IMPRESIONES DE VIAJE
(UN DÍA EN
PUERTOLLANO)
La gente ya no
lee en el metro. Hace años te la podías encontrar en los vagones con un libro
abierto, leían lo que duraba el trayecto, media hora, una hora quizás, y se
enfrascaban en ese mundo de literatura que estaba lejos; muy lejos de este
mundo, monótono y gris, donde ahora mismo van en metro a trabajar; pero ya no.
En el vagón y medio que abarca mi vista sólo hay móviles; y la gente se hunde
en las pantallas, con su mirada magnética, hipnotizada por luces y letras
demasiado fugaces para llegar a meterse en ellas; para tener el tiempo de
disfrutar.
Ahora estoy en
el tren. Desde que bajé del metro me he perdido en los pasillos y ya he llegado
al lugar donde estaba el andén. Me he comido un bocadillo, me he tomado un
refresco y estoy sentado ante la gente, camino de Puertollano; y mi asiento
avanza sin moverse porque lo mueven las ruedas, en un espacio que no pasa
porque ya no siente pasar el tiempo.
Soy un niño en
la ventana. Miro por los cristales como miraba antes, más dormido que despierto,
en ese sueño en el que teje sus hilos el soñar. Ya han pasado las figuras
achatarradas de Madrid. Los hierros retorcidos, los metales oxidados, las vigas
inútiles que alguien ha dejado abandonadas en el suelo. Poco a poco viene la Mancha.
Los montes de Toledo. Los campos vacíos sin árboles, campos cubiertos de
hierba, troncos achaparrados y hojas y ramas resecas, el matorral.
Un tronco
delgado bajo unas ramas sarmentosas. Tupidas ramas que pudieran conformar una
copa, pero sin densidad. Una copa del mismo grosor que la altura del tronco.
Seco, delgado. Eso le da esbeltez.
Un árbol de
tronco grueso, pero corto; con la base ensanchada como unos zapatos demasiado
amplios, en unas piernas que también se han ensanchado hacia los pies. Un
olivo, quizás. En Segovia lo más parecido a un olivo es una encina, pero es mucho
más grande, más alta, más ancha, acaso menos hueca, con mucha más majestad. El
olivo es humilde y siempre está agachado; parece que estuviera pidiendo perdón.
Hileras. Hileras
verdes como manchas de un pincel, puntos redondos; forman líneas gruesas sobre
el campo, muchas veces rectas, otras
torciéndose en forma de eses, como si el campesino que las puso hubiera estado
borracho. Luego viene un montículo que tapa el paisaje por la ventana. Tras él,
otra vez los campos vacíos. Vastas planicies onduladas siseando con la piel
cubierta de hierba que ya ha sido trillada: el tren avanza. De repente, hileras
de matas en forma de árboles aplastados contra el suelo, diminutos,
sarmentosos, poco elegantes y achaparrados: son las vides. Les suceden otra vez
los campos desnudos, a veces planos, otras ondulándose en un siseo breve;
tienen marcas mil veces repetidas como si alguien hubiera cortado el césped.
Luego otra vez los árboles humildes que se enseñorean del paisaje; esta vez veo
claramente que son olivos, troncos retorcidos y ramas grises, gruesos cuerpos que
se ensanchan por la base como si en ella tuvieran enterrados unos gruesos
zapatones de dimensiones desproporcionadas. El tren avanza sin traqueteo. No
como los trenes de antaño. Cuando yo era niño el ruido, rítmico y ágil de las
ruedas, clavaba en los oídos un tacatac machacón e interminable. Al fondo de
aquel gusano, hecho de vagones que juntaban mal, estaba la locomotora; y por su
nariz húmeda, humeando en la espalda como ballenas, salían chorros de vapor de
un color sucio y un negro espeso.
