viernes, 7 de septiembre de 2018

EL FIN DEL MUNDO





EL FIN DEL MUNDO


1.

            ¡Arrepentíos, pecadores, el día se acerca! Os voy a contar cómo el mundo se hizo visible, cómo se revelaron las cosas ocultas y cómo nuevamente la realidad se volvió invisible para que la buscarais a ciegas. Entonces pecaréis y el tiempo se habrá cumplido, y ya nunca más podréis hacer penitencia.
            ¡Oh, pecadores, ahora estáis malditos! ¡Malditos seáis, serpientes inmundas! No veis la estrella que iluminó el cielo en un campo de estrellas ni el velo rasgado que rompió la pólvora, ni tampoco la bola de fuego que surcó el espacio ni los espíritus radiantes ni el estallido del fin del mundo, allí donde se acaban los tiempos y desaparece la tierra. ¡Arrepentíos, pecadores, el día se acerca! ¡Ya va siendo tarde para la penitencia!
            Oh, pecadores, ¿cuándo os vais a arrepentir? Volved los ojos al cielo porque os voy a contar los estallidos de la peregrinación postrera; cómo las llamas se apoderarán de él en el día de la cólera: cómo se acabará todo y vosotros no os habréis mortificado aún porque no habéis elevado vuestras manos pidiendo clemencia. El cielo retumba como si lo estuvieran pisando los caballos, que está llegando la hora de los cuatro jinetes y uno de ellos extiende su mano, segándolo todo con la guadaña: la luz, el hambre, la peste, los cuatro jinetes, la guerra: ¡dies irae! ¡No os salvareis del apocalipsis porque el dedo de dios se alzará como un hacha para maldeciros y sois reos! Oh pecadores, ¿cuándo os vais a arrepentir?

2.

            Anselmo de Canterbury levanta su mano sobre el púlpito:
            -Si viniera el fin del mundo desaparecerían las piedras, la hierba, los árboles, los animales todos. Desaparecería la humanidad entera. Pero el bien y la justicia, la virtud y la belleza y los números y las formas que están en la mente de dios, seguirían estando en ella; seguirían estando aunque todo desapareciera. Porque en ellas está la vida eterna.
            Entonces Roscelino también levantó su mano, apostrofando a su manera:
            -Si el mundo se anegara en una bola de fuego se esfumarían las piedras, la hierba, los árboles, el sol, los animales y las gentes sobre la tierra. Y arderían las cosas que tenemos en la cabeza. Los libros, los pergaminos, las computadoras y la imprenta: con ellos arderían las esencias; y ya no habría en el cielo ni bien, ni justicia, ni números, ni proporciones ni belleza; no estarían en la mente de dios y se esfumarían, aniquiladas, después de la gran explosión: como se esfuman los árboles entre la niebla.

3.

            Porque hace dos mil años había dicho Platón:
            -El mundo que vemos es mentira y las mentiras son sombras que flotan en la luz de la verdad, todos los fenómenos de la naturaleza son apariencias. Detrás está la realidad invisible esperando a que la alcancemos; y la alcanzaremos con la luz de la razón, viendo lo que se esconde detrás de los fenómenos y ésa es la verdadera revelación de las cosas ciertas: sólo las pueden ver los que no pueden ver, los ciegos; que por no extraviarse en el mundo saben los secretos de las cosas mudas, pastores en el campo de la verdadera hierba.


4.

            Sombras de harapos, fantasmagóricas. Mangas y capas arrancadas, jirones de tela. Rostros espectrales desmontados simiescamente a la luz de las antorchas. Voces y gritos y piedras, y dedos crispados y ojos saltando por el vendaval de sus órbitas ciegas. Las hachas se rompen en sus carnes machacando huesos, los cuerpos se han ensartado en las espadas, soldados blandiendo látigos, mazas, escudos, petos, y cascos y cotas de malla; y caras machacadas por los guanteletes de hierro, y vientos que pueblan la noche, y sombras vacilantes a la luz de las antorchas; cortan el espacio como hachas de luz y el humo, regado en las vísceras del aire, es un eco de gargantas sembrado de violencia.
            Y es un terremoto. Los pobres se han levantado en armas, son campesinos sin tierra: hoces en la mano, cuchillos, guadañas, escarpias y sierras; todo se yergue en el reino de las sombras para protestar no sé qué contra no sé quién, ni sé por qué ni cómo ni cuándo; el fragor de las gargantas son voces aterradas por la muerte: es el milenio. El año mil. Decenas de rebeliones azuzadas por el miedo de un mundo que se acaba, allende la profecía que al acabar el siglo les dijo que a la postre llegaría el fin del mundo; y el miedo, afilado en la guadaña, estalló contra la razón y el campo se llenó de espadas y escudos y cascos y petos y guanteletes de hierro; hierros en los cuellos como relámpagos de cota de mallas; y las tinieblas surcan el cielo con el resplandor de las antorchas.
            Entonces vieron que caía, con su cola lejana, una bola de fuego.

