PUERTOLLANO
Me he acercado a la estación de
Puertollano. He visto su locomotora humeante detenida en el tiempo,
inmovilizada en el espacio. Por los intersticios hay fuego que viene de la
caldera. Es de hierro negro, polvoriento, y en sus soplidos poderosos hay algo
del toser cavernario de la silicosis; de una gravedad que viene de lo más
hondo, forrada con los estruendos del metal; de esos que dan golpes que
retumban en el pecho haciendo temblor en los pulmones y separándolos, o eso
parece, de la caja de huesos donde duermen enterrados. El tren de carbón. La
máquina pesada que hace temblar el suelo cuando recorre las vías,
aplastándolas, en su lenta cabalgata.
He visto
la chimenea de bronquios rotos fumando humo y el cielo pintado en un lienzo de
carbón. He visto los ruidos roncos de los bronquios, sus respiraciones rotas,
el vapor continuo que envuelve las ruedas junto a las bielas. La pared de
hierro atestada de carbón, el fogonero clavando su pala con toda la fuerza de
sus hombros para sacarla llena y vaciarla toda de un golpe, en la horrible
ventana donde tiembla el fuego. El cielo oscurece y se quiebra la luz, se
ensucian las nubes, la caldera bufa.
Y en el
furor de la chimenea hay un no sé qué que anuncia la llegada de la noche.
Detrás de la máquina esperan los vagones de madera, atados con cadenas de grasa
seca, con duros brazos que chocan entre vagón y vagón. Son vagones de segunda
que a un lado tienen compartimentos y a otro un pasillo donde esperan los
niños, asomados a las ventanas, para salir. Y hay también vagones de tercera
que están hechos de tablas que se clavan sin misericordia en los huesos de las
posaderas. Al toque del silbato el tren empieza a salir; más allá de la
estación (hecha de humo y austera, vieja, de olor dulzón y sucio como huele el
carbón mezclado de tierra, polvo, hierro, humo y grasa), más allá de la
estación, dije, está la calle Torrecilla. Y un poco más allá la iglesia de la
Asunción con su torre de piedra, los arcos de sus ventanas, las gruesas
campanas de bronce, el colegio de las monjas y la plaza que los une; los rezos
del via crucis, las huellas del pasado donde las mujeres salían en procesión y
llevaban las velas, y se oía el susurro insomne de las oraciones muertas, el
rostro encapuchado, las túnicas de colores, el fragor de los tambores, perdona
a tu pueblo.
Más allá
está el Terry. Remedo de monte que se levanta como si fuera un cerro, pero
tierra, carbón, hierro, piedra y escoria, resbalando por las faldas donde,
colgado del cielo y atado a cables que se apoyan en los postes, vuelcan, como
catenarias, su contenido ronco los vientres cansados de las vagonetas. El
Terry. Un cerro que no es cerro hecho de carbón que no es carbón y emergiendo
de las sombras cuando llega la noche, recortando en el cielo (tan sucio como
él) la figura borrosa de fantasmales perfiles que hay en el crepúsculo cuando
llega.
He visto
el cerro, la calle, las casas que dormitan en la noche, la torre oscura del
campanario, la procesión sombría que recorre el suelo, los cantos lúgubres que
se acercan. Hay en ese suelo como un eco de rumores, de allí donde un día se
quedó mi infancia, de la calle ancha, las pipas de Juanito, el rincón del
paralítico, el pilón de las bestias, el puesto de la abuelilla. Por allí íbamos
mis hermanas y yo, con otros niños del barrio, camino del colegio; y cogíamos
las algarrobas de los árboles, cogíamos pan con quesito, hablando,
entretenidos, por la calle, y contentos porque en la cartera, cuando llegara el
recreo, teníamos el bocadillo.
Ha sonado
el silbato del jefe de estación. La locomotora, cansada, ha pegado un bufido.
El andén de repente se ha llenado de humo. Y las ruedas han empezado a andar
penosamente, y a subir de tono y acelerar el paso resoplando como un caminante
que ya no puede con su alma; han ido más rápido, ahora un poco más, y más, y
más, y al bufido rítmico de su vientre se ha unido el traqueteo de los empalmes
de hierro que cortaban las ruedas cuando marchaban sobre las vías.
El tren
se va, ¿adónde va? Se va, se va, y el cielo oscuro se ha fundido con la noche y
en la noche negra se han soltado los vapores grises y el vapor es como una
niebla en la que se esconde, rompiéndose en jirones, la figura ronca del tren
que se aleja. ¿Adónde va? No lo sé. Yo sólo sé que se entierra dentro de los velos
de la niebla. No sé adónde va pero sé de dónde sale: sale del andén de piedra
que se queda quieto mientras su sombra se aleja. La estación de carbón a la que
se asoma un pueblo minero. El pueblo donde viví, cuando era niño, y lo sucio se
acostumbró a parecerme bello. El pueblo de los gases que salían de la fábrica. El
de la plaza de toros y el gran teatro. Y el mercado donde trabajaba Fernando
vendiendo pollos. El del reloj de las flores, el pabellón de la música, el
paseo y la biblioteca. El pueblo de la fuente agria. Aquel que abandona el
tren, cuando lo sepulta la noche, hacia las calles de barro. El pueblo que no
tiene acera, por las laderas del cerro, cuando llueven los charcos. El pueblo
tosco donde fui feliz, el de la iglesia, la chimenea, la fábrica, las minas y
la temible casa de baños. Un pueblo sumido en la niebla. Un pueblo que apenas se
ve. Puertollano.