El tren avanza
ahora limpio, casi impoluto, por las laderas silenciosas de los campos. Ahora los
árboles tienen un tronco muy delgado, como si hubieran sido plantados hace
poco; el follaje de sus ramas tiene la falta de consistencia que tiene la barba
prematura, deshilachada y pobre, de los jóvenes imberbes: vuelven a aparecer
las viñas; supongo que Valdepeñas. El tren se para por un momento y es la estación
de Ciudad Real. Cuando se reanuda la marcha yo aguzo la vista para ver las
luces de Puertollano; y si no las veo es porque de día las lucen no brillan,
no, la luz no brilla donde hay luz; al menos buscan mis ojos las estructuras metálicas
de las fábricas; pero las ventanas son marcos demasiado pequeños interrumpidos
por asientos que tapan a las otras ventanas y no se puede ver más allá; la
imagen discontinua parece que en cada ventana tuviera paisajes diferentes. No
han pasado quince minutos. Quizá fueran diez. La voz metálica que sale del tren
anuncia la llegada inminente de Puertollano. La gente se prepara para bajar. Y
cuando el tren se detiene parece una estación vulgar y fea, hecha de letreros
de plástico y metal, que no tiene personalidad ni encanto. Una estación como
las otras, hecha de moldes idénticos en todas las estaciones de España. Cojo la
cartera y me dispongo a bajar. Y no dejo de mirar los andenes impersonales
trazados con tiralíneas. Estas estaciones no tienen alma. No tienen ese toque
indefinible que hacía diferentes a las estaciones sucias de antaño. No tienen
entrañas, son sólo superficies sin cuerpo, dentro todo está vacío y yo bajo por
las escaleras hasta poner un pie en Puertollano. Quedo clavado en el andén,
buscando presencias irreconocibles. Porque no existen. Empiezo a caminar con
una lentitud ligera, como si quisiera evocar el arranque, lento y pesado, de
las bielas; esas bielas perezosas de los trenes de antaño. Miro alrededor y no
veo nada. Nada con alma. Mis pasos se pierden, como si se los tragara la tierra,
escaleras abajo. En mi mente se forma un vacío que van dibujando mis ojos y mis
sentidos, intentando reconocer las formas que hubo un día por esas calles.
Calles que están vacías y, cuando hay gente, es como si no la hubiera. Alzo la
vista y el cielo está gris. Quiere llover. Llevo mi mano al paraguas para
asegurarme de que todavía lo tengo. La estación está vacía y yo soy el último
viajero del tren. El suelo está limpio. Hemos llegado.
Enfrente de la
estación está la calle del Muelle: yo busco la calle Torrecilla, que mi memoria
extraviada situaba frente a la estación; Muelle abajo está la calle Ancha, que
conduce a Torrecilla. Por aquella cuesta abajo se estrelló, contra la pared que hay al fondo,
una moto que se había quedado sin frenos. Busco el colegio de las monjas.
Enfrente está la iglesia. Las paredes del colegio, llenas de carteles,
protestan contra la nueva ley de educación. Yo me acuerdo de cuando decían que
no teníamos que hacer política; que no debíamos meternos con el gobierno.
Bajo. La
iglesia de la Asunción destaca con su mole imponente, pero pesa tanto que ella
sola se aplasta sobre la tierra, no se puede elevar. Palmeras. Palmeras chatas
de tronco muy corto porque imagino que estarán creciendo. Sigo hacia abajo:
primero el museo Rodera Robles, enfrente el ayuntamiento. Sigo bajando por
donde estaba la radio y todo son ya tiendas nuevas. Lugares de ocio, bares, no
están los futbolines ni la tiendas de los helados que estaban tan buenos. La
sede del partido socialista y, un poco más allá, un letrero que dice que allí
durmió Miguel Hernández: llego al paseo. Allí, entre el follaje de los árboles,
está escrito el partido popular: ésa es su sede. Y, justo al lado, un letrero
que anuncia al partido ibérico. Hasta en política Puertollano tiene que ser
pintoresco. Al lado está el edificio Gran Teatro y es porque allí, precisamente
allí, estaba el gran teatro antes de que lo tiraran abajo; hace ya tantos años,
que al viajero trasnochado le pareen milenios. Era ésa otra época. Era ése otro
tiempo.
