viernes, 28 de septiembre de 2018

HAY FESTIVAL DE SEGOVIA (2018)




EL HAY FESTIVAL DE SEGOVIA (2018)


            El Hay Festival es un punto de encuentro donde se reúnen escritores, editores, artistas y comunicadores de todo el mundo. La edición de Segovia acabó el 23 de septiembre de 2018 utilizando como foro de debate la biblioteca, el museo, el teatro o la universidad; participaron figuras de primera fila, tanto de literatura selecta como de consumo, tales como Antonio Muñoz Molina, Santiago Roncagliolo, Isabel Coixet, Ken Follet, Javier Sierra y un largo etcétera; y se debatió sobre el papel de la literatura ante el reto de las tecnologías en el seno de la modernidad. Dar cuenta exhaustiva de estos encuentros es imposible, dado que muchos se desarrollaron a la misma hora en lugares diferentes; pero sí podemos aproximarnos a ellos a partir de algunos que bien pueden servirnos de muestra. Empezaremos por la literatura de masas, continuaremos con la literatura selecta y concluiremos con una muestra de cómo el gran público es capaz de apreciar a las grandes figuras que hablan para todos como si estuvieran hablando para una minoría: donde la palabra no se degrada por el mero hecho de dirigirse al gran número.

1. La literatura serializada.

            Lo que empezó siendo un libro leído se va convirtiendo cada vez más en un subgénero nuevo con un lenguaje propio que hay que ir descubriendo; por ejemplo, se puede describir la tristeza en lugar de hacer hablar a un personaje triste. Los autores que se dedican a este subgénero están descubriendo su lenguaje (como Eisenstein, mientras filmaba el Potemkin, descubría al mismo tiempo el lenguaje del cine). No es el teatro radiado de la BBC. No es el antiguo serial radiofónico. No es el audiolibro. Se llama audionovela, audioserie, radiotexto, ficción sonora. Es literatura de consumo y de consumo cotidiano, con lo que debe reunir varios ingredientes: es un podcast serializado, una especie de novela por entregas que se mueve en la oralidad; más que la verosimilitud y tranquilidad que se le exige el libro (aunque también), se le exige que mantenga mucho la atención; es económico porque las palabras son gratis y, al no tener carácter visual, nos ahorramos la escenografía; y tiene un formato tecnológico.
            Formato tecnológico: uniformización de los tiempos (lo que no ocurre con el libro); en Estados Unidos hay entregas que duran 20 ó 30 minutos (el tiempo que se tarda en llegar al trabajo); el prime time es de 10 a 12 de la noche, después de cenar y antes de dormir; pero una lectura de dos horas es excesiva. Comparémoslo con el libro: una novela de 200 a 300 páginas son de 6 a 7 horas de audio; además, los capítulos de una novela pueden tener distinta extensión, mientras que los de la audioserie deben durar todos lo mismo. Y hacen falta herramientas para seducir a los lectores.
            Entre la calidad deficiente de los antiguos seriales y la buena calidad de muchas novelas hay una zona intermedia en la que se mueven las audioseries: en ella se potencia el entretenimiento dentro de unos mínimos de calidad; que Santiago Roncagliolo (escritor, dramaturgo, guionista y premio Alfaguara) cultive este subgénero es ya una garantía; y que Ana Alonso (guionista interesada por el teatro y directora de la serie El gran apagón) se interese por él le da las dosis necesarias de interés comercial sin renegar totalmente de la calidad. Moderó el coloquio Javier Celaya, director de la plataforma de audiolibros Storytel. Entre las dos escuelas conocidas de audiolibros (la anglosajona, muy sobria, y la americana, muy hollywoodiense) se mueve el subgénero del que estamos hablando. Santiago Roncagliolo está terminando una larga serie que durará diez horas. 


            Nos movemos en el terreno de la literatura de consumo, el que produce los éxitos de ventas; el Hay Festival también acogió a Ken Follet y Javier Sierra, dos de los grandes maestros adorados del gran público. En estos autores, que se mueven en el terreno de la novela clásica, y en los que ponen sus esfuerzos al servicio de la audioserie, se aprecia una dignificación de esta tercera vía, a caballo entre la gran literatura y la mala literatura de consumo; el entretenimiento no está condenado a separarse de la seriedad; se pueden contar historias interesantes sin que se pierda calidad en aras del interés.

2. La literatura seria.

            La buena literatura está representada por Antonio Muñoz Molina, que respondía a las preguntas de Nativel Preciado sobre su nuevo libro: Un andar solitario entre la gente. Solitario: es decir ensimismado. Entre la gente: es decir acompañado. Se puede estar solo y acompañado a la vez, y eso no es una paradoja. Muñoz Molina ha recopilado frases sacadas de los anuncios publicitarios y de los periódicos, y cada una de ellas le inspira un reflexión sobre algún aspecto de la vida; una decía, por ejemplo: “oficina de instantes perdidos”; y no sabemos si valorar más la creatividad del publicista o la mirada atenta del escritor que ha sabido fijarse en ellas y rescatarlas.
            La literatura (dice el autor) “nos enseña pluralismo; los seres humanos somos distintos y eso nos humaniza vacunándonos contra el papanatismo”. Y frente a la uniformidad está la vacuidad, el hecho de que la vida no tiene horizonte; “la gente hoy no cree en nada y a la vez se lo cree todo”; la falta de fe priva de ilusión y el exceso de credulidad la vacía de contenido, pues se cree lo que dice cualquiera y no tiene en cuenta lo que le dice su propio yo. “En Sevilla habita mi otro yo, mi yo de enfrente”, dice Gerardo Diego; eso que le falta a la gente y por eso las personas no saben dialogar consigo mismas. La consecuencia es que se ven abocadas a “gestionar un presente sin porvenir” y eso es lo que llaman la cultura del ocio: ese ocio que se entiende como pérdida de tiempo, no como tiempo contemplativo; por eso no hay ayer ni tampoco mañana. Frente a ese ocio mal entendido, Muñoz Molina reivindica una cultura del esfuerzo; “lo que va a pasar es lo que vayamos a hacer”, para “que tu pasado no se llene de futuros que nunca se han cumplido”. Si frente al “todo está atado y bien atado” de tiempos pretéritos hemos levantado el vacío confundiéndolo con la falta de ligaduras, entonces hemos perdido el sentido del hedonismo.
            Porque el hedonismo que nos tiene algo que decir (dice el autor) “a mí me encendió una gran cantidad de luces interiores”; esas que nos hacen andar solos entre la gente; “las personas tenemos oscilaciones entre zonas de oscuridad y zonas de claridad”, y gracias a ellas nos vamos haciendo jóvenes cuando pasa el tiempo. Muñoz molina cita la frase de un pintor: “cuando pinto tengo treinta años”. Su último libro es un conjunto de pinceladas para un cuadro; concebido en ese tono reflexivo, bien podría ser literatura con vocación filosófica. “Confesiones de un pequeño filósofo”, decía Azorín; aquí la filosofía tiene forma literaria como lo fue en el principio de los tiempos; eso que le gustaba siempre recordar a María Zambrano. 


3. La seriedad desenfadada.

            Se pueden decir cosas serias sin dejar uno de reírse. En esta visión desenfadada de la vida se inscriben dos de las numerosas intervenciones que hubo en el Hay Festival de Segovia: la de Isabel Coixet y la de Iñaki y Aitor Gabilondo.
            Isabel Coixet practica un humor irreverente que no se preocupa mucho de las formas. Habló de la mujer poniendo el ojo en el hombre, y de los catalanes poniendo el ojo en los independentistas: es una dialéctica de trincheras donde los enemigos están identificados y se comportan como dos ejércitos frente a frente; y como donde ella pone el ojo pone la bala, nuca dispara sin munición; interpretó el cese de  Lluis Pasqual como una represalia por haberse negado a poner un lazo amarillo en el Teatre Lliure.
            Aitor Gabilondo es guionista y autor de series de éxito como El príncipe; su último trabajo será una serie para HBO sobre la novela de Fernando Aramburu, Patria. Su tío Iñaki procede de una familia de nueve hermanos que creció al amparo de una carnicería; del negocio familiar salieron ingenieros, filósofos, comunicadores, artistas. Precisamente el conocimiento, el arte y la política centraron sus intervenciones que, como electrones en torno al núcleo, giraron continuamente sobre la carnicería.
            El arte. “Hay músicas que te emocionan y otras que no”, dice Iñaki Gabilondo, “y eso no tiene que ver con cánones objetivos”; aclara acto seguido que “existe el derecho de que no te guste algo que le gusta a todo el mundo”, aunque no esté en el museo, porque “el arte no es ir al museo, sino la percepción estética de la vida” y “ese sentido estético forma parte de la vida cotidiana”. Para Iñaki Gabilondo esta sensibilidad es casi una necesidad biológica, y lo resume con una expresión muy gráfica: “sin pan uno se muere de hambre, y sin arte uno se muere de hastío”.
            El conocimiento. Necesitamos conocer cosas distintas y esa necesidad es un reto que nos desazona: “la ansiedad es seguir buscando un acomodo nuevo”. Pero no hay por qué conocerlo todo, tenemos derecho a ignorar cosas, y a combatir “el exhibicionismo de quien lo ha visto todo”; porque caemos en la pedantería, que es ese consumismo supuestamente noble de quien se somete a las “urgencias dictadas por la moda, no por lo mejor que hay  en nosotros”; es más, “la sensibilidad verdadera no siempre está conectada con un conocimiento nuevo”, y no necesita de todas esas erudiciones de las que hace gala la pedantería.
            La política. Iñaki utiliza la metáfora del amor. “El enamoramiento no depende de la voluntad, lo que depende de la voluntad es el comportamiento amoroso”. Trasladada a la política, esta reflexión nos lleva a plantear que “no hay convivencia democrática cuando el fondo y la forma no se acompañan, y hoy hemos roto las formas”; confundimos la cortesía con la vanidad y sin embargo “no hay que confundir la burocracia inútil con el procedimiento administrativo”; porque esas “formalidades fundamentales” no están vacías: son, simplemente, respeto, el cimiento sin el cual no se levanta un edificio. Sobre esa confianza de partida hay, en el camino, una desconfianza y por eso “la democracia es un  sistema de control”: que consiste en el escepticismo, en la actitud permanente de vigilancia, porque “el ser humano es muy frágil” y puede muy bien caer en la tentación de corromperse.

