viernes, 21 de diciembre de 2018

PASOLINI





PASOLINI
  

1.

            He visto La pasión según San Mateo de Pasolini y se me ha caído el alma a los pies. Ha vuelto el cine comprometido, el arte glacial, las distanciaciones brechtianas. Han soplado ráfagas de un cine sin corazón, todo cerebro, un afán por ver películas tristes, pero serias, que tienen algo que decir, películas de arte y ensayo. Una generación, varias más bien, que hicieron de su tiempo de ocio una dedicación espartana. Un sentido del deber, el mundo no estaba para disfrutar, había que vivir el fantasma de la causa: porque la causa flotaba sobre todos como una atmósfera inasible, nos agarraba con sus jirones, espectro del tiempo, desafío histórico, un destino que había que asumir. Yo viví al margen de aquello pero conozco ese espíritu de resignación, esa llamada de tu tiempo,  esa cita inexorable que te esperaba con espíritu de entrega, con sentimiento casi monástico, una ausencia de sentimiento, abatimiento estoico. Recuerdo que quise saber en qué consistía aquella juventud triste. Y recorrí la huida del cine comercial, que te entretenía, en busca de un cine de verdad, que te hacía pensar pero no te entretenía. El cine de arte y ensayo, las salas pequeñas y oscuras, con aire de provisionalidad, de pobreza y abatimiento, donde ser serio era no comer pipas. Leer revistas de teatro donde aparecía Brecht, donde el arte no servía para sentir, y pensar era comprometerse: no era un arte de propaganda porque era bueno, pero era arte de agitación. Hasta la música de Bach, ese requiebro sublime, en manos de Pasolini servía para frenar el corazón, dejar de sentir, reducir el alma a ser tan sólo alma racional: y la dejaba desalmada. Yo me acordaba de Wagner que dirigía las palabras a la cabeza sin dejar de dirigir la música al corazón; con Brecht y Pasolini, por el contrario, el sacrificio del corazón era un paso indispensable para alcanzar la cabeza: tenías que ponerte a pensar desalmando el alma, entristeciendo el espíritu, como si arreglar los problemas del mundo fuera tarea de arrancarse el alma y ponerse una piedra en el lugar donde se tiene el corazón; o sea volviéndose uno copia, no cruel, pero sí descarnada, de la gente sin escrúpulos que se había puesto a vivir a costa de la sociedad.


2.

            Rebobinemos. La película de Pasolini es excelente. Las caras, excepto algunas, casi todas son inexpresivas: eran caras que miraban la acción como si no estuvieran en ella (lo que cuadra muy bien con actores que no son profesionales). Los dientes caídos, mal cuidados, desparejos, propios del pueblo llano que no se los puede cuidar; los cuellos cuarteados por el sol, la piel quemada, los andares torpes. Pasolini ha querido retratar con campesinos de Italia la miseria de la gente pobre de Israel; hay aquí una voluntad de mostrar la pobreza para que el espectador la vea y se rebele contra ella; y la muestra haciéndole contraste con los poderosos, prácticamente estereotipados con sus mitras, reduciéndolos a símbolo; los explotadores y los explotados, los que mandan y los que sufren, los pobres y los ricos.
            Hay al menos dos metáforas visuales cargadas de elocuencia: en el bautismo de Jesús, mientras Juan le echa agua, su cabeza destaca sobre una corriente de río que representa la pureza; y en una de sus predicaciones se  dirige en segunda persona a los indignos, los pecadores, justo en el momento en que se acercan en fila los que mandan: no son hombres contra hombres sino clase contra clase. Cualquier atisbo de emoción que contiene la historia (la masacre de los inocentes, la huida a Egipto, el repudio de María) es cortada de raíz con dos recursos omnipresentes: la inexpresividad de los rostros (hieráticos, casi pétreos, miradas convertidas en esfinges) y la música de Bach (que el realizador no utiliza para recrearse en el dolor sino para alejarnos de la historia, mediante planos generales, convirtiendo a los personajes en decorado: y el único personaje es la voz del predicador, el mensaje, el texto). Uno piensa en la música de Kurt Weil que le servía a Brecht para alejar de los personajes al espectador y verlos como decorados de su propia historia; como si su destino fuera su clase social, y las cosas que hacen y les pasan no fueran resultado de sus decisiones, sino del lugar que ellos ocupan en la sociedad; de modo que quienes hablan no son los individuos sino los grupos: las tribus, las clases y los pueblos.
            Así pues, la historia no es más que un decorado y el verdadero protagonista es el mensaje: el texto. Como en Madre Coraje no vemos el drama de la mujer que pierde a sus hijos, sino del pueblo que sobrevive como puede, aquí tampoco vemos el dolor de las madres cuyos hijos son asesinados por las tropas de Herodes; de hecho sus rostros están borrados por los sucesivos planos generales; lo que vemos es la masacre del pueblo, así, en abstracto, categorizado como inocente, no la masacre de tal o cual niño plasmada en los rostros desgarrados de sus madres, según la estética de Aristóteles que Brecht quería evitar; y Pasolini, a todas luces, también.


