ACA FALA.
1.
La
estrella titilaba en el firmamento. Aca Fala estaba de pie, la cabeza levantada
y los ojos dormitando, en el espacio lleno de estrellas: una llanura inmensa
que no era llana sino profunda; y era un vientre de luces pálidas, plateadas
como la luna, algunas con un brillo intenso, pero frío, brillo que no
despertaba reflejos en la piel, sin calentar el cuerpo.
Miró
aquella estrella. El mar batía el suelo y mojaba sus tobillos, en lentas oleadas,
que iban y venían como lenguas; la sal se había metido en el aire y se
impregnaba en el espacio invisible, lleno de humedad en la tierra mientras en el
cielo titilaba más arriba, inabarcable, enigmático y seco.
Caminó
lentamente por la playa. La brisa le acariciaba la cara, la luna encendía
pálidas voces iluminando el suelo y encima de ella, incrustadas en la lejanía,
las estrellas; algunas eran faros cegadores que llenaban, con sus reflejos
pálidos, el cielo.
Se
detuvo. Algo había rozado sus pies
descalzos. Una lengua de mar depositaba hilos de sal entre sus dedos. Cercos de
arena. Bajó los ojos y descubrió, varado en la playa, atenazado e inmóvil, sin
atreverse a respirar, el cuerpo redondo de una estrella. Se había caído del
cielo perdiendo su fulgor, convertida en cuerpo granuloso, anaranjado y áspero,
una estrella de mar, una estrella sin techo. Ya no podría brillar. Sus brazos
no tenían luz y les habían salido, ya que no flotaban, miríadas de patas para
caminar sobre la tierra. La estrella de mar no flotaba ni en el agua ni en el
cielo; y tenía que estar entre nosotros, pegada a la triste realidad donde
tiene que pasear, en un mundo de fealdades, la belleza.
2.
Aca
Fala era bella. Demasiado bella para vivir entre cosas feas. Sus antepasados
eran los antiguos soberanos yungas, dueña y señora de Túcume, entre el mar de
agua y el de la selva, entre Chiclayo y Moyobamba, allí están las olas inmensas
que sostienen Cajamarca y Chachapoyas, las olas de los Andes, las olas de
piedra.
Era
la princesa de los yungas; de los habitantes de la tierra cálida, en la costa y
en los valles profundos. La tierra del Perú es una columna que desciende de
norte a sur como un tuétano de frío, desolación y piedra (la puna), rodeada de
montañas como médula cubierta por vértebras (la quechua) sobre un cuerpo que se
vierte al mar por un lado mientras por el otro anuncia la llegada de la selva: ésa
es la yunga. Aca Fala era hermosa y todos suspiraban por sus ojos y sus labios,
convertidos en palabras, cuando hablaba dulcemente; palabras que eran, más que
palabras, el aliento de la música.
Había
suspirado por ella el rico dueño de Motupe, el joven Pono Rendo: Aca Fala lo
había ignorado, ya cuando las palabras no eran conversación, sino cortejo. La
había pretendido Fanquizán, bravo cacique
de Lambayeque, que tampoco tuvo mejor suerte. Aca Fala, esculpida en su
belleza, era una estrella brillante entre los yungas; su brillo eran rayos de puntas
majestuosas, la belleza, sí, por supuesto, la simpatía, la bondad, el deseo de
libertad, el deleite de irradiar, los anhelos de estar en el cielo, alejada de
las ruines mezquindades, entre las estrellas. Aca Fala ambicionaba un ideal y
los ideales no están con nosotros en la tierra; quería vivirlo donde amar sólo
fuera contemplar sin desgastarse, sin mezclarse con el mundo, porque el mundo
mancillaba todas las cosas que tocaba, y las rompía.
3.
Se
puede sentir con el corazón y sentir con la piel. Con la piel sentimos por
fuera, con el corazón por dentro; placer que viene de fuera o placer interior, ¿cuál
es el placer del alma, cuál el del cuerpo? Las fuerzas del alma son deseos
íntimos, instintos que calzamos sobre lo que tenemos fuera; también tiene
fuerzas para el placer que duerme en el mundo y es capaz de despertarlos en
nosotros, lo mismo que el cuerpo. Con el corazón sentimos amor y con los sentidos
placer. La princesa Aca Fala tenía simpatía y era buena, y tenía, por qué lo
íbamos a negar, un corazón de oro. Y los ojos, los oídos, las manos, los
olores, los sabores los era capaz de disfrutar pero ella misma no los buscaba.