            Se baja el telón. Con estos tres botones hemos elaborado una muestra. La literatura nos ha aparecido en la encrucijada del arte y de la sociedad, buscando realidad en la apariencia y calidad en la superficie; aunque, inevitablemente, lo superficial nos espera a la vuelta de la esquina. Los segovianos esperamos otra nueva edición del Hay Festival; donde la palabra sea un ingrediente de la vida y hablar, mal que pese a algunos, no sea sinónimo de perder el tiempo.




viernes, 21 de septiembre de 2018

LA VALENTÍA




            Virtudes, vicios, impulsos y estados de ánimo. 


LA VALENTÍA


             Ser valiente es atreverse, pero no todo el que se atreve es valiente. Hay jóvenes que terminan las fiestas apostando mucho dinero, cada uno pone un billete encima del coche y se reúnen, al final, grandes cantidades: “esto para quien se atreva a circular por la autopista en sentido contrario a la marcha”. Quienes aceptan el reto pasan por valientes, e incluso por hombres; “¡qué huevos tienes!”, le dicen. Sucede, sin embargo, que arriesgar la propia vida, y poner en riesgo la de los demás, es una cobardía; esa familia que circulaba tranquilamente por la carretera ha perdido a uno de sus miembros sin tener culpa de nada; por culpa de unos cobardes.
            Para ser valiente hay que ser atrevido, pero eso solo no basta; hace falta también que el reto sea sensato: que tenga sentido; arriesgar la vida por un capricho es una insensatez; arriesgarla por salvar otra vida es valentía; la adrenalina que sueltan los jóvenes circulando en sentido contrario es criminal; la que suelta el bombero que se mete en la boca del lobo para salvar a alguien de las llamas es valentía; muchos crímenes producen emoción y requieren atrevimiento; también muchos actos heroicos; el heroísmo y la criminalidad comparten estos ingredientes, pero sólo el heroísmo es sensato y generoso; a la osadía del cobarde Aristóteles no la llamaba valor, sino temeridad; poner en peligro la vida propia o ajena: pero sin necesidad.
            Si eres solamente atrevido no eres valiente, todo lo contrario: eres un cobarde. El valiente, además de decidido (eso que llaman “tener huevos”), ha de ser sensato y generoso; respetuoso; el cobarde que se atreve, elevando las pulsaciones a cien y poniendo la adrenalina al máximo, para vivir una emoción a costa de una vida, ése no es decidido, sino impulsivo; se atreve en un arranque de fogosidad, no en un relámpago de lucidez, como quien se  lanza a hacer lo que no quiere porque sabe que es necesario; el héroe es un espíritu trágico; el héroe rompe con la comodidad cotidiana porque la vida le exige el sacrificio de renunciar; valiente no es Aquiles que sabe que va a ganar porque es el más fuerte, sino Héctor, que sabe que va a perder y, sin embargo, acepta el reto: no para descargar adrenalina, sino para batirse por los suyos.
            Decisión, sensatez, generosidad y espíritu trágico: ésos son los ingredientes del valor. Donde el valiente se decide, el cobarde se deja arrastrar; donde el valiente piensa, el cobarde lucha a ciegas; donde el valiente es generoso, el cobarde pone desprecio; y donde el cobarde busca placer (adrenalina, sensaciones fuertes, emoción a tope), el valiente asume retos no siempre buscados por él, sino impuestos por la vida; y, como decía Ortega y Gasset, si no soy capaz de salvar mi circunstancia no me salvo yo.


            Así que no es lo mismo ser valiente que tener huevos. En primer lugar porque hay mujeres valientes y no los tienen. Y en segundo porque, como decía Unamuno siguiendo a San Agustín, la voluntad quiere las cosas, la fanfarronería no; la voluntad es valiente y el fanfarrón no lo es, aunque asuma peligros; la fanfarronería sale de los huevos, la voluntad del corazón; de hecho, “voluntad” viene de “volo”, que en latín significa “querer”; lo propio del fanfarrón y el temerario es la “noluntad” (sigo en esto a Unamuno), de “nolo”, que significa “no querer”. Nosotros a la noluntad la llamamos derrotismo; nihilismo; palpitar de una vida vacía, sin sentido, un luchar aparente sin ningún motivo, un estar ahí sin saber por qué; “rebeldes sin causa”, por tomar el título de una película, son esas personas que se retan para pasar el rato: con retos absurdos que no sacan de nosotros lo mejor que tenemos, y juegan al filo de la navaja, en busca de emociones, porque su vida no es emocionante; arriesgando la muerte porque, de hecho, se sienten muertos ya.
            Lo que le falta al cobarde que se cree valiente es energía para vivir. Alegría. Todas las fuerzas, todos los impulsos, todos los instintos que sienten, son tristes: no les producen felicidad aunque les proporcionen placer. Quien no tiene fuerza se deja llevar. Quien la tiene se lleva  a sí mismo. Una cosa es que te manejen las cosas y otra muy distinta que las manejes tú a ellas. Quien no tiene fuerza para manejarse se deprime con facilidad, puesto que la sensación de no poder resistir las tentaciones, de no hacer frente a las dificultades, nos baja el ánimo y nos hace descender el tono vital; uno se siente como un muñeco, juguete de los elementos, cuando no se siente con fuerza para tomar las riendas de su destino y mandar en él.
            Cuando uno se deja llevar por sus instintos, que son su naturaleza, deja que los instintos le gobiernen: no puede ser señor de sí mismo. Ya decía Hipócrates que no podemos dejar que nos lleve nuestro temperamento, sino que lo tenemos que llevar nosotros a él: en eso consiste forjar el propio carácter, la libertad. Dejarse llevar por un impulso emocionante, aunque nos dé miedo, es pensarse mucho las cosas hasta que nos lanzamos al agua: hasta que nos atrevemos; hasta que tenemos huevos.
            Cuando tomamos una decisión alimentando ese impulso que nos pide emoción y atrevimiento lo que hacemos, según decimos, es “echarle huevos”; lo pensamos, con miedo, montones de veces hasta que nos lanzamos: ¡ya! Si ese impulso es sensato, generoso, respetuoso consigo mismo y con los demás, seremos valientes; y la valentía contiene un ingrediente más que es el heroísmo: ese espíritu de sacrificio en que consiste el espíritu trágico. Lo veremos con un ejemplo.


            Hay un joven que necesita estudiar; sabe que quiere, pero no tiene ganas. Si llama a sus amigos para salir a pasear cuando debería estar estudiando, no se comporta como un valiente; no es un héroe: lo sería si luchara contra sus inercias (en este caso contra la pereza) y las venciera. Ser valiente es saber sacrificarse con sensatez, obligándote a hacer lo que de momento no quieres, pero a la larga quieres; la falta de ganas es un freno para las ilusiones que alimentan tus grandes proyectos. Ser valiente es tomar decisiones que no te emocionan ahora pero que, al final, te acabarán emocionando; y que son más valiosas que lo que haces cuando te dejas llevar por los impulsos del momento.
            Uno puede decidirse de tres maneras: o porque le gustan las cosas que no sirven para nada, o porque le gustan las cosas valiosas, o porque lucha contra la facilidad (y lo fácil son las cosas que gustan, pero que no sirven). En el primer caso soy un fracasado, en el segundo he nacido con estrella y en el tercero soy un valiente. Lo fácil te divierte ahora, pero te quita de hacer cosas que a la larga te harían feliz. Lo valioso también te divierte cuando buscas, de modo natural, lo que merece la pena, y huyes naturalmente de lo fatuo y de lo vano. Y lo difícil te obliga a luchar contra lo fácil y requiere de ti un gran despliegue de fuerzas. Hay muchos amantes de la vanidad, unos cuantos amantes de lo noble y algunos que aman la vanidad pero se empeñan en luchar por lo noble; estos últimos no aman realmente la vanidad, pero se sienten atraídos por ella; en realidad aman la nobleza aunque la nobleza no les atraiga; por eso experimentan un impulso hacia lo bueno, y ese impulso  contrarresta de sobra las fuerzas que los mueven hacia lo malo; por eso tienen que renunciar a lo que les agrada, tirando ellos de las cosas nobles; si la montaña no viene a mí, seré yo quien tenga que ir a la montaña.
            Resumiendo: ser valiente es atreverse a gobernarse uno mismo, aunque sea  bogando a contracorriente. El valor siempre requiere sacrificio, es decir, heroísmo: capacidad de elegir, si fuera preciso, lo contrario de lo que nos apetece. Pero cuando a uno le gustan las cosas buenas ya no se trata de valentía sino de buena educación, que es el buen gusto; y debe tener la humildad de reconocer que sabe hacer bien las cosas sin necesidad de valentía. Aunque el espíritu educado, que todo lo ha vuelto fácil, también se ha ido construyendo poco a poco: superando retos, obligándose siempre y derrochando valor.





viernes, 14 de septiembre de 2018

EL MÉTODO CARTESIANO



La impertinencia de la lechuza.
            Hoy toca corregir a los clásicos… O por lo menos darles un toque de atención.


