viernes, 10 de julio de 2020

CUVIER




CUVIER



            Voy a hacer un dibujo en este papel. Ahora lo romperé y esparciré sobre esta mesa todos los trozos. Bien. Ya los estoy mezclando y, como pueden ver, ahora están amontonados al azar; lo que tengo aquí es un montón de papeles en desorden. Fíjense en lo que voy a hacer ahora: cojo uno de esos trozos y observo las líneas que tiene dibujadas en su superficie; voy a mirar en el montón todos los trozos uno a uno, hasta dar con los que coinciden con él en cada uno de sus cuatro lados; los coloco sobre la mesa ordenados según la continuidad de sus líneas, pues las líneas que hay cortadas en este trozo –el profesor levantó un papel para mostrárselo a sus alumnos- continúan su trayectoria en este otro. Ahora voy a buscar más trozos cuyos bordes coincidan con los de los trozos que hay montados en la mesa; y los voy juntando de manera que, poco a poco, se vayan reconstruyendo las líneas que hay dibujadas en cada uno; éste es un trabajo minucioso; pero al final, armándome de una santa paciencia, habré conseguido juntar todos los trozos perfectamente ordenados y habré reconstruido el dibujo que hice en el papel antes de romperlo. Es como un rompecabezas. Ahora sólo tengo que pegarlos para evitar que se vuelvan a separar. Con los fósiles sucede lo mismo: pegamos los huesos trozo a trozo hasta que reconstruimos el animal completo.
            El profesor miraba a su auditorio. Hablaba desde su pupitre, una mesa de madera vieja, rancia del sabor de los años, con los bordes pulidos por el uso y cortes, relieves y rayones limados por el tiempo. Detrás de él había una pizarra; la tiza blanca había trazado líneas y esquemas a medida que el profesor desgranaba sus teorías. Ante él, formando un semicírculo, las mesas de los estudiantes tenían que ser dos teatros colocados frente a frente y pegados uno al otro. El profesor continuaba con su explicación.
            Reconstruimos los fósiles lo mismo que cuando hacemos un rompecabezas. Pero ¿qué hacemos cuando al rompecabezas le faltan piezas? Adivinamos las líneas que había dibujadas en los trozos que faltan; y lo hacemos siguiendo las líneas que hay en los trozos que tenemos; como si cada trozo tuviese insinuado el plan de todo el conjunto; como si cada línea fuera un hilo y funcionara como un hilo conductor que nos lleva, desde cualquiera de sus partes, a la reconstrucción del todo completo. Veámosla con un ejemplo.
            Cuvier se detuvo un instante para mirar a su auditorio. El silencio de los estudiantes era casi religioso, la atención era máxima. Con apenas treinta y un años ya era catedrático en el Collège de Francia. Había perfeccionado la taxonomía de Linneo agrupando los animales en cuatro estructuras básicas: los vertebrados, los moluscos, los articulados y los radiados; cada estructura era como un modelo sobre el cual los distintos animales tenían sus propias variaciones; lo mismo que hay iglesias románicas, góticas y barrocas, pero todas tienen en común la planta de cruz latina, así también los vertebrados son un mismo patrón que comparten mamíferos, reptiles, anfibios, aves y peces. Cada estructura animal tiene sus líneas maestras, su plan de trabajo que luego desarrolla cada grupo de especies a su manera; era como si cada forma básica fuera un esquema y las distintas especies la rellenaran de manera distinta, poniéndole cada una su decorado. Georges Cuvier, con la taxonomía en su cabeza, siguió hablando para su auditorio.


El dibujo de un rompecabezas puede compararse a una estructura, un plan de trabajo, una forma básica o modelo; es como el patrón que usan las costureras para hacer sus trajes: una referencia, una plantilla sobre la que hacemos calcos en las distintas telas; el perro anda, el delfín nada y el murciélago vuela; sin embargo los tres tienen los huesos ordenados de la misma manera, sólo que unos los han adaptado para correr, otros para nadar y otros para volar; pero la mano –abrió, mostrando sus dedos, la palma de su mano derecha-, esta mano, mírenla bien, esta mano tiene los mismos huesos que el ala del murciélago; sólo que el murciélago le han crecido los dedos y entre ellos le han salido membranas para volar.