5.

            Tienen bordón en la mano y van a Jerusalén. Allí es el fin del mundo y allí quieren morir. Del palo cuelga una calabaza que repiquetea, chocando con sonido hueco, camino de tierra santa: son peregrinos. Llevan sombrero de ala ancha y un zurrón atravesándoles el pecho, la cara sucia llena de piojos: quieren ir a Jerusalén. La capa amplia bailando hacia los lados, con su marcha lenta; los ojos ciegos, los pies cansados, los dedos negros de arañar la tierra: van camino de Jerusalén. Porque es el fin del mundo y son peregrinos de la tierra. Y es un valle de lágrimas, la vida se ha hecho para sufrir y los templos son oscuros, siniestros, más que ventanas, ventanucos, más que miradas, troneras; son estancias terribles de piedra dura, amplios contrafuertes sujetos al suelo porque tienen miedo a caer. El fin del milenio. Arte románico, tiempo de mortificación, paredes anchas, antes cárceles que alojamiento: mirando lejos…
Lejos se ve la huella de un cometa: rastro de luz que rasga el espacio, punto que ciega como una supernova, estrella que luce sobre las otras, la estrella de Belén. Luego el apóstol fue a Santiago. El cielo sembrado fue un campo de estrellas y ahora van abatidos, cabizbajos, quién sabe si meditabundos o tal vez dolientes y cansados; porque quieren combatir contra las garras del pecado y por eso, puestos a esperar el fin del mundo y puestos a hacer penitencia, han decidido que van a morir en Jerusalén.
            Un resplandor dibujó el espacio y cayó, rasgándola con la luz, como una línea arrastrada por una bola; la delineó en las tinieblas como la punta de un lápiz.


6.

Es el año mil. Las aguas se abren abajo la quilla, cuchillada implacable (tal la reja de un arado) que rotura el mar. La vela se abre con el viento del norte, gélido, anclado al cielo que corta la raja de la aurora boreal. A proa cabalga Leif Erikson: la capa, volando, tabletea en el aire y golpea los brazos y el cuello, y tiene el cuerno en la mano y sus carrillos no se cansan de soplar; es el año mil. Sus manos extienden sobre la niebla el espato de Islandia, van en busca de un mundo nuevo y América los espera al otro lado del mar: la tierra del vino, la península del Labrador; pero antes tienen que bogar por Groenlandia, han traspasado el final del milenio y a los rudos normandos no les llega el fin del mundo porque ellos tienen su Ragnarrok. América es la tierra del vino, savia joven y renovada en una joven promesa, América es un mundo nuevo para regarlo con vino. Han traspasado el umbral del milenio y están arando las olas con la reja de su drakar.
            Alzó los ojos y vio una piedra brillante que arrancó jirones de espacio y lo rasgó, convirtiéndolo en una bola de fuego.

7.

            La cruz ardiendo bajo la media luna, las huestes de Almanzor. Han sembrado el odio sobre la cólera del milenio: para unos es fin lo que para otros aurora y aquí se encalla el fanatismo, se estrella la ignorancia y se estanca el dolor: ha naufragado el odio en la batalla de Calatañazor.
            Una luz cruzó el espacio y fue a perderse, en los confines del horizonte, rasgando las cortinas del cielo. Y su huella brilló, durante unos instantes, dejando en el firmamento una raya gruesa que titilaba, como una exhalación impresa en su luz radiante.

8.