EL MÉTODO CARTESIANO
  

 1. El problema del método.

            Todos podemos pensar, todos tenemos inteligencia, todos somos capaces de razonar. La razón (“el buen sentido”) es la capacidad de juzgar bien; juzgar es poner un sujeto delante de un predicado (“Juan tiene hambre”, “el perro tiene cinco patas”); juzgar bien es distinguir lo verdadero de lo falso (ningún perro tienen cinco patas, lo sé por experiencia; en cuanto a si Juan tiene hambre, tengo que fijarme o preguntarle a él).
            Todos somos capaces de entender las cosas, pero no todos sabemos utilizar nuestro entendimiento; hay que ir por el camino recto, utilizar un método adecuado, y es preferible no correr porque es fácil que nos equivoquemos por el camino y no lleguemos adonde queríamos ir. Es mejor ir despacio  y fijarse bien en lo que hacemos.

1.1. Duda.

            Lo primero es no creer con los ojos cerrados nada de lo que vemos. Vemos un cuaderno rojo, pero quizá es verde y soy daltónico; veo un sol pequeño, pero seguramente su tamaño es enorme; este bocado sabe a fresa, pero quizá sea otra fruta y le hayan puesto un aditivo, un saborizante; huelo a canela, pero quizá es un perfume que se ha puesto una mujer; hay infinidad de estímulos equívocos que producen en nosotros sensaciones erróneas, y lo único que puedo hacer es dudar de ellos, dudar por principio, dudar por método: por lo menos hasta que tengamos una certeza de la que no podamos dudar.


1.2. Evidencia.

            Lo cierto es que ahora estoy pensando. Y como no pueden hacer nada las cosas que no existen, como un dragón inexistente no puede comer (precisamente porque no está en ningún sitio), así tampoco podría pensar yo si no existiera; puedo existir sin pensar, sí, pero entonces no sabría que existo; pero si pienso, aun sin darme cuenta de si existo o no, no puedo dudar de que, verdaderamente, existo. Si pienso es porque soy un ser que piensa y si soy un ser que piensa es porque soy un ser, y si soy un ser soy, entonces, simplemente, existo (es el principio de cercenamiento). Pienso, luego existo. No puedo saber si el aspecto que tengo existe en mi cuerpo ni tampoco si mi cuerpo existe también, pero sí puedo saber que existo como ser que piensa, y que por lo tanto los pensamientos que tengo existen conmigo.
            Pienso, luego existo. Démosle la vuelta a la proposición: existo, luego pienso. Es a todas luces falso. Una piedra, aunque exista, no piensa. Pero lo contrario siempre es verdadero: algo que piensa necesariamente tiene que existir. Podemos decir, por contraposición, que si algo no existe desde luego que no piensa, pero no que si algo existe tiene necesariamente que pensar.
            ¿Qué tengo yo en el pensamiento? Ahora pienso en un ser sin límites, un ser inmenso. Ahora bien, yo soy un ser limitado porque me doy cuenta de que hay muchas cosas que no puedo hacer (volar, por ejemplo), y hay muchas cosas que no caben en mí (un árbol, por ejemplo). ¿Cómo ese ser limitado puede caber dentro de mí? Es como si un libro cupiera dentro der un verso, como si una muchacha (a decir de Vázquez Montalbán) pudiera meterse dentro de su útero, como si una estrella se metiera dentro de un átomo: lo grande no cabe dentro de lo pequeño a menos que disminuya de tamaño, lo que no tiene límites no cabe dentro de ningún límite, la idea de un ser infinito no cabe dentro de mi pequeñez, no puedo haberla metido yo mismo en mi cabeza, ¿de dónde viene esa idea, pues? Una idea enorme sólo puede proceder de un ser enorme, sólo dios, ser inmensamente grande, ha podido meter su idea de ser enorme dentro de mi pequeñez: por lo tanto dios existe.
            Y si dios existe como ser infinitamente grande y si ser bueno es más grande que ser malo, entonces dios tiene que ser necesariamente bueno; y si es bueno no puede engañarme cuando investigo en la naturaleza: por lo tanto puedo fiarme de lo que veo en mis experimentos, puedo entregarme razonablemente a la experimentación aunque dude de mis sentidos, pero las observaciones deben ser guiadas por la inteligencia.
            ¿Y cómo son las cosas que observo? No estoy seguro de su color, de su olor su forma, todo eso que Galileo, siguiendo a Epicuro, llamó cualidades secundarias: las que son subjetivas; donde para unos hace frío para otros hace calor y no nos podemos poner de acuerdo en ello. Pero sí nos podemos poner de acuerdo en las cualidades primarias, las que son objetivas, cuantificables y medibles; la temperatura que marca el termómetro será siempre la misma para quien tiene calor y para quien tiene frío; los segundos que tarda un cuerpo en caer serán los mismos para todos los que tengan un cronómetro que funcione; y la distancia que hay entre dos puntos será siempre la misma pata todas las personas que puedan medirla con un metro. Una vela cambia de forma cuando arde, cambia de color, de olor, pero de lo que no cambia nunca es de tamaño, tenga la forma que tenga: y, como la materia es extensión puesto que toda materia ocupa un lugar en el espacio, puedo utilizar un sistema de coordenadas para medirla en todo momento; las que inventó Descartes se llaman, en su nombre, coordenadas cartesianas, como llamamos galileanas a las que inventó Galileo. La física, pues, debe estudiarse experimentando y observando,  pero siempre en un sistema de coordenadas dentro del que podamos situar los objetos, para medir y calcular.


            Empezamos a estudiar con las cosas de las que estamos completamente seguros: que yo tengo pensamientos y que la materia es extensión son cosas que me van a servir para la física; que existe Dios es algo que me podrá servir en metafísica: para la física no. Aparte de estas dos ideas (el pensamiento y la extensión) ¿de qué otras cosas puedo estar seguro? ¿Del teorema de Pitágoras, de la ley de los vasos comunicantes, de que el cielo tiene oxígeno? No mientras no lo compruebe. Empecé por la duda metódica y he desembocado en la evidencia; es evidente aquello que yo entiendo con claridad (está claro que la materia ocupa un lugar en el espacio) y que sé distinguir de lo que no es (sé distinguir muy bien entre un cuerpo material y una idea, sin lugar a dudas). Supongamos, ahora, que tengo que resolver un problema: descifrar el sentido que tiene un conocido pareado, o sea averiguar si tiene algún sentido o si está enunciando un absurdo. El pareado es el siguiente:
   ¿Qué será, y parece cosa extraña,
comer un conejo hoy y matarlo mañana?

1.3. Análisis.

            A primera vista parece imposible: ¿cómo nos vamos a comer hoy el conejo que vamos a matar mañana? Para deshacer la paradoja hay que dividir este problema complejo en partes más sencillas; analicemos, pues; el sujeto del verbo “comer” es “nosotros”; el de “matar”, también: pero no tiene sentido. ¿Quizá es que no lo hemos hecho bien? ¿De qué otra forma lo podríamos analizar? Busquemos.
            Al final caemos en la cuenta de que el sujeto del verbo “comer” también puede ser el sustantivo “conejo”. ¿Cuál de las dos interpretaciones es la mejor?

1.4. Síntesis.

            Para eso es preciso juntar las distintas palabras que hemos separado por el análisis  ver qué sentido crean conjuntamente. En el primer caso se nos dice que nosotros nos comemos hoy el mismo conejo que vamos a matar mañana, y eso es imposible. En el segundo el conejo come hoy y nosotros lo matamos mañana, y eso ya tiene sentido. Hemos resuelto el problema.

1.5. Enumeración.

            Ahora voy a repasarlo todo para estar seguro de que no me he olvidado de nada: miro las palabras, compruebo que todas están analizadas, no queda ningún cabo suelto, todo está bien; he terminado.


