viernes, 31 de julio de 2020

FAUSTINISMO Y FAUSTINIDAD



FAUSTINISMO Y FAUSTINIDAD        


1. Primeras definiciones.

            A) De la fortaleza:

1.1. Esfuerzo.

            Ser esforzado es, lo contrario que la pereza, tener espíritu de sacrificio, sacar de sí lo que se tiene dentro, sacar esa fuerza o energía interior que nos hace ser mejores. Hércules.

1.2. Valor.

            Ser valiente es también tener espíritu de sacrificio, pero esta vez no está enfocado al despliegue de uno mismo, sino al espíritu de lucha para vencer a la adversidad. El valor es algo más que fuerza, es riesgo, es energía en peligro, es no darle la vuelta a la amenaza para no tener que verse obligado a dejar de ser. El símbolo del valor es Héctor.

1.3. Abuso.

            Todo espíritu valiente es fuerte, pero no basta con ser esforzado para ser valiente. Hércules, siendo esforzado, puede ser valiente, pero Aquiles, valiéndose de su fuerza, es, más que un valiente, un presuntuoso, más que una persona que siente el peligro, alguien que es consciente del peligro en el que está su adversario; no es un ser valeroso sino un abusador.

1.4. Aquiles y Héctor.

            Aquiles tiene fuerza corporal, pero esa fuerza física esconde en el fondo una cobardía moral. Y Héctor, por el contrario, detrás de su mayor debilidad física esconde una verdadera valentía, una fortaleza anímica y moral. El desánimo no es propio de Héctor, sino de Aquiles; por eso Aquiles tiene en una cara de la medalla la fortaleza física y en la otra la cobardía: entendida esta última no sólo como falta de carácter (de fuerza para enfrentarse al adversario), sino sobre todo de iniciativa: de fuerza para tomar la decisión de luchar.

Esfuerzo y valor.

            Llamamos esfuerzo al sacrificio por ser uno mismo. Llamamos valor al esfuerzo sacrificado por estar en el mundo, y que el mundo no te quite ninguna de tus posibilidades de ser.


            B) De la flaqueza.

1.5. Miedo.

            El miedo es la falta de fuerza para ser lo que podemos ser, y para salvar los obstáculos que nos impiden estar donde podemos construirnos como somos, y, por tanto, llegar a ser lo que podemos ser. Es lo contrario de la rebeldía. La rebeldía es cuando nuestras fuerzas nos lanzan a combatir los obstáculos que nos impiden crecer (obligándonos a ser como quiere el mundo sin dejarnos, en esa adaptación necesaria de seres que crecen juntos, ser como queremos ser: aunque la realidad sea sólo una parte de lo que queremos).

1.6. Rebeldía.

            La rebeldía es, pues, espíritu de lucha; lo contrario es el miedo, que nos paraliza. Del mismo modo el esfuerzo es espíritu de superación, y lo contrario es la pereza, que nos paraliza también.

1.7. Extravío.

            Podemos ser esforzados perdiendo el norte; emplear nuestras fuerzas en la consecución de objetivos que no valen la pena, como cuando nos empeñamos en el estudio olvidándonos de vivir. El extravío puede ser rebeldía o esfuerzo, no paralizados por la pereza y el miedo pero tampoco empeñados en la vida, sino confundiendo las cosas porque lo que nos guía es la obsesión. Obsesionarse es perderse y tomar un camino que no es el que debíamos tomar.
            A veces tenemos miedo a la vida, miedo al error: y queremos caminar de nuevo para no volver a equivocarnos en lo mismo; corregir lo que hemos fallado. Y a veces ya es tarde, como la vida no tiene ensayo, su único ensayo es al mismo tiempo su única representación; y cuando queremos rectificar ya es contra la naturaleza, firmando tratos con seres que prometen cosas imposibles y las cumplen sin cumplirlas, violando el trato que firmaron con nosotros sin estar capacitados para firmar.

            C) De la dominación.

1.8. Soberbia y envidia.

            Soberbia es creerse más que los otros. Envidia es saberse menos. El soberbio pisa a los inferiores para disfrutar de su superioridad. El envidioso los pisa para quitarles lo que les sobra y así dejar de ser menos que ellos. El poderoso aplasta a quienes no tienen sus poderes para regodearse con ellos: como el forzudo machaca a quienes no tienen su fuerza para sentirse fuerte sobre el débil. El envidioso a quien le falta un brazo les corta el brazo a los otros para no ser menos que ellos. El poderoso disfruta destacando lo que les falta a los demás; el envidioso, suprimiendo lo que les sobra.

1.9. Avaricia.

            ¿Y la avaricia? La avaricia es desear las riquezas de los otros: no su propia riqueza personal. Al avaro no le importa que los otros sean mejores (como le importa al envidioso): pero le importa tener más riquezas y también atesorarlas para no tener que gastarlas nunca, porque si se las gastan las pierden y es preferible siempre tener antes que disfrutar. El avaro (Lucifer, que busca el poder) disfruta contemplando lo que tiene; y el vividor (que es Don Juan disfrutando del placer) disfruta gastando en lugar de contemplar; pero lo que contempla el avaro es el precio de sus riquezas, mientras que el sabio contempla lo que vale tanto que no tiene precio; y el vividor disfruta el oro en lugar de contemplarlo, goza de él, gastándoselo, convirtiéndolo en placeres que, si no lo hacen feliz, por lo menos le hacen gozar.


2. ¿Qué es la vida? Los ingredientes de la vida.