            También la China inventaba la pólvora y era el año mil. El cielo se llenó de líneas de fuego, de luces de colores, la tierra estallaba en cilindros de papel; chispas, velas y paraguas abrían sus varillas y lloraban sobre la tierra; era un remedo apocalíptico, un carnaval de explosiones y estallidos amables, sonrisas de la noche, temblores y petardos retumbando y ruido seco en la traca final.
            El año mil. Anuncio de calamidades con el cambio de milenio, entre templos oscuros y ráfagas de lluvia, siniestras cavernas sembradas de cielo, fenómenos de engaños en la mente de Platón. Variadas fueron las luminarias (luces de Compostela, cometas de Belén, gritos de pólvora y auroras boreales, espato de Islandia); hasta que vieron la bola incandescente y cayó, describiendo una parábola, perdiéndose entre los árboles convertida en llamarada: una llamarada  tremenda que clamaba al cielo que la dejó caer.
            En las varillas luminosas que dibujaba la pólvora apareció un suspiro de la noche: una estrella de fuego cruzó el firmamento y fue a perderse, dejando su estela, en los confines del horizonte.


9.

            Aparecen cosas que no existen, pero existen cosas que no aparecen; y en el fondo de la noche aparece Ulrich de Beck:
            -Este mundo que pisas, Walter, es tan falso como los sueños que se desvanecen. Tocas estas hojas y no existen, pero tu mente te engaña haciéndotelo creer: también el cielo es rosáceo y cuando amanece es azul; y ese chorro que esconde un arco iris cuando vas a tocarlo no es nada, y miras desde el otro lado y no está. No creas nada de lo que ves y tocas, Walter, que el mundo es un espejismo y no hay oasis por más que mil certezas te empujen a creerlo.
            Walter es un joven nacido en Colonia; es su discípulo y la misión del discípulo es preguntar.
            -Lo sé, maestro. Platón dice que la verdad está en otro mundo que no se ve.
            -Sí, Walter, pero Platón se queda corto. El velo de lo invisible esconde en realidad dos mundos: uno es inteligible, bueno y puro y hace brotar en nosotros el amor; el otro es enigmático y temible, malo, y está lleno de espíritus escondidos en las cosas.
            -Maestro, en el mundo también vemos sombras.
            -Vemos sombras y reflejos, Walter, pero yo te hablo de otro mundo donde las sombras no se ven.
            -Entonces ¿cuántos mundos hay?
            -Para Platón hay dos: uno que se ve pero no entendemos, y otro que entendemos pero no se ve; el mundo de los sentidos es el primero; el otro es de las ideas: las ideas, que son cosas que se entienden sin verse. Mas hay un tercer mundo, Walter, una causalidad latente y al mismo tiempo omnipresente, unas sombras invisibles que hacen daño y el daño que nos hacen está en nosotros sin dolor. El verdadero reino de las sombras no son las sombras de la caverna; está detrás de la apariencia, lleno de nubes tóxicas que flotan como espíritus: nosotros no nos comunicamos con los espíritus escondidos en las cosas que no se pueden ver. 
            -Mundo de los venenos.
            -Sí: de los venenos que sólo notamos cuando morimos.
            Espíritus malignos y radiantes. Almas que salieron de un rayo de luz, del fondo misterioso de una bola incandescente: eso era lo que enseñaba Ulrich de Beck. Una bola de fuego que atravesó el cielo y que vieron peregrinos y rebeldes, allá por el año mil, cuando Leif convirtió América en vino y el suelo empezó a temblar bajo los cascos de los caballos; los caballos que destrozaron a los ejércitos de Almanzor.

10.

