viernes, 1 de octubre de 2021

ACA FALA

 

ACA FALA. 

 


1.

 

            La estrella titilaba en el firmamento. Aca Fala estaba de pie, la cabeza levantada y los ojos dormitando, en el espacio lleno de estrellas: una llanura inmensa que no era llana sino profunda; y era un vientre de luces pálidas, plateadas como la luna, algunas con un brillo intenso, pero frío, brillo que no despertaba reflejos en la piel, sin calentar el cuerpo.  

            Miró aquella estrella. El mar batía el suelo y mojaba sus tobillos, en lentas oleadas, que iban y venían como lenguas; la sal se había metido en el aire y se impregnaba en el espacio invisible, lleno de humedad en la tierra mientras en el cielo titilaba más arriba, inabarcable, enigmático y seco.

            Caminó lentamente por la playa. La brisa le acariciaba la cara, la luna encendía pálidas voces iluminando el suelo y encima de ella, incrustadas en la lejanía, las estrellas; algunas eran faros cegadores que llenaban, con sus reflejos pálidos, el cielo.

Se detuvo.  Algo había rozado sus pies descalzos. Una lengua de mar depositaba hilos de sal entre sus dedos. Cercos de arena. Bajó los ojos y descubrió, varado en la playa, atenazado e inmóvil, sin atreverse a respirar, el cuerpo redondo de una estrella. Se había caído del cielo perdiendo su fulgor, convertida en cuerpo granuloso, anaranjado y áspero, una estrella de mar, una estrella sin techo. Ya no podría brillar. Sus brazos no tenían luz y les habían salido, ya que no flotaban, miríadas de patas para caminar sobre la tierra. La estrella de mar no flotaba ni en el agua ni en el cielo; y tenía que estar entre nosotros, pegada a la triste realidad donde tiene que pasear, en un mundo de fealdades, la belleza.

 

2.

 

            Aca Fala era bella. Demasiado bella para vivir entre cosas feas. Sus antepasados eran los antiguos soberanos yungas, dueña y señora de Túcume, entre el mar de agua y el de la selva, entre Chiclayo y Moyobamba, allí están las olas inmensas que sostienen Cajamarca y Chachapoyas, las olas de los Andes, las olas de piedra.

            Era la princesa de los yungas; de los habitantes de la tierra cálida, en la costa y en los valles profundos. La tierra del Perú es una columna que desciende de norte a sur como un tuétano de frío, desolación y piedra (la puna), rodeada de montañas como médula cubierta por vértebras (la quechua) sobre un cuerpo que se vierte al mar por un lado mientras por el otro anuncia la llegada de la selva: ésa es la yunga. Aca Fala era hermosa y todos suspiraban por sus ojos y sus labios, convertidos en palabras, cuando hablaba dulcemente; palabras que eran, más que palabras, el aliento de la música.

            Había suspirado por ella el rico dueño de Motupe, el joven Pono Rendo: Aca Fala lo había ignorado, ya cuando las palabras no eran conversación, sino cortejo. La había pretendido Fanquizán, bravo cacique  de Lambayeque, que tampoco tuvo mejor suerte. Aca Fala, esculpida en su belleza, era una estrella brillante entre los yungas; su brillo eran rayos de puntas majestuosas, la belleza, sí, por supuesto, la simpatía, la bondad, el deseo de libertad, el deleite de irradiar, los anhelos de estar en el cielo, alejada de las ruines mezquindades, entre las estrellas. Aca Fala ambicionaba un ideal y los ideales no están con nosotros en la tierra; quería vivirlo donde amar sólo fuera contemplar sin desgastarse, sin mezclarse con el mundo, porque el mundo mancillaba todas las cosas que tocaba, y las rompía.

 


3.

 

            Se puede sentir con el corazón y sentir con la piel. Con la piel sentimos por fuera, con el corazón por dentro; placer que viene de fuera o placer interior, ¿cuál es el placer del alma, cuál el del cuerpo? Las fuerzas del alma son deseos íntimos, instintos que calzamos sobre lo que tenemos fuera; también tiene fuerzas para el placer que duerme en el mundo y es capaz de despertarlos en nosotros, lo mismo que el cuerpo. Con el corazón sentimos amor y con los sentidos placer. La princesa Aca Fala tenía simpatía y era buena, y tenía, por qué lo íbamos a negar, un corazón de oro. Y los ojos, los oídos, las manos, los olores, los sabores los era capaz de disfrutar pero ella misma no los buscaba. Disfrutaba con el placer de amar, con el placer de apiadarse de las miserias ajenas, disfrutaba ayudando a quien lo necesitaba y amando a quien la quería; y es que el amor se vierte en los demás y es misericordia, se vierte en uno mismo y es supervivencia, se vierte en quienes tenemos ahí y entonces es cariño, y la primera persona a quien queremos somos nosotros mismos. Aca Fala era piadosa y su corazón era un paisaje de ríos, afluentes y manantiales que se podían atropellar en las rocas de la sierra o amansarse, cerca ya de la desembocadura, a punto de verter sus aguas.

