PASOLINI
1.
He
visto La pasión según San Mateo de
Pasolini y se me ha caído el alma a los pies. Ha vuelto el cine comprometido,
el arte glacial, las distanciaciones brechtianas. Han soplado ráfagas de un
cine sin corazón, todo cerebro, un afán por ver películas tristes, pero serias,
que tienen algo que decir, películas de arte y ensayo. Una generación, varias
más bien, que hicieron de su tiempo de ocio una dedicación espartana. Un
sentido del deber, el mundo no estaba para disfrutar, había que vivir el
fantasma de la causa: porque la causa flotaba sobre todos como una atmósfera
inasible, nos agarraba con sus jirones, espectro del tiempo, desafío histórico,
un destino que había que asumir. Yo viví al margen de aquello pero conozco ese
espíritu de resignación, esa llamada de tu tiempo, esa cita inexorable que te esperaba con
espíritu de entrega, con sentimiento casi monástico, una ausencia de
sentimiento, abatimiento estoico. Recuerdo que quise saber en qué consistía
aquella juventud triste. Y recorrí la huida del cine comercial, que te
entretenía, en busca de un cine de verdad, que te hacía pensar pero no te
entretenía. El cine de arte y ensayo, las salas pequeñas y oscuras, con aire de
provisionalidad, de pobreza y abatimiento, donde ser serio era no comer pipas.
Leer revistas de teatro donde aparecía Brecht, donde el arte no servía para
sentir, y pensar era comprometerse: no era un arte de propaganda porque era
bueno, pero era arte de agitación. Hasta la música de Bach, ese requiebro
sublime, en manos de Pasolini servía para frenar el corazón, dejar de sentir, reducir
el alma a ser tan sólo alma racional: y la dejaba desalmada. Yo me acordaba de
Wagner que dirigía las palabras a la cabeza sin dejar de dirigir la música al
corazón; con Brecht y Pasolini, por el contrario, el sacrificio del corazón era
un paso indispensable para alcanzar la cabeza: tenías que ponerte a pensar
desalmando el alma, entristeciendo el espíritu, como si arreglar los problemas
del mundo fuera tarea de arrancarse el alma y ponerse una piedra en el lugar
donde se tiene el corazón; o sea volviéndose uno copia, no cruel, pero sí
descarnada, de la gente sin escrúpulos que se había puesto a vivir a costa de
la sociedad.
2.
Rebobinemos.
La película de Pasolini es excelente. Las caras, excepto algunas, casi todas
son inexpresivas: eran caras que miraban la acción como si no estuvieran en
ella (lo que cuadra muy bien con actores que no son profesionales). Los dientes
caídos, mal cuidados, desparejos, propios del pueblo llano que no se los puede
cuidar; los cuellos cuarteados por el sol, la piel quemada, los andares torpes.
Pasolini ha querido retratar con campesinos de Italia la miseria de la gente
pobre de Israel; hay aquí una voluntad de mostrar la pobreza para que el
espectador la vea y se rebele contra ella; y la muestra haciéndole contraste
con los poderosos, prácticamente estereotipados con sus mitras, reduciéndolos a
símbolo; los explotadores y los explotados, los que mandan y los que sufren,
los pobres y los ricos.
Hay
al menos dos metáforas visuales cargadas de elocuencia: en el bautismo de Jesús,
mientras Juan le echa agua, su cabeza destaca sobre una corriente de río que
representa la pureza; y en una de sus predicaciones se dirige en segunda persona a los indignos, los
pecadores, justo en el momento en que se acercan en fila los que mandan: no son
hombres contra hombres sino clase contra clase. Cualquier atisbo de emoción que
contiene la historia (la masacre de los inocentes, la huida a Egipto, el
repudio de María) es cortada de raíz con dos recursos omnipresentes: la
inexpresividad de los rostros (hieráticos, casi pétreos, miradas convertidas en
esfinges) y la música de Bach (que el realizador no utiliza para recrearse en
el dolor sino para alejarnos de la historia, mediante planos generales,
convirtiendo a los personajes en decorado: y el único personaje es la voz del
predicador, el mensaje, el texto). Uno piensa en la música de Kurt Weil que le
servía a Brecht para alejar de los personajes al espectador y verlos como decorados
de su propia historia; como si su destino fuera su clase social, y las cosas
que hacen y les pasan no fueran resultado de sus decisiones, sino del lugar que
ellos ocupan en la sociedad; de modo que quienes hablan no son los individuos
sino los grupos: las tribus, las clases y los pueblos.