Disfrutaba con el placer de amar, con el placer de apiadarse de las miserias
ajenas, disfrutaba ayudando a quien lo necesitaba y amando a quien la quería; y
es que el amor se vierte en los demás y es misericordia, se vierte en uno mismo
y es supervivencia, se vierte en quienes tenemos ahí y entonces es cariño, y la
primera persona a quien queremos somos nosotros mismos. Aca Fala era piadosa y
su corazón era un paisaje de ríos, afluentes y manantiales que se podían
atropellar en las rocas de la sierra o amansarse, cerca ya de la desembocadura,
a punto de verter sus aguas.
Su
capacidad de amar no tenía límites. Ni de gozar. No gozaba de lo que tenía
cerca como cuando se iba lejos, a lo más alto de los cerros, para disfrutar
desde las alturas la majestad del paisaje. Sus ojos disfrutaban de los pocos
árboles que la rodeaban, oía los escasos pájaros que tenía cerca, la embriagaban
las flores del metro cuadrado donde estaba pero se embelesaba más con todas las
cosas que había en la amplitud de la mirada; con el tordo que tenía cerca, sí,
pero también con el cóndor que vencía las distancias, los aromas cercanos los
disfrutaba y los más lejanos, si no traspasaban sus sentidos, los sentía ella misma
con el alma. El latido sensorial fue placentero pero el corazón lo fecundaban
sus placeres interiores, y entonces era más que placer, era belleza contemplada;
embeleso y arrebato, el delirio de los artistas inspirados.
Aca
Fala estaba apegada a la belleza. Al placer que despertaban en su pecho las
cosas que contemplaba. Dentro tenemos el corazón (el suspiro de eso que
llamamos alma), y el mismo corazón que se deshacía en belleza cuando
contemplaba las cosas se volvía amor si era a la gente a la que contemplaba; a
la que no conocía y a la que la rodeaba. Amaba el paisaje humano que tenía al
lado y también amaba al que estaba lejos; igual que gozaba, ya estuviese cerca,
ya lejos, de las cosas bellas del alma. Las cosas nos dan placer o el placer
nos lo da el alma, allí donde nacen los escalofríos de la belleza, los del amor:
el deleite, la misericordia y el cariño,
El
amor suscita ternura. La belleza, admiración. Puede ser amor torrencial cuando
tiemblan las entrañas o un amor tranquilo, cercano a la desembocadura de los
ríos, cuando el mar está cerca. La belleza también nos puede arrebatar en el
delirio o temblar pausadamente, bogando en una admiración serena, en los
hogares del alma.
Aca
Fala amaba a la humanidad, y era buena. Pero no había conocido a nadie que
supiera despertar en ella el temblor de la admiración, del arrebato. Aca Fala
no se había enamorado: ni de Pono Rendo, ni de Fanquizán, ni de ninguno de los
jóvenes que suspiraban por ella. Y no sintiéndose atrapada en los lazos del
amor, ¿quién podría reprocharle no amar cuando la amaban y no corresponder, si
la querían?
Aca
Fala amaba la belleza. Y no habiendo conocido el temblor de la obra de arte, si
nadie compuso nunca ni música, ni cuadro, ni escultura ni templo que la
satisficieran, si no había visto belleza mayor que la suya propia, ¿los había
de engañar a todos diciendo que temblaba si no temblaba y que tiritaba de
admiración, si no se conmovía?
4.
En
la tierra de los yungas los buitres se ensañaban con los lobos. He visto
bandadas de buitres atacar a un lobo marino, acorralándolo entre las rocas,
hundiéndole las garras, clavándoles el pico y arrancándole los ojos.
En
la tierra de los yungas los pescadores se ahogaban y se los comían los
tiburones. Nadaban mar adentro y luego volvían, braceando y gritando y haciendo
ruido, para que los peces huyeran hacia la orilla y se quedaran atrapados en
las redes; y mientras los hombrees pescaban peces los peces pescaban hombres.
En
la tierra de los yungas había unas aves muy grandes que no tenían plumas.
Salían al mar y andaban encima del agua, criándose entre peñascos con los
buitres, con los peces y con los lobos marinos. Eran murciélagos. Los indios
hacían telas con su pelo y se abrigaban como si ellos mismos fueran vampiros.
A
la tierra de los yungas llegó un hombre venido del mar. No tenía padre ni madre
y fue engendrado por el mar, y les enseñó las formas de pescar y aprendieron a
llamar a la abundancia arrancándoles los ojos, y comiéndoselos, a los primeros
peces que habían pescado. Se llamaba Huiracocha.
En
la tierra de los yungas las casas no tenían techo. Eran unos cercados de caña
bajo los árboles y por la noche, si alguien quería soñar, miraba entre las
ramas y se veían las estrellas.