            Su capacidad de amar no tenía límites. Ni de gozar. No gozaba de lo que tenía cerca como cuando se iba lejos, a lo más alto de los cerros, para disfrutar desde las alturas la majestad del paisaje. Sus ojos disfrutaban de los pocos árboles que la rodeaban, oía los escasos pájaros que tenía cerca, la embriagaban las flores del metro cuadrado donde estaba pero se embelesaba más con todas las cosas que había en la amplitud de la mirada; con el tordo que tenía cerca, sí, pero también con el cóndor que vencía las distancias, los aromas cercanos los disfrutaba y los más lejanos, si no traspasaban sus sentidos, los sentía ella misma con el alma. El latido sensorial fue placentero pero el corazón lo fecundaban sus placeres interiores, y entonces era más que placer, era belleza contemplada; embeleso y arrebato, el delirio de los artistas inspirados.

            Aca Fala estaba apegada a la belleza. Al placer que despertaban en su pecho las cosas que contemplaba. Dentro tenemos el corazón (el suspiro de eso que llamamos alma), y el mismo corazón que se deshacía en belleza cuando contemplaba las cosas se volvía amor si era a la gente a la que contemplaba; a la que no conocía y a la que la rodeaba. Amaba el paisaje humano que tenía al lado y también amaba al que estaba lejos; igual que gozaba, ya estuviese cerca, ya lejos, de las cosas bellas del alma. Las cosas nos dan placer o el placer nos lo da el alma, allí donde nacen los escalofríos de la belleza, los del amor: el deleite, la misericordia y el cariño,

            El amor suscita ternura. La belleza, admiración. Puede ser amor torrencial cuando tiemblan las entrañas o un amor tranquilo, cercano a la desembocadura de los ríos, cuando el mar está cerca. La belleza también nos puede arrebatar en el delirio o temblar pausadamente, bogando en una admiración serena, en los hogares del alma.

            Aca Fala amaba a la humanidad, y era buena. Pero no había conocido a nadie que supiera despertar en ella el temblor de la admiración, del arrebato. Aca Fala no se había enamorado: ni de Pono Rendo, ni de Fanquizán, ni de ninguno de los jóvenes que suspiraban por ella. Y no sintiéndose atrapada en los lazos del amor, ¿quién podría reprocharle no amar cuando la amaban y no corresponder, si la querían?

            Aca Fala amaba la belleza. Y no habiendo conocido el temblor de la obra de arte, si nadie compuso nunca ni música, ni cuadro, ni escultura ni templo que la satisficieran, si no había visto belleza mayor que la suya propia, ¿los había de engañar a todos diciendo que temblaba si no temblaba y que tiritaba de admiración, si no se conmovía?

 


4.

 

            En la tierra de los yungas los buitres se ensañaban con los lobos. He visto bandadas de buitres atacar a un lobo marino, acorralándolo entre las rocas, hundiéndole las garras, clavándoles el pico y arrancándole los ojos.

            En la tierra de los yungas los pescadores se ahogaban y se los comían los tiburones. Nadaban mar adentro y luego volvían, braceando y gritando y haciendo ruido, para que los peces huyeran hacia la orilla y se quedaran atrapados en las redes; y mientras los hombrees pescaban peces los peces pescaban hombres.

            En la tierra de los yungas había unas aves muy grandes que no tenían plumas. Salían al mar y andaban encima del agua, criándose entre peñascos con los buitres, con los peces y con los lobos marinos. Eran murciélagos. Los indios hacían telas con su pelo y se abrigaban como si ellos mismos fueran vampiros.

            A la tierra de los yungas llegó un hombre venido del mar. No tenía padre ni madre y fue engendrado por el mar, y les enseñó las formas de pescar y aprendieron a llamar a la abundancia arrancándoles los ojos, y comiéndoselos, a los primeros peces que habían pescado. Se llamaba Huiracocha.

            En la tierra de los yungas las casas no tenían techo. Eran unos cercados de caña bajo los árboles y por la noche, si alguien quería soñar, miraba entre las ramas y se veían las estrellas.

            En la tierra de los yungas había sacerdotes. Velaban sobre el cielo y la tierra y se cernían como buitres picando los ojos, tiburones comiendo pescadores, murciélagos oscuros volando sin plumas, como si no tuvieran alas. En la tierra de los yungas la mirada inquietante de los sacerdotes se cernía sobre tu vida y la de los otros. Su tiranía.

