poiesis está muy cerca de lo que llamaban techné;
ellos no distinguían claramente entre arte y artesanía. El trabajo se confunde
a veces con la técnica, puesto que lo segundo es necesario para lo primero;
pero entre fabricar unos zapatos y construir un poema ¿dónde está la
diferencia? Cualquiera diría que en la inspiración. El trabajador utiliza las
técnicas propias del oficio pero el poeta, además, está inspirado. Eso es
verdad para la época industrial donde prolifera el trabajo en cadena; el
trabajador no es el creador de su producto, sino el agente pasivo que copia una
y otra vez los mismos zapatos, que se limita, mecánicamente, a seguir las
instrucciones que le ha dado el ingeniero para fabricar toda la vida infinitas
copias del mismo zapato; sólo se le pide que se ajuste al modelo; lo cual no
es, desgraciadamente, similar al joven estudiante de bellas artes que mira a un
modelo para pintar un desnudo; el estudiante de bellas artes hace una copia
creativa; el primero, una copia mecánica; el segundo se fija en la meta, el
primero, sólo en el procedimiento; el estudiante pone algo de sí mismo en el
espíritu de su cuadro, y el trabajador, ausente de sí mismo, se limita a seguir
las instrucciones sin preocuparse por lo que hace.
Entre
el trabajador moderno y el artista está el artesano. El primero es un productor
alienado, porque hace algo que no le interesa; no pone más interés en lo que
hace que el necesario para ejecutar mecánicamente la misma rutina, los mismos
pasos, y tiene detrás al jefe para comprobar que lo que hace no se aparta de
los estándares. El artista, sin embargo, pone algo de sí mismo en la obra y hay
algo de realización propia, de entretenimiento, de motivación, de empeño, en la
obra que está realizando. Pero un producto del trabajo no es lo mismo que una
obra de arte: tanto el producto como la obra son, al fin y al cabo, mercancías,
porque los dos se hacen para ser vendidos; pero la obra de arte es, además,
espíritu que se plasma en la materia mientras que el producto es mercancía sin
espíritu. ¿Qué diferencia hay entre los dos? ¿En qué notamos que el producto de
nuestras manos es una obra de arte? ¿Quizá en que antes de llegar a las manos
ha pasado por la cabeza, por el corazón? ¿También en que los sentidos se han
despertado? ¿Que, como decía Beethoven, la obra es el trabajo del espíritu que
pasa siempre por la sensación?
2. Los tres ingredientes del arte.
Una
obra de arte resulta agradable si contiene alguna de las formas a priori del
deleite (en alemán: gestalten); formas que dependen de la percepción, pero que
no se reducen a ellas; en pintura tienen que ver, más que con la perspectiva,
con la armonía, con ese aspecto de la composición que se ocupa de ordenar las
imágenes para que sean agradables. Las leyes de la perspectiva ordenan el
espacio; son, por decirlo de algún modo, materialización del espacio euclídeo
que tenemos metido en nuestro oído medio; de la misma manera que las limaduras
de hierro visualizan el campo magnético, así también las líneas de perspectiva
visualizan el campo estético. Y al hacerlo producen agrado. Por eso las
visualizaciones de las leyes geométricas son tan bonitas; entre las últimas que
se han descubierto están los fractales. En música esas gestalten son melodías,
ritmos, armonías naturalmente agradables al oído. Las canciones de éxito suelen
serlo porque han conectado con esas gestalten.
Pero
luego viene la elaboración. Una canción que no contiene elaboración de sus
formas puede ser llamada canción ligera. Las canciones densas suelen tener un
trabajo, a veces complejo, que acompaña a esas gestalten. Las gestalten suelen
funcionar como motor para la inspiración. Un compositor que ha encontrado una
hermosa gestalt casi no tiene que esforzarse por elaborarla: se deja llevar por
ella, que lo conduce, como un tren en el que viaja, a través de un paisaje por
el que desfila la belleza.