Llamo a Pruden
y en seguida estoy con él subiendo por el paseo. Me enseña la casa de baños y
yo la reconozco, pero la situaba justo perpendicularmente; donde ahora hay
terrazas que dan a la carretera, frente al mercado, enfrente de donde estaba la
OJE, detrás del edificio donde un día estuvo la plaza de toros. No está el
monumento a los mártires. Que yo creía que era de santos pero luego supe que
era por los mártires del trabajo; la fábrica, diseminada en un montón de
empresas, era entonces para nosotros la Calvo Sotelo.
Pruden es una
persona entrañable. Admirable. Él es abogado pero me habla de la escuela de
maestría, donde empezó a dar clases y luego se quedó ya para siempre en
Puertollano; pero en seguida me habla de su pueblo. Es un pueblo de Salamanca
donde no deben quedar ya más de cincuenta personas. Su padre era maestro. Para
pagarle los estudios cultivaba unos terrenos que tenía para completar su sueldo
(dice la voz popular que también hay quien pasa más hambre que un maestro de
escuela); él se hizo economista y abogado. Otros, en el pueblo, tenían más
dinero pero menos horizontes; hay quien nace con una pared en la cabeza y quien
nace derribando paredes, y va ensanchando el horizonte hasta que la vista se
pierde lejos.
Me
habla de las patatas y los tomates de secano. Me enseña los árboles del paseo
para que yo vea dónde están bien podados y dónde no; me lo dice mostrándome la
herida que ha dejado en sus carnes (el tronco de las ramas amputadas) la sierra
implacable del jardinero. Hemos visto la fuente agria y la feria del libro y
hemos llegado al instituto, hasta la escuela de maestría, casi hasta la Virgen
de Gracia, para dar la vuelta y llegar a los leones del paseo; entonces me
cuenta la historia de esos leones. Cuando nos despedimos, la pandemia nos
sujeta de darnos ese abrazo que la cordialidad de las almas hermanas nos impulsa
a darnos; el corazón debe escuchar, saliéndose de las tripas, más bien las
voces de la cabeza.
Y
me despido porque a esa hora he quedado con Enrique. Enrique era amigo mío
desde los tiempos del instituto. Juntos hemos soñado que un día íbamos a ser
científicos (sí, sí, aunque yo fuera de letras). El tiempo se encargó de que
pasaran muchos años antes de que pudiéramos vernos. Nos hicimos fotos en el
paseo y el pabellón de la música ya no era aquella oreja hecha de cemento;
debajo de ella no estaba la biblioteca, lo que había era una figura distinta
hecha con el mismo cemento y en lugar de
los libros ahora había un estanque; metáfora preciosa, como si la palabra
escrita volara hacia el oído y esa palabra fuera, al pie de los libros, el agua
transparente que nos alimenta.
Seguimos
caminando. El reloj convertido en jardín, un jardín de números verdes que miden
el tiempo. El jardín del tiempo. Bebiendo el agua que nutre los libros y los eleva,
hechos música, hasta el cerebro. Quitarse las mascarillas para salir en la
foto. En esa foto donde Enrique y yo congelamos el tiempo sobre ese reloj que
nos dice su presencia. Los libros de ahora estaban enfrente: en las casetas; en
las casetas firmaban sus libros los escritores. Y enfrente, saliendo del paseo,
hay una terraza que mira al cine Lepanto como si las mesas de hoy contemplaran las
casas del ayer, un ser vivo mirándose en un fantasma. El paseo de Puertollano
está lleno de fantasmas: el teatro, el cine, los libros de ayer y de hoy y el
reloj, que mide desde sus números de hierba el inexorable paso del tiempo.
Así
estuvimos Enrique y yo recordando el pasado. Un pasado que nos separaba, el que
no habíamos compartido, entre el tiempo remoto que nos unió y el tiempo presente
que nos unía de nuevo. Caminamos hacia el instituto. El instituto estaba abierto.