            Entonces vinieron las muertes misteriosas. El bosque ardió durante siete días y siete noches, la bola se desintegró en el cielo y sus restos dejaron un cráter en la tierra desventrada; del fuego saltó una chispa que se hundió, enterrada en el granito, y siguió latiendo en el reino de las sombras mientras el suelo se seguía llenando con las sombras del sol.
            Pasaron los días y la gente vivió aterrada. Miraron arriba y ya no vieron bolas de fuego, la tierra siguió latiendo con el vientre abierto para el arado, los surcos estaban bañados por la lluvia, los poros absorbían la semilla y en los frutos brotaban las semillas del diablo: el diablo estaba allí, pero nadie lo veía.
            Alrededor del bosque los surcos quedaron calcinados. En muchas leguas la tierra no volvió a dar trigo, algunos se internaron en los árboles muertos y pudieron ver un cráter inmenso y murieron a su vez. Donde podía crecer, la tierra siguió creciendo.
            Pasaron los meses y los vómitos siguieron a las náuseas; a las náuseas siguió un malestar difuso, algunos tuvieron fiebre, en los vientres nacieron demonios y se los arrancaron con las uñas, las cabezas engendraban piedras que les crecían y les crecían raíces por el cuerpo; dientes que trituraban las carnes y las axilas se llenaban de bubones; las gentes morían rabiando y los dolores inenarrables sangraban por dentro, los globos de los ojos se hundían en las órbitas, los rostros se vaciaban hasta convertirse en pellejos y lentamente se volvieron amarillos: verdes, negros, cetrinos, pálidos, el aire empezó a poblarse de una densa mortandad.  
            La peste. La peste se extendió por la comarca. Ya no sembraban semillas, sino cadáveres. El cielo se llenó de azufre en el imaginario colectivo, todo se llenaba de espíritus, unos espíritus malignos; el mundo visible escondía otra realidad y era una causalidad latente, siempre imperceptible, pero presente; la peste irradió sobre la comarca llenándola de sustancias tóxicas, algo palpitaba bajo la tierra y la llenaba de demonios, demonios en el aire, en el agua, ni el fuego era capaz ya de arrancar aquella semilla maldita; quemaban los cadáveres y el mal se expandía. Era el mundo de Ulrich: las sombras invisibles que planeaban sobre el cielo se metían en las sombras que toda la gente podía ver.


11.

            Y vinieron las procesiones. Letanías de frailes se elevaban hacia el mundo invisible que sólo las inteligencias podían ver. Procesiones envueltas en los cantos lúgubres, misa de difuntos, misa de réquiem, campanas como lamentos que se ahogaban en las salmodias. 
Dies irae. Dies illa. Llantos de gargantas de los monjes, crucifijos de la noche, dedos en las cruces, lluvia de hisopos. El aire levantaba las casullas y el frío martilleaba los dedos. Rostros abatidos, los ojos hundidos, los huesos angulosos eran pellejos que anunciaban las próximas calaveras. Dies irae. Y eran cosas tremendas.  
¡Oh, dios, mundo que se envuelve en su tremenda majestad! Dies irae, muerte invisible. Hombres sepultados en sus capuchas, mujeres arrasadas en sus pañuelos negros, algún perro ladraba, dies irae. Una salmodia monocorde y sepulcral. Un aliento de invierno que respiraba para expirar. Cosas tremendas pasaban en la comarca, primero murió un hombre, el primero en internarse en el bosque con su perro, allí mismo donde cayera la bola de fuego: después murió el perro; fueron dos muertes fulminantes, sus cuerpos descarnados se hicieron esqueletos y las mantas los envolvieron para que los envolviera el suelo: sin tiempo, sin féretro, sin sudario, enterraron a la gente pobre; la tierra se llenó de gusanos y fueron cosas terribles, en el día de la cólera; las gentes humildes eran cosas lánguidas. Dies irae.
Cosas tremendas. Rex tremendae majestatis. ¡Oh, res tremendae! Sonidos del silencio manaron de las gargantas, murieron cinco. El hisopo los regaba para calmarles la sed: y fueron cincuenta. El cíngulo brillaba y era un rayo de luna: fueron quinientos. Lúgubres frailes paseaban, con las manos enfundadas en sus enormes mangas y las caras hundidas en hiperbólicas capuchas: siniestras grutas. Voces de salmodia y un canto gregoriano. Dies irae. El canto de la Iglesia por los enterrados: fueron cinco mil, diez mil, acabaron muriendo por cientos de miles (la muerte se enseñoreaba como un fantasma de trapo). Una capucha sin rostro en un cráneo sin cabeza, con unos brazos huesudos en unas mangas siniestras, extendían, de un lado para otro, el corte de la guadaña.


12.

