viernes, 31 de agosto de 2018

LAS IDEOLOGÍAS



LAS IDEOLOGÍAS


            Quizá el rasgo más característico de toda ideología sea que todo gira en torno a un núcleo sagrado; por sagrado entiendo lo que no se puede tocar, ni criticar, lo que es absoluto e incuestionable, lo que escapa, por tanto, al poder de la razón. Ser sagrado es lo mismo que ser tabú: ni se toca ni se habla de ello, a veces ni siquiera para dorarlo; lo innombrable, lo prohibido. La revolución. La raza. La nación. Dios. Una ideología es una construcción de sensaciones, sentimientos, razones y palabras, que se levanta para apuntalar un sentimiento supremo que le da sentido a todo. Si quitamos ese sentimiento (que está más allá de toda duda) se desmorona todo.
            Una ideología es el retrato de un mundo ideal al que aspiramos. Su punto de partida es el análisis del mundo real, en el que vivimos, y la identificación de lo que queremos que cambie para convertirlo en un mundo mejor. Su meta, el retrato de ese mundo mejor al que queremos llegar. Entre ambos mundos hay un camino que tenemos que trazar para saber cómo llegar del uno al otro. Estas tres facetas de la ideología, que son como sus tres caras, son, respectivamente, la realidad, el ideal y la estrategia. La realidad se estudia mediante la razón que produce deseos, iluminada ella misma por el deseo. El ideal se construye mediante el deseo iluminando a la razón. Y la estrategia puede ser razonable (si la razón le marca el camino al deseo) o delirante (si es el deseo el que conduce a la razón hasta ahogarla).
            Así, una ideología tiene un cuerpo racional obedeciendo a un sentimiento intocable. Es una cabeza al servicio de un corazón, hoy diríamos que un córtex esclavizado por un sistema límbico. El cuerpo racional es la doctrina. El ideal es la luz que la ilumina. Si la doctrina fuera un barco, el ideal sería el faro que lo guía; y si la doctrina fuera filosofía o ciencia, el ideal sería el mito: un mundo crítico sosteniendo a una realidad incuestionable, la ciencia y la técnica al servicio de la magia y el rito, el intelectual obedeciendo al sacerdote, los doctores de la ciencia escuchando a los doctores de la Iglesia, una escuela racional dando cobertura a la escuela de la fe: ambas juntas configuran una escolástica, un entramado de mentalidades y razones al que Kuhn ha llamado paradigma.


            Tomemos, como ejemplo, un  comunismo de ideología marxista: los dioses incuestionables son los grandes apóstoles de la doctrina (Marx, Engels y Lenin o Mao, según venga al caso); el ideal es la revolución socialista, la diosa suprema, dogmáticamente caracterizada por esos apóstoles; la realidad es la sociedad capitalista, que ellos analizaron y criticaron; y la estrategia sería, según los resultados de ese análisis, la alianza de la clase obrera con el campesinado, o bien el campesinado solo: arrancando en las ciudades o batiendo las ciudades desde el campo, según se trate de Lenin o Mao; y en todo caso por la violencia, después de haber comprobado que la vía pacífica siempre es ahogada en sangre por los capitalistas. Una vez conquistado el triunfo, el poder se erige en sacerdote de la diosa, y se limita a glosar la doctrina de los apóstoles con sus intelectuales orgánicos; los otros intelectuales tienen una línea roja que no deben traspasar con la crítica: la que marca la escolástica revolucionaria. Y así, la crítica es buena si sirve para apuntalar los dogmas fundacionales; en caso contrario será perseguida por desviacionista, porque nadie puede desviarse de los principios; por revisionista, porque nadie tiene derecho a revisar esos principios, que deben ser acatados con fe ciega; y por herejía, porque nadie puede salirse de la ortodoxia. Ya lo decían los filósofos en la edad Media: la razón debe estar al servicio de la fe.
            Esa estructura es el retrato robot de todas las ideologías; el esqueleto que todas tienen en común, algo así como el patrón compartido por todas. Lo que varía es la carne que le ponemos a ese esqueleto. La cara que le ponemos a esa calavera, lo particular y accesorio, el folklore; un folklore que puede mostrar grandes diferencias de unos a otros (desde el culto a la vida hasta el culto a la muerte, tal y como lo vemos en la Unión Soviética o en el Estado Islámico); pero todos comparten el mismo culto a la personalidad (en unos casos, del amado líder; en otros, del dios todopoderoso e inagotable). Regímenes como el de Stalin, Franco o Kim Il Sung son del primer tipo; movimientos como la ETA o el independentismo catalán lo son del segundo; en unos casos se adora al caudillo, en otros al dios que está por encima de todos los caudillos.
            Lo propio de la ideología es que persigue, en una primera fase, a la razón que se rebela contra los ídolos, pero en una fase ulterior acaba persiguiendo cualquier manifestación de la razón misma. La ideología se parece mucho a la paranoia: el paranoico puede tener una lucidez asombrosa, pero sus razonamientos giran en torno a una idea delirante y obsesiva, en eso estriba su locura; y es más peligroso cuanta más inteligencia tiene, todo el mundo sabe que el peor enemigo de todos es el más listo. Ahora bien, el paranoico es listo en sus razones y tonto en su delirio: como dice lapidariamente un conocido refrán, el paranoico es listo de la cabeza y tonto del culo. En este sentido las ideologías (laicas o religiosas) son paranoias; y lo más grave es que las razones sirven para justificar los delirios, y en los delirios, junto con los ideales y las ilusiones, está la realidad de las maldades, las crueldades, los atropellos y los abusos; una ideología es una coartada para justificar la violación de los derechos humanos: del derecho natural, como se decía en los tiempos antiguos. Cualquier dolor infligido a un semejante, aunque sea con ardor sádico, si es por la causa, está perdonado, no ya permitido.