Carraspeó. Georges  Cuvier carraspeaba. Era un viejo cascarrabias que, además de gruñir, carraspeaba. No sabía que moriría al año siguiente; de hecho, no sabía que le tocaba morir tan pronto; porque tenía cincuenta y dos años y, sin ser lo que se dice un adolescente, no era, sin embargo, tampoco lo que se dice un viejo. Pero se moriría de cólera un año más tarde. Lo enterrarían en el Père-Lachaise al mismo tiempo que enterrarían su parte perecedera. Como en todas las cosas, sucede que cuando morimos hay una parte que pasa y otra que permanece. Enterraríamos el fijismo y el enterrador sería, desde las teorías transformistas, Lamarck: que a su vez sería enterrado por Darwin aunque luego intentara resucitar varias veces. Pero ahí quedaría el catastrofismo, surgido de los estudios estratigráficos que el mismo Cuvier ayudó a impulsar, y del principio de correlación orgánica: todas las partes de un organismo se ajustan funcional y estructuralmente; podemos adivinar (“deducir”, decía él) la estructura completa de un organismo a partir de algunas de sus partes; en cada pieza podemos encontrar, por así decirlo, el diseño del conjunto, como si cada trozo que continúa en el trozo siguiente tuviera dibujado, en miniatura, el rompecabezas completo para servirnos de modelo. El profesor nos maravilló a todos reconstruyendo animales desaparecidos con sólo algunas piezas de su esqueleto.
Piensen en el foramen magnum: el agujero donde se inserta la columna vertebral en el cráneo. Imaginen que tengo un cráneo en mis manos. Un cráneo de un animal desconocido: ningún hueso más. Si el foramen apunta hacia atrás, y no para abajo, puedo deducir que se trata de un cuadrúpedo; y por lo tanto sé más o menos cómo era su columna y, sobre todo, cómo era su cadera; de ahí deduzco la estructura de sus extremidades. Si además sólo tiene incisivos, puedo colegir que se trata de un roedor. Es más, si encuentro un solo diente también puedo deducir la estructura del animal entero, porque si es un canino ya sé cómo era su estómago, aunque me falten piezas para conocer la forma de su cadera y, a partir de ella, saber si era cuadrúpedo o bípedo.
Lo que decimos de los huesos también vale para las partes blandas. De una pezuña puedo saber que se trata de un animal herbívoro. Si encuentro un trozo de piel con restos de mamas ya sé que es un mamífero, y que por lo tanto tiene vértebras y dientes, no escamas y pico. Y si tiene por fuera alas y pico con eso me basta para saber que por dentro tiene molleja. Si tengo una parte de un animal y la estudio puedo saber por lo menos cómo eran algunas de sus otras partes; si tengo suerte, puedo hasta saber cómo era el animal entero. Puedo reconstruir un animal a partir de algunos restos. Los huesos que mejor saben hablarnos son los de la cabeza y los de las extremidades. La forma y la dirección de los huesos de cada parte del cuerpo son como las líneas que hay dibujadas en las piezas de un rompecabezas: hilos conductores (hilos de Ariadna) que nos llevan de unas piezas a otras y nos ayudan a salir del laberinto. 


Georges Cuvier fue capaz de reconstruir los esqueletos completos de animales fósiles. Supo descubrir que los huesos de un mamut no pertenecían a ningún elefante. Que en los estratos de las rocas los fósiles eran distintos, y por lo tanto pertenecían a épocas diferentes. En el principio de Cuvier (este principio de correlación) está contenido el desarrollo de la anatomía comparada, y la estratigrafía también fue el punto de arranque de la paleontología. Pero Cuvier observó que a veces no había fósiles entre capa y capa, y que las capas superficiales corresponden a los animales más recientes: esto último le hizo suponer que en la historia de la tierra habían ido cambiando, época tras época, las distintas especies animales y vegetales; pero los vacíos estratigráficos los interpretó como catástrofes que habrían destruido unas especies reemplazándolas por otras.