Así
pues, la historia no es más que un decorado y el verdadero protagonista es el
mensaje: el texto. Como en Madre Coraje no
vemos el drama de la mujer que pierde a sus hijos, sino del pueblo que
sobrevive como puede, aquí tampoco vemos el dolor de las madres cuyos hijos son
asesinados por las tropas de Herodes; de hecho sus rostros están borrados por
los sucesivos planos generales; lo que vemos es la masacre del pueblo, así, en
abstracto, categorizado como inocente, no la masacre de tal o cual niño
plasmada en los rostros desgarrados de sus madres, según la estética de
Aristóteles que Brecht quería evitar; y Pasolini, a todas luces, también.
El
momento dramático por excelencia es la crucifixión en el Gólgota. Y el suicidio
de Judas. Y la pasión de María. Y el propio sufrimiento de Jesús. Elementos
todos ellos reducidos a su mínima expresión porque lo que interesa aquí no son
sus historias personales, sino las voces del pueblo que ellos encarnan. A Jesús
no lo vemos sufrir, ni con la corona de espinas, ni con los latigazos, ni con
la crucifixión, ni con la lanzada en el costado. La expresión de María es una
mueca estereotipada que no produce dolor en sí misma, sino por la historia en
que la inserta el espectador que la conoce, y que la está viendo. Y el tremendo
drama de Judas, arrepentido de su debilidad, es yugulado de raíz por una
narración que lo reduce a mero decorado de un árbol. Los personajes no tienen
vida porque la vida que le interesa contar a Pasolini es un sentir colectivo.
La expulsión de los mercaderes del templo no sirve para dignificar el espacio
sagrado, sino para condenar a los ladrones; es, en el fondo de todo, la
historia económica y social la que cuenta: reducida a masas anónimas cuya voz
se encarna en los personajes principales; que, como vamos viendo, ya no son
protagonistas, sino portavoces; a la manera como los apóstoles son portavoces
de dios, que es quien verdaderamente acabará hablando a través de ellos; que,
puesto que ellos son ignorantes, no pueden hablar por sí solos.
3.
Pasolini
se adscribe expresamente al neorrealismo: yo creo que se queda corto. Dentro
del neorrealismo hemos visto películas tristes y hasta desgarradas, desde La strada hasta Rocco y sus hermanos. No: lo que está en cuestión aquí no es el
realismo, es la distanciación. Fellini, Antonioni, Pasolini, el primer Visconti
son realistas; todos comparten el afán por los escenarios naturales, los
actores no profesionales, el sonido directo, la búsqueda de improvisación: frente
a los decorados, los actores curtidos, los efectos, el estudio y el montaje;
estos postulados estéticos los comparten todos, tanto Visconti como Pasolini.
Pero hay algo que, por encima de esas vicisitudes, los hace diferentes: el
sentimiento; en Rocco y sus hermanos vivimos
situaciones desgarradoras; en El
evangelio según san Mateo las situaciones desgarradoras son despojadas de
sentimiento; el realismo es necesario, pero no es suficiente: además hace falta
la distanciación, y ahí tenemos a Pasolini; Pasolini es un neorrealista
antiaristotélico, y por lo tanto brechtiano.
Podemos
pensar en la versión cinematográfica que hizo Mario Camus de Miguel Delibes: Los santos inocentes. Azarías es un
hombre solo cuya única compañía se la proporciona un milano; cuando el amo se
lo mata en una cacería se produce el momento de máximo dramatismo: y Mario
Camus, para evitar toda sensiblería, lo filma de espaldas, para que no lo veamos
llorar. Pasolini, sin embargo, va mucho más lejos. A Azarías lo oímos llorar,
aunque no lo veamos: pero las caras trágicas de Pasolini son hieráticas para no
ser vistas (aunque las miremos) y además nadan en el silencio; el silencio es,
de hecho, un océano en el cual se hunden todos los personajes, una fuente de
inacabable lentitud. El sonido ahoga el ruido de las cosas y rescata únicamente
las palabras; palabras que no son diálogos, puesto que los personajes no
dialogan entre sí; esas palabras sólo son texto, predicación, doctrina, teoría,
y hay que pensar para entenderlas, tenemos que estar atentos; el espectador no
puede entretenerse con sentimientos vanos, tiene que estar concentrado con sus
cinco sentidos en las palabras del predicador, que son las del agitador que
está removiendo conciencias, consiguiendo adeptos. El tono de la voz es
impersonal, pero aumenta en intensidad a medida que avanza la película: y al
final las palabras gritan; el sentimiento, evacuado para la pena por la puerta
principal, regresa para que vibre la arenga y arrebate los corazones por la puerta de atrás; pero los arrebata disponiéndolos
sordos para la pena. La película empieza silenciando el sentir de la
misericordia, prosigue con el texto dirigido al cerebro y termina con el sentir
de la voluntad. En la Cantata de Santa
María de Iquique Quilapayún despierta la pena para mover a la acción
(recuérdese la arenga final); en El
evangelio según San Mateo Pasolini considera que para mover a la acción hay
que suprimir la pena. El corazón es un estorbo para la inteligencia. Pasolini
es Brecht en estado puro.