            Si consideramos que la vida es placer, poder, amor, saber y querer, existen diversas amputaciones de la vida; vidas disminuidas que disfrutan solamente de uno de sus ingredientes despreciando los demás: son el donjuanismo, el faustinismo, el progresismo y la faustinidad. Antes de caracterizarlos hagamos un retrato más completo de cada uno de sus ingredientes.
            a) El placer es la juventud en lo que tiene de capacidad de disfrutar del cuerpo, que es el mundo de la sensación. El placer es la vida reducida al disfrute del presente, olvidándose de la trascendencia, de lo que va más allá del estrecho goce del aquí y ahora.
            b) El amor también es la juventud, pero considerada esta vez como disfrute sentimental del cuerpo: es el mundo del sentimiento, de la emoción. También se trata del disfrute del presente, que desea durar; es, valga la paradoja, un presente trascendente donde el momento está lleno de promesas, y por tanto de sueños, que se disfrutan sublimando la sensación sin llegar a destruirla en tanto que sensación.
            c) El poder es el afán de dominio, la pérdida del alma. Si el cuerpo de la vida es el placer, su alma es la naturaleza, la aceptación del dolor para evitar la muerte: en una palabra, la vida tiene alma cuando se respeta a sí misma, cuando respeta a la naturaleza que contiene. La pérdida del alma es la destrucción de la vida, que se convierte en poder: lejos de vivir la trascendencia del presente (como hace el amor), el poder se come el presente y la trascendencia, los domina, los anula y suprime, y, cegado por esa obsesión, ni disfruta del presente ni goza de la trascendencia, pues nos coloca ante el placer de vivir más lejos, más adentro y más allá.
            c) El querer es la definición misma de alma: rebeldía, que rechaza someterse al poder, que no quiere dominar el mundo en lugar de disfrutarlo; el querer, en tanto que la rebeldía, es rechazo de la sumisión, y deseo de disfrutar del cuerpo sin renegar del alma, vivir la vida (si para luchar contra la muerte es preciso, junto al placer, aceptar el dolor).
            c) El saber es la capacidad de vivir el pasado y el futuro renunciando, para ello, a vivir el presente. Como búsqueda de la trascendencia es renuncia al momento y es, por tanto, lo contrario de la juventud: el sabio es el viejo, que compra trascendencia pagándola con juventud, y vive más allá del momento, perdiendo el momento y ganando, en cambio, la vida vacía: llenándose de vejez.
            Resumiendo: la vida tiene un cuerpo, que es la sensación, y un alma, que es el sentimiento; el sentimiento sin sensación es alma sin cuerpo, y no es vida sino vejez; la sensación sin sentimiento es cuerpo sin alma y tampoco lo es, sino gamberrismo; la verdadera vida es cuerpo y alma, sentimiento en la sensación, y eso es el amor. El amor verdadero, sentimiento y sensorialidad juntas, es la juventud.
            La pérdida del alma es el poder. La pérdida del cuerpo es la vejez.
            La pérdida del alma es sensación desnuda, y, dentro de la sensación, es rechazo del dolor y pérdida del placer: eso es el poder.
            La pérdida del cuerpo es la vejez, y ser viejo es tener afán por controlar el pasado y el futuro olvidándose de disfrutar del presente; o sea perdiendo el disfrute de la sensación. En eso se parecen la vejez y el poder.
            La vida, en definitiva, es cuerpo (sensación) y alma (sentimiento), o sea: juventud; y amor. Se pierde en la sensación, en la vejez y en el poder. Y en tanto que lucha contra el placer desnudo, la vejez y el poder, vivir es lo mismo que querer: la vida es rebeldía, lucha, respeto por la naturaleza, y en definitiva rechazo de la sumisión.


3. Las formas de vivir.

3.1. El gamberrismo.

            Consiste en reducir la vida al placer de la sensación, y eso es lo mismo que renunciar al alma para disfrutar del cuerpo, comprar el cuerpo y pagarlo con el alma. Ea el viejo tópico de vender el  alma al cuerpo (que, amputado de esa manera, no es otro que el diablo).
            Esa reducción de la vida al momento presente es vivir el presente sin pensar en la trascendencia, y esa amputación es el gamberrismo. Cuando el gamberro amputa su vida para vivir, y sobre todo para sobrevivir, es el pícaro. Y cuando lo hace sólo para disfrutar, es un donjuán; el donjuán utiliza el engaño para burlar a las mujeres, pero también busca el dinero fácil perdiéndose en la pendencia y el juego.

3.2. El faustinismo.

            Consiste en no ver en la vida más que poder. Sed de poder. Lucha por el poder. Y al confundir la vida con el poder no ve en la naturaleza más que medios que deben ser doblegados en beneficio propio, pero no para vivir, sino para disfrutar de su dominación.
            Es el pecado de soberbia. El faustinismo es el dominio del presente (para hacer en él lo que quiera, para salirse con la suya) y de la trascendencia (para dominar el pasado y el futuro, para que no haya otro futuro más que el querido por él). Es el espíritu luciferino, el de la criatura que no quiere medirse con su creador sino dominarlo, derrotarlo aunque sea empleando las malas artes. Es la envidia de la madrastra de Blancanieves. O el espíritu de Frankestein, que no ve en la naturaleza más que utilidad; y es capaz de torcer el ser de las cosas con tal de dirigirlas hacia la satisfacción de sus intereses, esclavizándolas en su propio beneficio.
            El faustinismo es el vicio de Fausto: el otro es la faustinidad. El faustinismo consiste en vivir el presente y la trascendencia a costa de violar los límites de la naturaleza. Siempre torciendo la naturaleza en beneficio propio.

3.3. La faustinidad.

            Es el otro vicio de Fausto, tal y como lo encontramos en la famosa obra de Goethe. La faustinidad consiste en no ver en la vida más que saber, estudio, alimento del asombro, de la curiosidad; si la vida es juventud, es decir amor y placer, sentimiento y sensación, y si la vida camina hacia la vejez haciéndose cada vez más sabia: entonces obsesionarse por el saber y el estudio es buscar la trascendencia pagándola con la sensibilidad.
            Faustinidad es vivir la trascendencia a costa del presente, la pasión de Fausto: una obsesión por estudiar, un sacrificio de la vida en las bibliotecas, y ese vivir dedicado al estudio es como una falta de ganas de vivir, es una forma de locura intelectual a la que llamamos empollar, no estudiar; el empollón, para enfrascarse en los libros, se olvida de vivir, y luego descubre, cuando ya es tarde, que para secarse el seso se ha olvidado de la juventud y del amor: y no le queda más remedio que comprárselas al diablo cuando ya se ha hecho viejo y lo ha perdido casi todo.
            Pero no sólo nos seca el seso la vida estudiosa. También lo hace la obsesión por las historias; como don Quijote que, obsesionado por las novelas de caballerías, se llena de ideales (alma sin cuerpo) y se olvida de vivir, convirtiéndose en un ser tan bueno como marginal y extraviado.


3.4. El progresismo.

            Consiste en poner el poder al servicio del querer. Es el espíritu prometeico, o, si queremos, baconiano, que no busca el poder por el poder (como le pasaba a Lucifer), sino tan sólo como una herramienta para ser feliz. En su rebeldía contra la postración en que lo han sumido los dioses, Prometeo es capaz de robarles el fuego para entregárselo a los humanos e inaugurar, con ello, la ciencia, la técnica y la cultura. Es el cientificismo, sí, pero también la sabiduría entendida como búsqueda de los medios para vivir mejor. A veces los dioses no lo entienden. En la Biblia se castiga la curiosidad, confundiendo a la gente, en el famosos episodio de la torre de Babel (Aristóteles, en cambio, hace de la curiosidad el motor de la filosofía). Y se castiga severamente la búsqueda del árbol de la ciencia, como un pecado original. Ya hemos visto lo que le pasó a Prometeo. Es como si los dioses hicieran inteligente al ser humano para condenarlo, después, a no usar su inteligencia. Y se confunde, equivocadamente (pero esto no lo hace dios sino sus intérpretes), la curiosidad con la soberbia, la felicidad con el egoísmo, la alegría con la vanidad.