            De Georges Cuvier quedaron unas  cosas y se enterraron otras. Pero ya nadie se acuerda de su mal carácter. Sus alumnos sí. Los grabados de la época nos muestran, en sus rasgos jóvenes, cierto orgullo rayano en la egolatría; su mirada, sin embargo, parecía perdida, como aquellos que no miran aquí, ni siquiera allá, a lo lejos; Cuvier no miraba allá sino más allá, porque no estaba en este mundo sino en otro, y parecía mirar desde el presente cuando en realidad estaba en el pasado; o quizá en otra parte, en el país donde no pasa el tiempo, que es el reino de la lógica, de la imaginación que se desborda en los datos, de las teorías; Cuvier miraba lo que pasa pero se fijaba en lo que queda; Cuvier se podía equivocar pero se equivocaba más allá, no en lo que no trasciende, no en la superficie, y por eso nunca estaba aquí: aunque tú estuvieras aquí y él te estuviera hablando.
            Aquellos jóvenes paseaban entretenidos en animada conversación. Estaban seducidos por las teorías del maestro, pero enfadados por su mal genio. Pierre le había hecho una pregunta y aquella pregunta le había rebotado en plena cara: ¡esto ya lo expliqué ayer! ¡Usted es un ignorante! Por eso nadie se atrevía a preguntar nada. Habrían sido unas clases estupendas si hubiera habido conversación, si hubiera habido debate. La cara de Pierre había enrojecido aunque no de vergüenza, sino de furor; en realidad el maestro no los enfurecía por sus insultos sino por su tono agrio, por su sonrisa, entre sardónica y amarga, que era aún más insultante que sus palabras. Era una extraña mezcolanza la de su mirada ausente, su mueca, su tono despectivo y un rictus cargado de rigideces; resultaba extraño aquel aire distraído en aquella máscara de orgullo, la impresión de estar fuera del mundo y de ver al mismo tiempo que pisaba fuerte en él, con redobles de autoridad. Sin embargo admiraban aquella extraña pareja que formaban su inteligencia y su método; el principio de Cuvier (el principio de correlación orgánica) era el camino por donde avanzaba su extraordinaria inteligencia; “camino” se dice “método” en griego, y de nada sirve tener inteligencia si no la empleamos bien, como ya había advertido Descartes.
            Decidieron gastarle una broma. Una broma pesada. Muy pesada. A aquella mente que la razón esclarecía le querían infundir terror, y así el temblor supersticioso nublaría por una vez la claridad de la ciencia: orgullosa, segura y despejada; la luz de la razón palidecería ante las tinieblas de la ignorancia. Se introducirían en su habitación. Uno de ellos se disfrazaría de demonio y en la negrura de la noche, haciendo ruidos misteriosos y golpeando la cama, conseguirían aterrorizarlo; tenían que hacerlo muy bien, lo querían dejar en ridículo y sólo lo conseguirían si lo escenificaban lúgubremente; si el que hacía de diablo le daba a su fantasmagoría toques, más que espantosos, espeluznantes. 