            El momento dramático por excelencia es la crucifixión en el Gólgota. Y el suicidio de Judas. Y la pasión de María. Y el propio sufrimiento de Jesús. Elementos todos ellos reducidos a su mínima expresión porque lo que interesa aquí no son sus historias personales, sino las voces del pueblo que ellos encarnan. A Jesús no lo vemos sufrir, ni con la corona de espinas, ni con los latigazos, ni con la crucifixión, ni con la lanzada en el costado. La expresión de María es una mueca estereotipada que no produce dolor en sí misma, sino por la historia en que la inserta el espectador que la conoce, y que la está viendo. Y el tremendo drama de Judas, arrepentido de su debilidad, es yugulado de raíz por una narración que lo reduce a mero decorado de un árbol. Los personajes no tienen vida porque la vida que le interesa contar a Pasolini es un sentir colectivo. La expulsión de los mercaderes del templo no sirve para dignificar el espacio sagrado, sino para condenar a los ladrones; es, en el fondo de todo, la historia económica y social la que cuenta: reducida a masas anónimas cuya voz se encarna en los personajes principales; que, como vamos viendo, ya no son protagonistas, sino portavoces; a la manera como los apóstoles son portavoces de dios, que es quien verdaderamente acabará hablando a través de ellos; que, puesto que ellos son ignorantes, no pueden hablar por sí solos.


 3.