4. En torno al mito de Fausto.

            El espíritu fáustico, que es el propio del faustinismo, ¿es luciferino o prometeico? ¿Quiere adueñarse del mundo, imponerle su voluntad (el poder por el poder) sin necesitarlo para su supervivencia? ¿O pretende dominar a la naturaleza para vivir en ella, vencer la adversidad (el poder para vivir) como medio de superar los retos, para convertirse, así, en dueño del propio destino? Ya hemos visto que es lo primero. Lo segundo, como espíritu prometeico, no es faustinismo, sino progresismo.
            Pero no se trata de vender la vida. Si el faustinismo la vende por sed de poder, por un afán gratuito de dominio, entonces es una obsesión. El progresismo, en principio, no lo hace, porque busca el poder como instrumento de defensa, de protección, no de dominio; pero si algún día el progresismo vendiera la vida para comprar la necesidad de vencer, aunque esa necesidad fuera provocada por los retos de la naturaleza, entonces el progresismo caería, decididamente, en la perversión.
            El espíritu fáustico busca el poder por el poder, y eso es lo propio del faustinismo. El espíritu faustino, por el contrario, busca el saber por el saber, y eso es lo propio de la faustinidad. Cambiar juventud por sabiduría es perder la juventud y recuperar, a costa de la sabiduría, la juventud perdida; es una forma de vender el alma al diablo, de ir contra la naturaleza, de hacer al revés las cosas que son irreversibles, de torcer la flecha del tiempo, de vivir de nuevo lo que no tiene ensayo, lo que es representación única, la vida que no se  puede repetir.
            Dos formas hay de vender el alma al diablo: por amor y por ambición. El faustinismo reniega de la vida por el poder y se vuelve diablo. La faustinidad quiere recuperar la juventud perdida y se pone en manos del diablo. Las dos son formas del fracaso. El espíritu fáustico, como el faustino, son el espíritu del perdedor.



viernes, 24 de julio de 2020

LA VENTANA DE CRISTAL (1) DEL ERROR





LA VENTANA DE CRISTAL  
  

            Eso eres tú, amigo mío, un trozo de cristal; pero no sé si eres espejo o ventana. A veces te miro y me veo, otras veces en ti veo el mundo exterior. Converso contigo porque eres mi otro yo, mi sombra, tú tienes reflejos de lo que soy, qué digo reflejos, ¡si las sombras no tienen luz!: eres un reflejo opaco y entonces me devuelves mi silueta y las siluetas no tienen nada, sólo contornos: porque dentro de ellas no hay más que oscuridad; lo que hay dentro lo adivino y si no puedo me aguanto y entonces me pongo a buscar. Mi vida es una búsqueda continua en el misterio permanente de mi sombra.
            Mi sombra se proyecta en la pared pero delante de ti tú eres yo si eres opaco y, si no, tendrás que ser el mundo; mi mundo; el otro trozo de realidad; por eso hablo contigo, tú, que eres un trozo de cristal y a veces, como un espejo, me muestras lo que tengo dentro y otras veces, al mirarte, ya puedo ver lo que hay al otro lado, el mundo que hay más allá; lo que hay más allá de esa sombra, lo que hay enfrente de mí, el mundo que me rodea, el que me envuelve, el que arroja luces para desvelarse, el que me desvela también.
            Por eso quiero hablarte, amigo mío, porque me ayudas a verme en mi circunstancia y no sé cuándo eres circunstancia y cuándo soy yo; como enigma me hablas con la verdad, pero no sé si la verdad está cerca o lejos, y si eres, misterioso y sublime, tal vez reflejo o transparencia, espejo o ventana, descubrimiento de lo que soy y de lo que hay, de lo que fui y lo que seré; soy dentro de ti lo que tú mismo eres puesto que me descubres a mí mismo, yo, que no me sé entender; sereno, callado, amigo sin condiciones y  cariñoso, fiel como un perro, tal vez ventana o tal vez espejo; pero sé que en el cuerpo roto de mi alma, seas espejo o seas ventana, no eres, a fin de cuentas, más que un cristal.
  

1. Del error

            Hoy te miro y en ti veo al mundo que me rodea. Quiero que seas la bola de una pitonisa, el cristal del tiempo, que me digas con certeza qué es lo que va a pasar; porque lo que pasa yo ya lo veo, quiero ver el futuro en tu cristal.
            En lo que hubo hay una vacuna, lo que hay es una pandemia y el error o el acierto están en lo que viene. Un coronavirus ha invadido el mundo. Nadie sabe cómo ha sido, su naturaleza es opaca para los ojos del científico y el científico, andando a ciegas, tiene que encontrar un tratamiento sin apenas tiempo para investigar: le pedimos encima que acierte porque si se equivoca lo llamaremos inútil, ignorante, inepto, carcamal. ¿Qué es un médico? Alguien que llama resfriado a lo que tú tienes pero si no se te pasa, te dice que a lo mejor no era resfriado, habrá sido otra cosa: para descubrirlo primero tiene que buscar. Busca en los análisis, encuentra un diagnóstico y luego te cura, eso es lo que hace el médico: primero, busca; luego, descubre; por último, cura; pero si, empujado por las prisas, se ve condenarlo a curar antes de encontrar y a encontrar antes de buscar, entonces le estarán pidiendo cosas que no se pueden hacer juntas; que no se puede hacer la que hay delante si no has hecho antes la que hay detrás, y si te equivocas es porque no vales pa ná.
            Como los médicos, los políticos del coronavirus actúan a ciegas. La oposición debería ayudar criticando pero aturde en realidad para que nunca salga nada; es como en esos partidos de baloncesto donde, para evitar que el contrario haga canasta, le silba y abuchea el público local. Tal es la táctica: desconcentrar para que no haya acierto. También los hinchas de fútbol se plantaron una noche delante del hotel del equipo visitante: su intención era impedir, a gritos, que durmieran; que la falta de sueño los aturdiera y los cansara y que al día siguiente perdieran el partido; y que encajaran goles y estuvieran tan espesos que no tuvieran el acierto de marcar.
            Cuando la oposición no critica al gobierno para ayudarle sino para estorbar; cuando la crítica es abucheo que desconcentra, cuando el fallo de quien anda a ciegas se convierte en muchos fallos más; y cuando multiplicamos las posibilidades de error para derribar al gobierno arriesgándonos a que empeoren las cosas: entonces es que la crítica no sirve para corregir, sino para frenar; y debería ayudar a hacer las cosas, no a insultar. En tiempo de crisis es bueno remar todos en la misma dirección. Si por lograr que caiga el gobierno se nos cae el país, mala faena; es como cuando le disparamos al enemigo y mueren también amigos que no tenían que haber muerto. Llamar inútil a quien se equivoca es como culpar al médico de que la medicina no sea ciencia exacta; a veces el paciente (impaciente más bien: la impaciencia es una característica de la ignorancia) le echa al médico la culpa de estar enfermo, como si curar sin que el enfermo sane es como si el médico tuviera la culpa de haber fracasado; porque la medicina es una ciencia y no puede fallar, como las matemáticas (o como el papa), y confundir el error con la ignorancia es castigar al reo antes de juzgarlo, llamar inutilidad al error. Lo propio de la naturaleza humana es equivocarse. Quien no se equivoca, decía Aristóteles, sólo puede ser una bestia o un dios y evidentemente los políticos no son dioses: sean éstos del gobierno o de la oposición.
            El drama de los médicos del coronavirus es que tienen que trabajar contra reloj, curar a los enfermos sin saber lo que les pasa, probar fármacos por instinto por si funcionan; su tragedia es verlos morir sin poder evitarlo, darles la mano y transmitirles cariño, encomendarse, si llegara el caso, al protomédico celestial. Curan sin medios para curar, se aíslan sin medios para aislarse y por eso se contagian; sin mascarillas, sin escafandras, sin barreras que les defiendan, los médicos enferman; algunos mueren.
            Por eso les aplaudimos todas las tardes en señal de agradecimiento: luego los aplausos fueron de cacerolada. Importa menos querer a los médicos que insultar al adversario porque el gobierno no puede equivocarse (y sin embargo, falla). ¿Nadie tiene derecho a errar? Y el error ¿siempre ha de ser patrimonio de los inútiles? La ignorancia (dicen) no está en el acierto, sino en el error: pero el verdadero científico ¿no es aquel que reconoce su ignorancia? ¿No es la ciencia un pequeño acierto en un mar de errores cuando tropezar es caminar? Caminamos, a veces, por las piedras, también a veces por la oscuridad, y avanzar sin ver suele ser lo mismo que no poder adelantarse uno al dolor. En lugar de unir separan, en lugar de sumar dividen, se arriesgan a que se hunda el barco porque quienes manejan los remos tiran cada uno por su lado. En tiempo de crisis lo menos que puede pedirse es que rememos todos en la misma dirección.
  