Allí estaba el cuadro de don Rafael Requena tapizando la pared. Nuestro
profesor de dibujo. Unos chicos leen mientras otros cantan, leen los libros del
pabellón de la música y cantan la música que sale del pabellón; delante, una
paleta de pintor, una lira de poesía, de música, un libro abierto. El libro no tiene
letras. Los mira, desde atrás, la universidad de Salamanca. La catedral de
Burgos. Y un campo infinito pintado con el color del trigo enfrente, un molino
de viento; con aspas de gigante que parece que agita sus brazos. El libro que
lee el chico tiene las pastas rojas. Delante hay un microscopio. Y al lado una bola
del mundo. El alma de la educación ha querido retratar el bueno de don Rafael,
el saber que está en los libros, en los mapas, en la ciencia; en el microscopio
que mira las cosas, mucho antes de que las cosas se convirtieran en letras; y el
arte, la música, los pinceles. Pero falta una cosa y es que por más que busco
no la encuentro. Miro y miro ese cuadro y no veo nunca el cuerpo en movimiento.
El deporte, la danza, la vida, el lenguaje del cuerpo: la vida es movimiento.
El cultivo del espíritu está hecho de poesía, de música, está hecho de color y
palabra, pero me falta la vida que subyace en él. Las tierras roturadas son
rayas que apuntan al molino, surcos que convergen en él, un haz de líneas como haz
de espigas dibujando un orden y un concierto; pero la vida es desorden también,
está en el cielo que se dibuja al fondo, quién sabe, quizá cuajado de tormenta,
en esos fuegos que parecen rayos y en esas nubes cargadas de viento. Y ahí está
la vida, sí: en el orden que buscamos en la tierra desde el caos que siempre nos
ha envuelto en los tiempos primigenios.
Sigo
mirando el cuadro de don Rafael. Y si el mundo es infinito, nuestras visiones
del mundo están limitadas: como ese borde donde termina el cuadro cuando llegamos
al margen derecho. Hay unas ruinas del tiempo antiguo, unos fustes, un basamento,
hay erguida una sola columna. Un semicírculo de gradas la rodea para que no se
escape, para que la palabra dicha sea oída por las gentes que tiene dentro. ¿El
teatro romano de Mérida, quizá? Encima de las gradas, como rocas donde las
hubieran tallado, hay unas pinturas rupestres; bisonte de Altamira, arqueros
corriendo que persiguen a las fieras con sus flechas. ¡Ahí, ahí está el
movimiento! El movimiento que nos faltaba, el movimiento del cuerpo. La música
puede ser danza porque los músculos se han puesto a latir, como cuando laten
los signos del pentagrama, las palabras de los libros, los pinceles de la
paleta, los rayos del sol y las nubes llenas de viento. Y tantos rayos en un
cielo sin sol, surcados por la tormenta, en un mundo atormentado que busca un
lugar donde vivir sin tormentas: lo encuentra en la mujer de piedra, de mirada
serena, la dama de Elche. Cerámica de colores cierra el cuadro de mi querido
don Rafael, en la esquina de abajo, por el margen derecho. Y lo quieren quitar
de allí. ¡Que no se lo lleven, que no lo arranquen de la pared, que no lo
quiten, que no se muera! La alegoría de la cultura está en el cuadro, son los
campos del saber, el espíritu, el arte, los cuerpos que se mueven. A las
tormentas de la vida les hace frente la cara de una dama, la mirada serena. En
el fondo del cuadro, esfumado en el polvo que viaja en un pincel, antaño polvo
húmedo y ahora nubes de colores, late una presencia etérea, algo así como un
corazón, un latido, tiempo y música y palabra y verso y color, y matemática;
ese pincel es la presencia invisible de don Rafael que nos mira, desde los
poros del cuadro donde yace enterrado su cuerpo, el bueno de don Rafael, que lo
pintó cuando éramos niños y ahora nos mira desde él como un fantasma.
