viernes, 15 de octubre de 2021

LA VEJEZ

 

 

LA VEJEZ

 


            Inclinado sobre la mesa, con los ojos agachados, escribía. Llevaba así no sé cuánto tiempo. Durante un momento levantó la vista. Se frotó los ojos y se vistieron de oscuridad, y eso le dio una sensación de descanso. Miraba a la pared y veía, como en una pantalla, los años pasados. Ingrid dormía. Al lavarse la cara se había visto en el espejo y se quedó mirando: si, ya había pasado el tiempo; ahora tenía cincuenta y siete años. Su barba se había vuelto blanca por los lados, y la barbilla se le partía en dos por otro reguero blanco que la cortaba como un cuchillo. Sus ojos se habían llenado de arrugas. Su pelo, poblado de canas, todavía era negro. Ahora sus mejillas se habían hundido, muchos le hacían comentarios sobre su delgadez: pero él sabía que era porque se hacía viejo; en la báscula pesaba más o menos lo mismo pero las marcas de la edad, como una losa, le estaban apretando el cuerpo: las mejillas hundidas le recordaban, en aquel libro que tenía su padre, al Cid Campeador; en los ojos le habían salido bolsas y su mirada se había vuelto profunda, y en eso sabía que era más filósofo. La lechuza de Minerva levanta el vuelo al anochecer.

            Estaba pensativo. Hacía apenas nada (y habían pasado quince años) llegaba a Baba. Tenía la barba tupida, como ahora, pero entonces su pelo era negro. Tan sólo por los lados, rodeando la barbilla, tenía irisaciones rojas. Tenía cuarenta años. Cuarenta, y ya le parecía viejo. Viejo empezaba a ser ahora (pensaba), y no supo en qué momento había empezado todo, pero ahora veía la culminación de un lento proceso. No era anciano, claro que no, pero ya tenía aspecto venerable. Un viejo joven. Pero viejo. Cuando llegó a Baba, con una mirada esbelta, dejó en el suelo la cartera y miró estoicamente al instituto. Su mirada transparente veía pasar el tiempo. Y el tiempo no pasaba. Era cuando la edad adulta se revestía de una respetable juventud. Las jóvenes todavía lo miraban como a uno  de los suyos, y en el patio y en las clases, recorriendo los pasillos, se sentía fuerte y pletórico. Ahora empezaba a ser viejo. Cuando escribía mucho le dolía la espalda, y tenía que poner un cojín sobre ella cuando se sentaba en el sillón. El cuello había perdido elasticidad y no lo giraba como antes. A veces le había dolido el lumbago. Ya no podía levantar grandes cargas, como cuando subía aquellos cubos de carbón hasta el descansillo de su casa. Y hasta en el dedo se le había deformado una articulación, que le dolía cuando la tocaba, y que parecía ya una avanzadilla de la artrosis. Hacía más de diez años que había dejado de jugar al tenis por el menisco. En verano, con Ingrid, se daban largos paseos en bicicleta. También ella había renunciado al tenis por la epicondilitis. Un año había nadado en la piscina y le fue muy bien. Y de vez en cuando, más en cuando que de vez, caminaban por las lastras, rodeando el hospital por fuera, y se acercaban al valle del tejadilla; luego cruzaban la carretera, respiraban por el pinarillo a pleno pulmón, bajaban hasta el alcázar y subían por la hontanilla.

            Ahora, a marchas forzadas, envejecía. Pero no sentía que envejeciera por dentro. La sed de justicia, el anhelo de bondad, el hambre de sabiduría, lo alimentaban. Tenía ante sí las hojas garabateadas y pensaba en la sensibilidad, en el pensamiento, en la noia y en la eikasía. Y volaban sus pensamientos por el espacio y por el tiempo: hacia otros pinos, otras casas, otros vientos, y hacia las superficies nevadas. Hacia las lomas cargadas de abetos que subían por la sierra. Hacia los ovillos de nieve que arrastraba el viento. Hacia los aullidos lejanos de la ventisca. Hacia el colegio de San Rafael. Allí recordaba las viejas historias de su juventud. De cuando Doris apenas tenía años, y ahora pasaba de veinte. De cuando descubrió que Pedro se movía menos en la noia que en la paranoia. De cuando Pablo le traía noticias de Filo. De cuando Elisa y Beatriz, como dos copos de algodón, vagaban desamparadas en los resquicios del tiempo. De todas las mujeres que había tenido en su clase, por las tardes. Y de Arcadio: del pobre Arcadio que era para él como una espina clavada, como un hijo; del joven descarriado que no pudo llegar a entender del todo por más que lo intentaba. Arcadio. Arcadio era para él una herida abierta. Un camino frustrado que, por las muchas espinas que tenía, no pudo nunca llegar a recorrer.

 


 

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