viernes, 17 de julio de 2020

LA VERDAD




LA VERDAD
  

            Si estuviéramos en el fondo de una mina y quisiéramos saber si nos han traído el bocadillo, tendríamos que subir a la superficie para comprobarlo. La hora que me da el reloj no sé si es la auténtica, tendría que poner la televisión a la hora de las noticias y ver si esa hora que dan allí es la misma que marca mi reloj: porque mi reloj podría tener las pilas gastadas y retrasarse o adelantarse; además, puedo quitarle la pila y averiguar si todavía está cargada poniéndola en un aparato que pudiera medir la energía eléctrica.
            También pueden decirme que está lloviendo: para saber si es verdad no hay más que mirar por la ventana. Y si estoy en la estación y hay un letrero que anuncia que el próximo tren sale a las cinco, y si veo que en ese mismo momento está saliendo el tren, y que el reloj del andén marca las cinco y diez, entonces sabré que eso que decía el letrero no era verdad. Y si Newton dice que la luz que incide en un prisma se descompone en siete colores, tendría que repetir el experimento de Newton para saber si eso es verdad. Decimos que algo es verdad cuando lo que escuchamos coincide con lo que vemos; para ser más exactos, cuando lo que se dice coincide con la realidad; ese concepto de verdad se denomina teoría de la correspondencia; se la debemos a Aristóteles.
            Pero no siempre es fácil saber si algo es verdad. Cuando nos hablan de cosas que no están aquí, bastaría desplazarnos hasta el lugar donde están para saber si nos están engañando; por ejemplo, nos dicen que a la giralda de Sevilla se sube sin escalera y sin ascensor, saldremos de dudas viajando a Sevilla y subiendo a la giralda; allí veremos que subimos sin escaleras y sin ascensor, porque lo que hay es una rampa. Y cuando nos dicen que en Tailandia hay mujeres-jirafa lo mejor que podemos hacer, para creerlo, es ir a verlas a Tailandia.
            Pero cuando nos hablan de cosas que existieron en otro tiempo es más difícil saber si lo que nos dicen de ellas es verdad, porque no es posible viajar en el tiempo, no es posible volver al pasado. ¿Existió el Cid? Lo dicen las crónicas, pero hay que tener buenos motivos para creerlas. Tampoco podemos ir al futuro. Decía Julio Verne que en el futuro llegaríamos a la luna, habría submarinos y podríamos viajar al fondo de la tierra: ¿era verdad? ¿Tenían que creerle sus contemporáneos? Habría que esperar a que pasara el tiempo para ver si se confirmaban sus predicciones. A veces el pasado deja huella en el presente y podemos creer lo que nos dice: y así, los restos de una ciudad se pueden fechar al carbono 14, las ánforas de un barco naufragado no nos mienten sobre la realidad de la antigua Grecia y el cráneo de un australopiteco nos habla de su inteligencia a través de su capacidad craneana.
            Dos problemas se plantean a la hora de saber si algo es verdad: el análisis de lo que nos dicen y el de la realidad. El primero tiene que ver con la crítica de las fuentes: que un códice nos hable del Cid no quiere decir que no nos esté mintiendo; si varios códices dicen lo mismo estaríamos más inclinados a creerlo; y si son muchos testimonios los que van en el mismo sentido llegaríamos a tener prácticamente la certeza de que eso es verdad. Esta variante de la teoría de la correspondencia es la teoría de la intersubjetividad, a tenor de la cual algo es cierro si los testimonios coinciden. También habría que comprobar, aparte de la fiabilidad de los testimonios, el crédito que nos inspiran los mensajeros: tal autor dijo algo sobre tal personaje, pero si autor y personaje era enemigos, su testimonio no es de fiar; si le damos el suero de la verdad a quien está hablando habrá más probabilidades de saber si miente, y si torturamos a la persona a la que estamos preguntando tendremos la cuasi-certeza de que no nos podremos fiar de su confesión (porque el dolor, cuando es intolerable, debilita la voluntad y casi siempre consigue anularla). 


            También podemos analizar la realidad. Veo un reloj de pared: ¿es eso realmente un reloj? Abramos la caja y miremos lo que hay dentro: si encontramos sus engranajes bien ordenados, será un reloj; si no tiene nada o le faltan piezas será una caja que imita el aspecto de un reloj. Lo mismo ocurre con los mapas: si viajo a Madrid con un mapa de carreteras de hace veinte años es fácil que existan carreteras que ya no están, o que no estaban aún, en el mapa (por ejemplo la AP-6); entonces diremos que, por mucho que aquello parezca un mapa, no lo es, porque no se parece a su referente. En algunas paredes hay árboles pintados en trampantojo que no existen en la realidad, y el sol, o la perspectiva, producen imágenes falsas cuando el aspecto que tienen las cosas es engañoso; por ejemplo, el filósofo francés Alain creyó ver un dragón corriendo por una montaña donde no había más que una mosca deslizándose por la ventanilla del tren; se deslizaba en el lugar mismo en que el cristal, en aquella visión nocturna, mostraba el borde de una montaña lejana y aquella mosca, sobre todo si la mirábamos en duermevela, parecía un dragón. A esta teoría de la verdad como éxito la llamamos teoría pragmática de la verdad: se la debemos a William James; un mapa es un verdadero mapa si nos conduce con éxito adonde queremos ir.
            Pero no siempre hace falta ver o tocar las cosas para saber si es verdad que existen: a veces nos basta con fijarnos en si son compatibles con otras cosas que ya conocemos o con otras verdades de las que tenemos absoluta seguridad; ésta es la verdad como coherencia, y se emplea mucho en matemáticas. Si alguien nos dice que ha visto una figura de forma triangular cuyos ángulos miden 60, 70 y 80 grades respectivamente, sabemos que nos está engañando, porque suman 200 grados y no pueden sumar más de 180. Si alguien nos habla de un círculo de radio 6 y diámetro 3 sabemos que se está burlando de nosotros, porque el radio es la mitad del diámetro. Si un naturalista nos muestra las muelas de un roedor nos miente, porque sabemos que los roedores no tienen muelas. Decir que Kepler vivió en el siglo XVII y Copérnico en el XVI y hablar después de la influencia astronómica de Kepler en Copérnico es incoherente, porque Copérnico vivió antes que Kepler. Y si un alumno que ha llegado tarde a clase nos dice que no oyó el despertador y le pillamos después diciendo que no tenía despertador en casa, sabremos que nos está mintiendo; no necesitaremos ver el despertador, nos bastará con ver que se está contradiciendo; ni necesitaremos conocer a Kepler, ni ver círculos ni triángulos ni roedores con dientes: sabremos que lo que se dice de ellos no es verdad porque no se dicen más que incoherencias.
            De modo que unas veces necesitamos ver las cosas para saber si son ciertas (como pasa con la verdad como correspondencia, como intersubjetividad o como éxito) y otras veces no necesitaremos verlas porque lo que se dice de ellas es contradictorio (verdad como coherencia). En el primer caso hablamos de verdad empírica, y en el segundo de verdad lógica: yo no necesito esperar a morirme para saber si cinco minutos antes de morir todavía estaré vivo (bastará con analizar esta oración para comprobar que lo que dice es cierto: a este tipo de verdades las llamamos analíticas; las verdades de las matemáticas son analíticas); pero necesito observar el objeto que un observador ha visto desde arriba y otro desde abajo para saber que en ambos casos se trata del mismo objeto visto desde dos puntos de vista distintos: en ese caso hablamos de la verdad como perspectiva, y esta teoría se la debemos a Leibniz, a Nietzsche, a Ortega y Gasset; como la verdad es un cruce de perspectivas, habría que mirar las cosas desde muchos ángulos distintos para comprenderla en su totalidad. 