2. Algunos ejemplos.
2.1. El ejemplo de Parménides.

            Vamos a resolver otro problema siguiendo el mismo procedimiento: ¿se mueve el ser?
 1. Empezaremos poniendo en duda todo lo que no está en el problema: nosotros hemos visto moverse a muchos seres vivos, pero, aunque hemos visto muchos que son así o asá, no hemos visto ningún ser a secas; ningún ser que sea de una manera o de otra, sino sólo que tenga la característica de ser: sin precisiones, sin adjetivos: sólo ser. Un ser así no es accesible por los sentidos, puesto que no tiene ni forma, ni color, ni olor, ni sabor; sólo podemos captarlo por la razón; por el entendimiento que concibe cosas que somos incapaces de imaginar.
2. Después pasamos a buscar evidencias, y encontramos dos: la primera es que el ser es; la segunda, que el no-ser no es; son cosas tan claras, tan evidentes, que nos parece hasta absurdo pensarlas, de claras que son; sería absurdo dudar de ellas.
3. Ahora vamos al análisis. Descompongamos el significado de la palabra “moverse”: moverse significa salir de donde se está; por lo tanto si el ser se moviera saldría fuera del ser. ¿Y adónde iría?
4. Hacia el no-ser: aquí empieza la síntesis; pero ya sabemos que el no-ser no existe (lo habíamos presentado como una evidencia de la que no se puede dudar): por lo tanto el ser no se mueve; lo acabamos de demostrar.
5.  Mientras razonábamos hemos ido enumerando los pasos que íbamos dando, y el procedimiento ha quedado así:
Evidencias:
(1)   El ser es.
(2)   El no-ser no es.
Análisis:
(3)   Si el ser se moviera saldría fuera de sí (iría fuera del ser).
Síntesis:
(4)   Pero fuera de sí no hay nada: lo que hay fuera del ser es el no-ser.
(5)   Y el no-ser no existe.
(6)   Luego el ser no se puede mover (l.q.q.d.).
Por lo tanto no nos hemos equivocado, y el método de Descartes ha funcionado: hemos demostrado lo que queríamos demostrar.


2.2. El ejemplo de Galileo.

            El ejemplo que acabamos de examinar procede de Parménides. Veamos ahora cómo procedería Galileo. A la hora de estudiar la caída de los cuerpos lo primero que hace es desdeñar las cualidades secundarias: cosas como el calor, el color o el olor son totalmente subjetivas, y por lo tanto dudosas; para salir de la duda sólo las cualidades primarias (el lugar, el tiempo, la masa) pueden aportarnos evidencia, porque tienen que ver con una de las evidencias básicas de Descartes: que la materia es extensión.
            Analicemos la caída de los cuerpos. Dividámosla en sus partes más sencillas: nos quedarán precisamente esas variables, lugar, tiempo, masa. Esto que Descartes llamaba análisis lo llamaba Galileo “resolución”; separar, aislándolas, las distintas variables es resolver un problema en sus partes más sencillas, algo así como tener todas las piezas de un puzle; para el investigador es tener piezas que nos valen y piezas que no, como si estuvieran mezcladas las piezas de varios puzles y nosotros sólo tuviéramos que seleccionar las que nos sirven; Galileo se quedó con el espacio y el tiempo, pero despreció la masa. ¿Cómo lo hizo? Tirando desde la torre de Pisa objetos de varios tamaños y pesos, o haciéndolos rodar sobre un plano inclinado; hasta que comprobó que la masa no influía en la velocidad de la caída de los cuerpos.
            Una vez que ha separado las piezas que le sirven las tiene que juntar, y debe descubrir qué operaciones necesita para unirlas: síntesis. Galileo lo llamaba “composición”. ¿Cómo debemos componer, o ensamblar, esas variables para que nos den la fórmula que buscamos? ¿Sumándolas? ¿Restándolas? ¿Dividiéndolas? Galileo descubrió, experimentando, que se trataba de una división si lo que buscamos es la fórmula de la velocidad, o de un producto si se trata de movimientos uniformemente acelerados:
Velocidad = espacio / tiempo
            Al hacer todas esas cosas que iba haciendo, para poderlo repasar todo varias veces y asegurarse de que no se había olvidado de nada: enumeración. Ya está. El método de Galileo es, en el fondo, el mismo método que utilizaba Descartes; sólo que al análisis y la síntesis Descartes añadía dos pasos que Galileo hacía también pero de manera implícita: la duda y la evidencia.


2.3. El ejemplo del mecánico.

            El coche no funciona: tengo que llevarlo al taller. Si supiera lo que le pasa se lo diría al mecánico y entonces el mecánico sabría por dónde tiene que empezar, pero no lo sé. De modo que el mecánico tiene que desmontarlo hasta dar con algo que no esté como debe estar. Y cuando da con una pieza defectuosa la cambiará y luego lo montará todo de nuevo. Desde que empezó hasta que terminó debió anotar todos los pasos que iba dando para evitar que al montarlo todo le sobrara ni le faltara ninguna de las piezas que tenía. Desmontar (análisis), montar (síntesis), apuntar (enumeración): aquí tenemos los pasos del método cartesiano.
            Pero en realidad las cosas no suceden así. Los mecánicos no desmontan a ciegas hasta que aparezca la avería. Desmontan ya con una idea preconcebida que les va orientando sobre qué partes deben desmontar y cuáles no. ¿Se me apagan las luces del coche? Voy a mirar las bombillas; o si no la batería, o el alternador, por ese orden: de lo más fácil a lo más difícil, de lo sencillo a lo complejo. ¿Pierde agua? Voy a mirar en los manguitos, y si no está ahí el problema desmontaré la junta de la culata. ¿Suelta demasiados humos? Voy a ver el tubo de escape, o si no miraré las revoluciones del contador. Si el cliente le da una pista, el mecánico desmontará por donde le dicen; si no le da ninguna tendrá que hacer el mecánico algunos tests para saber por dónde puede empezar; pero lo que no va a hacer el mecánico es desmontar a ciegas; desmontarlo todo y ver pieza por pieza cuál está averiada.
            Hempel insiste en ese detalle: el investigador sólo hace análisis y síntesis a partir de una hipótesis, de una idea probable acerca de lo que pasa; recopilar datos a ciegas, como parece proponer Francis Bacon, es gastar demasiadas energías para poca cosa; la recopilación se guía, y eso la hace más económica, por las hipótesis que manejamos. No buscamos en los datos la idea que solucionará el problema, sino que buscamos primero una idea que nos orientará en la búsqueda de los datos.

2.4. La iglesia de Segovia.

            Había en un pueblo de Segovia una iglesia románica que gustó mucho a un norteamericano. La compró. Para llevársela a su país tuvo que desmontarla, piedra por piedra, embarcarla y volverla a montar. Ésta era la tarea:
            Primero desmontar.
            Segundo, numerar cuidadosamente las piedras para saber cuál era el sitio exacto que debía ocupar cada una.
            Tercero, montarlas de nuevo.


3. Crítica.
3.1. La iglesia.

            Desmontar: análisis. Montar: síntesis. Y enumeración. Pero el montaje de las piedras en América no juega aquí el mismo papel que jugaba la composición de Galileo; en Galileo se trataba de crear una fórmula uniendo, pegando literalmente, cada una de sus partes; en el ejemplo de la iglesia esa síntesis correspondería al plano del edificio; el montaje de las piezas sería más bien lo que Galileo llamaba “comprobación”; comprobar algo es asegurarse de que la realización corresponde a lo proyectado, que el edificio construido es un calco del que hay idealizado en el plano.
            La enumeración no es sólo identificar cada una de las piedras que hemos desmontado para volverlas a montar después; es contar los pasos que hemos ido dando para hacerlo y distribuir las piedras clasificadas en los montones para que podamos montarlas. De modo que aquí la síntesis está al principio y hay una doble síntesis: el templo real y el templo ideal. El análisis (el desmantelamiento) viene después. Este desmantelamiento debe hacerse anotando cada piedra con el mismo número que tenía en el plano para poder localizar después el sitio exacto donde la debemos montar.
            El ejemplo de la iglesia no sirve para ilustrar el método cartesiano: la síntesis no viene aquí después del análisis sino antes; y la síntesis inicial, que sirve de mapa o guía, no debe confundirse con la síntesis final, que es la propia iglesia edificada de nuevo.

3.2. Parménides y Galileo.

El ejemplo de Parménides contiene exactamente los mismos pasos que el de Descartes, pero el de Galileo contiene uno más: la comprobación. Galileo, después de descubrir la fórmula que buscaba, necesita comprobar que la realidad es así; y para eso necesita deducir conclusiones que permitan predecir situaciones nuevas en las que poder observar si se realiza la hipótesis; por ejemplo, si velocidad es igual a espacio partido por tiempo, dividiendo el espacio recorrido por el tiempo tardado en recorrerlo en distintos medios (al aire, el agua, el vacío) deberíamos obtener diferencias en la velocidad; y si un cuerpo se mueve  a 10 kilómetros por hora, si ha recorrido cien kilómetros en dos horas, al reducirlo a la unidad debería darnos la misma velocidad; y no es el caso en el ejemplo elegido, luego tiene que haber un error en alguna parte. Y si Galileo hubiera podido medir velocidades astronómicas, habría comprobado que dos velocidades que se añaden no siempre dan por resultado una velocidad que es la suma de las velocidades iniciales, como comprobó Einstein con la velocidad de la luz.
El método de Descartes, a diferencia del de Galileo, carece de comprobación, y ése es su gran fallo; por eso se equivocó tantas veces mientras Newton acertaba. El error no está en imaginar hipótesis; el error está en no comprobarlas.



