LA
AVARICIA COMO ADICCIÓN
Deseo.
Querer
cosas que no tenemos es de lo más sano que hay en la vida. Si no tengo comida y
quiero comer, lo normal es buscarla: entonces el deseo se identifica con la necesidad;
si, por el contrario, deseo cosas que no necesito estoy buscando placeres
superfluos, y todo lo superfluo suele ser nocivo (pues tan pernicioso como el
defecto es el exceso); morir de hambre no es menos malo que morir de obesidad.
Aspiración.
Cuando lo que deseamos es más bien
espiritual, a los deseos los llamamos aspiraciones.
Querer bien es aspirar a una vida mejor. Desear cosas cuerdas y justas es tener
ambición, y ser ambicioso, tener
aspiraciones, no sólo no es malo sino que es un signo de vida, de fuerza, de
salud. Pero cuando queremos más cosas de las razonables caemos en la codicia, y cuando, además de codiciar
las cosas, no nos preocupa hacer daño a los demás por quitarles lo que
queremos, lo llamamos avaricia; la
codicia es exceso en el deseo y la avaricia es un deseo injusto que con
frecuencia conduce al robo. La ambición,
cuando no es avariciosa ni codiciosa, es sana.
Ambición.
Vamos a hacer una pequeña
recapitulación terminológica. Querer es
desear o ambicionar; lo lamamos deseo cuando
busca satisfacciones inmediatas, y cuando es capaz de esperar la llegada del
placer esforzándose por conseguirlo y merecerlo, lo llamamos ambición.
Gana.
Hay un segundo sentido en que usamos
ambas palabras: cuando buscan cosas exageradas o injustas constituyen esa
enfermedad del deseo que llamamos gana:
no en el sentido de tener gana de algo (que es lo mismo que tener apetito o
sentir necesidad), sino de darle a uno la (real) gana, salirle a uno de las
narices (o de las pelotas); ese deseo en sentido estricto es una forma
irracional de querer; diríamos que al querer sano o llamamos apetito y al querer enfermo lo llamamos
capricho o gana; esta última forma de querer, cuando no tiene límites, es la codicia, y cuando es injusto la
llamamos avaricia; a la avaricia y
la codicia también las llamamos ambición.
Pero ambicionar una cosa, cuando esa
cosa es buena, también es aspirar a ella; la aspiración es, como hemos visto, un deseo sano, que sabe esperar y
que trabaja por conseguirse; eso era lo que queríamos decir cuando lo
llamábamos deseo “espiritual”.
El querer inmediato es el deseo, el
apetito, la gana, que cuando está enfermo lo llamamos capricho (avaricia,
codicia) y cuando es sano coincide con la necesidad.
El querer diferido es la ambición en
sentido amplio, que cuando está enferma la llamamos, en sentido estricto,
ambición, y cuando es sana la llamamos aspiración; también podemos aspirar a
cosas que no merecemos, y esta forma de ambición también se confunde con la
codicia y la avaricia.
Las mismas palabras se usan en sentido distinto, tanto positiva
como negativamente. Veámoslo con algunos ejemplos:
Cuando llevo tiempo sin comer se me
despierta el apetito, y eso es lo mismo que tener ganas: siento muchos deseos
de comer y es que tengo hambre; quiero y busco la comida que necesito, sentir
deseos es lo mismo que sentir (o padecer) necesidad.
Cuando ya he comido y veo pasteles
en el escaparate se me despiertan las ganas de comer, pero ese deseo, ese
apetito, ahora ya no es necesario porque tengo el estómago lleno: es un
capricho, sí, y si me aprieta de manera incontrolada, casi adictiva, se convierte
en codicia, y si no me importa robárselo al tendero con tal de llevármelo a la
boca seré avaricioso.
Del
deseo a la obsesión.
Cuando ambiciono cosas que no tengo
(un vestido, un coche, una casa) aspiro a hacerme con ellas, de modo que ese
tipo de ambición, en principi,o no es malo; lo malo es obsesionarse uno con
ellas, que es esa enfermedad que llamamos codicia: y me vuelvo avaricioso.
Si, por el contrario, ambiciono
alcanzar cualidades que no tengo (generosidad, sensibilidad, empatía, eficiencia),
ya no aspiro a tener mejores cosas, sino a
ser mejor persona; ésa es la ambición que deberíamos tener todos. La
ambición nos despierta el ánimo, nos hace ver posibilidades, es un deseo de ser
más, no de tener más, y es el motor de la plenitud, que es la vida sana.