            Estuvieron hablándolo largo rato. ¿Qué es el diablo? Un macho cabrío, por supuesto. ¿Cómo harían que pareciese monstruoso? A la luz de las antorchas, en la oscuridad absoluta y con gemidos lúgubres. Se metieron en la biblioteca. Buscaron libros satánicos y descubrieron que el color del fuego tendría que ser verde, de un verde color azufre. Pero también rojo, el resplandor de las llamas tenía que ser de un rojo infernal con fogonazos de azufre. Tenían que hacerse con el cráneo de una cabra, con unos cuernos largos y, a ser posible, retorcidos. Vestir una sábana blanca bajo la cual agitarían dos patas de cabra con sus pezuñas. Sujetar las pezuñas muy bien para que no se les cayeran de las manos. Contaron el dinero. Pusieron cada uno una parte y compraron unas cuantas antorchas: bastones nudosos con el extremo envuelto en sustancias oleaginosas y materiales inflamables; compraron también unas pastillas de azufre; fueron al matadero y buscaron, entre las cabras despedazadas, el cráneo más retorcido con los cuernos más abiertos y más largos, cubierto todavía con espesos pelos, negros y salvajes; eligieron, entre todas las patas sin despellejar, las que tenían las pezuñas más grandes; más sobresalientes. El resto lo encontrarían en su casa: un par de sábanas blancas a las que pondrían agujeros para los ojos; Pierre sería el diablo, y por lo tanto la cabra; Antoine y François se enfundarían las sábanas; sólo ellos podrían llevar antorchas, porque a Pierre, si agitaba las pezuñas, no le quedarían manos para sujetar ninguna antorcha. Así lo hicieron; hicieron acopio de materiales y los guardaron en una de las casas. Habían elaborado un plan perfecto. Conocían la hora a la que dormía el profesor, se sabían los recodos que llevaban a su habitación y habían estudiado, dentro de ella, dónde se encontraba la cama y cómo estaría dispuesta; sólo quedaba esperar el momento.
            El momento llegó una noche de tormenta. Los truenos retumbaban como cantos que rodaran por el suelo sobre los adoquines de las calles, los rayos fulminaban el cielo con sus descargas y tras ellos se encendía, como una presencia fantasmal, el resplandor de los relámpagos. Se dirigieron a la casa del profesor cubriéndose con paraguas. Bajo los paraguas protegieron antorchas, sábanas, patas y cuernos con mucho cuidado para que no se mojaran; al menos que no se mojaran ni las antorchas ni el azufre, aunque el resto se empapara un poco: pero no se empapó. Atravesaron la calle y los adoquines sonaban, huecos, bajo sus zapatos. Cruzaron la puerta, subieron tanteando las escaleras (se las conocían muy bien) y arriba, a la puerta del dormitorio, empezaron a disfrazarse. El ambiente se volvía sobrecogedor y hasta ellos mismos tenían miedo. Consiguieron abrir con una llave que se habían agenciado (no preguntemos cómo) y, sigilosamente, penetraron en la habitación. Encendieron las antorchas. Coloquémonos como si estuviéramos en la cama para ver las cosas con los ojos del viejo profesor.
            Había tres bultos pegados a la pared, los de los lados eran blancos. Dos lúgubres antorchas iluminaban el techo con un fuego rojo, monstruoso, infernal. De vez en cuando se producían fogonazos verdes; y un destello incandescente, casi blanco, lo quemaba todo con su luz fantástica que se volvía centella, de un verde claro, y luego soltaba chispas de un verde horrible que ponía los pelos de punta. Un gigantesco resplandor encendió al habitación y soltó destellos por las junturas de la ventana: destello fugaz, pues la oscuridad se hizo más negra, más profunda y más intensa y le siguió luego un trueno que pareció derribar desde el cielo un montón de piedras que chocaban. Después calló por un largo rato el aparato eléctrico. Y se oyó ulular al viento con un aullido espeluznante. Mas no era el viento, no, eran los fantasmas. Agitaban sus antorchas y los pliegues de sus sábanas resplandecían formando luces en el aire recortadas en las tinieblas. Un ulular de voces, cavernosas, huecas, profundas y guturales, voces que se prolongaban como vientos misteriosos que soplaran tras de las ventanas; y en el dormitorio se superponían el vendaval y el ulular de las voces del infierno. 


            Georges Cuvier abrió los ojos. Se subió las sábanas para taparse el mentón, estremecido por aquellas presencias y temblando de frío. Su mente lógica se resistía al miedo, pero estaba asustado y no era por los fantasmas: era simplemente que los tomaba por ladrones; pero ellos creían que eran los ruidos de ultratumba los que lo asustaban. Brillaban más rayos, sonaban más truenos. Las luces de las antorchas despedían también sus fogonazos interiores; que en medio de la oscuridad parecían llamas flotando en el vacío, llamas verdes, rojas, amarillas, luz vacilante entre chispazos, oscuridad encendida.