Estudiamos
allí hace cincuenta años. Y aquel hombre, ahora sacerdote que mantiene viva la
llama, nos oye, se acerca a nosotros y nos habla. “Yo también estudié aquí”,
nos dice, “hace treinta años”. Nos parece juventud al lado de los años que
tenemos: nos hemos hecho viejos. “Aquí estaba el bar”, le digo. Aquí sigue
estando. “Y aquí estuvo mi primera clase, cuando yo estaba en primero”. No,
primero ya no está aquí. Ahora es una biblioteca. Enfrente estaba la pared
donde jugábamos los chicos: “¡culo contra la pared!”, decíamos, y nos dábamos
patadas y arriba, en la pared que se eleva sobre la escalera, estaba la foto de
un hombre monte arriba: “¡llegaré!”, decía la leyenda; y nosotros volvíamos a
clase, cuesta arriba, cansados, mirando esa foto, cuando veníamos del recreo en formación, como
mandaba el director aquel que se llamaba don Guillermo.
Luego
vimos el patio que había entre el instituto y la escuela de maestría. Un patio
enorme, con varios campos de fútbol, de baloncesto, y en el rincón ahora está
el gimnasio que entonces estaba frente a la fachada del instituto y hoy es el
centro de la cultura. “Aquí había una fuente”, dije, “donde bebíamos del caño y
un día un bárbaro empujó a otro por la cabeza y le partió los labios contra el
caño y se los hizo sangre”. Ahora no hay salida a la calle. Es un recinto
cerrado. El patio de hoy parece, qué sé yo, se me antoja un campo de concentración,
un sitio donde el corazón se encoge, un sitio del que no se sale.
Iremos
al centro cultural. Allí presentará su libro mi amigo Eduardo, pero antes
necesito pasar por el hotel. Junto a la Virgen de Gracia, unas fuentes se
estiran como jardines de un palacio y por la noche sus chorros se llenan de colores
y todo es sueño y fantasmagoría si no fuera… Si no fuera, me dice mi amigo
Enrique, porque se ha filtrado el agua y hay paredes que gotean y lo tienen que
tirar todo; lo tienen que tirar si no quieren que todo eso tire abajo lo que
hay más abajo; las paredes que se van estirando hasta los cimientos.
Centro
de cultura. Enfrente, una pared con dibujos de colores pintarrajeados
artísticamente como los que gustan hoy los jóvenes de hacer: era la piscina;
dice mi amigo Enrique que aún lo sigue siendo. Frente a frente, el agua y las
palabras: el templo de las palabras me espera, escaleras arriba, donde el
espacio se estira para ensancharse porque no caben todos en él. Cien,
doscientas personas buscando asiento frente a una mesa donde espera el escritor;
el editor está a su lado; y el intelectual, y el político. Una profesora va
desgranando las virtudes de la obra con académica paciencia. Todos se quitan el
embozo cuando les toca hablar para ponérselo otra vez, después de haber
hablado, porque todavía seguimos estando en tiempo de pandemia; un público
desconocido con la cara tapada, fantasmas de mascarilla; en el aire, quizá el
virus ha retrocedido empujado por el escudo, por la lanza de la vacuna.
Rescoldo
bajo la ceniza. Ése es el título de la novela, que habla de las cosas que se
apagan y un día, sin esperarlo, vuelve a traspasar el fuego por los poros de la
ceniza donde siempre durmió sin apagarse; en el fondo gris de polvo parece que
no tuviera latidos. Rescoldo bajo la ceniza. Eduardo Egido.
La
música de Wagner. De Kleisler. Un susurro interior que arrulla la mente,
borrando el espacio, parando el tiempo, donde las notas se mueven detenidas y
el oído las recibe sin surcar el aire; ondas sobre ondas, sonido en el vacío;
allí se congelan para entrar sin transición al oído, de manera instantánea, por
simpatía. Las ondas no se mueven y sin embargo la música es viento. En ese
tiempo detenido ha brotado un suspiro de eternidad, apenas un latido. El instante
fugitivo contiene en su latido la eternidad entera, dura lo que dura un segundo
fragmentándolo hasta el infinito; tiempo que no se cuenta porque está fuera del
tiempo y sin embargo es tiempo; lo que no pasa y lo que queda, la duración en
una hoja de papel, álbum que suspende el aire, volando, detenida, porque flota.