            De modo que la verdad puede entenderse de varias maneras: como correspondencia de lo que se dice con los hechos; como coherencia de lo que descubrimos con lo que ya sabemos; como coincidencia (intersubjetiva) entre lo que dicen muchos sobre el mismo acontecimiento; como éxito a la hora de utilizar lo que nos dicen para lograr un objetivo; o como cruces de perspectivas. Pero a veces tenemos que contentarnos con lo que parece más verosímil, porque no podemos descubrir si es verdadero: es lo que nos pasa cuando hablamos de dios, pero también cuando nos cuentan bulos, noticias falsas, ésas que se han puesto de moda nombrándolas en inglés: fake news.
            Los animales que nadaban en petróleo, y que la televisión mostraba como efecto de los bombardeos en Irak, pertenecían en realidad a las costas de Galicia: el petróleo había sido vertido por el Prestige, un petrolero que encalló allí algún tiempo antes. ¿Cómo hemos descubierto la verdad? Cotejando estas imágenes con las que había dado la televisión en su momento cuando anunció el naufragio del Prestige. No lo sabemos porque hayamos visto lo que sucedió, porque no habíamos estado por aquellas fechas en Galicia; los sabemos porque hemos comparado los dos testimonios gráficos y, lógicamente, hemos descubierto que son anteriores a los bombardeos en Irak. No podemos recurrir a la observación, pero suplimos esa carencia indagando en la coherencia de lo que se muestra con lo que se dice.
            Hay un médico que dice, en una grabación que se ha hecho viral, que está en tal hospital y que la organización es un caos y que las camas están abarrotadas. En realidad el caos que ve está en su consulta pero él afirma, seguramente sin comprobarlo, que el hospital entero está tan desorganizado como su consulta (es posible que sea la única que él haya visto allí); lo que hace es extender al conjunto el relato de lo ha visto en una parte, es sólo una cuestión de perspectiva. ¿Cómo podemos saberlo? Viajando al hospital del que nos habla o descubriendo contradicciones en lo que nos dice. Lo primero es inviable, porque hay montones de médicos que cuelgan montones de videos virales de un montón de hospitales, y no podemos visitarlos todos. Pero sí podemos analizar sus incoherencias: y como cuesta trabajo, la gente prefiere alimentarse de noticias sin molestarse en desmenuzarlas: o se las tragan sin digerir o se las creen todas fingiendo dudar de todas; “cada uno dice una cosa”, pretextan siempre, “ya no sabe uno qué creer”. Lo sabrían si se tomaran la molestia de averiguarlo porque, como hemos visto, no hace falta viajar al lugar de la noticia, nos basta con criticarla; y como eso requiere esfuerzo y tiempo, la gente prefiere consumir videos virales a una velocidad de vértigo; ver sin mirar, creer sin pensar, o dudar creyéndoselo todo, que es la forma que adopta hoy la ignorancia: la falta de ganas de pensar, la pereza de consumir sin criticar, eso nos hace mediocres; eso nos masifica, nos quita el esfuerzo de pensar, nos embrutece.
            ¿Es verdad que Trump se apoyó en la trama rusa para facilitar su elección? ¿Hay que aislarse para protegerse de la pandemia, como dicen los científicos, o tenemos que juntarnos en la calle y en los bares, como dice Bolsonaro? ¿Existe o no existe el cambio climático? ¿Es verdad que los camiones que mandó Putin a Crimea estaban llenos de víveres y no de armas? ¿Que China nos quiere invadir a través de sus exportaciones? ¿Que el mundo se hundirá si volvemos al proteccionismo? ¿Que España está abusando de Cataluña y la deja sin libertad? ¿Que Europa se aprovecha del Reino Unido y por eso ellos se defendieron con el Bréxit? No podemos viajar a todos estos sitios para comprobar la verdad de estas afirmaciones, no tendríamos tiempo; y aun cuando pudiéramos hacerlo, sólo veríamos parcelas de realidad, nunca la realidad entera. Además, cada uno veríamos las cosas desde nuestra perspectiva y cada país tiene la suya. Tendríamos que buscar el cruce de perspectivas. Comparar las noticias, leerlas en distintas fuentes, no arrinconarnos en los mismos periódicos. Hacer crítica de lo que se nos dice y buscar sus incongruencias, sus incoherencias, sus contradicciones. Hay noticias falsas que será imposible comprobar, pero la mayoría se puede: podemos desmenuzarlas, desnudarlas, desmontarlas, lo que nos llevará tiempo; tiempo y ganas; además, hay dudas que resuelven los especialistas tras largos años de dedicación y estudio, y  el ciudadano medio, que ni tiene tiempo ni es especialista, no tiene más remedio que renunciar a resolverlas. 