            En la tierra de los yungas los sacerdotes llamaron a Aca Fala.

 

5.

 

            -Han llegado a nuestros oídos cosas inquietantes sobre ti.

            La bella princesa se amaba a sí misma y su pensamiento se convirtió en palabras. Las palabras, como las lleva el viento, habían volado por todas partes y acabaron en los oídos de los sacerdotes.

            -Dicen las lenguas que no quieres a nadie, que sólo te amas a ti misma.

            -Yo, señor, siento cariño por mis vecinos y siento por quienes sufren. Quiero a mis padres y los respeto, adoro a mis hermanos y siento devoción por nuestro pueblo; pero desgraciadamente no he encontrado a un hombre que me atraiga tanto como para que pueda quererle.

            -¿No niegas, entonces, que no has amado a ninguno de tus pretendientes?

            -No lo niego, señor.

            -¿Ni haber dicho que no hay en el mundo belleza capaz de encandilar tus ojos?

            -No, señor, no lo niego.

            -¿Sabes que eres bella?

            -Eso dice la gente.

            -¿Y tú lo crees?

            -Con toda humildad, creo ser bella.

            -¿No has dicho que te gustaría ser como las estrellas y brillar en el cielo, luminaria entre las luces?

            -¡Y cómo me gustaría! Sueño por las noches con las estrellas, cuando las miro, antes de dormirme, echada en la cama, mirando hacia el cielo mientras pienso.

            El viejo sacerdote arrugó la frente, apretó los dientes, tensó el mentón y lanzó chispas por los ojos.

            -Has caído en la soberbia, princesa. Has caído en lo más bajo, te has hundido. No hay en tu belleza más que vanidad y no hay humanidad en tu hermosura. Te crees igual que la luna, semejante a Venus, tu luz natural no es luz de estrella pero te lo crees; no hay nadie fuera de ti, eres una mariposa sin sustancia, y un cóndor: dominas el espacio y no conoces la humildad, no tienes alma: princesa, tu amor no vale nada. ¡Te casarás irremediablemente antes de que salga la una!

            Su corazón se estremeció, su pecho se hizo más pequeño y sintió encogérsele hasta el aire. ¿Cómo hacerle comprender lo que sentía por la humanidad, por su destino, aunque no la viera? ¿El temblor del corazón por quienes sufren? Y si eso sentía por quienes ni oye ni ve ni toca, ¿qué no sentiría por quienes ve y oye y acaricia, por quienes viven con ella? Un sentimiento indescriptible, una pasión infinita, una ternura de porcelana, unas cuerdas que vibran dentro de sí, tan frágiles que pueden romperse, delicadas como el mismo corazón, tan dulces y entrañables, tan tiernas? ¿Cómo decir que lo mismo sentía hacia ella misma? ¿Cómo decir, sin que la condenaran, que lo mimo que sentía hacia los demás lo sentía también hacia ella?

            ¿Y cómo decir que le agradaba la lluvia, el color de mariposas y flores, el sabor del agua del mar, el olor de la tierra? ¿Y la belleza de una puesta de sol, de una noche estrellada, de los bosques frondosos, del vuelo del cóndor planeando sobre la sierra? ¿Cómo explicar que no había encontrado entre la gente la belleza que encontraba en la naturaleza? ¿Y cómo decir que ella, cuando se miraba en el espejo, se sentía bella? ¿Cómo decirlo sin que la condenaran? ¿Sin que convirtieran en vanidad lo que ella sentía que era instinto natural, una admiración inocente, una corazonada buena?

            Entonces se acordó de la flor blanca, abierta y delicada, como una campanilla; de su dulce elegancia, tan dulce como fatal, de su cuello de cisne; del fruto verde lleno de púas, como un erizo de mar creciendo en tierra; el mismo fruto abierto, con los tabiques rotos, amarillo y seco, mostrando las semillas: y llena de alcaloides como estaba, la planta era una invitación a la muerte; un viaje a través de un sueño alucinado hasta las puertas del sueño eterno; la datura.

            La tomaría y tardaría en morir menos de un día. Hierbas de las brujas. Convulsiones, depresión, arritmia, taquicardia, necesidad de respirar, colapso, todo… Todo lo que no quería pero tenía que tomar, puesto que atarla era, con la libertad, quitarle la vida. Y ¡qué ironía!, que por falta de amar muriera envenenada por un filtro de amor, el mismo que utilizaban en los tiempos oscuros, sacándolos de la datura. De la datura se saca la burundanga que te lleva a la amnesia; y ella quería amnesia, no quería acordarse de nada de este mundo, ahora sólo pensaba en la eternidad, mirando a las estrellas.