El piano hunde sus notas en el abismo de las cosas graves. Suenan, como ecos de
la nada, martillos que retumban en el alma: sobre esos ecos, el violín; que
asciende vibrando por un espacio sin lugar y se dilata lo que dura apenas un
suspiro. El tiempo. El tiempo que vuela cuando se niega a sí mismo el espacio
para volar, momento sublime; espacio donde flotamos y morada de inspiración; el
viento.
Eduardo,
que lo ha sentido, nos devuelve con sus palabras a la realidad. Sus palabras
son de agradecimiento. Las palabras de su libro son paréntesis, las dice para
devolvernos al mundo pero primero las ha escrito para sacarnos de él. El arte
esconde las ascuas bajo la ceniza y luego las agita, soplando, para que el
polvo ceniciento sea traspasado por su incandescencia. El ascua enciende los
colores y traspasa el universo gris, casposo y polvoriento, para hacer brotar a
la llama: el corazón. Ésa es la palabra. Palabra escrita. Que contiene la
suspensión de los sentidos en una sensación intensa que, sin dejar de ser
instantánea, parece no tener fin: y ahora viene la palabra hablada; con ella
Eduardo nos ha devuelto a la realidad. La palabra escrita es impulso y
sentimiento, rebeldía, la palabra hablada es encaje del espíritu rebelde. El
escritor agradece al editor, al político, al intelectual (la profesora de
literatura); el escritor agradece al músico porque la música es el mensaje que
nació antes de que naciera la palabra. Y ahí nos deja su libro: Rescoldo bajo la ceniza. La vida no es
más que la ceniza que un escritor, un músico, un político, un estudioso, está
llamado a encender. El calor está ahí, está la llama; pero sólo un corazón que
tiembla es capaz de avivarla.
Terminaba
la profesora sus análisis. El político le ha dado el apoyo y el editor le dio el
espaldarazo. El hombre del violín, y la mujer del piano, han puesto la magia y
ahora todos tienen que despertar de aquellos sueños que han soñado. El escritor
ha tomado la palabra. Afirma los pies en tierra, agarra el atril y no es para
empujarlo, no para aplastarlo contra el suelo, no para agarrarse a él, para
apoyarse no más. Sus palabras son de agradecimiento. Por el camino de narrar
historias, avanzando sin darse tregua, buscando palabras para mirarse y mirándose
siempre en la amistad. Luego son los aperitivos y las cañas. El reposo del
guerrero. Después de haber escrito el escritor descansa. Obrero de la cultura,
herrero templando el metal, avivando la llama, beso en la mejilla de la
princesa, durmiente bellísima que despierta: es un trabajador de la palabra; y un
cuerpo, también, que vive y ama; gusta de descansar rodeado de amigos y ahora las
palabras, que se han regado con vino, han visto en la cerveza el necesario
punto final.
El
tren sale dentro de un rato. Yo me vuelvo a Segovia y vendré más veces. Y serán
viajes fugitivos, viajes, sí, de viajero robado. Para que sean bonitas las
cosas tienes que marcharte, decía Machado. Quizá me encuentre a Eduardo en
Segovia o en Losana donde perdió el apellido, en Adrada tal vez. Veremos el
alcázar y Sepúlveda y veremos el Duratón. Ahora toca marcharse.
El tren espera
y estoy apurando mis últimas fotos porque ayer me perdí, cámara en mano, por
las calles de Puertollano; me faltó el minero, me faltaron las pocitas, me
faltó la chimenea cuadrá. La mente estrecha y vulgar del tiempo se pasea por las
calles y un recuerdo, mano en arpa, acaso la despierte como un fantasma. Le
arrancará las llamas de vivos colores que esperaban dormidas en la ceniza. Las
cosas dormidas, que laten como rescoldos, palpitan, imperceptibles, y no
siempre las sabemos despertar. Pero un día, con la ocurrencia de Eduardo, soplará
la nostalgia y despertará a la llama y será entonces, desde el rescoldo vivo
que la ceniza hundía, será volar como una pluma y será el fluir de las palabras.