Y luego está
la trascendencia. La elaboración en el arte tiene un fuerte componente
intelectual, incluso matemático; pero fluye brotando del instinto, de la
inspiración, con la mente pensando fuera de la conciencia, igual que fluye de
la roca el cuerpo del manantial. Ese tipo de actividad, que surge también en el
deporte cuando los jugadores se sienten conectados de manera magnética, se
produce, dicen los psicólogos, en estado de flujo. El artista no produce la
obra, sino que se deja llevar por ella, flotando en un universo embriagador,
como si la obra fluyese de sí misma pero fluyese a través de él. El artista es
un medio a través del cual fluye el espíritu. Como un medium sin una ouija.
2.1. Los aprioris de la sensibilidad.
A
veces ocurre que, cuando uno escucha una canción por primera vez, experimenta
una suerte de flechazo: es como si se desencadenara un amor a primera vista;
nada más escuchar las primeras notas se siente uno, más que movido, conmovido,
como si tuviera un poder magnético que lo atrae a uno a su magia y uno se deja
llevar. Me ha sucedido con Greensleaves
(esa canción supuestamente compuesta por Enrique VIII durante su juventud); con
la Danza de las hachas,
estupendamente adaptada por Joaquín Rodrigo; con Girl, de Paul MacCartney y John Lennon, y también con The long and winding road; con el Lamento di Tristano, de un desconocido
autor del trecento italiano; me lo ha hecho sentir Wagner con La cabalgata de las valkirias;
Tchaikovsky con su engañoso Concierto
número 1, el Moldava de Smetana,
y qué sé yo…
Más
tarde, examinando la cuestión de cerca, caí en la cuenta de un par de cosas: la
Danza de las hachas la oí muchas
veces, casi sin darme cuenta, como cabecera de un programa que daba la
televisión española sobre la zarzuela y el Siglo de Oro; lo mismo sucedió con
la Sinfonía del nuevo mundo, de
Dvorak; el Concierto nº 1 de
Thcaikovsky sin duda lo debí oír muchas veces no sé cuándo, pero me suena; y lo
mismo debió suceder con Greensleaves;
son canciones que uno escucha, como ruido de fondo, como un líquido amniótico
cultural, o, si se quiere, intrahistórico, del que se impregna uno sin ser
consciente de ello; también sucede con melodías fáciles y pegadizas de menor
calidad; no son pegadizas porque la costumbre inconsciente de escucharlas nos
las haga agradables, sino al revés: nos resultan agradables porque previamente
eran pegadizas.
Son
los aprioris de la cultura. No son
aprioris, pero funcionan como si lo fueran. Si nacer es cambiar las sensaciones
del líquido amniótico por las del mundo exterior, esos aprioris musicales son
como una gestación en la cultura inconsciente antes de nacer a la conciencia
que tenemos de ella; un vivir amniótico anterior al vivir exterior; y
conocemos, sin saber que ya las hemos oído, músicas que creemos estar oyendo
por primera vez; y despiertan en nuestro inconsciente ecos lejanos, resonancias
primitivas; eso era lo que me sucedía cuando escuché por primera vez (hablo de
escuchar, no de oír) la Cabalgata de las
valkirias, el Concierto de Aranjuez
o la Danza de las hachas.
Con
el Lamento di Tristano ya es otra
cosa. Las voces que su escucha despertó por primera vez en mi interior no procedían del mundo, sino de mí
mismo; de mi propia sensibilidad; una sensibilidad receptiva magnéticamente a
la tonalidad menor, a los sones entrañables y tiernos, melancólicos y tristes.
Hay personas que son más sensibles a la tonalidad mayor, o a escalas
misteriosas (dóricas, frigias, mixolidias), orientales o antiguas… El eco de
fondo que despierta la música en nosotros no viene del mundo que nos ha
empapado, filtrándose, como el agua de las cuevas, en nuestra sensibilidad
inconsciente, sino de la naturaleza misma de nuestra sensibilidad: los
podríamos llamar aprioris de nuestra psicología personal; son ellos los que a
unos les hacen vibrar con el Lamento di
Tristano y a otros con La flauta
mágica; o, dentro de un mismo autor, a unos con la Pequeña música nocturna y a otros con el Requiem, a unos con una partita y a otros con la sinfonía número