En
la tierra de los yungas había sacerdotes. Velaban sobre el cielo y la tierra y
se cernían como buitres picando los ojos, tiburones comiendo pescadores,
murciélagos oscuros volando sin plumas, como si no tuvieran alas. En la tierra
de los yungas la mirada inquietante de los sacerdotes se cernía sobre tu vida y
la de los otros. Su tiranía.
En
la tierra de los yungas los sacerdotes llamaron a Aca Fala.
5.
-Han
llegado a nuestros oídos cosas inquietantes sobre ti.
La
bella princesa se amaba a sí misma y su pensamiento se convirtió en palabras.
Las palabras, como las lleva el viento, habían volado por todas partes y
acabaron en los oídos de los sacerdotes.
-Dicen
las lenguas que no quieres a nadie, que sólo te amas a ti misma.
-Yo,
señor, siento cariño por mis vecinos y siento por quienes sufren. Quiero a mis
padres y los respeto, adoro a mis hermanos y siento devoción por nuestro
pueblo; pero desgraciadamente no he encontrado a un hombre que me atraiga tanto
como para que pueda quererle.
-¿No
niegas, entonces, que no has amado a ninguno de tus pretendientes?
-No
lo niego, señor.
-¿Ni
haber dicho que no hay en el mundo belleza capaz de encandilar tus ojos?
-No,
señor, no lo niego.
-¿Sabes
que eres bella?
-Eso
dice la gente.
-¿Y
tú lo crees?
-Con
toda humildad, creo ser bella.
-¿No
has dicho que te gustaría ser como las estrellas y brillar en el cielo,
luminaria entre las luces?
-¡Y
cómo me gustaría! Sueño por las noches con las estrellas, cuando las miro,
antes de dormirme, echada en la cama, mirando hacia el cielo mientras pienso.
El
viejo sacerdote arrugó la frente, apretó los dientes, tensó el mentón y lanzó
chispas por los ojos.
-Has
caído en la soberbia, princesa. Has caído en lo más bajo, te has hundido. No
hay en tu belleza más que vanidad y no hay humanidad en tu hermosura. Te crees
igual que la luna, semejante a Venus, tu luz natural no es luz de estrella pero
te lo crees; no hay nadie fuera de ti, eres una mariposa sin sustancia, y un
cóndor: dominas el espacio y no conoces la humildad, no tienes alma: princesa,
tu amor no vale nada. ¡Te casarás irremediablemente antes de que salga la una!
Su
corazón se estremeció, su pecho se hizo más pequeño y sintió encogérsele hasta
el aire. ¿Cómo hacerle comprender lo que sentía por la humanidad, por su
destino, aunque no la viera? ¿El temblor del corazón por quienes sufren? Y si
eso sentía por quienes ni oye ni ve ni toca, ¿qué no sentiría por quienes ve y
oye y acaricia, por quienes viven con ella? Un sentimiento indescriptible, una
pasión infinita, una ternura de porcelana, unas cuerdas que vibran dentro de
sí, tan frágiles que pueden romperse, delicadas como el mismo corazón, tan
dulces y entrañables, tan tiernas? ¿Cómo decir que lo mismo sentía hacia ella
misma? ¿Cómo decir, sin que la condenaran, que lo mimo que sentía hacia los
demás lo sentía también hacia ella?
¿Y
cómo decir que le agradaba la lluvia, el color de mariposas y flores, el sabor
del agua del mar, el olor de la tierra? ¿Y la belleza de una puesta de sol, de
una noche estrellada, de los bosques frondosos, del vuelo del cóndor planeando
sobre la sierra? ¿Cómo explicar que no había encontrado entre la gente la
belleza que encontraba en la naturaleza? ¿Y cómo decir que ella, cuando se
miraba en el espejo, se sentía bella? ¿Cómo decirlo sin que la condenaran? ¿Sin
que convirtieran en vanidad lo que ella sentía que era instinto natural, una
admiración inocente, una corazonada buena?
Entonces
se acordó de la flor blanca, abierta y delicada, como una campanilla; de su
dulce elegancia, tan dulce como fatal, de su cuello de cisne; del fruto verde
lleno de púas, como un erizo de mar creciendo en tierra; el mismo fruto
abierto, con los tabiques rotos, amarillo y seco, mostrando las semillas: y
llena de alcaloides como estaba, la planta era una invitación a la muerte; un
viaje a través de un sueño alucinado hasta las puertas del sueño eterno; la
datura.