De modo que no es malo querer,
desear, apetecer, ambicionar, aspirar, tener ganas; lo malo es sentirlo en
exceso y obsesionarse con ello, que eso ya es adicción y dependencia, pérdida
de libertad, y someterse a pasiones incontrolables; que las pasiones suelen ser
indomables cuando la persona que las padece, atrapada en ellas como si
estuviera en una cárcel, está domada: y no es libre. Es el caso del drogadicto,
del ludópata, del obseso, del envidioso, del glotón, del ninfómano; y de quien
sólo piensa en amasar fortunas sin saber en qué gastarlas, y hasta sufre por no
gastar: el avaro.
El
ahorro como avaricia.
Molière dejó una pintura patética
del avaro. Y Balzac: papá Goriot lo tenía todo y no gastaba nada, y su hija,
que era rica, llevaba una existencia miserable. Stephan Zweig, y Dostoieski,
dejaron retratos estremecedores del ludópata: cegados por la pasión del juego,
y de la ganancia, arruinaron sus vidas cuando la obsesión de la ruleta borró
los mejores sentimientos de sus vidas, los llevó a incumplir sus promesas más
nobles, a olvidar sus aspiraciones y compromisos, incapaces de decidir, dejándose
llevar por el juego como quien se siente arrastrado por las olas, como un
autómata.
La
avaricia rompe el saco.
La codicia es una ambición sin
límites. Iñaki Urdangarín tenía un brillante futuro como deportista, su familia
no sufría privaciones, se casó con la hija del rey, su porvenir era boyante…
pero la ambición le pudo; el deseo de tener cada vez más lo llevó a negocios
turbios, perdió su posición, sus títulos nobiliarios, se le cerraron las
puertas de la familia real, su esposa también se distanció, pidiendo el
divorcio: acabó siendo un apestado. La ambición desmedida, ese deseo de tener
más y más, le hizo perder lo que tenía y acabó en la cárcel, fracasado.
James Maddoz tenía suficiente dinero
para vivir en el lujo pero jugó sucio, hundió la bolsa, lo condenaron a la
cárcel y acabó suicidándose. La ambición desmedida es una psicodependencia: uno
queda atrapado en una pasión, con las manos atadas, y acaba perdiendo el
control de sí mismo.
EL SACO DE LOS
VIENTOS
Eolo era el dios que controlaba
todos los vientos; de él dependía que fueran fuertes o suaves, cortos o
duraderos, rápidos o lentos. Un día Eolo quiso ayudar a Ulises a volver a Ítaca,
donde lo esperaban su mujer y su hijo. Ulises no podía poner rumbo a su tierra
porque lo perseguía Poseidón, que estaba enfadado con él y le reservaba su
cólera destructiva. Eolo no dio a Ulises los vientos favorables, pero sí accedió
a darle todos los vientos adversos; se los dio metidos en un saco para que
nunca le pudieran atacar, y desde aquel día Ulises no se separaba del saco,
asiéndolo fuertemente para que los vientos estuvieran siempre bien atados.
Pero los compañeros de Ulises miraban
aquel saco con envidia. Se pensaban que estaba lleno de tesoros y que Ulises no
los quería compartir con ellos. Y un día que Ulises se quedó dormido, se lo arrebataron
y lo abrieron, buscando en su interior los tesoros que les pintaba su
insaciable imaginación; pero, lejos de ver tesoros, lo que salió del saco
fueron unos vientos terribles que los azotaron sin piedad e hicieron zozobrar
la nave. Tres días duró la tormenta, y fue terrible. Cuando volvió la calma se
hallaron perdidos en el mar, muy lejos ya de su amada Ítaca. La codicia los había
alejado del hogar, que tardarían muchos años en volver a encontrar, y en el
camino murieron todos menos Ulises.
La codicia rompió el saco. El saco
de los vientos, donde se encerraba la adversidad y terminaba la aventura de
volver a Ítaca.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar"Si, por el contrario, ambiciono alcanzar cualidades que no tengo (generosidad, sensibilidad, empatía, eficiencia), ya no aspiro a tener mejores cosas, sino a ser mejor persona;", grato artículo y muy claro, en la vida aspiro a la vida que me suma generosidad.
ResponderEliminar