40. Aprioris de nuestra personalidad.
Pero
hay otros aprioris que son anteriores a nuestro nacimiento, y, quién sabe,
quizá también anteriores a nuestra gestación: los podríamos llamar aprioris de nuestra naturaleza; de la
naturaleza humana, porque, quién sabe, quizá los otros animales tengan otros
aprioris. Son como caminos musicales grabados en nuestro cerebro emocional,
canales rítmicos y melódicos prefigurados en la sensibilidad de nuestra especie
que, al reconocer como idénticas a sí mismas cadenas sonoras que vienen del
exterior, experimentan un sobresalto, se sienten atraídos y producen placer. Más
que de un inconsciente colectivo tendríamos que hablar, hipotéticamente, no de
unos contenidos, sino de unos esquemas primigenios compartidos por todo el
mundo.
2.2. Los aprioris de la cultura. Las modas.
Los
griegos intentaron identificar los que, según ellos, eran esos aprioris de
nuestra naturaleza. Los ángulos rectos, los cánones de belleza, la sección
áurea, eran elementos formales (es decir moldes o esquemas) que, cuando los
encontrábamos en los seres de la naturaleza, provocaban un sentimiento de paz,
armonía, sosiego, equilibrio. Dos objeciones le podemos hacer al clasicismo de
los griegos.
La
primera es que quizá se hayan convertido en aprioris de la cultura, y por eso
vemos en ellos lo que nuestra cultura quiere ver; en otras palabras, no es hermoso
el Partenón porque esté calcado sobre el molde de la sección áurea, sino que la
sección áurea produce armonía porque siempre la encontramos en los otros
edificios, en el formato de las tarjetas de crédito, y en el Partenón.
Un
antropólogo convivió una larga temporada con unos indígenas de la selva
amazónica. Cuando le llegó el momento de marcharse quiso despedirse
ofreciéndoles un suculento pollo en pepitoria: a los indígenas no les gustó;
pero ellos, a su vez, quisieron agasajarlo con el manjar más exquisito que
tenían: unos gusanos gordos, gelatinosos y con lustre, que al antropólogo, no
hace falta repetirlo, le producían un tremendo asco. El gusto de unos y otros
había sido forjado por sus respectivos aprioris sociales; o culturales, si
preferimos llamarlos así.
Cada
época, además, tiene sus aprioris, sus gustos; cada generación tiene los suyos.
Pero no serían aprioris cuando surgen de la costumbre conscientemente asumida
(por el contrario, antes hemos dicho que para ser aprioris debían ser previos a
la conciencia, haberse gestado antes y al margen de ella). Hay que distinguir,
pues, entre las modas que educan el gusto y el sustrato inconsciente y
misterioso donde se educa el gusto antes de que podamos darnos cuenta.
Me
gusta Delacroix. Géricault. Los cuadros geométricos donde se retrata el
movimiento, los cruces, las diagonales, el instinto de querer salirse
continuamente del cuadro. La poesía de Santos Chocano. Y si esto es así, no
deberían atraerme Jean-Louis David, ni Courbet, empeñados, el uno en dar una
belleza fría a las composiciones perfectas, y el otro en aplastar contra la
tierra lo que para los otros eran elevaciones (piénsese, por ejemplo, en El ángelus). Turner. Las alturas
vertiginosas pobladas por vientos, por tempestades, en la frontera casi de la
pintura abstracta. Aníbal cruzando los Alpes.
Y
si me arrastra la gnossienne con su melodía ¿qué hay en la música de Satie? ¿Por
qué me siento arrebatado en el ritmo de ske marazule kelule, como con otras
músicas del Renacimiento? ¿Es un instinto universal? ¿Es un a priori de nuestra
naturaleza? ¿O lo es más bien de nuestra sensibilidad, e incluso de nuestra
cultura? ¿Qué hace que algunas obras nos conmuevan con la primera
contemplación? ¿Por qué, a primera vista, nos sobreviene a veces el escalofrío?