            De modo que una ideología es como una mercancía que queremos vender: bella por fuera, fea por dentro. Como una tentación, como el canto de las sirenas, que detrás de la fascinación nos reserva la muerte. O como una medalla o una moneda, que detrás de su cara tiene su cruz. Lo malo de las ideologías es que su núcleo sagrado deslumbra de tal manera que borra en los adeptos la capacidad de razonar, y los lleva al fanatismo;  no es que no sepan pensar, es que no pueden pensar de otro modo: porque el magnetismo los ciega. Y no todos son tontos de la cabeza, pero sí son tontos del culo.
            Sin embargo las ideologías son necesarias. Son el motor de la historia, nada habría sucedido en el mundo sin una ideología que lo sustentara. El científico, el filósofo, estudian la realidad, y cuando proyectan en ella sus deseos siempre son deseos controlados por la razón: ellos ayudan a avanzar los ideales, pero desgraciadamente nadie los escucha. Sólo cuando la ciencia o la filosofía caen en manos de un ideólogo las ideas se encarnan en la sociedad y se ponen en movimiento. De modo que si no hubiera ideologías los científicos y filósofos se escucharían sólo entre ellos, y con reservas, y aparte de ellos no los escucharía nadie; la sociedad se dividiría en una minoría ilustrada y una mayoría embrutecida, la primera que tiene cosas que decir y la segunda que no quiere escucharlas: porque no pueda; porque su fe le ciega el sentimiento. Gracias a la ideología, el embrutecimiento se vuelve ilustrado y la sociedad avanza, por una sucesión de ideologías, desde las más abyectas a las más humanas: no habría habido revolución francesa si no hubiera habido atrocidades ilustradas; el ser humano no habría salido de las cavernas de no saber retrocedido las glaciaciones… y avanzado las ideologías.
            Pero las ideas tienen efectos perversos además de ser sueños bonitos. El más bondadoso de los ideales acaba produciendo crueldad sin límites (durante unos siglos también le pasó al cristianismo): pero también es cierto que del mismo tronco del que salió Torquemada salieron San Francisco, los mercedarios y el propio Jesucristo. Y si las ideologías son necesarias, será preciso limar sus asperezas, ablandarlas en lo que tienen de duro, cuidar las rosas y quitar espinas. No faltará quien diga que las espinas están para proteger a las  rosas, pero si nos atrevemos a quitar cada vez más espinas (no todas de golpe, por supuesto), llegará un momento en que cada vez haya también menos enemigos de los que protegerlas. Dijo Adriano: si quieres la paz, prepárate para la guerra. Quizás haya que decir más bien: si quieres la paz, aleja de la guerra a tu enemigo. Y aunque siga habiendo ejércitos, cada vez serán menos numerosos y agresivos.  Bosnia Herzegovina se desarmó en señal de paz: y se la comieron sus vecinos, que estaban armados hasta los dientes; por eso quizá no sea sensato desarmarse unilateralmente; el desarme debe ser concertado y realista, y hay que ir sentando las bases para ponerse de acuerdo. Pero, como un antídoto, lo que sí tenemos que hacer es ir desarmando las ideologías. Eso se consigue con la clarificación ideológica. En ella deben intervenir la ciencia y la filosofía. “Guardaos de los falsos profetas”, dice Jesús; para saber si un profeta es falso hay que usar la razón, no el fanatismo; y la fe debe ser racional, no una fe ciega; en síntesis, el propio Jesús viene a decirnos que para que nadie hable falsedades en su nombre hay que pensar las cosas desde una fe amorosa, y creer amorosamente desde la razón, no predicar la fe desde el odio ni extender el odio atizándolo racionalmente: que la propia Iglesia puede ser invadida por sus impostores y atacar a los infieles con la espada, cuando el propio Jesús le quitó a San Pedro la misma espada con la que San Pedro le iba a defender. No a la guerra para defender la religión, ése es su mensaje. El verdadero mensaje de Cristo no es matar a los infieles, sino amar a tus enemigos. Y lo que haya que combatir, lo haremos siempre con la razón; y con la fe; pero ambas guiadas por el amor (razón amorosa y fe amorosa, y amor razonable y fiel, en las antípodas del amor ciego: que amar apasionadamente no es lo mismo que cerrar los ojos para amar).


