viernes, 28 de febrero de 2020

PUERTOLLANO


  
PUERTOLLANO



Me he acercado a la estación de Puertollano. He visto su locomotora humeante detenida en el tiempo, inmovilizada en el espacio. Por los intersticios hay fuego que viene de la caldera. Es de hierro negro, polvoriento, y en sus soplidos poderosos hay algo del toser cavernario de la silicosis; de una gravedad que viene de lo más hondo, forrada con los estruendos del metal; de esos que dan golpes que retumban en el pecho haciendo temblor en los pulmones y separándolos, o eso parece, de la caja de huesos donde duermen enterrados. El tren de carbón. La máquina pesada que hace temblar el suelo cuando recorre las vías, aplastándolas, en su lenta cabalgata.
            He visto la chimenea de bronquios rotos fumando humo y el cielo pintado en un lienzo de carbón. He visto los ruidos roncos de los bronquios, sus respiraciones rotas, el vapor continuo que envuelve las ruedas junto a las bielas. La pared de hierro atestada de carbón, el fogonero clavando su pala con toda la fuerza de sus hombros para sacarla llena y vaciarla toda de un golpe, en la horrible ventana donde tiembla el fuego. El cielo oscurece y se quiebra la luz, se ensucian las nubes, la caldera bufa.
            Y en el furor de la chimenea hay un no sé qué que anuncia la llegada de la noche. Detrás de la máquina esperan los vagones de madera, atados con cadenas de grasa seca, con duros brazos que chocan entre vagón y vagón. Son vagones de segunda que a un lado tienen compartimentos y a otro un pasillo donde esperan los niños, asomados a las ventanas, para salir. Y hay también vagones de tercera que están hechos de tablas que se clavan sin misericordia en los huesos de las posaderas. Al toque del silbato el tren empieza a salir; más allá de la estación (hecha de humo y austera, vieja, de olor dulzón y sucio como huele el carbón mezclado de tierra, polvo, hierro, humo y grasa), más allá de la estación, dije, está la calle Torrecilla. Y un poco más allá la iglesia de la Asunción con su torre de piedra, los arcos de sus ventanas, las gruesas campanas de bronce, el colegio de las monjas y la plaza que los une; los rezos del via crucis, las huellas del pasado donde las mujeres salían en procesión y llevaban las velas, y se oía el susurro insomne de las oraciones muertas, el rostro encapuchado, las túnicas de colores, el fragor de los tambores, perdona a tu pueblo.


            Más allá está el Terry. Remedo de monte que se levanta como si fuera un cerro, pero tierra, carbón, hierro, piedra y escoria, resbalando por las faldas donde, colgado del cielo y atado a cables que se apoyan en los postes, vuelcan, como catenarias, su contenido ronco los vientres cansados de las vagonetas. El Terry. Un cerro que no es cerro hecho de carbón que no es carbón y emergiendo de las sombras cuando llega la noche, recortando en el cielo (tan sucio como él) la figura borrosa de fantasmales perfiles que hay en el crepúsculo cuando llega.
            He visto el cerro, la calle, las casas que dormitan en la noche, la torre oscura del campanario, la procesión sombría que recorre el suelo, los cantos lúgubres que se acercan. Hay en ese suelo como un eco de rumores, de allí donde un día se quedó mi infancia, de la calle ancha, las pipas de Juanito, el rincón del paralítico, el pilón de las bestias, el puesto de la abuelilla. Por allí íbamos mis hermanas y yo, con otros niños del barrio, camino del colegio; y cogíamos las algarrobas de los árboles, cogíamos pan con quesito, hablando, entretenidos, por la calle, y contentos porque en la cartera, cuando llegara el recreo, teníamos el bocadillo.
            Ha sonado el silbato del jefe de estación. La locomotora, cansada, ha pegado un bufido. El andén de repente se ha llenado de humo. Y las ruedas han empezado a andar penosamente, y a subir de tono y acelerar el paso resoplando como un caminante que ya no puede con su alma; han ido más rápido, ahora un poco más, y más, y más, y al bufido rítmico de su vientre se ha unido el traqueteo de los empalmes de hierro que cortaban las ruedas cuando marchaban sobre las vías.
            El tren se va, ¿adónde va? Se va, se va, y el cielo oscuro se ha fundido con la noche y en la noche negra se han soltado los vapores grises y el vapor es como una niebla en la que se esconde, rompiéndose en jirones, la figura ronca del tren que se aleja. ¿Adónde va? No lo sé. Yo sólo sé que se entierra dentro de los velos de la niebla. No sé adónde va pero sé de dónde sale: sale del andén de piedra que se queda quieto mientras su sombra se aleja. La estación de carbón a la que se asoma un pueblo minero. El pueblo donde viví, cuando era niño, y lo sucio se acostumbró a parecerme bello. El pueblo de los gases que salían de la fábrica. El de la plaza de toros y el gran teatro. Y el mercado donde trabajaba Fernando vendiendo pollos. El del reloj de las flores, el pabellón de la música, el paseo y la biblioteca. El pueblo de la fuente agria. Aquel que abandona el tren, cuando lo sepulta la noche, hacia las calles de barro. El pueblo que no tiene acera, por las laderas del cerro, cuando llueven los charcos. El pueblo tosco donde fui feliz, el de la iglesia, la chimenea, la fábrica, las minas y la temible casa de baños. Un pueblo sumido en la niebla. Un pueblo que apenas se ve. Puertollano.




3 comentarios:

  1. Impresionante. Yo estos dias estoy en Puertollano y he hecho con la lectura un viaje de 50 años o más.
    Gracias compañero, gracias amigo.

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  2. Bonitos recuerdos que, por mucho que queramos, no se borrarán de nuestras memorias.

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    1. Retroceder y ver el pueblo o lugar donde pasé mi infancia me llena de ilusión y de recuerdos buenos, no fue feo, sino lindo, con mis ojos me posaba en El Olivar, en el bosque de de San Isidro, sé que es bello regresar a nuestro lugar de peque; rescato "El pueblo tosco donde fui feliz, el de la iglesia, la chimenea, la fábrica, las minas y la temible casa de baños. Un pueblo sumido en la niebla. Un pueblo que apenas se ve. Puertollano".

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