viernes, 1 de noviembre de 2019

LA MADRE





LA MADRE


            El hogar, la lumbre. El hogar es la lumbre que nos calienta. Allí donde hay un fuego que crepita, donde cuelga la marmita sostenida por un gancho, bajo las luces fantasmagóricas en las noches de invierno, allí está nuestro hogar. El pecho es una casa y en uno de sus rincones hay una hoguera dulce, acogedora y cálida: es el corazón; el corazón, lumbre que convierte las casas en hogares. Una casa con un hogar que la llena en uno de sus rincones es el lugar donde vive el cuerpo. Y una casa con una madre que la llena en todos sus rincones es el lugar donde vive el alma. Como los fuegos que se apagan muchas veces por la falta de leña, así también, por falta de fuerzas, se apaga la luz de la madre. Y del padre. Y de los abuelos. Y de las abuelas. Ese día tendremos que aprender a vivir convirtiéndonos en madres; convirtiéndonos en padres; y es entonces, como en una carrera de relevos, cuando se enciende la llama que habrá de alumbrar a los demás, estando nosotros en el centro.
            Dicen que el pecado original se transmite gratuitamente de padres a hijos: habría que verlo. Lo que sí me creo es que de padres a hijos se transmite, como de antorcha en antorcha, el calor de la llama; y la llama olímpica no se apagará jamás aunque se encienda en otros pebeteros. Madre no hay más que una y es la misma que transmite el calor en todas las casas a través de todas las madres. Y cuando esa madre falta, resulta que nosotros sin querer, sin apenas darnos cuenta, nos estamos convirtiendo también en madres. El fuego no se apaga nunca, el calor no morirá jamás, y el rincón del pecho que el corazón habita crepitará con dulzura, y es entonces el corazón de todas las madres. Las madres velan por sus hijos, ¿pero quién vela por ellas cuando les toca el turno de perder a sus madres?
            Dar el calor a los demás, qué bonito; calor de las entrañas, calor entrañable. Pero qué triste es quedarse sin madre. Nos vienen a la mente los recuerdos de infancia cuando el sol derramaba su luz y la convertía en color entre las hojas de la parra; cuando jugábamos alegres por el campo y volvíamos a casa y la madre esperaba con el bocadillo en la mano, si era por  la tarde; o esperaba con la cena si era por la noche; y luego, un poco mayores ya (pero todavía niños), alzábamos el botijo o el porrón o apretábamos la bota y bebíamos el agua fresca y transparente y el vino cálido, refulgente y rojo. Los perros que ladran en el campo. Por el cielo, extendiéndose en las bodas, el piar de los pájaros. Los cantos del suelo con los que tropezábamos y nos hacíamos sangre en las rodillas. El sudor de los niños que corrían, despreocupados, mientras se oían las novelas de la tarde. Chiquillos correteando después de la siesta. O en un balcón, el rayo, en días de tormenta, empapándonos del agua que nos alimenta mientras nos cala en la ropa; y luego, cuando escampa, salimos otra vez para pisotear la hierba y salpicar los charcos. Siempre volvíamos, más sucios que limpios, y siempre estaba en la casa esperándonos la madre. O la madre de la madre, porque el padre, y el padre del padre y todos los padres de todas las madres, siempre estaban fuera ganando el pan con la frente, sudando y trabajando; aunque también trabajaban las madres que sudaban. Pero dentro, dentro de casa, allí donde nosotros íbamos, estaba siempre la abuela; la madre; y nos daban pan con chorizo o pan con chocolate. Y su presencia cálida le daba a la casa un fulgor que lo hacía todo diferente. Entre caliente y cálido. Cálido para el corazón, caliente para el pecho; que tiritaba siempre cuando se juntaba el frío con la lluvia y se helaban todas las superficies de todos los charcos.      
Y hoy la madre se acaba de morir. El corazón se ha quedado solo, solo con nuestra infancia aunque ahora, rodeados de niños, también estemos nosotros muy bien acompañados. Pero ahora corretean ellos, no nosotros. En algún lugar se quedó el viento, el agua de la lluvia, los trotes de los niños, el salpicar de los charcos, las palizas que nos dábamos. Todo eso estaba en la madre, la madre que era nuestro recuerdo, hoy ya triste y arrugado, y la madre éramos nosotros de niños, eran nuestros juegos, era nuestra infancia; ahora se ha muerto y ha muerto con ella, también, ese pedazo de nosotros; por eso nos sentimos, aunque siga habiendo niños y hogar y calor y pisar de charcos y trotar en la hierba y murmullo de gritos en el campo, nos sentimos solos porque se ha ido, con la infancia, el guardián del reino donde fuimos príncipes hace muchos años; se ha ido la reina y ahora nos quedamos huérfanos aunque seamos príncipes: la madre.
A mi amiga Agustina, en quien crepita sereno, en el momento de la partida, el corazón marchito de una madre.
  


2 comentarios:

  1. Lucido y sereno reencuentro con la infancia,si ella fue siempre soporte y enseñanza, como dices queda arrugada su foto pero no la evocación de su semblanza. Saludos.

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  2. Qué regreso a mi infancia, a lo que fuimos en San Antonio, en San Isidro, el Olivar, el niño del maizal, el abrigo de mami y el suspiro de papi, una infancia
    recordada que luego vimos como un charco al crecer. Nuestro nido se deshizo, pero el recuerdo ha quedado. Rescato: " En algún lugar se quedó el viento, el agua de la lluvia, los trotes de los niños, el salpicar de los charcos, las palizas que nos dábamos."

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