viernes, 1 de abril de 2022

 

 

 

PECHOS SIN CORAZÓN    

 


 El amor es un tipo de atracción. Amar a una persona es sentir la necesidad de que esa persona sea feliz, de que nosotros seamos partícipes de esa felicidad y que la otra persona sea partícipe de esa necesidad. Amar una idea es necesitar que esa idea se realice. Al amor lo llamamos querer. Querer a una persona es lo mismo que amarla, lo mismo que querer que las cosas sean como las ideas buenas; pero querer una cosa es desearla. No es lo mismo el deseo que el querer. Cuando el querer es un deseo no lo llamamos querer porque sólo las cosas del corazón son las cosas del querer; al querer que es un deseo lo llamamos capricho, y el capricho es la necesidad de satisfacer una sensación; al amor, sin embargo, no lo llamamos sensación sino sentimiento; aunque el amor erótico es sensación adosada al sentimiento, o querer agarrado al deseo, que es lo mismo que es el deseo aferrado al querer.

            Dice Unamuno que creer en dios es querer que exista. De manera análoga, querer a una persona es lo mismo que creer en ella: si te quiero es porque creo en ti, creo que en ti hay bondad aunque tú no te portes bien conmigo, y que esa bondad está dormida y puede ser despertada; y creo que tú eres bueno porque eres igual que yo, que siento en mí el instinto de ser bueno; tu naturaleza es la misma que la mía y yo he sentido en mi naturaleza el instinto del amor. Querer a un perro, encariñarse con él es sentir su bondad para conmigo y desear disfrutar de ella al mismo tiempo que sentimos el impulso irresistible de que sea feliz, y de acariciarlo; aunque muchas veces necesitamos acariciarlo sin pensar que al perro pueden molestarle nuestras caricias, pero no sabemos o no queremos ponernos en su lugar: lo mismo sucede con las personas.

            El corazón es la metáfora del amor. Tener corazón es tener capacidad de amar y a veces tener corazón es sentir misericordia: sufrir con los sentimientos ajenos; a eso también lo llamamos piedad; sentir dolor por la miseria de otro cuando esa miseria la provocamos nosotros es apiadarse de él; cuando la provocan otros es ser generoso, solidario, altruista; y cuando ese sentimiento no implica inferioridad hacia los otros, también lo llamamos caridad.

            De modo que hay, como mínimo, tres clases  de amor: amor a nuestros amigos (una de sus variantes es la pasión erótica, que es la exaltación conjunta del deseo y del amor); amar a nuestros semejantes, sean amigos, enemigos o desconocidos (y eso es la piedad, solidaridad, generosidad o fraternidad: caridad bien entendida en sentido cristiano, compartir antes que dar); y amar las ideas (lo que las convierte en ideales). Querer a conocidos, querer a extraños o querer realizar un ideal. Lo contrario de estas tres cosas es, respectivamente, odiar, ser despiadado y no tener ilusión. Estos tres sentimientos nacen de tres instintos que surgen en algún lugar de nuestro cerebro; pero como nos hacen palpitar cuando los sentimos, decimos impropiamente que vienen del corazón.

            Cuando amamos a una persona ponemos la cabeza al servicio del corazón. De ahí que el cariño humano es distinto del que sienten los otros animales, porque nuestro cerebro emocional filtra sus impulsos a través de una enorme corteza de pensamiento, mientras que en el resto de los animales esa corteza es muy delgada; de ahí que algunos sentimientos, como la admiración, sean exclusivamente humanos. Un animal puede experimentar un sentimiento infinito cuando pierde una cría, porque el instinto del amor paterno o materno está profundamente arraigado en su ser, en esa parte de su ser que es su corazón; un gorila hembra llevó en sus brazos durante tres días a su cría muerta negándose a aceptar su muerte; una hiena hembra apartó a su cría, a la que estaban pegando las otras hienas, para ponerse ella en su lugar y que la pegasen a ella; y un león protegió a uno de los cristianos a los que se tenía que comer en el circo de Roma porque ese cristiano, años antes, le había salvado la vida en África. Cuando el ser humano ama puede llegar a experimentar el infinito sentimiento de los animales; pero la conversación le da a ese sentimiento una dimensión intelectual que no tienen los otros animales, porque los otros animales no son capaces de hablar. 