            Pero sí podemos criticar muchas de las noticias falsas que nos llegan como verdaderas. No todas, es cierto. Las más de las veces no podemos comprobarlas en su realidad, pero sí en su coherencia: hay que acostumbrarse a pensar. Y mucha gente no piensa. Le cuesta pensar, o no sabe, o le supone esfuerzo, o le aburre. Hay que aprender a pensar, sí, pero sobre todo hay que querer pensar. Sucede que la inmensa mayoría huye de usar la cabeza porque el esfuerzo le aburre, como le aburre la música buena a quien no tiene costumbre de escucharla. Anda, cállate ya, no me andes con monsergas, deja de darles vueltas a las cosas, que ya raya. ¿No te conformas con vivir? Pues vive y no te preocupes, que te vas a hacer un lío y los líos no te dejan vivir y la vida hay que vivirla. Hale, vente al botellón, fúmate un porrete, verás qué bien te sientes.
            El placer. El placer fácil, sin pensar, el placer rápido, el placer que embrutece. Pensar lleva tiempo y no tenemos tiempo más que para disfrutar. Pensar cuesta y bastantes preocupaciones tienes. Anda, pásatelo bien: no te rayes. El mundo es rápido y vertiginoso. Los avances tecnológicos nos permiten pasar de un placer a otro saltando al siguiente sin disfrutar del primero. Consumir. Probarlo todo sin detenerse en nada. O sumergirse en juegos mecánicos que tientan tu habilidad pero atrofian tu cerebro, y además no se acaban nunca, son juegos eternos. Y mientras juegas no tienes tiempo de leer. No hay tiempo para pensar, no hay tiempo para sopesar las cosas, somos mariposas que vuelan de flor en flor. Sí, seriamos capaces de desenmascarar las noticias falsas pero eso lleva tiempo. Y vivimos en un mundo de prisas, tendríamos que acostumbrarnos a ser más lentos. Porque se disfruta verdaderamente con la lentitud. Y tendríamos tiempo de pensar. Pero odiamos la lentitud, flotamos en la velocidad, no podemos vivir fuera de ella porque nos ha encapsulado y no nos deja salir; ella es nuestro líquido amniótico y no podemos saborear las cosas antes de tragarlas, sin buscar la verdad con la inteligencia, porque nos ahogamos en todo lo que huele a lentitud: vivimos en un mundo de vértigo.
  





viernes, 10 de julio de 2020

CUVIER




CUVIER



            Voy a hacer un dibujo en este papel. Ahora lo romperé y esparciré sobre esta mesa todos los trozos. Bien. Ya los estoy mezclando y, como pueden ver, ahora están amontonados al azar; lo que tengo aquí es un montón de papeles en desorden. Fíjense en lo que voy a hacer ahora: cojo uno de esos trozos y observo las líneas que tiene dibujadas en su superficie; voy a mirar en el montón todos los trozos uno a uno, hasta dar con los que coinciden con él en cada uno de sus cuatro lados; los coloco sobre la mesa ordenados según la continuidad de sus líneas, pues las líneas que hay cortadas en este trozo –el profesor levantó un papel para mostrárselo a sus alumnos- continúan su trayectoria en este otro. Ahora voy a buscar más trozos cuyos bordes coincidan con los de los trozos que hay montados en la mesa; y los voy juntando de manera que, poco a poco, se vayan reconstruyendo las líneas que hay dibujadas en cada uno; éste es un trabajo minucioso; pero al final, armándome de una santa paciencia, habré conseguido juntar todos los trozos perfectamente ordenados y habré reconstruido el dibujo que hice en el papel antes de romperlo. Es como un rompecabezas. Ahora sólo tengo que pegarlos para evitar que se vuelvan a separar. Con los fósiles sucede lo mismo: pegamos los huesos trozo a trozo hasta que reconstruimos el animal completo.
            El profesor miraba a su auditorio. Hablaba desde su pupitre, una mesa de madera vieja, rancia del sabor de los años, con los bordes pulidos por el uso y cortes, relieves y rayones limados por el tiempo. Detrás de él había una pizarra; la tiza blanca había trazado líneas y esquemas a medida que el profesor desgranaba sus teorías. Ante él, formando un semicírculo, las mesas de los estudiantes tenían que ser dos teatros colocados frente a frente y pegados uno al otro. El profesor continuaba con su explicación.
            Reconstruimos los fósiles lo mismo que cuando hacemos un rompecabezas. Pero ¿qué hacemos cuando al rompecabezas le faltan piezas? Adivinamos las líneas que había dibujadas en los trozos que faltan; y lo hacemos siguiendo las líneas que hay en los trozos que tenemos; como si cada trozo tuviese insinuado el plan de todo el conjunto; como si cada línea fuera un hilo y funcionara como un hilo conductor que nos lleva, desde cualquiera de sus partes, a la reconstrucción del todo completo. Veámosla con un ejemplo.
            Cuvier se detuvo un instante para mirar a su auditorio. El silencio de los estudiantes era casi religioso, la atención era máxima. Con apenas treinta y un años ya era catedrático en el Collège de Francia. Había perfeccionado la taxonomía de Linneo agrupando los animales en cuatro estructuras básicas: los vertebrados, los moluscos, los articulados y los radiados; cada estructura era como un modelo sobre el cual los distintos animales tenían sus propias variaciones; lo mismo que hay iglesias románicas, góticas y barrocas, pero todas tienen en común la planta de cruz latina, así también los vertebrados son un mismo patrón que comparten mamíferos, reptiles, anfibios, aves y peces. Cada estructura animal tiene sus líneas maestras, su plan de trabajo que luego desarrolla cada grupo de especies a su manera; era como si cada forma básica fuera un esquema y las distintas especies la rellenaran de manera distinta, poniéndole cada una su decorado. Georges Cuvier, con la taxonomía en su cabeza, siguió hablando para su auditorio.


El dibujo de un rompecabezas puede compararse a una estructura, un plan de trabajo, una forma básica o modelo; es como el patrón que usan las costureras para hacer sus trajes: una referencia, una plantilla sobre la que hacemos calcos en las distintas telas; el perro anda, el delfín nada y el murciélago vuela; sin embargo los tres tienen los huesos ordenados de la misma manera, sólo que unos los han adaptado para correr, otros para nadar y otros para volar; pero la mano –abrió, mostrando sus dedos, la palma de su mano derecha-, esta mano, mírenla bien, esta mano tiene los mismos huesos que el ala del murciélago; sólo que el murciélago le han crecido los dedos y entre ellos le han salido membranas para volar.
Carraspeó. Georges  Cuvier carraspeaba. Era un viejo cascarrabias que, además de gruñir, carraspeaba. No sabía que moriría al año siguiente; de hecho, no sabía que le tocaba morir tan pronto; porque tenía cincuenta y dos años y, sin ser lo que se dice un adolescente, no era, sin embargo, tampoco lo que se dice un viejo. Pero se moriría de cólera un año más tarde. Lo enterrarían en el Père-Lachaise al mismo tiempo que enterrarían su parte perecedera. Como en todas las cosas, sucede que cuando morimos hay una parte que pasa y otra que permanece. Enterraríamos el fijismo y el enterrador sería, desde las teorías transformistas, Lamarck: que a su vez sería enterrado por Darwin aunque luego intentara resucitar varias veces. Pero ahí quedaría el catastrofismo, surgido de los estudios estratigráficos que el mismo Cuvier ayudó a impulsar, y del principio de correlación orgánica: todas las partes de un organismo se ajustan funcional y estructuralmente; podemos adivinar (“deducir”, decía él) la estructura completa de un organismo a partir de algunas de sus partes; en cada pieza podemos encontrar, por así decirlo, el diseño del conjunto, como si cada trozo que continúa en el trozo siguiente tuviera dibujado, en miniatura, el rompecabezas completo para servirnos de modelo. El profesor nos maravilló a todos reconstruyendo animales desaparecidos con sólo algunas piezas de su esqueleto.
Piensen en el foramen magnum: el agujero donde se inserta la columna vertebral en el cráneo. Imaginen que tengo un cráneo en mis manos. Un cráneo de un animal desconocido: ningún hueso más. Si el foramen apunta hacia atrás, y no para abajo, puedo deducir que se trata de un cuadrúpedo; y por lo tanto sé más o menos cómo era su columna y, sobre todo, cómo era su cadera; de ahí deduzco la estructura de sus extremidades. Si además sólo tiene incisivos, puedo colegir que se trata de un roedor. Es más, si encuentro un solo diente también puedo deducir la estructura del animal entero, porque si es un canino ya sé cómo era su estómago, aunque me falten piezas para conocer la forma de su cadera y, a partir de ella, saber si era cuadrúpedo o bípedo.
Lo que decimos de los huesos también vale para las partes blandas. De una pezuña puedo saber que se trata de un animal herbívoro. Si encuentro un trozo de piel con restos de mamas ya sé que es un mamífero, y que por lo tanto tiene vértebras y dientes, no escamas y pico. Y si tiene por fuera alas y pico con eso me basta para saber que por dentro tiene molleja. Si tengo una parte de un animal y la estudio puedo saber por lo menos cómo eran algunas de sus otras partes; si tengo suerte, puedo hasta saber cómo era el animal entero. Puedo reconstruir un animal a partir de algunos restos. Los huesos que mejor saben hablarnos son los de la cabeza y los de las extremidades. La forma y la dirección de los huesos de cada parte del cuerpo son como las líneas que hay dibujadas en las piezas de un rompecabezas: hilos conductores (hilos de Ariadna) que nos llevan de unas piezas a otras y nos ayudan a salir del laberinto. 