La
tomaría y tardaría en morir menos de un día. Hierbas de las brujas. Convulsiones,
depresión, arritmia, taquicardia, necesidad de respirar, colapso, todo… Todo lo
que no quería pero tenía que tomar, puesto que atarla era, con la libertad,
quitarle la vida. Y ¡qué ironía!, que por falta de amar muriera envenenada por
un filtro de amor, el mismo que utilizaban en los tiempos oscuros, sacándolos
de la datura. De la datura se saca la burundanga que te lleva a la amnesia; y
ella quería amnesia, no quería acordarse de nada de este mundo, ahora sólo
pensaba en la eternidad, mirando a las estrellas.
6.
Aca
Fala se había vestido con sus mejores joyas. Había serenidad en su rostro. Sus
labios, carnosos como una estrella roja, atraían voluntades y corazones como la
música de las sirenas. Sus ojos. Su piel tersa. Como el aire que no toca, como
la brisa que acaricia, como el aturdimiento que adormece las voluntades ajenas.
Su pelo negro. El color de la noche. Brillante como el sol, luz embriagadora,
la luz más hermosa, luz que brilla en las tinieblas. Su hermoso penacho de
plumas, torso delgado de formas puras, esculpidas en el taller de las nubes,
cintura estrangulada bajo la suavidad de la falda, negra y larga, que bailaba
con un vaivén en sus tobillos. Aca Fala se había recostado sobre el lecho de
las emperatrices. La princesa Aca Fala, en toda su majestad, dulce y suave y
tierna y adorable, amada, eterna, era, había sido siempre, la emperatriz de la
belleza.
Descansó.
Dejó reposar su nuca sobre almohadones. Miró al cielo. Desde allí veía,
inteligente y soñadora, el parpadeo de las estrellas. Puntos de luz, como
puntos redondos, como luces, destellos; que salían del fondo de sí mismos
formando una corona de rayos que iluminaban sin quemar. Eran luces frías, pero
radiantes; fantasmagóricas e ignotas. Aca Fala las miraba y soñaba con
convertirse en una de ellas. Así lo había querido toda la vida. Lejana,
inaccesible, para que su luz fuera imposible de tocar, su piel fuera caricia
del ojo y no de la mano y así flotando, sin consumirse, su belleza fuera un
templo de los templos.
Notó
un leve temblor en su mano. En su vientre, en su cuello, sus piernas estaban temblando.
Quiso levantarse pero no podía. Apartó las almohadas para que sus ojos, boca
arriba, miraran las estrellas. ¿Cuánto tiempo estuvo así? No sabía. De repente
entró en un sopor, se hundió su voluntad por debajo del sentimiento y en el
pecho quedó un vacío sembrado de temblores y de dudas: el vacío de la nada. La
invadió el sueño. Sus párpados se cerraban pero los restos de su voluntad los
mantenían entreabiertos, o quién sabe, tal vez cerrados a medias; el mundo se
vino abajo como una bóveda que se desplomaba dentro de su pecho. Durmió. Durmió
sin dormir, su alegría se había ido, su fantasía se había hundido, su energía
la había abandonado. Su cuerpo ingrávido como una pluma se vencía al venirse
abajo el esqueleto de su voluntad; que flotaba derrotado, hundido, o más que
flotar se arrastraba, sobre los restos de su vigor que reptaban por el suelo.
Estaba sumida en una profunda depresión: su ánimo no era capaz de reír, sus
piernas no eran capaces de andar, la pasión se le había ido y el corazón no
sabía ya si respirar o detenerse.
Aquel
corazón se desbocaba como un corcel que no obedece a la brida, que no escucha
razones. Luego se paraba cuando quería latir. Y se movía como las piernas que
quieren correr cuando las frena la
lentitud del viejo que te lleva de su brazo; más que caminar, vacilaba.
Entre latidos frenéticos y palpitares lentos aquel corazón, que había perdido
el norte, se consumía.
¿Cuánto
tiempo pasó? ¡Y cómo saberlo! Pero el cielo pintaba de rosa y las estrellas se
habían marchado y ya la princesa Aca Fala, acercándose a la aurora, desaparecía
en el crepúsculo de sus latidos. Había respirado con agitación pero ahora su
pecho se movía apenas, respirando sin respirar, con la serenidad y parsimonia
con que respiran los muertos. Aca Fala dejó de existir. Después de una noche de
agonía, sangrando en su interior, tras ingerir aquel veneno.
7.
Dice
la leyenda que Aca Fala se convirtió en estrella. En estrella de mar. Los astros, los más brillantes de los
dioses, la castigaron. La volvieron estrella de mar para que necesitara patas
puesto que no flotaba, estrella sin luz, sin gracia, sin belleza. Que lo
hicieron para castigar su vanidad. Pero yo creo que lo hicieron por envidia:
porque Aca Fala superaba en hermosura, rebosante de luz, hasta a las estrellas.