3.3. Galileo y el mecánico.

            Normalmente no analizamos las cosas para ver qué hay en ellas; cuando las analizamos suele ser porque buscamos algo. “Sólo se busca lo que se conoce”, decía la policía francesa, y puede parecer paradójico; pero eso no significa que conozcamos lo que buscamos antes de buscarlo, sino que conocemos qué es lo que queremos buscar: conocemos el problema que hay que resolver, no la solución; para descubrir la solución tenemos que aplicar un método, el método que estamos buscando.
            Por lo tanto antes del análisis hay que plantear un problema (o de lo contrario caeremos en la búsqueda ciega que le reprochábamos a Bacon). Llevamos el coche al mecánico y le decimos qué es lo que falla. O vamos al médico y le decimos qué es lo que nos pasa: él buscará hipótesis para dar con la causa.
            En otras palabras, antes del análisis tiene que plantearse un problema, y después de la síntesis tiene que haber una comprobación.

4. Conclusión.

            No parece que el método de Descartes funcione demasiado bien. Pienso que, como él plantea, toda búsqueda debe empezar por unas evidencias que guíen nuestra búsqueda, pero evidencias empíricas, físicas, no metafísicas; las evidencias de Descartes son como el marco de un cuadro, que siempre debe estar ahí para que el cuadro destaque; pero cada investigación es un cuadro distinto y debe hacer su propia pintura; y, con el mismo marco, debe tener un contenido diferente: de ahí que junto a las evidencias cartesianas deba haber otras evidencias que funcionen como axiomas en cada ciencia, en cada rama del saber, en cada problema concreto; y dentro de ellas debe haber dudas que cristalicen en hipótesis.
            Y tenemos que empezar por un problema; si no planteamos problemas descubriremos cosas por casualidad, y eso también sucede: pero no debe ser la norma. Cuando tenemos un problema lo primero que tenemos que hacer es analizarlo; y si a lo largo de la tarea logramos unir algunos de los elementos que hemos separado para formar una hipótesis, nuestra búsqueda dispondrá de un faro más potente que la pregunta o problema de donde arrancábamos. No es lo mismo decir “¿por qué llueve?” que decir “¿es la condensación de las nubes la causa de las lluvias?” La primera pregunta (el planteamiento del problema) es un faro mucho más tenue que la segunda (formulación de una hipótesis).


            Conviene, eso sí, anotar los pasos que vamos dando; enumerarlos; por pura precaución. Y después hay que extraer de las hipótesis consecuencias que nos permitan predecir fenómenos inobservados; y someterlos a contrastación.
            De modo que los pasos del método ideal deberían ser éstos: duda; evidencias-marco; planteamiento del problema; análisis; enumeración; síntesis (hipótesis); predicciones; comprobación.
            Hay dos tipos de problemas: de comprensión y de generalización. No es lo mismo estudiar un fenómeno que estudiar si ese fenómeno se produce siempre. Veamos algunos ejemplos.
            He observado que hay animales con pelo: perros, gatos, liebres, sí, pero también moscas, mariposas y arañas. Me fijo en que los perros y los gatos tienen tetas y las moscas no; entonces digo que todos los mamíferos tienen pelo, y me desentiendo de los insectos y las arañas. Los observo bien, me acerco a sus cuerpos, los analizo al detalle; podemos decir que analizar dignifica aquí mirar con una lupa; o, como se dice comúnmente, enfocarlos con el zoom. Ya no se trata de dividir las cosas en partes, cortarlas en trozos y separar esos trozos para poderlos estudiar aisladamente; se trata de separar con la mirada acercándome a ellos, no separar con el bisturí para verlos a simple vista sin acercarme. De todas formas la palabra “analizar” significa lo mismo en todos los casos: separar, aislar un plano de detalle del conjunto. Podemos separar las cosas físicamente (desarmándolas) o sensorialmente (acercando los conjuntos para ver sus partes); o incluso mentalmente (separando las ideas que dependen unas de otras).
            Yo veo una mosca: y tiene pelo. Ahora veo un gato: también tiene pelo. Puedo analizar la composición del pelo del gato y de la mosca para ver si es el mismo; paralelamente observo también que el gato es mamífero y la mosca no: lo observo en la presencia o ausencia de tetas. La siguiente pregunta es: ¿en todos los mamíferos es igual? Observo y analizo otras especies de mamíferos y concluyo que sí: es la fase inductiva. De modo que muchas veces para comprender un fenómeno tengo que generalizar a partir de lo que observo; o sea que el análisis va de la mano de la inducción muchas veces.
            Todas estas cosas no las encontramos en Descartes. Su método carece de contrastación sistemática, lo que le impide controlar bien las hipótesis; y no puede discernir bien lo que es una explicación del fenómeno que se estudia de las metáforas científicas. Por eso Newton tuvo que recordarle que debía tener cuidado con las fantasías, que la ciencia no es literatura; “yo no imagino hipótesis”, le dijo: “hypotheses non fingo”. El científico debe tocar tierra cada vez que levanta el vuelo; al revés que el poeta; al revés que el filósofo.
            El método de Descartes es correcto: pero insuficiente. Hay que analizar y crear, pero también comprobar. El análisis es una colecta de datos motivada por un problema; y cuando llega a un grado mayor de complejidad se convierte en una colecta de datos guiada por una hipótesis. Descartes incurre en varios errores:
El primero, no avisar de que el análisis debe ser precedido por el planteamiento de un problema.
El segundo, no advertir de que, cuando el análisis tropieza, hay que sintetizar una hipótesis para poder proseguir con él.
El tercero, no avisar tampoco de que al análisis suele revestirse de inducción; el primero nos desvela una estructura, el segundo nos advierte de si la estructura es compartida o no por un grupo de individuos.
Esas imprecisiones hacen que el método cartesiano empiece siendo riguroso y acabe encallando en la fantasía; que es falta de rigor, no lo olvidemos, y confunda las ideas con la realidad, el mundo con la ficción; y se acabe convirtiendo la ciencia en ideología.
  










viernes, 7 de septiembre de 2018

EL FIN DEL MUNDO





EL FIN DEL MUNDO


1.

            ¡Arrepentíos, pecadores, el día se acerca! Os voy a contar cómo el mundo se hizo visible, cómo se revelaron las cosas ocultas y cómo nuevamente la realidad se volvió invisible para que la buscarais a ciegas. Entonces pecaréis y el tiempo se habrá cumplido, y ya nunca más podréis hacer penitencia.
            ¡Oh, pecadores, ahora estáis malditos! ¡Malditos seáis, serpientes inmundas! No veis la estrella que iluminó el cielo en un campo de estrellas ni el velo rasgado que rompió la pólvora, ni tampoco la bola de fuego que surcó el espacio ni los espíritus radiantes ni el estallido del fin del mundo, allí donde se acaban los tiempos y desaparece la tierra. ¡Arrepentíos, pecadores, el día se acerca! ¡Ya va siendo tarde para la penitencia!
            Oh, pecadores, ¿cuándo os vais a arrepentir? Volved los ojos al cielo porque os voy a contar los estallidos de la peregrinación postrera; cómo las llamas se apoderarán de él en el día de la cólera: cómo se acabará todo y vosotros no os habréis mortificado aún porque no habéis elevado vuestras manos pidiendo clemencia. El cielo retumba como si lo estuvieran pisando los caballos, que está llegando la hora de los cuatro jinetes y uno de ellos extiende su mano, segándolo todo con la guadaña: la luz, el hambre, la peste, los cuatro jinetes, la guerra: ¡dies irae! ¡No os salvareis del apocalipsis porque el dedo de dios se alzará como un hacha para maldeciros y sois reos! Oh pecadores, ¿cuándo os vais a arrepentir?

2.

            Anselmo de Canterbury levanta su mano sobre el púlpito:
            -Si viniera el fin del mundo desaparecerían las piedras, la hierba, los árboles, los animales todos. Desaparecería la humanidad entera. Pero el bien y la justicia, la virtud y la belleza y los números y las formas que están en la mente de dios, seguirían estando en ella; seguirían estando aunque todo desapareciera. Porque en ellas está la vida eterna.
            Entonces Roscelino también levantó su mano, apostrofando a su manera:
            -Si el mundo se anegara en una bola de fuego se esfumarían las piedras, la hierba, los árboles, el sol, los animales y las gentes sobre la tierra. Y arderían las cosas que tenemos en la cabeza. Los libros, los pergaminos, las computadoras y la imprenta: con ellos arderían las esencias; y ya no habría en el cielo ni bien, ni justicia, ni números, ni proporciones ni belleza; no estarían en la mente de dios y se esfumarían, aniquiladas, después de la gran explosión: como se esfuman los árboles entre la niebla.