 


6.

 

            Aca Fala se había vestido con sus mejores joyas. Había serenidad en su rostro. Sus labios, carnosos como una estrella roja, atraían voluntades y corazones como la música de las sirenas. Sus ojos. Su piel tersa. Como el aire que no toca, como la brisa que acaricia, como el aturdimiento que adormece las voluntades ajenas. Su pelo negro. El color de la noche. Brillante como el sol, luz embriagadora, la luz más hermosa, luz que brilla en las tinieblas. Su hermoso penacho de plumas, torso delgado de formas puras, esculpidas en el taller de las nubes, cintura estrangulada bajo la suavidad de la falda, negra y larga, que bailaba con un vaivén en sus tobillos. Aca Fala se había recostado sobre el lecho de las emperatrices. La princesa Aca Fala, en toda su majestad, dulce y suave y tierna y adorable, amada, eterna, era, había sido siempre, la emperatriz de la belleza.

            Descansó. Dejó reposar su nuca sobre almohadones. Miró al cielo. Desde allí veía, inteligente y soñadora, el parpadeo de las estrellas. Puntos de luz, como puntos redondos, como luces, destellos; que salían del fondo de sí mismos formando una corona de rayos que iluminaban sin quemar. Eran luces frías, pero radiantes; fantasmagóricas e ignotas. Aca Fala las miraba y soñaba con convertirse en una de ellas. Así lo había querido toda la vida. Lejana, inaccesible, para que su luz fuera imposible de tocar, su piel fuera caricia del ojo y no de la mano y así flotando, sin consumirse, su belleza fuera un templo de los templos.

            Notó un leve temblor en su mano. En su vientre, en su cuello, sus piernas estaban temblando. Quiso levantarse pero no podía. Apartó las almohadas para que sus ojos, boca arriba, miraran las estrellas. ¿Cuánto tiempo estuvo así? No sabía. De repente entró en un sopor, se hundió su voluntad por debajo del sentimiento y en el pecho quedó un vacío sembrado de temblores y de dudas: el vacío de la nada. La invadió el sueño. Sus párpados se cerraban pero los restos de su voluntad los mantenían entreabiertos, o quién sabe, tal vez cerrados a medias; el mundo se vino abajo como una bóveda que se desplomaba dentro de su pecho. Durmió. Durmió sin dormir, su alegría se había ido, su fantasía se había hundido, su energía la había abandonado. Su cuerpo ingrávido como una pluma se vencía al venirse abajo el esqueleto de su voluntad; que flotaba derrotado, hundido, o más que flotar se arrastraba, sobre los restos de su vigor que reptaban por el suelo. Estaba sumida en una profunda depresión: su ánimo no era capaz de reír, sus piernas no eran capaces de andar, la pasión se le había ido y el corazón no sabía ya si respirar o detenerse.

            Aquel corazón se desbocaba como un corcel que no obedece a la brida, que no escucha razones. Luego se paraba cuando quería latir. Y se movía como las piernas que quieren correr cuando las frena la  lentitud del viejo que te lleva de su brazo; más que caminar, vacilaba. Entre latidos frenéticos y palpitares lentos aquel corazón, que había perdido el norte, se consumía.

            ¿Cuánto tiempo pasó? ¡Y cómo saberlo! Pero el cielo pintaba de rosa y las estrellas se habían marchado y ya la princesa Aca Fala, acercándose a la aurora, desaparecía en el crepúsculo de sus latidos. Había respirado con agitación pero ahora su pecho se movía apenas, respirando sin respirar, con la serenidad y parsimonia con que respiran los muertos. Aca Fala dejó de existir. Después de una noche de agonía, sangrando en su interior, tras ingerir aquel veneno.

 

7.

 

            Dice la leyenda que Aca Fala se convirtió en estrella. En estrella de  mar. Los astros, los más brillantes de los dioses, la castigaron. La volvieron estrella de mar para que necesitara patas puesto que no flotaba, estrella sin luz, sin gracia, sin belleza. Que lo hicieron para castigar su vanidad. Pero yo creo que lo hicieron por envidia: porque Aca Fala superaba en hermosura, rebosante de luz, hasta a las estrellas.

 


1 comentario:

  1. "Se puede sentir con el corazón y sentir con la piel. Con la piel sentimos por fuera, con el corazón por dentro; placer que viene de fuera o placer interior, ¿cuál es el placer del alma, cuál el del cuerpo? Las fuerzas del alma son deseos íntimos, instintos que calzamos sobre lo que tenemos fuera;" hermosa propuesta para tenerla siempre en nuestra vida.

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