Y fueron cuatro jinetes. El hambre. Un caballo se perdió arrasando los campos. La siembra no crecía, o crecía pero su vientre engendraba una semilla maldita. Estruendo de la tierra, temblor del suelo que atronaba en los cascos. Caballo siniestro y sombra en la sombra de las sombras de la noche, caballo negro: el hambre.
Luego vino el segundo jinete. La guerra. Fue un caballo rojo que trotaba, sangriento, en los crepúsculos de estío. Cielo granate donde las nubes cortaban, con sus cuchillos, las luces de la tarde. Sus sombras moradas, el púrpura creció del malva y sobre el rojo extendió su manto negro el hambre. Y vino la noche. La noche siniestra se extendía, trágica, sobre la comarca. La guerra.
Los cuatro jinetes del apocalipsis: y vino el tercero. La muerte venía montada en un caballo bayo, vacilante, lento, desfalleciente e incierto: la muerte extendía su certísima guadaña. El color se aleja de la piel de los enfermos, sus huesos pálidos, tensados en los pellejos de los rostros exangües, se desdibujaban con el color de la cera: la muerte. Un rostro sin ojos, cabeza sin rostro en un cráneo sin cabeza; y un cuerpo sin cuerpo, todo huesos, como si el manto tenebroso que lo cubre fuera un fraile que ya no viviera; sólo un esqueleto. Un caballo bayo que avanza con pesar, lento y sin fuerzas; una guadaña que sólo es cuchilla y un fulgor pálido bajo la luna.
La pálida cera se aclara en la luna. El brillo se enciende en la cera sin brillo. Y una sábana ondea, diáfana, en la noche (un caballo blanco trotando con brío). Cruza el horizonte bajo el disco nocturno y deja, sobre la estela, la muerte, el hambre, la guerra; y una estela nueva se alza en el frío: la espera; la fe, la siembra, el alma en la frente, la espera fecunda: ¡oh, esperanza! En eso paraban los cuatro jinetes.

13.

            Orcos. Huercos. Ogros. Nombre gigante de un hijo de Plutón, seres espantosos: ráfagas de infierno. Hombres de piel verde y orcos de piel negra, dientes que apuntan en la mandíbula enorme. Bestias que asaltan a la gente en el campo, habitantes de los bosques, fuerzas con forma de las fuerzas informes, son seres odiosos portadores del mal; los orcos.

14.

            Walter hablaba con Ulrich de Beck.
            -¿Qué es peor, ser un sueño o ser de carne y hueso?
            -Peor es esfumarse entre los sueños.
            -¿Es peor ser sueño o pesadilla?
            -Peor es ser y vivir entre pesadillas.
            -¿Y es peor existir o no existir?
            -Peor es no ser: lo peor es la nada; que es como decir que lo peor no es nada.
            Es mejor vivir que soñar y mejor soñar que sufrir; el sueño sólo vale para evitar una calamidad, siempre y cuando no se transforme en pesadilla; y una pesadilla es preferible en sueños antes que vivirla en la vida real.
            Estas cosas pensaba Ulrich de Beck. Se había inspirado en el famoso Anselmo: Anselmo de Canterbury, Anselmo de Aosta, Anselmo de Bec.


15.

            La lámpara lucía sobre María Slodowska. Gracias a su lámpara podía ver. La luz hacia visibles las sombras invisibles, los papeles que estaban en su mesa, gracias a la luz las cosas aparecían en sus ojos, y sin luz el mundo estaría lleno de cosas que no aparecen en él.
            Leía un viejo manuscrito. Lo habían descubierto misteriosamente y, de mano en mano, había llegado a su amigo Paul Langevin: que fue quien se lo había dado a ella. María leía apasionadamente aquellas líneas que la llevaban a un mundo de ensueño y pesadilla. Hablaban de un meteorito caído, en algún lugar de Europa, en el año mil. La tierra se llenó de espíritus, de sombras que se escondían tras las sombras visibles; y María, las noches que tenía que frotarse los ojos porque se sentía cansada, se transportaba al mundo lejano donde se evadía cuando  leía aquellas páginas.
            La tierra se convirtió en lugar maldito. Al cabo de cuatrocientos años seguía muriendo la gente que pasaba por allí. La maldición de la bola de fuego, la perdición del fin del mundo, cuanto más tiempo pasaba más gente moría: si al principio murieron decenas luego decenas de miles: una niebla misteriosa envolvió el lugar, murieron por millones; la nube tóxica impregnó la tierra, las piedras, el aire, los troncos, la hierba que no crecía, el mundo se había vuelto malo para la vida: y era un lugar donde los árboles no volvieron a crecer ni crecieron bichos, y sólo quedaban bestias inmundas, monstruos, orcos, tierra inhóspita hasta para serpientes y arañas. Los mundos diabólicos también habían perecido, tal era la potencia de aquella nube.
            Fue una oscura penitencia, un castigo de dios; hasta el mismísimo infierno había perecido. Una catástrofe, un viento que lo aniquilaba todo, un ángel exterminador, pero en ese infierno dios no reconocía a los suyos; murió gente piadosa y despiadada, murieron los amputados, los excomulgados, murieron los fuera de la ley; los que habían padecido en la rueda del fuego y del frío, los reos que no habían pisado el patíbulo y los que habían estado en la picota, en el potro, les habían cortado la lengua, la nariz, les habían sacado los ojos, les habían arrancado las orejas: los monstruos ajusticiados llenaron aquellos parajes porque los echaron allí, como leprosos, y todos murieron. Y crecieron otros monstruos sobre aquellos monstruos, la tierra se llenó de vómitos, de abortos prematuros, ranas que no llegaron a ranas, gigantescos renacuajos, seres fallidos.
            Los campos fueron arados por una mano invisible, la reja abrió los surcos para el diablo, todo se impregnó de aquella nube: vientos de maldición, polvo sin zarza, hojarasca seca, todo rezumaba muerte, todo supuraba. La muerte se enseñoreó de aquella tierra y en la tierra muerta tan sólo crecieron los monstruos. Allí había, imperceptible y misteriosa, una causalidad latente. La peste irradió llenándolo todo de sustancias tóxicas; seres inmateriales, seres que se habían apoderado del espacio como una antorcha se propaga en otra antorcha, llenándolo de muerte: la tierra se llenaba de demonios, el aire se llenaba de demonios, el agua se llenaba de demonios, ni el fuego siquiera era capaz de quemarlos; cuanto más abrasaban, más revivían: quemaban los cadáveres y el mal se seguía expandiendo, las nubes tóxicas lo regaban todo, cielo y tierra y ríos y lagos, el pálido esqueleto en su terrible manto segaba con su guadaña las mieses inexistentes; y el agujero terrible y misterioso de su capucha escondía la maldición de un pozo sin cara, el espectro siniestro de una calavera: un esqueleto que, cuando soplaba la vida, se desfondaba.