3.

            Porque hace dos mil años había dicho Platón:
            -El mundo que vemos es mentira y las mentiras son sombras que flotan en la luz de la verdad, todos los fenómenos de la naturaleza son apariencias. Detrás está la realidad invisible esperando a que la alcancemos; y la alcanzaremos con la luz de la razón, viendo lo que se esconde detrás de los fenómenos y ésa es la verdadera revelación de las cosas ciertas: sólo las pueden ver los que no pueden ver, los ciegos; que por no extraviarse en el mundo saben los secretos de las cosas mudas, pastores en el campo de la verdadera hierba.


4.

            Sombras de harapos, fantasmagóricas. Mangas y capas arrancadas, jirones de tela. Rostros espectrales desmontados simiescamente a la luz de las antorchas. Voces y gritos y piedras, y dedos crispados y ojos saltando por el vendaval de sus órbitas ciegas. Las hachas se rompen en sus carnes machacando huesos, los cuerpos se han ensartado en las espadas, soldados blandiendo látigos, mazas, escudos, petos, y cascos y cotas de malla; y caras machacadas por los guanteletes de hierro, y vientos que pueblan la noche, y sombras vacilantes a la luz de las antorchas; cortan el espacio como hachas de luz y el humo, regado en las vísceras del aire, es un eco de gargantas sembrado de violencia.
            Y es un terremoto. Los pobres se han levantado en armas, son campesinos sin tierra: hoces en la mano, cuchillos, guadañas, escarpias y sierras; todo se yergue en el reino de las sombras para protestar no sé qué contra no sé quién, ni sé por qué ni cómo ni cuándo; el fragor de las gargantas son voces aterradas por la muerte: es el milenio. El año mil. Decenas de rebeliones azuzadas por el miedo de un mundo que se acaba, allende la profecía que al acabar el siglo les dijo que a la postre llegaría el fin del mundo; y el miedo, afilado en la guadaña, estalló contra la razón y el campo se llenó de espadas y escudos y cascos y petos y guanteletes de hierro; hierros en los cuellos como relámpagos de cota de mallas; y las tinieblas surcan el cielo con el resplandor de las antorchas.
            Entonces vieron que caía, con su cola lejana, una bola de fuego.

5.

            Tienen bordón en la mano y van a Jerusalén. Allí es el fin del mundo y allí quieren morir. Del palo cuelga una calabaza que repiquetea, chocando con sonido hueco, camino de tierra santa: son peregrinos. Llevan sombrero de ala ancha y un zurrón atravesándoles el pecho, la cara sucia llena de piojos: quieren ir a Jerusalén. La capa amplia bailando hacia los lados, con su marcha lenta; los ojos ciegos, los pies cansados, los dedos negros de arañar la tierra: van camino de Jerusalén. Porque es el fin del mundo y son peregrinos de la tierra. Y es un valle de lágrimas, la vida se ha hecho para sufrir y los templos son oscuros, siniestros, más que ventanas, ventanucos, más que miradas, troneras; son estancias terribles de piedra dura, amplios contrafuertes sujetos al suelo porque tienen miedo a caer. El fin del milenio. Arte románico, tiempo de mortificación, paredes anchas, antes cárceles que alojamiento: mirando lejos…
Lejos se ve la huella de un cometa: rastro de luz que rasga el espacio, punto que ciega como una supernova, estrella que luce sobre las otras, la estrella de Belén. Luego el apóstol fue a Santiago. El cielo sembrado fue un campo de estrellas y ahora van abatidos, cabizbajos, quién sabe si meditabundos o tal vez dolientes y cansados; porque quieren combatir contra las garras del pecado y por eso, puestos a esperar el fin del mundo y puestos a hacer penitencia, han decidido que van a morir en Jerusalén.
            Un resplandor dibujó el espacio y cayó, rasgándola con la luz, como una línea arrastrada por una bola; la delineó en las tinieblas como la punta de un lápiz.


6.

Es el año mil. Las aguas se abren abajo la quilla, cuchillada implacable (tal la reja de un arado) que rotura el mar. La vela se abre con el viento del norte, gélido, anclado al cielo que corta la raja de la aurora boreal. A proa cabalga Leif Erikson: la capa, volando, tabletea en el aire y golpea los brazos y el cuello, y tiene el cuerno en la mano y sus carrillos no se cansan de soplar; es el año mil. Sus manos extienden sobre la niebla el espato de Islandia, van en busca de un mundo nuevo y América los espera al otro lado del mar: la tierra del vino, la península del Labrador; pero antes tienen que bogar por Groenlandia, han traspasado el final del milenio y a los rudos normandos no les llega el fin del mundo porque ellos tienen su Ragnarrok. América es la tierra del vino, savia joven y renovada en una joven promesa, América es un mundo nuevo para regarlo con vino. Han traspasado el umbral del milenio y están arando las olas con la reja de su drakar.
            Alzó los ojos y vio una piedra brillante que arrancó jirones de espacio y lo rasgó, convirtiéndolo en una bola de fuego.

7.

            La cruz ardiendo bajo la media luna, las huestes de Almanzor. Han sembrado el odio sobre la cólera del milenio: para unos es fin lo que para otros aurora y aquí se encalla el fanatismo, se estrella la ignorancia y se estanca el dolor: ha naufragado el odio en la batalla de Calatañazor.
            Una luz cruzó el espacio y fue a perderse, en los confines del horizonte, rasgando las cortinas del cielo. Y su huella brilló, durante unos instantes, dejando en el firmamento una raya gruesa que titilaba, como una exhalación impresa en su luz radiante.

8.

            También la China inventaba la pólvora y era el año mil. El cielo se llenó de líneas de fuego, de luces de colores, la tierra estallaba en cilindros de papel; chispas, velas y paraguas abrían sus varillas y lloraban sobre la tierra; era un remedo apocalíptico, un carnaval de explosiones y estallidos amables, sonrisas de la noche, temblores y petardos retumbando y ruido seco en la traca final.
            El año mil. Anuncio de calamidades con el cambio de milenio, entre templos oscuros y ráfagas de lluvia, siniestras cavernas sembradas de cielo, fenómenos de engaños en la mente de Platón. Variadas fueron las luminarias (luces de Compostela, cometas de Belén, gritos de pólvora y auroras boreales, espato de Islandia); hasta que vieron la bola incandescente y cayó, describiendo una parábola, perdiéndose entre los árboles convertida en llamarada: una llamarada  tremenda que clamaba al cielo que la dejó caer.
            En las varillas luminosas que dibujaba la pólvora apareció un suspiro de la noche: una estrella de fuego cruzó el firmamento y fue a perderse, dejando su estela, en los confines del horizonte.


9.

            Aparecen cosas que no existen, pero existen cosas que no aparecen; y en el fondo de la noche aparece Ulrich de Beck:
            -Este mundo que pisas, Walter, es tan falso como los sueños que se desvanecen. Tocas estas hojas y no existen, pero tu mente te engaña haciéndotelo creer: también el cielo es rosáceo y cuando amanece es azul; y ese chorro que esconde un arco iris cuando vas a tocarlo no es nada, y miras desde el otro lado y no está. No creas nada de lo que ves y tocas, Walter, que el mundo es un espejismo y no hay oasis por más que mil certezas te empujen a creerlo.
            Walter es un joven nacido en Colonia; es su discípulo y la misión del discípulo es preguntar.
            -Lo sé, maestro. Platón dice que la verdad está en otro mundo que no se ve.
            -Sí, Walter, pero Platón se queda corto. El velo de lo invisible esconde en realidad dos mundos: uno es inteligible, bueno y puro y hace brotar en nosotros el amor; el otro es enigmático y temible, malo, y está lleno de espíritus escondidos en las cosas.
            -Maestro, en el mundo también vemos sombras.
            -Vemos sombras y reflejos, Walter, pero yo te hablo de otro mundo donde las sombras no se ven.
            -Entonces ¿cuántos mundos hay?
            -Para Platón hay dos: uno que se ve pero no entendemos, y otro que entendemos pero no se ve; el mundo de los sentidos es el primero; el otro es de las ideas: las ideas, que son cosas que se entienden sin verse. Mas hay un tercer mundo, Walter, una causalidad latente y al mismo tiempo omnipresente, unas sombras invisibles que hacen daño y el daño que nos hacen está en nosotros sin dolor. El verdadero reino de las sombras no son las sombras de la caverna; está detrás de la apariencia, lleno de nubes tóxicas que flotan como espíritus: nosotros no nos comunicamos con los espíritus escondidos en las cosas que no se pueden ver. 
            -Mundo de los venenos.
            -Sí: de los venenos que sólo notamos cuando morimos.
            Espíritus malignos y radiantes. Almas que salieron de un rayo de luz, del fondo misterioso de una bola incandescente: eso era lo que enseñaba Ulrich de Beck. Una bola de fuego que atravesó el cielo y que vieron peregrinos y rebeldes, allá por el año mil, cuando Leif convirtió América en vino y el suelo empezó a temblar bajo los cascos de los caballos; los caballos que destrozaron a los ejércitos de Almanzor.