            ¿Y cómo combatiremos con la razón? Sometiendo a su dictamen al núcleo duro de las ideologías. Claro, hay un núcleo duro en esta ideología que estoy planteando: ese núcleo es el amor. Pero la razón tiene argumentos para defenderlo. Y entonces será ya un ideal, no un dogma de fe: lo propio del ideal es que nos anima y entusiasma; lo propio del dogma, que nos obliga con miedo. Necesitamos menos dogmas y más ideales. Hay que dejar que la razón entre en el templo de los ideales. Del mismo modo que en Einstein todo era relativo menos la velocidad de la luz, en la crítica ideológica todo se puede cambiar menos el amor; porque su cordura resiste bien a la crítica y sale siempre airosa de sus ataques, a diferencia del odio, que sale mal parado; como el egoísmo. Imaginemos a un maestro que enseña que cualquier arma es válida con tal de conquistar el poder; entonces su discípulo, siguiendo sus enseñanzas, lo matará para quitarle el poder cuando haya aprendido: éste es el destino de los maestros sith a manos de sus aprendices; de sus padawan. Pero si enseña que el amor es la fuente del poder, crearemos una sociedad donde la gente conquiste cada vez más poder sin necesitad de matar a quien lo detenta: la razón se lo aumentará a unos y se lo disminuirá a otros, y lo hará siempre mediante el diálogo. Una sociedad donde todos se matan acabará destruyéndose a sí misma en una guerra de todos contra todos. Pero una sociedad donde todos se aman se reforzará cada vez más, pues el amor a las personas se reforzará con el amor a la razón: con la crítica.
            Nos hacen falta ideologías, sí. Que analicen la realidad con la cordura, con el auxilio de la razón, con la lucidez del análisis. Y que sepan querer con amor y no con odio, rechazar las crueldades. Y que construyan utopías donde el suelo empírico, que se resquebraja en las visiones del futuro, se refuerce con el ideal de la razón, alimento de los otros ideales. Y que los ideales no se vuelvan dogmas y se puedan discutir. Y que no haya guardianes de la ortodoxia sino vigilantes de su coherencia, para corregirla todas las veces que haga falta. Donde no se llame traición a la crítica ni debilidad al amor, y donde todas las fuerzas sean vitales y no violencias ciegas, que conducen a la muerte, a la que adoran sin pensar: porque sean fuerzas irracionales; brutales y suicidas, y primitivas, sí, y aunque los instintos primitivos son buenos, sólo se desvirtúan si se alejan de la razón, que los vigila. Vigilancia, sí: pero no para meter preso a nadie sino para ser libres. Nuestros únicos ideales, que son el amor y la razón, están en el corazón y en la cabeza, en nuestro córtex y en nuestro sistema límbico. Y, lo mismo que la energía nuclear, las ideologías pueden servir para curar o para hacer bombas, y sólo la razón amorosa puede alejarnos de las bombas y pensar sólo en curarnos: aunque para eso las ideologías deben estar siempre vigilantes, vigilarse a sí mismas para asegurarse de que no se apartan nunca de la razón, que avanza, ni del amor, que, como un faro, las alumbra en el camino. Hacen falta ideologías, sí, pero más falta nos hace la crítica ideológica: para protegernos de los accidentes y de las desgracias.





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