¿Tienen algunas composiciones un estilete que se mete instantáneamente en
nuestra naturaleza, atraído por nuestros esquemas del gusto? ¿O se trata
solamente del gusto que es atraído, como un imán, sólo por la estructura de
nuestra personalidad, y no la de los otros? ¿O es el inconsciente ignoto que
nos invade desde los arcanos de nuestra cultura? ¿Nuestra niebla difusa de
sensibilidad? ¿Nuestro mundo ancestral, nuestro líquido amniótico colectivo y
magnético?
3. Recapitulación.
En
resumen: definimos aprioris como moldes de contenido (gestalten) que no son
previos a la experiencia, sino a la conciencia; y existen tres clases de esos
aprioris: de la personalidad, de la cultura y de la naturaleza.
Los
aprioris de la personalidad son una evidencia corroborada por la experiencia
cotidiana. No todos tenemos los mismos gustos, incluso hay un refrán que
confirma el consenso que tenemos sobre la falta de consenso. Ya en el siglo XIX
el mundo musical se dividía en dos grupos: los partidarios de Verdi y los de
Wagner; ambos compartían el amor a la música, el gusto por la buena música, la
costumbre de apreciar y criticar, pero a unos no les gustaba Wagner. Hay quien
es sensible a una visión romántica de la vida y aprecian a Bécquer y
Espronceda; otros prefieren a Campoamor, y, en el espectro realista de la
sensibilidad, a Cervantes; unos gustan de mostrar el sentimiento con palabras y
otros con silencios; unos aprecian las manifestaciones extremas del sentir y
otros huyen de la exageración.
Los
aprioris de la cultura tampoco plantean demasiados problemas. Hay épocas
juveniles y épocas envejecidas, como mostraba Ortega: en unas los viejos se
muestran como jóvenes, y en otras los jóvenes se envejecen; en unas los viejos
se ponen peluca y visten de colorines, y en otras los jóvenes se visten de
negro, con levita y chistera y una palidez enfermiza en el rostro. Hay que
distinguir los aprioris culturales de las modas, si bien las segundas pueden
contener como ingredientes a los primeros; pues los aprioris son sensibilidades
inconscientes y las segundas no; incluso en una época puede haber, y de hecho
hay, sensibilidades dominantes conviviendo con sensibilidades de épocas
anteriores. Los partidarios de Wagner o de Verdi ¿lo son desde una sensibilidad
colectiva o desde una sensibilidad personal? Es posible que lo segundo se
construya con los ladrillos de lo primero; o quizás es al revés; ¿sienten las
épocas como siente la mayoría de sus individuos, o quizás la sensibilidad
individual ha sido moldeada por la época? Muchos dicen tatuarse el cuerpo
porque les gusta, no porque esté de moda; y hay jóvenes musulmanas que aseguran
ponerse el velo por elección personal y no por imposición de su cultura; pero
suele suceder que lo que llamamos elecciones libres son decisiones que tomamos
entre las opciones que nos ofrece nuestra sociedad; diríase que somos libres
dentro del espectro de opciones que nos impone nuestra tradición, o nuestra
cultura, y no lo somos de salirnos de él; a nadie de cuantos se dicen libres se
le ocurriría elegir entre la chaqueta, el chándal, el taparrabos, la falda
escocesa o la toga romana; la gente anda por la calle con sudadera o chaqueta,
no con toga; nuestro mundo casi se ha quedado reducido a elegir entre el
chándal y los vaqueros; y cada tribu urbana tiene su indumentaria, pero esas
modas son elecciones que no siempre están condicionadas por aprioris de la
cultura: porque las más de las veces no son inconscientes.
Los
aprioris de la naturaleza son los más problemáticos. La idea de una estructura
del gusto común a todas las personas ya ha sido postulada por Kant; si
existieran tales aprioris, tales gestalten, se encontrarían algún día en el
entramado biológico de nuestro cerebro; o en los receptores alguedónicos,
vestibulares, o viscerotónicos, o en cualquier otro lugar de nuestra
fisiología: nada es menos seguro. Si se comprobara esta hipótesis, buena parte
del inconsciente colectivo contendría estructuras innatas, universales; hoy por
hoy, la mayoría procede de gestalten culturales, pero hay una extraña
coincidencia en algunos de ellos; suficiente para postular una base
intercultural, un sustrato biológico, más que cultural, común a todos ellos.