            Pasolini se adscribe expresamente al neorrealismo: yo creo que se queda corto. Dentro del neorrealismo hemos visto películas tristes y hasta desgarradas, desde La strada hasta Rocco y sus hermanos. No: lo que está en cuestión aquí no es el realismo, es la distanciación. Fellini, Antonioni, Pasolini, el primer Visconti son realistas; todos comparten el afán por los escenarios naturales, los actores no profesionales, el sonido directo, la búsqueda de improvisación: frente a los decorados, los actores curtidos, los efectos, el estudio y el montaje; estos postulados estéticos los comparten todos, tanto Visconti como Pasolini. Pero hay algo que, por encima de esas vicisitudes, los hace diferentes: el sentimiento; en Rocco y sus hermanos vivimos situaciones desgarradoras; en El evangelio según san Mateo las situaciones desgarradoras son despojadas de sentimiento; el realismo es necesario, pero no es suficiente: además hace falta la distanciación, y ahí tenemos a Pasolini; Pasolini es un neorrealista antiaristotélico, y por lo tanto brechtiano.
            Podemos pensar en la versión cinematográfica que hizo Mario Camus de Miguel Delibes: Los santos inocentes. Azarías es un hombre solo cuya única compañía se la proporciona un milano; cuando el amo se lo mata en una cacería se produce el momento de máximo dramatismo: y Mario Camus, para evitar toda sensiblería, lo filma de espaldas, para que no lo veamos llorar. Pasolini, sin embargo, va mucho más lejos. A Azarías lo oímos llorar, aunque no lo veamos: pero las caras trágicas de Pasolini son hieráticas para no ser vistas (aunque las miremos) y además nadan en el silencio; el silencio es, de hecho, un océano en el cual se hunden todos los personajes, una fuente de inacabable lentitud. El sonido ahoga el ruido de las cosas y rescata únicamente las palabras; palabras que no son diálogos, puesto que los personajes no dialogan entre sí; esas palabras sólo son texto, predicación, doctrina, teoría, y hay que pensar para entenderlas, tenemos que estar atentos; el espectador no puede entretenerse con sentimientos vanos, tiene que estar concentrado con sus cinco sentidos en las palabras del predicador, que son las del agitador que está removiendo conciencias, consiguiendo adeptos. El tono de la voz es impersonal, pero aumenta en intensidad a medida que avanza la película: y al final las palabras gritan; el sentimiento, evacuado para la pena por la puerta principal, regresa para que vibre la arenga y arrebate los corazones por la  puerta de atrás; pero los arrebata disponiéndolos sordos para la pena. La película empieza silenciando el sentir de la misericordia, prosigue con el texto dirigido al cerebro y termina con el sentir de la voluntad. En la Cantata de Santa María de Iquique Quilapayún despierta la pena para mover a la acción (recuérdese la arenga final); en El evangelio según San Mateo Pasolini considera que para mover a la acción hay que suprimir la pena. El corazón es un estorbo para la inteligencia. Pasolini es Brecht en estado puro.


 4.

            Eso es lo que podemos decir desde el punto de vista artístico y literario. El compromiso social es otra cosa. Preferir un arte realista es tan legítimo como preferir el romanticismo o el simbolismo; preferir la teoría de la distanciación es tan legítimo como preferir la identificación aristotélica. Otra cosa es utilizar el arte como un instrumento de la sociedad prescindiendo de la dignidad que tiene como arte: realismos y distanciaciones ya no son actitudes artísticas, ni siquiera actitudes de lucha social (ambas cosas son, como hemos visto, opciones legítimas perfectamente respetables); lo que ya no es de recibo es que el arte se convierta en un instrumento de la sociedad que lo destruye como arte.
            El arte es una de las formas que adquiere la trascendencia. Los sentimientos trascendentes nos proyectan más allá de la inmediatez de lo cotidiano, y eso hace que la realidad desnuda deje de ser mezquina y se vuelva grande dentro de su desnudez. Pero convertir la falta de sentimientos en modo de vida es amputar la vida del ser humano. No sentir para comprender supone arrancarnos el corazón y convertirnos descarnadamente en un cerebro. Un cerebro que comprende el teatro brechtiano, el cine de Pasolini, y vive comprometido con el cambio, en una vida ascética donde el sacrificio es la única forma de responsabilidad que tiene; y pasamos por el mundo entregados a la causa, renunciando al placer sin disfrutar, pues los ratos de ocio son para comprender los mecanismos de la alienación social, no para expansionarse; el teatro nos abre los ojos, el cine nos enseña el dogma, los espacios artísticos son lugares estoicos a los que vamos resignados a no vivir, a no disfrutar, a no sentir alegría ni pena ni a emocionarse ni distraerse, sino a darlo todo por los otros (por la sociedad, en abstracto): paseando, con nuestro sacrificio, nuestro puritanismo, donde la renuncia es el don más preciado que podemos entregarles a los demás; pero no a los demás seres de carne y hueso            que tienen rostro y nos miran, sino a esa abstracción del montón de seres sintientes que nos rodean, a la que vagamente llamamos sociedad.
            Ésa fue la juventud de los años 60 y 70. Por lo menos una parte de ella. Jóvenes de aspecto brechtiano, con cabeza pero sin corazón, entregados a la causa y por lo tanto al líder, que hicieron de la diversión una renuncia a reír, del teatro un arte descorazonado, del cine un cerebro desalmado, y donde las pretensiones, legítimas, de comprender la sociedad para cambiarla se convirtieron en aspiraciones, menos legítimas, de renunciar a la espiritualidad para convertirse en mano de la historia; de una historia que avanza inexorablemente y es independiente de nuestra voluntad,  y en lugar de empaparnos de cultura nos empapamos de doctrina; esos jóvenes, en lugar de tener voz, son ecos de las voces del destino (puede ser de dios, de la historia, de la revolución o del partido) y se convierten en unas figuras tristes, pálidas y ojerosas, que viven al servicio de los demás y luchan por que los demás disfruten, pero ellos, en la lucha, no han disfrutado.
            Tal es la crítica que hago a la teoría de la distanciación: interesante como propuesta estética, dudosa como instrumento de transformación, y desde luego nada inocente como medio de realización personal. El arte o es arte o no transforma nada; o tiene vida propia o se apaga en su vida cuando se convierte en mero instrumento. Porque los jóvenes que han renunciado a todo para que vivan los demás ¿qué vida pueden ofrecer como modelo? ¿Hay vida acaso cuando ellos mismos han renunciado a vivir?