Georges Cuvier fue capaz de reconstruir los esqueletos completos de animales fósiles. Supo descubrir que los huesos de un mamut no pertenecían a ningún elefante. Que en los estratos de las rocas los fósiles eran distintos, y por lo tanto pertenecían a épocas diferentes. En el principio de Cuvier (este principio de correlación) está contenido el desarrollo de la anatomía comparada, y la estratigrafía también fue el punto de arranque de la paleontología. Pero Cuvier observó que a veces no había fósiles entre capa y capa, y que las capas superficiales corresponden a los animales más recientes: esto último le hizo suponer que en la historia de la tierra habían ido cambiando, época tras época, las distintas especies animales y vegetales; pero los vacíos estratigráficos los interpretó como catástrofes que habrían destruido unas especies reemplazándolas por otras.
            De Georges Cuvier quedaron unas  cosas y se enterraron otras. Pero ya nadie se acuerda de su mal carácter. Sus alumnos sí. Los grabados de la época nos muestran, en sus rasgos jóvenes, cierto orgullo rayano en la egolatría; su mirada, sin embargo, parecía perdida, como aquellos que no miran aquí, ni siquiera allá, a lo lejos; Cuvier no miraba allá sino más allá, porque no estaba en este mundo sino en otro, y parecía mirar desde el presente cuando en realidad estaba en el pasado; o quizá en otra parte, en el país donde no pasa el tiempo, que es el reino de la lógica, de la imaginación que se desborda en los datos, de las teorías; Cuvier miraba lo que pasa pero se fijaba en lo que queda; Cuvier se podía equivocar pero se equivocaba más allá, no en lo que no trasciende, no en la superficie, y por eso nunca estaba aquí: aunque tú estuvieras aquí y él te estuviera hablando.
            Aquellos jóvenes paseaban entretenidos en animada conversación. Estaban seducidos por las teorías del maestro, pero enfadados por su mal genio. Pierre le había hecho una pregunta y aquella pregunta le había rebotado en plena cara: ¡esto ya lo expliqué ayer! ¡Usted es un ignorante! Por eso nadie se atrevía a preguntar nada. Habrían sido unas clases estupendas si hubiera habido conversación, si hubiera habido debate. La cara de Pierre había enrojecido aunque no de vergüenza, sino de furor; en realidad el maestro no los enfurecía por sus insultos sino por su tono agrio, por su sonrisa, entre sardónica y amarga, que era aún más insultante que sus palabras. Era una extraña mezcolanza la de su mirada ausente, su mueca, su tono despectivo y un rictus cargado de rigideces; resultaba extraño aquel aire distraído en aquella máscara de orgullo, la impresión de estar fuera del mundo y de ver al mismo tiempo que pisaba fuerte en él, con redobles de autoridad. Sin embargo admiraban aquella extraña pareja que formaban su inteligencia y su método; el principio de Cuvier (el principio de correlación orgánica) era el camino por donde avanzaba su extraordinaria inteligencia; “camino” se dice “método” en griego, y de nada sirve tener inteligencia si no la empleamos bien, como ya había advertido Descartes.
            Decidieron gastarle una broma. Una broma pesada. Muy pesada. A aquella mente que la razón esclarecía le querían infundir terror, y así el temblor supersticioso nublaría por una vez la claridad de la ciencia: orgullosa, segura y despejada; la luz de la razón palidecería ante las tinieblas de la ignorancia. Se introducirían en su habitación. Uno de ellos se disfrazaría de demonio y en la negrura de la noche, haciendo ruidos misteriosos y golpeando la cama, conseguirían aterrorizarlo; tenían que hacerlo muy bien, lo querían dejar en ridículo y sólo lo conseguirían si lo escenificaban lúgubremente; si el que hacía de diablo le daba a su fantasmagoría toques, más que espantosos, espeluznantes. 