10.

            Entonces vinieron las muertes misteriosas. El bosque ardió durante siete días y siete noches, la bola se desintegró en el cielo y sus restos dejaron un cráter en la tierra desventrada; del fuego saltó una chispa que se hundió, enterrada en el granito, y siguió latiendo en el reino de las sombras mientras el suelo se seguía llenando con las sombras del sol.
            Pasaron los días y la gente vivió aterrada. Miraron arriba y ya no vieron bolas de fuego, la tierra siguió latiendo con el vientre abierto para el arado, los surcos estaban bañados por la lluvia, los poros absorbían la semilla y en los frutos brotaban las semillas del diablo: el diablo estaba allí, pero nadie lo veía.
            Alrededor del bosque los surcos quedaron calcinados. En muchas leguas la tierra no volvió a dar trigo, algunos se internaron en los árboles muertos y pudieron ver un cráter inmenso y murieron a su vez. Donde podía crecer, la tierra siguió creciendo.
            Pasaron los meses y los vómitos siguieron a las náuseas; a las náuseas siguió un malestar difuso, algunos tuvieron fiebre, en los vientres nacieron demonios y se los arrancaron con las uñas, las cabezas engendraban piedras que les crecían y les crecían raíces por el cuerpo; dientes que trituraban las carnes y las axilas se llenaban de bubones; las gentes morían rabiando y los dolores inenarrables sangraban por dentro, los globos de los ojos se hundían en las órbitas, los rostros se vaciaban hasta convertirse en pellejos y lentamente se volvieron amarillos: verdes, negros, cetrinos, pálidos, el aire empezó a poblarse de una densa mortandad.  
            La peste. La peste se extendió por la comarca. Ya no sembraban semillas, sino cadáveres. El cielo se llenó de azufre en el imaginario colectivo, todo se llenaba de espíritus, unos espíritus malignos; el mundo visible escondía otra realidad y era una causalidad latente, siempre imperceptible, pero presente; la peste irradió sobre la comarca llenándola de sustancias tóxicas, algo palpitaba bajo la tierra y la llenaba de demonios, demonios en el aire, en el agua, ni el fuego era capaz ya de arrancar aquella semilla maldita; quemaban los cadáveres y el mal se expandía. Era el mundo de Ulrich: las sombras invisibles que planeaban sobre el cielo se metían en las sombras que toda la gente podía ver.


11.

            Y vinieron las procesiones. Letanías de frailes se elevaban hacia el mundo invisible que sólo las inteligencias podían ver. Procesiones envueltas en los cantos lúgubres, misa de difuntos, misa de réquiem, campanas como lamentos que se ahogaban en las salmodias. 
Dies irae. Dies illa. Llantos de gargantas de los monjes, crucifijos de la noche, dedos en las cruces, lluvia de hisopos. El aire levantaba las casullas y el frío martilleaba los dedos. Rostros abatidos, los ojos hundidos, los huesos angulosos eran pellejos que anunciaban las próximas calaveras. Dies irae. Y eran cosas tremendas.  
¡Oh, dios, mundo que se envuelve en su tremenda majestad! Dies irae, muerte invisible. Hombres sepultados en sus capuchas, mujeres arrasadas en sus pañuelos negros, algún perro ladraba, dies irae. Una salmodia monocorde y sepulcral. Un aliento de invierno que respiraba para expirar. Cosas tremendas pasaban en la comarca, primero murió un hombre, el primero en internarse en el bosque con su perro, allí mismo donde cayera la bola de fuego: después murió el perro; fueron dos muertes fulminantes, sus cuerpos descarnados se hicieron esqueletos y las mantas los envolvieron para que los envolviera el suelo: sin tiempo, sin féretro, sin sudario, enterraron a la gente pobre; la tierra se llenó de gusanos y fueron cosas terribles, en el día de la cólera; las gentes humildes eran cosas lánguidas. Dies irae.
Cosas tremendas. Rex tremendae majestatis. ¡Oh, res tremendae! Sonidos del silencio manaron de las gargantas, murieron cinco. El hisopo los regaba para calmarles la sed: y fueron cincuenta. El cíngulo brillaba y era un rayo de luna: fueron quinientos. Lúgubres frailes paseaban, con las manos enfundadas en sus enormes mangas y las caras hundidas en hiperbólicas capuchas: siniestras grutas. Voces de salmodia y un canto gregoriano. Dies irae. El canto de la Iglesia por los enterrados: fueron cinco mil, diez mil, acabaron muriendo por cientos de miles (la muerte se enseñoreaba como un fantasma de trapo). Una capucha sin rostro en un cráneo sin cabeza, con unos brazos huesudos en unas mangas siniestras, extendían, de un lado para otro, el corte de la guadaña.


12.

Y fueron cuatro jinetes. El hambre. Un caballo se perdió arrasando los campos. La siembra no crecía, o crecía pero su vientre engendraba una semilla maldita. Estruendo de la tierra, temblor del suelo que atronaba en los cascos. Caballo siniestro y sombra en la sombra de las sombras de la noche, caballo negro: el hambre.
Luego vino el segundo jinete. La guerra. Fue un caballo rojo que trotaba, sangriento, en los crepúsculos de estío. Cielo granate donde las nubes cortaban, con sus cuchillos, las luces de la tarde. Sus sombras moradas, el púrpura creció del malva y sobre el rojo extendió su manto negro el hambre. Y vino la noche. La noche siniestra se extendía, trágica, sobre la comarca. La guerra.
Los cuatro jinetes del apocalipsis: y vino el tercero. La muerte venía montada en un caballo bayo, vacilante, lento, desfalleciente e incierto: la muerte extendía su certísima guadaña. El color se aleja de la piel de los enfermos, sus huesos pálidos, tensados en los pellejos de los rostros exangües, se desdibujaban con el color de la cera: la muerte. Un rostro sin ojos, cabeza sin rostro en un cráneo sin cabeza; y un cuerpo sin cuerpo, todo huesos, como si el manto tenebroso que lo cubre fuera un fraile que ya no viviera; sólo un esqueleto. Un caballo bayo que avanza con pesar, lento y sin fuerzas; una guadaña que sólo es cuchilla y un fulgor pálido bajo la luna.
La pálida cera se aclara en la luna. El brillo se enciende en la cera sin brillo. Y una sábana ondea, diáfana, en la noche (un caballo blanco trotando con brío). Cruza el horizonte bajo el disco nocturno y deja, sobre la estela, la muerte, el hambre, la guerra; y una estela nueva se alza en el frío: la espera; la fe, la siembra, el alma en la frente, la espera fecunda: ¡oh, esperanza! En eso paraban los cuatro jinetes.

13.

            Orcos. Huercos. Ogros. Nombre gigante de un hijo de Plutón, seres espantosos: ráfagas de infierno. Hombres de piel verde y orcos de piel negra, dientes que apuntan en la mandíbula enorme. Bestias que asaltan a la gente en el campo, habitantes de los bosques, fuerzas con forma de las fuerzas informes, son seres odiosos portadores del mal; los orcos.

14.

            Walter hablaba con Ulrich de Beck.
            -¿Qué es peor, ser un sueño o ser de carne y hueso?
            -Peor es esfumarse entre los sueños.
            -¿Es peor ser sueño o pesadilla?
            -Peor es ser y vivir entre pesadillas.
            -¿Y es peor existir o no existir?
            -Peor es no ser: lo peor es la nada; que es como decir que lo peor no es nada.
            Es mejor vivir que soñar y mejor soñar que sufrir; el sueño sólo vale para evitar una calamidad, siempre y cuando no se transforme en pesadilla; y una pesadilla es preferible en sueños antes que vivirla en la vida real.
            Estas cosas pensaba Ulrich de Beck. Se había inspirado en el famoso Anselmo: Anselmo de Canterbury, Anselmo de Aosta, Anselmo de Bec.


15.