            De pronto empezó a agitarse, en el centro, una figura negra, la única que no cubrían las sábanas. Las antorchas la iluminaban una tras otra, dibujando en el espacio caminos de fuego. El ruido de la lluvia, ruido de contraventanas que chocaban en la calle, voces ululando. La luz de las antorchas dibujaba, a contraluz, las terribles facciones de un macho cabrío. Pelos negros en la negrura, noche dentro de la noche, pelos encendidos de irisaciones verdes, rojas, grises y amarillas. Los ojos se encendían y se apagaban al compás de las luces. Bajo un manto gris se alzaban, siniestras, las patas del macho cabrío y era aquello un aquelarre; en el espacio podíamos adivinar nubes y brujas, peñas colgando de los abismos, una música infernal donde danzaban los cuerpos desarticulándose, excesivos y contorsionados; todo eso podía recrear la imaginación espoleada y azuzada por el miedo; por el aire revoloteaban escobas volando. Y una mente asustada, mezclando los sueños con la realidad, vería, como veía Cuvier en su desvelo, aquellas patas que agitaba el macho cabrío, aquel brillo duro de sus pezuñas, y una voz, detrás de la cornamenta, se oyó decir:
            -¡Despierta…!
            Susurro de ultratumba.
            -¡Despierta…!
            Lamento que ululaba.
            -¡Soy el demonio! ¡Te devoraré!
            Y rodaban las erres como las ruedan los oradores en la tribuna. Cuvier, sin embargo, no se inmutó. Cuanto más querían asustarlo menos se asustaba, cuanto más miedo querían meterle en el cuerpo menos miedo tenía. Abrió los ojos con mucha sangre fría mirando las patas que describían círculos amplios con sus pezuñas. 
            -¡Soy el demonio!
            Entre el ulular de voces se irguió Cuvier como si nada, y en su rostro había una máscara de la razón. No tenía miedo porque la razón, volviéndolas conocidas, les daba sentido a las cosas; el miedo no es más que una expresión de angustia provocada por la ignorancia.
            -¿Eres el diablo? Puede ser.
            Y entonces se paró para respirar.
            -Pero tienes cuernos y pezuñas y por el principio de correlación orgánica tienes que ser herbívoro y no puedes comerme, imposible. ¿Cómo va un herbívoro a devorarme a mí, que soy un trozo de carne?
            Las luces se pararon. Las sábanas dejaron de moverse. Las voces dejaron de ulular. Dos patas de cabra cayeron al suelo y cayó sobre ellas la cabeza con la cornamenta. Cayeron las sábanas y ahora las antorchas iluminaban, sin moverse, a los estudiantes. Hubo un silencio y hasta los relámpagos dejaron de tronar. Lo que atronó fue una salva de aplausos nacidos de la admiración por el maestro, aquellos aplausos llenaron la alcoba desde la oscuridad y un relámpago los encendió entonces, un rayo, y  un homenaje parecía ya el rumor de la tormenta.
            Ésta es la historia de Georges Cuvier. Un genio que alumbró las teorías más interesantes para las más fantásticas historias. Y un hombre débil convertido en payaso por las acciones excéntricas de su soberbia. Pero fue, sobre todo, un enamorado de la razón. Porque la razón encendió su fantasía y lo llevó por los mundos fabulosos que salieron de su cabeza; también le dio seguridad contra la amenaza, contra la mixtificación, contra la mentira, contra el engaño; el miedo no es más que el olvido de la lógica que hay en las cosas y ya lo dijo el pintor: el sueño de la razón produce monstruos. Con la razón tu mente será capaz de crear maravillas; y de vencer el miedo de los monstruos que crearon otros, si quisieron asustarte con ellos. Serás una máquina sin corazón si la lógica descarnada es la única razón que tienes, pero la carne de la razón llenará de vida esos huesos y hará de ti un animal fantástico, pensador, creativo, emocionante y fuerte. Un enamorado de la ciencia. Y un animal sin miedo.





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