            Estuvieron hablándolo largo rato. ¿Qué es el diablo? Un macho cabrío, por supuesto. ¿Cómo harían que pareciese monstruoso? A la luz de las antorchas, en la oscuridad absoluta y con gemidos lúgubres. Se metieron en la biblioteca. Buscaron libros satánicos y descubrieron que el color del fuego tendría que ser verde, de un verde color azufre. Pero también rojo, el resplandor de las llamas tenía que ser de un rojo infernal con fogonazos de azufre. Tenían que hacerse con el cráneo de una cabra, con unos cuernos largos y, a ser posible, retorcidos. Vestir una sábana blanca bajo la cual agitarían dos patas de cabra con sus pezuñas. Sujetar las pezuñas muy bien para que no se les cayeran de las manos. Contaron el dinero. Pusieron cada uno una parte y compraron unas cuantas antorchas: bastones nudosos con el extremo envuelto en sustancias oleaginosas y materiales inflamables; compraron también unas pastillas de azufre; fueron al matadero y buscaron, entre las cabras despedazadas, el cráneo más retorcido con los cuernos más abiertos y más largos, cubierto todavía con espesos pelos, negros y salvajes; eligieron, entre todas las patas sin despellejar, las que tenían las pezuñas más grandes; más sobresalientes. El resto lo encontrarían en su casa: un par de sábanas blancas a las que pondrían agujeros para los ojos; Pierre sería el diablo, y por lo tanto la cabra; Antoine y François se enfundarían las sábanas; sólo ellos podrían llevar antorchas, porque a Pierre, si agitaba las pezuñas, no le quedarían manos para sujetar ninguna antorcha. Así lo hicieron; hicieron acopio de materiales y los guardaron en una de las casas. Habían elaborado un plan perfecto. Conocían la hora a la que dormía el profesor, se sabían los recodos que llevaban a su habitación y habían estudiado, dentro de ella, dónde se encontraba la cama y cómo estaría dispuesta; sólo quedaba esperar el momento.
            El momento llegó una noche de tormenta. Los truenos retumbaban como cantos que rodaran por el suelo sobre los adoquines de las calles, los rayos fulminaban el cielo con sus descargas y tras ellos se encendía, como una presencia fantasmal, el resplandor de los relámpagos. Se dirigieron a la casa del profesor cubriéndose con paraguas. Bajo los paraguas protegieron antorchas, sábanas, patas y cuernos con mucho cuidado para que no se mojaran; al menos que no se mojaran ni las antorchas ni el azufre, aunque el resto se empapara un poco: pero no se empapó. Atravesaron la calle y los adoquines sonaban, huecos, bajo sus zapatos. Cruzaron la puerta, subieron tanteando las escaleras (se las conocían muy bien) y arriba, a la puerta del dormitorio, empezaron a disfrazarse. El ambiente se volvía sobrecogedor y hasta ellos mismos tenían miedo. Consiguieron abrir con una llave que se habían agenciado (no preguntemos cómo) y, sigilosamente, penetraron en la habitación. Encendieron las antorchas. Coloquémonos como si estuviéramos en la cama para ver las cosas con los ojos del viejo profesor.
            Había tres bultos pegados a la pared, los de los lados eran blancos. Dos lúgubres antorchas iluminaban el techo con un fuego rojo, monstruoso, infernal. De vez en cuando se producían fogonazos verdes; y un destello incandescente, casi blanco, lo quemaba todo con su luz fantástica que se volvía centella, de un verde claro, y luego soltaba chispas de un verde horrible que ponía los pelos de punta. Un gigantesco resplandor encendió al habitación y soltó destellos por las junturas de la ventana: destello fugaz, pues la oscuridad se hizo más negra, más profunda y más intensa y le siguió luego un trueno que pareció derribar desde el cielo un montón de piedras que chocaban. Después calló por un largo rato el aparato eléctrico. Y se oyó ulular al viento con un aullido espeluznante. Mas no era el viento, no, eran los fantasmas. Agitaban sus antorchas y los pliegues de sus sábanas resplandecían formando luces en el aire recortadas en las tinieblas. Un ulular de voces, cavernosas, huecas, profundas y guturales, voces que se prolongaban como vientos misteriosos que soplaran tras de las ventanas; y en el dormitorio se superponían el vendaval y el ulular de las voces del infierno. 


            Georges Cuvier abrió los ojos. Se subió las sábanas para taparse el mentón, estremecido por aquellas presencias y temblando de frío. Su mente lógica se resistía al miedo, pero estaba asustado y no era por los fantasmas: era simplemente que los tomaba por ladrones; pero ellos creían que eran los ruidos de ultratumba los que lo asustaban. Brillaban más rayos, sonaban más truenos. Las luces de las antorchas despedían también sus fogonazos interiores; que en medio de la oscuridad parecían llamas flotando en el vacío, llamas verdes, rojas, amarillas, luz vacilante entre chispazos, oscuridad encendida.
            De pronto empezó a agitarse, en el centro, una figura negra, la única que no cubrían las sábanas. Las antorchas la iluminaban una tras otra, dibujando en el espacio caminos de fuego. El ruido de la lluvia, ruido de contraventanas que chocaban en la calle, voces ululando. La luz de las antorchas dibujaba, a contraluz, las terribles facciones de un macho cabrío. Pelos negros en la negrura, noche dentro de la noche, pelos encendidos de irisaciones verdes, rojas, grises y amarillas. Los ojos se encendían y se apagaban al compás de las luces. Bajo un manto gris se alzaban, siniestras, las patas del macho cabrío y era aquello un aquelarre; en el espacio podíamos adivinar nubes y brujas, peñas colgando de los abismos, una música infernal donde danzaban los cuerpos desarticulándose, excesivos y contorsionados; todo eso podía recrear la imaginación espoleada y azuzada por el miedo; por el aire revoloteaban escobas volando. Y una mente asustada, mezclando los sueños con la realidad, vería, como veía Cuvier en su desvelo, aquellas patas que agitaba el macho cabrío, aquel brillo duro de sus pezuñas, y una voz, detrás de la cornamenta, se oyó decir:
            -¡Despierta…!
            Susurro de ultratumba.
            -¡Despierta…!
            Lamento que ululaba.
            -¡Soy el demonio! ¡Te devoraré!
            Y rodaban las erres como las ruedan los oradores en la tribuna. Cuvier, sin embargo, no se inmutó. Cuanto más querían asustarlo menos se asustaba, cuanto más miedo querían meterle en el cuerpo menos miedo tenía. Abrió los ojos con mucha sangre fría mirando las patas que describían círculos amplios con sus pezuñas. 
            -¡Soy el demonio!
            Entre el ulular de voces se irguió Cuvier como si nada, y en su rostro había una máscara de la razón. No tenía miedo porque la razón, volviéndolas conocidas, les daba sentido a las cosas; el miedo no es más que una expresión de angustia provocada por la ignorancia.
            -¿Eres el diablo? Puede ser.
            Y entonces se paró para respirar.
            -Pero tienes cuernos y pezuñas y por el principio de correlación orgánica tienes que ser herbívoro y no puedes comerme, imposible. ¿Cómo va un herbívoro a devorarme a mí, que soy un trozo de carne?
            Las luces se pararon. Las sábanas dejaron de moverse. Las voces dejaron de ulular. Dos patas de cabra cayeron al suelo y cayó sobre ellas la cabeza con la cornamenta. Cayeron las sábanas y ahora las antorchas iluminaban, sin moverse, a los estudiantes. Hubo un silencio y hasta los relámpagos dejaron de tronar. Lo que atronó fue una salva de aplausos nacidos de la admiración por el maestro, aquellos aplausos llenaron la alcoba desde la oscuridad y un relámpago los encendió entonces, un rayo, y  un homenaje parecía ya el rumor de la tormenta.
            Ésta es la historia de Georges Cuvier. Un genio que alumbró las teorías más interesantes para las más fantásticas historias. Y un hombre débil convertido en payaso por las acciones excéntricas de su soberbia. Pero fue, sobre todo, un enamorado de la razón. Porque la razón encendió su fantasía y lo llevó por los mundos fabulosos que salieron de su cabeza; también le dio seguridad contra la amenaza, contra la mixtificación, contra la mentira, contra el engaño; el miedo no es más que el olvido de la lógica que hay en las cosas y ya lo dijo el pintor: el sueño de la razón produce monstruos. Con la razón tu mente será capaz de crear maravillas; y de vencer el miedo de los monstruos que crearon otros, si quisieron asustarte con ellos. Serás una máquina sin corazón si la lógica descarnada es la única razón que tienes, pero la carne de la razón llenará de vida esos huesos y hará de ti un animal fantástico, pensador, creativo, emocionante y fuerte. Un enamorado de la ciencia. Y un animal sin miedo.