            La lámpara lucía sobre María Slodowska. Gracias a su lámpara podía ver. La luz hacia visibles las sombras invisibles, los papeles que estaban en su mesa, gracias a la luz las cosas aparecían en sus ojos, y sin luz el mundo estaría lleno de cosas que no aparecen en él.
            Leía un viejo manuscrito. Lo habían descubierto misteriosamente y, de mano en mano, había llegado a su amigo Paul Langevin: que fue quien se lo había dado a ella. María leía apasionadamente aquellas líneas que la llevaban a un mundo de ensueño y pesadilla. Hablaban de un meteorito caído, en algún lugar de Europa, en el año mil. La tierra se llenó de espíritus, de sombras que se escondían tras las sombras visibles; y María, las noches que tenía que frotarse los ojos porque se sentía cansada, se transportaba al mundo lejano donde se evadía cuando  leía aquellas páginas.
            La tierra se convirtió en lugar maldito. Al cabo de cuatrocientos años seguía muriendo la gente que pasaba por allí. La maldición de la bola de fuego, la perdición del fin del mundo, cuanto más tiempo pasaba más gente moría: si al principio murieron decenas luego decenas de miles: una niebla misteriosa envolvió el lugar, murieron por millones; la nube tóxica impregnó la tierra, las piedras, el aire, los troncos, la hierba que no crecía, el mundo se había vuelto malo para la vida: y era un lugar donde los árboles no volvieron a crecer ni crecieron bichos, y sólo quedaban bestias inmundas, monstruos, orcos, tierra inhóspita hasta para serpientes y arañas. Los mundos diabólicos también habían perecido, tal era la potencia de aquella nube.
            Fue una oscura penitencia, un castigo de dios; hasta el mismísimo infierno había perecido. Una catástrofe, un viento que lo aniquilaba todo, un ángel exterminador, pero en ese infierno dios no reconocía a los suyos; murió gente piadosa y despiadada, murieron los amputados, los excomulgados, murieron los fuera de la ley; los que habían padecido en la rueda del fuego y del frío, los reos que no habían pisado el patíbulo y los que habían estado en la picota, en el potro, les habían cortado la lengua, la nariz, les habían sacado los ojos, les habían arrancado las orejas: los monstruos ajusticiados llenaron aquellos parajes porque los echaron allí, como leprosos, y todos murieron. Y crecieron otros monstruos sobre aquellos monstruos, la tierra se llenó de vómitos, de abortos prematuros, ranas que no llegaron a ranas, gigantescos renacuajos, seres fallidos.
            Los campos fueron arados por una mano invisible, la reja abrió los surcos para el diablo, todo se impregnó de aquella nube: vientos de maldición, polvo sin zarza, hojarasca seca, todo rezumaba muerte, todo supuraba. La muerte se enseñoreó de aquella tierra y en la tierra muerta tan sólo crecieron los monstruos. Allí había, imperceptible y misteriosa, una causalidad latente. La peste irradió llenándolo todo de sustancias tóxicas; seres inmateriales, seres que se habían apoderado del espacio como una antorcha se propaga en otra antorcha, llenándolo de muerte: la tierra se llenaba de demonios, el aire se llenaba de demonios, el agua se llenaba de demonios, ni el fuego siquiera era capaz de quemarlos; cuanto más abrasaban, más revivían: quemaban los cadáveres y el mal se seguía expandiendo, las nubes tóxicas lo regaban todo, cielo y tierra y ríos y lagos, el pálido esqueleto en su terrible manto segaba con su guadaña las mieses inexistentes; y el agujero terrible y misterioso de su capucha escondía la maldición de un pozo sin cara, el espectro siniestro de una calavera: un esqueleto que, cuando soplaba la vida, se desfondaba.


16.

            El argumento aporológico; o paralelo; o poroso.
            -Imagínate por un momento la peor de las pesadillas. Si es la peor, no podría ser nada, porque ya sabes que peor que existir es no existir: si te imaginas lo peor te estás imaginando lo que no existe, y entonces las pesadillas, por malas que sean, nunca lo serán infinitamente; este mundo no es infinitamente malo.
            -¿Estáis completamente seguro, maestro? ¿Estáis diciendo que este mundo, en el fondo, no es tan malo como parece? ¿Que podría haber mundos peores?
            -Sí, Walter, podría haberlos: pero no los hay. Si los hubiera, como no hay nada tan malo como no existir, entonces no existirían y se esfumarían en la nada; por muy malas que sean las cosas siempre habrá, escondidas en ellas, semillas de bondad.
            Los males se escaparon de la caja de Pandora. Todas las desdichas, todas las desgracias, cualquier desventura estaba envuelta en las garras de la calamidad. Volaron todas las cosas que había en aquella caja, todas menos una; y en el fondo quedó, empapándolo con su huella, la esperanza; la única semilla que no era una amenaza, la única que irradiaba sin moverse llenando las cosas de ilusión, de jóvenes promesas, de espíritus buenos escondidos en ellas: por ella solamente pudo ser derrotada la calamidad.

17.

            Y vino el siglo XIV. Occam vio razones detrás de la fe, fuerzas detrás de los espíritus, naturaleza detrás de lo sobrenatural. María abría los ojos y se le desorbitaban sobre el pergamino: en un flash lo comprendió todo, los destellos se abrieron en cascada sobre la luz y la luz se había encendido sobre su mente. El lugar maldito. El radio. María había descubierto el radio. El polonio. Aquellos espíritus no eran seres vivos, no eran gérmenes, no eran virus ni bacterias ni forma alguna de microbio: por eso no podía destruirlos ni el mismísimo fuego; aquellos espíritus, sombras ocultas detrás de las sombras visibles, eran radiaciones; habían escapado del meteorito que, chocando contra la tierra, destruyó los bosques cuando llegaba el fin del mundo, allá por el año mil. La bola de fuego era una piedra de uranio. Lo sabía ella. Lo sabía de sobra. Ella también tenía dentro de su cuerpo la semilla del diablo, una terrible sombra, una energía radiante: su sangre, sembrada de leucemia, latía bajo su cuerpo con una presencia trágica.


18.

            María Slodowska. No le habían querido dar el premio Nobel porque era mujer. Pero su esposo se negó a recibirlo, no si no se lo reconocían también a ella, Pierre Curie. Existen cosas que no aparecen y méritos que no se reconocen. Energía radiante real, pero misteriosa; invisible, escondida bajo los rostros que nadie quiere ver: los rostros de una mujer. Aquellos rostros con nombre que no se nombraron, que no aparecieron pero que un día empezaron a aparecer; y entonces pudo ser María Slodowska; todavía, por un accidente, el mundo la conoce como madame Curie.

19.

            Una energía radiante. Un nuevo mundo. Un avión enorme, fortaleza flotante: la ocultación de la mujer. Energía cancerígena para combatir el cáncer, eso era radiactividad: estaba empeñada en ello María Slodowska, un pedazo de inteligencia, un derroche, una mina de tenacidad. Sus ojos se volvieron hacia el lugar maldito. La bola de fuego iluminaba el cielo, todavía centelleaba sobre los meses, sobre los años, sobre los siglos y los siglos de los siglos, la semilla del diablo tardaría mucho en desaparecer: pero desaparecería. Un fogonazo, un resplandor, un destello caía dibujando el cielo, una raya cruzándolo de parte a parte, una bola de fuego, quién sabe, acaso fuera un meteorito: quizá un cometa. Una bola enorme subía desde la tierra como un relámpago y era un trueno que ensordecía el mundo, una nube tóxica que se extendía, la semilla del diablo otra vez. Había una ciudad arrasada, borrada del mapa, la triste ciudad de Hiroshima, gentes murieron por miles, por decenas, por cientos de miles, jinetes llenos de harapos saliendo de la pesadilla: y eran jinetes, espectros de la muerte, la capa baya y el agujero sin fondo, el rostro sin cara y la sombra terrible, la guadaña; guerra, muerte, tierra, hambre. En algún lugar del mundo, más allá del horizonte, Leif Erikson descubría tierras nuevas: y eran sombras ocultas en las sombras, ensueños que duermen en las pesadillas, no ya demonios, sino utopía: América descubierta es una tierra de vino, una nueva savia, un mundo nuevo que se regaba con vino: drakkar surcando los mares, promesa que espera: era una mano en la península del Labrador.
            El aire se llenaba de materia tóxica y también de materia tónica, vigorizante, utópica: la llevaron los orcos. La bola de fuego la escupió aquel orco, nube de polvo y fortaleza flotante, el mundo lanzando mierda sobre la bomba de las bombas, era un nuevo meteorito, estela que surcaba el espacio llevando, en los brazos de la muerte, la trágica estela de la humanidad. Dientes de clavos. Dientes rojos. El morro de un caza pintado por su piloto, con forma de boca abierta, una boca terrible y amenaza erizada de dientes, dientes agudos y terribles, boca de orco en el fondo sin fondo, era la boca de un tiburón. Y el piloto había escrito en el morro del bombardero: “Enola Gay”.
            Mientras tanto, en algún lugar del mundo, flotaba América: la utopía radiante que fue alcanzada por su drakkar. Es un edificio grande, rincón bajo las líneas amarillas de las ventanas (tal un caballo bayo sembrado en el bombardero, fuselaje perforado haciéndose avión: un avión de pasajeros). Hay un rincón, un ángulo oscuro para las basuras, un lugar ajeno a las maldiciones. En el cubo yace, entre briznas, el material radiactivo, protegido, aislado para que al tirarlo no pueda matar. Ha alimentado las máquinas contra el cáncer. Ha salvado vidas (decenas, centenas, millones de vidas, energía radiante por los siglos de los siglos). El viento juega con una hoja de papel. Hay una revista que brilla y en sus páginas, la foto de un caballo blanco; el viento del apocalipsis, cuatro jinetes sobre Pandora, una bola de fuego, la lámpara que luce en el vientre de la noche, faro que guía a los barcos y es un mundo nuevo, bruma llena de sustancias tónicas, aire que acaricia, era un rostro lleno de promesas. Es una niebla que anuncia el alba, una siembra puesta en tierra: pronto amanecerá.