3 comentarios:

  1. Un evangelio que no he visto, pero prácticamente lo conozco por este artículo... Pasolini es un director que muy a su modo pinta la vida, la VIDA.

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  2. Un día llegó a mis manos un libro de Agota Cristoff: me resultó fascinante; y sin embargo estaba en las antípodas de los postulados estéticos con los que yo me identificaba. Lo mismo me ha pasado siempre con Vargas Llosa, y con muchos otros autores: no asumir sus planteamientos literarios no ha sido obstáculo para disfrutar plenamente de la calidad de su escritura. Lo mismo me pasa con Pasolini.
    Pasolini se sitúa al otro lado del espectro artístico que me hace vibrar. En literatura soy muy aristotélico, me parece que el autor debe desarrollar el sentimiento (el pathos) para transmitirle al espectador (y al lector) los sentimientos que lo llevarán a la plenitud estética; en su caso, al mismo tiempo, también a la purificación ética: a la catarsis.
    Nada de eso encontramos en Pasolini. En Pasolini la obra de arte debe servir para reflexionar, para tomar postura ante la vida, para asumir un compromiso; en mi entrada de esta semana he intentado demostrar que, más que partidario del realismo, Pasolini es un practicante de la distanciación. Brecht desarrolló esta concepción del arte en una obra temprana: El pequeño órganon, donde toma partido abiertamente en contra de Aristóteles; el artista no debe nublar la mente del espectador con sentimientos (y mucho menos sentimentalismos) que le quiten objetividad a la hora de juzgar lo que está viendo o leyendo.
    No comparto, pues, este punto de vista. No creo que la atención al mensaje deba lograrse a costa de la sensibilidad; lo que va dirigido al cerebro no tiene por qué construirse de espaldas a la razón (pues, como gustaba de decir Pascal, el corazón tiene razones que la razón no entiende).
    No comulgar con un autor no quiere decir que debamos quitarle mérito. Pasolini es un gran realizador y ha alcanzado, en su terreno, cotas de genialidad; ver a Pasolini es entrar en contacto con una materia estética de altísimas pulsaciones; sus manos de artista no dejarán indiferente a nadie que haya pasado por la historia del cine; diríase que soy un admirador de su obra, pero no un amante de su arte.
    Vaya, pues, desde estas páginas, el tributo merecido a un artista desde el horizonte donde se contempla el arte de otra forma; que es, si el arte fuera un río, la mirada que se tiene desde la otra orilla.

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  3. No es la primera vez que me haces reconsiderar mis palabras con tus comentarios; y como tú muy bien dices, Pasolini en un amante de la vida: de la vida,con mayúsculas. Gracias, Tana, por hacerme reflexionar.

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