16.

            El argumento aporológico; o paralelo; o poroso.
            -Imagínate por un momento la peor de las pesadillas. Si es la peor, no podría ser nada, porque ya sabes que peor que existir es no existir: si te imaginas lo peor te estás imaginando lo que no existe, y entonces las pesadillas, por malas que sean, nunca lo serán infinitamente; este mundo no es infinitamente malo.
            -¿Estáis completamente seguro, maestro? ¿Estáis diciendo que este mundo, en el fondo, no es tan malo como parece? ¿Que podría haber mundos peores?
            -Sí, Walter, podría haberlos: pero no los hay. Si los hubiera, como no hay nada tan malo como no existir, entonces no existirían y se esfumarían en la nada; por muy malas que sean las cosas siempre habrá, escondidas en ellas, semillas de bondad.
            Los males se escaparon de la caja de Pandora. Todas las desdichas, todas las desgracias, cualquier desventura estaba envuelta en las garras de la calamidad. Volaron todas las cosas que había en aquella caja, todas menos una; y en el fondo quedó, empapándolo con su huella, la esperanza; la única semilla que no era una amenaza, la única que irradiaba sin moverse llenando las cosas de ilusión, de jóvenes promesas, de espíritus buenos escondidos en ellas: por ella solamente pudo ser derrotada la calamidad.

17.

            Y vino el siglo XIV. Occam vio razones detrás de la fe, fuerzas detrás de los espíritus, naturaleza detrás de lo sobrenatural. María abría los ojos y se le desorbitaban sobre el pergamino: en un flash lo comprendió todo, los destellos se abrieron en cascada sobre la luz y la luz se había encendido sobre su mente. El lugar maldito. El radio. María había descubierto el radio. El polonio. Aquellos espíritus no eran seres vivos, no eran gérmenes, no eran virus ni bacterias ni forma alguna de microbio: por eso no podía destruirlos ni el mismísimo fuego; aquellos espíritus, sombras ocultas detrás de las sombras visibles, eran radiaciones; habían escapado del meteorito que, chocando contra la tierra, destruyó los bosques cuando llegaba el fin del mundo, allá por el año mil. La bola de fuego era una piedra de uranio. Lo sabía ella. Lo sabía de sobra. Ella también tenía dentro de su cuerpo la semilla del diablo, una terrible sombra, una energía radiante: su sangre, sembrada de leucemia, latía bajo su cuerpo con una presencia trágica.


18.