            Cuando amamos una idea sentimos la imperiosa necesidad de luchar por ella. También podemos amarla con las tripas y otras veces con las tripas y el corazón. Decimos que sentimos con las tripas cuando el cuerpo nos arrastra con su fuerza vital, que son las ganas de vivir, y de soltar energías, y de liberar el instinto. Si esa fuerza irresistible se vierte en el corazón, esas dos fuerzas mezcladas desencadenan una fuerza entrañable, impetuosa o tranquila, pero incontenible, acaparadora, potente. Si el corazón se aísla detrás de una corteza impenetrable, esa fuerza es despiadada. Y si el corazón siente y no recibe los vendavales del cuerpo, ese amor, que puede ser inmensamente profundo y doloroso, no puede expresar su júbilo porque le falta el impulso vital: y entonces es un amor impotente, inapetente y esclavo.

            Luchar por una idea que sentimos con el corazón, cuando ese instinto de lucha sale de sí, es luchar por un ideal; un ideal es un instinto, es decir un impulso del cuerpo, que pasa por el corazón. Y luchar por un instinto descorazonado no es amar una idea, porque entonces la palabras que empleamos para nombrarla no designan un ideal, sino la intelectualización del propio instinto: como cuando decimos que nuestro ideal de vida es la violencia, o el orgullo, o el robo disfrazado y sublimado en forma de conquista; cuando ni siquiera disfrazamos nuestros instintos despiadados en forma de ideales decimos que hacemos las cosas por huevos, porque nos da la gana o incluso la real gana, porque nos salen de las tripas, de ese lado del instinto al que el afecto no pone bajo su control.

            También podemos luchar por los demás. No por el ideal de la humanidad, sino por los seres humanos que sufren. Ojos que no ven, corazón que no siente: unas veces luchamos por aquellos a quienes vemos sufrir, aunque no sean de los nuestros. Corazón que siente sin ver: otras veces luchamos por el ideal humano aunque no veamos el sufrimiento de nadie, aunque lo imaginemos. Y a veces el ideal nos puede deshumanizar; pues empezamos luchando por el pobre y acabamos luchando contra él, como le pasó al comunismo de Stalin, de Mao, de Abimael Guzmán. Por eso sentía Miró Quesada que no hay que luchar contra nadie para defender una idea, sino luchar por todos a pesar de todas las ideas.

            El amor al prójimo es, pues, la misericordia, la piedad, la generosidad, el altruismo, la fraternidad. Pero también está el amor a sí mismo. Un amor generoso y bueno que nos dale del corazón. Cuando nos sale también de las tripas lo llamamos dignidad, amor propio, pundonor. Y cuando nos sale sólo ce las tripas pero no del corazón es la soberbia y el orgullo mal entendido, el desprecio, el deseo de aplastar al otro para sentirse superior. Las palabras “orgullo” y “soberbia” las empleamos en dos sentidos totalmente distintos, y lo supo ver bien Gustavo Adolfo Bécquer; unas veces el orgullo es simplemente orgullo, y otras es dignidad.

            La educación debe preocuparse por que en el cuerpo y en la cabeza eche sus raíces el corazón, porque hay mucha gente a quien la vida ha puesto en el corazón una corteza que no le deja expresarse. Gente que no ama porque no sabe amar, nadie le ha enseñado; o le han enseñado más bien a no hacerlo, aunque en su fuero interno, escondida y aplastada bajo toneladas de escombros, mantiene intacta su capacidad de amar. Hay quien ama sólo a quienes tiene al lado: a su familia, a sus amigos, a su tribu; es preciso enseñarles a amar a la humanidad. Otros no se quieren a sí mismos: la autoestima se les ha debilitado, y si no nos queremos nosotros mismos nosotros, tarde o temprano, dejaremos de querer a los demás. Otros no tienen ideales, porque han desarrollado un rencor por el odio que han recibido a lo largo de su vida: hay que enseñarles que también existe la gente buena, aunque ellos no hayan vivido esa experiencia y les parezca que el mundo se reduce sólo a las cosas que ellos han tenido la mala fortuna de vivir; y al revés, como dicen que le pasó a Buda. La educación debería cultivar las cosas del corazón: enseñar a amar, a tener ideales y creer en ellos, a sentirse solidario del mundo. Porque una cabeza sin corazón es maquiavélica y un cuerpo sin corazón es brutalidad; y mal nos iría en el mundo si, aliándose el malvado con el bruto, sólo regáramos en nuestro huerto la fuerzas del mal.

 


 

 

 

1 comentario:

  1. Muy grato artículo, el amar, el querer, el odiar, me permite meditar en lo que abriga mi corazón y restaura mi cerebro, rescato: " La educación debería cultivar las cosas del corazón: enseñar a amar, a tener ideales y creer en ellos, a sentirse solidario del mundo."

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