LA VEJEZ
Inclinado sobre la mesa, con los
ojos agachados, escribía. Llevaba así no sé cuánto tiempo. Durante un momento
levantó la vista. Se frotó los ojos y se vistieron de oscuridad, y eso le dio
una sensación de descanso. Miraba a la pared y veía, como en una pantalla, los
años pasados. Ingrid dormía. Al lavarse la cara se había visto en el espejo y
se quedó mirando: si, ya había pasado el tiempo; ahora tenía cincuenta y siete
años. Su barba se había vuelto blanca por los lados, y la barbilla se le partía
en dos por otro reguero blanco que la cortaba como un cuchillo. Sus ojos se
habían llenado de arrugas. Su pelo, poblado de canas, todavía era negro. Ahora
sus mejillas se habían hundido, muchos le hacían comentarios sobre su delgadez:
pero él sabía que era porque se hacía viejo; en la báscula pesaba más o menos
lo mismo pero las marcas de la edad, como una losa, le estaban apretando el
cuerpo: las mejillas hundidas le recordaban, en aquel libro que tenía su padre,
al Cid Campeador; en los ojos le habían salido bolsas y su mirada se había
vuelto profunda, y en eso sabía que era más filósofo. La lechuza de Minerva
levanta el vuelo al anochecer.
Estaba pensativo. Hacía apenas nada
(y habían pasado quince años) llegaba a Baba. Tenía la barba tupida, como ahora,
pero entonces su pelo era negro. Tan sólo por los lados, rodeando la barbilla,
tenía irisaciones rojas. Tenía cuarenta años. Cuarenta, y ya le parecía viejo.
Viejo empezaba a ser ahora (pensaba), y no supo en qué momento había empezado
todo, pero ahora veía la culminación de un lento proceso. No era anciano, claro
que no, pero ya tenía aspecto venerable. Un viejo joven. Pero viejo. Cuando
llegó a Baba, con una mirada esbelta, dejó en el suelo la cartera y miró
estoicamente al instituto. Su mirada transparente veía pasar el tiempo. Y el
tiempo no pasaba. Era cuando la edad adulta se revestía de una respetable
juventud. Las jóvenes todavía lo miraban como a uno de los suyos, y en el patio y en las clases,
recorriendo los pasillos, se sentía fuerte y pletórico. Ahora empezaba a ser
viejo. Cuando escribía mucho le dolía la espalda, y tenía que poner un cojín
sobre ella cuando se sentaba en el sillón. El cuello había perdido elasticidad
y no lo giraba como antes. A veces le había dolido el lumbago. Ya no podía
levantar grandes cargas, como cuando subía aquellos cubos de carbón hasta el
descansillo de su casa. Y hasta en el dedo se le había deformado una
articulación, que le dolía cuando la tocaba, y que parecía ya una avanzadilla
de la artrosis. Hacía más de diez años que había dejado de jugar al tenis por
el menisco. En verano, con Ingrid, se daban largos paseos en bicicleta. También
ella había renunciado al tenis por la epicondilitis. Un año había nadado en la
piscina y le fue muy bien. Y de vez en cuando, más en cuando que de vez,
caminaban por las lastras, rodeando el hospital por fuera, y se acercaban al
valle del tejadilla; luego cruzaban la carretera, respiraban por el pinarillo a
pleno pulmón, bajaban hasta el alcázar y subían por la hontanilla.
Ahora, a marchas forzadas,
envejecía. Pero no sentía que envejeciera por dentro. La sed de justicia, el
anhelo de bondad, el hambre de sabiduría, lo alimentaban. Tenía ante sí las
hojas garabateadas y pensaba en la sensibilidad, en el pensamiento, en la noia y
en la eikasía. Y volaban sus pensamientos por el espacio y por el tiempo: hacia
otros pinos, otras casas, otros vientos, y hacia las superficies nevadas. Hacia
las lomas cargadas de abetos que subían por la sierra. Hacia los ovillos de
nieve que arrastraba el viento. Hacia los aullidos lejanos de la ventisca.
Hacia el colegio de San Rafael. Allí recordaba las viejas historias de su
juventud. De cuando Doris apenas tenía años, y ahora pasaba de veinte. De
cuando descubrió que Pedro se movía menos en la noia que en la paranoia. De
cuando Pablo le traía noticias de Filo. De cuando Elisa y Beatriz, como dos
copos de algodón, vagaban desamparadas en los resquicios del tiempo. De todas
las mujeres que había tenido en su clase, por las tardes. Y de Arcadio: del pobre
Arcadio que era para él como una espina clavada, como un hijo; del joven
descarriado que no pudo llegar a entender del todo por más que lo intentaba.
Arcadio. Arcadio era para él una herida abierta. Un camino frustrado que, por
las muchas espinas que tenía, no pudo nunca llegar a recorrer.
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