            María Slodowska. No le habían querido dar el premio Nobel porque era mujer. Pero su esposo se negó a recibirlo, no si no se lo reconocían también a ella, Pierre Curie. Existen cosas que no aparecen y méritos que no se reconocen. Energía radiante real, pero misteriosa; invisible, escondida bajo los rostros que nadie quiere ver: los rostros de una mujer. Aquellos rostros con nombre que no se nombraron, que no aparecieron pero que un día empezaron a aparecer; y entonces pudo ser María Slodowska; todavía, por un accidente, el mundo la conoce como madame Curie.

19.

            Una energía radiante. Un nuevo mundo. Un avión enorme, fortaleza flotante: la ocultación de la mujer. Energía cancerígena para combatir el cáncer, eso era radiactividad: estaba empeñada en ello María Slodowska, un pedazo de inteligencia, un derroche, una mina de tenacidad. Sus ojos se volvieron hacia el lugar maldito. La bola de fuego iluminaba el cielo, todavía centelleaba sobre los meses, sobre los años, sobre los siglos y los siglos de los siglos, la semilla del diablo tardaría mucho en desaparecer: pero desaparecería. Un fogonazo, un resplandor, un destello caía dibujando el cielo, una raya cruzándolo de parte a parte, una bola de fuego, quién sabe, acaso fuera un meteorito: quizá un cometa. Una bola enorme subía desde la tierra como un relámpago y era un trueno que ensordecía el mundo, una nube tóxica que se extendía, la semilla del diablo otra vez. Había una ciudad arrasada, borrada del mapa, la triste ciudad de Hiroshima, gentes murieron por miles, por decenas, por cientos de miles, jinetes llenos de harapos saliendo de la pesadilla: y eran jinetes, espectros de la muerte, la capa baya y el agujero sin fondo, el rostro sin cara y la sombra terrible, la guadaña; guerra, muerte, tierra, hambre. En algún lugar del mundo, más allá del horizonte, Leif Erikson descubría tierras nuevas: y eran sombras ocultas en las sombras, ensueños que duermen en las pesadillas, no ya demonios, sino utopía: América descubierta es una tierra de vino, una nueva savia, un mundo nuevo que se regaba con vino: drakkar surcando los mares, promesa que espera: era una mano en la península del Labrador.
            El aire se llenaba de materia tóxica y también de materia tónica, vigorizante, utópica: la llevaron los orcos. La bola de fuego la escupió aquel orco, nube de polvo y fortaleza flotante, el mundo lanzando mierda sobre la bomba de las bombas, era un nuevo meteorito, estela que surcaba el espacio llevando, en los brazos de la muerte, la trágica estela de la humanidad. Dientes de clavos. Dientes rojos. El morro de un caza pintado por su piloto, con forma de boca abierta, una boca terrible y amenaza erizada de dientes, dientes agudos y terribles, boca de orco en el fondo sin fondo, era la boca de un tiburón. Y el piloto había escrito en el morro del bombardero: “Enola Gay”.
            Mientras tanto, en algún lugar del mundo, flotaba América: la utopía radiante que fue alcanzada por su drakkar. Es un edificio grande, rincón bajo las líneas amarillas de las ventanas (tal un caballo bayo sembrado en el bombardero, fuselaje perforado haciéndose avión: un avión de pasajeros). Hay un rincón, un ángulo oscuro para las basuras, un lugar ajeno a las maldiciones. En el cubo yace, entre briznas, el material radiactivo, protegido, aislado para que al tirarlo no pueda matar. Ha alimentado las máquinas contra el cáncer. Ha salvado vidas (decenas, centenas, millones de vidas, energía radiante por los siglos de los siglos). El viento juega con una hoja de papel. Hay una revista que brilla y en sus páginas, la foto de un caballo blanco; el viento del apocalipsis, cuatro jinetes sobre Pandora, una bola de fuego, la lámpara que luce en el vientre de la noche, faro que guía a los barcos y es un mundo nuevo, bruma llena de sustancias tónicas, aire que acaricia, era un rostro lleno de promesas. Es una niebla que anuncia el alba, una siembra puesta en tierra: pronto amanecerá.





1 comentario:

  1. Un fin del mundo filosófico que permite remontarnos al miedo, la injusticia, al poder; finalmente, el fin del mundo lo hace el ser humano en su día a día, lo va terminando con su desgastante actitud , con su intratable respuesta, con su malvada realidad, con su negativa a la solidaridad, con su intolerancia y su corrupta mano que recoge las migajas de un mundo que se acaba lentamente.

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