4.
Eso
es lo que podemos decir desde el punto de vista artístico y literario. El
compromiso social es otra cosa. Preferir un arte realista es tan legítimo como
preferir el romanticismo o el simbolismo; preferir la teoría de la
distanciación es tan legítimo como preferir la identificación aristotélica.
Otra cosa es utilizar el arte como un instrumento de la sociedad prescindiendo
de la dignidad que tiene como arte: realismos y distanciaciones ya no son
actitudes artísticas, ni siquiera actitudes de lucha social (ambas cosas son,
como hemos visto, opciones legítimas perfectamente respetables); lo que ya no
es de recibo es que el arte se convierta en un instrumento de la sociedad que
lo destruye como arte.
El
arte es una de las formas que adquiere la trascendencia. Los sentimientos
trascendentes nos proyectan más allá de la inmediatez de lo cotidiano, y eso
hace que la realidad desnuda deje de ser mezquina y se vuelva grande dentro de
su desnudez. Pero convertir la falta de sentimientos en modo de vida es amputar
la vida del ser humano. No sentir para comprender supone arrancarnos el corazón
y convertirnos descarnadamente en un cerebro. Un cerebro que comprende el
teatro brechtiano, el cine de Pasolini, y vive comprometido con el cambio, en
una vida ascética donde el sacrificio es la única forma de responsabilidad que
tiene; y pasamos por el mundo entregados a la causa, renunciando al placer sin
disfrutar, pues los ratos de ocio son para comprender los mecanismos de la
alienación social, no para expansionarse; el teatro nos abre los ojos, el cine
nos enseña el dogma, los espacios artísticos son lugares estoicos a los que
vamos resignados a no vivir, a no disfrutar, a no sentir alegría ni pena ni a
emocionarse ni distraerse, sino a darlo todo por los otros (por la sociedad, en
abstracto): paseando, con nuestro sacrificio, nuestro puritanismo, donde la
renuncia es el don más preciado que podemos entregarles a los demás; pero no a
los demás seres de carne y hueso que
tienen rostro y nos miran, sino a esa abstracción del montón de seres
sintientes que nos rodean, a la que vagamente llamamos sociedad.
Ésa
fue la juventud de los años 60 y 70. Por lo menos una parte de ella. Jóvenes de
aspecto brechtiano, con cabeza pero sin corazón, entregados a la causa y por lo
tanto al líder, que hicieron de la diversión una renuncia a reír, del teatro un
arte descorazonado, del cine un cerebro desalmado, y donde las pretensiones,
legítimas, de comprender la sociedad para cambiarla se convirtieron en
aspiraciones, menos legítimas, de renunciar a la espiritualidad para
convertirse en mano de la historia; de una historia que avanza inexorablemente
y es independiente de nuestra voluntad,
y en lugar de empaparnos de cultura nos empapamos de doctrina; esos
jóvenes, en lugar de tener voz, son ecos de las voces del destino (puede ser de
dios, de la historia, de la revolución o del partido) y se convierten en unas
figuras tristes, pálidas y ojerosas, que viven al servicio de los demás y
luchan por que los demás disfruten, pero ellos, en la lucha, no han disfrutado.
Tal
es la crítica que hago a la teoría de la distanciación: interesante como
propuesta estética, dudosa como instrumento de transformación, y desde luego
nada inocente como medio de realización personal. El arte o es arte o no transforma
nada; o tiene vida propia o se apaga en su vida cuando se convierte en mero
instrumento. Porque los jóvenes que han renunciado a todo para que vivan los
demás ¿qué vida pueden ofrecer como modelo? ¿Hay vida acaso cuando ellos mismos
han renunciado a vivir?