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domingo, 20 de febrero de 2022

 

 

 

LA SERPIENTE QUE SE ENROSCA

 


            Al principio no había luz. Y tampoco había sombra porque la sombra es el recorte de la luz y la luz se la había tragado la tierra. Lo que había era una tiniebla enorme, una oscuridad donde no se recortaban las formas porque las formas eran tijeras encendidas cortando sombras, y el mundo era oscuro como el fondo de un pozo sin bordes, como el sueño de unos ojos que no sueñan, como un cielo enorme sin estrellas: que parece que se va a caer porque la oscuridad de la noche pesa. Y vino Huiracocha y sacó la luz del mismo vientre de la tierra. Y la luz se derramó en el cielo y las gotas de luz se clavaron y fueron puntos mezclados con tierra, unos más, otros menos, y unos eran luminosos como el sol, otros pálidos como la luna, y en el firmamento, que era un telón negro, figuras de un teatro muerto donde las luces eran focos de la escena.

            El sol fue luz y salió de la tierra. La luna fue luz y salió del mismo lugar que el sol, pero estaba más enterrada y por eso era mortecina y brillaba menos; y luego salieron luces diminutas, diamantes, gemas, unas envueltas en más tierra y brillaban menos, otras, Huiracocha las había limpiado quitándoles el polvo y brillaban más, pero nunca como el sol, y esas piedras diminutas, irisadas, talladas con montones de caras, eran estrellas que se clavaron en el telón del cielo y fue el primer decorado que hubo en el teatro de la tierra.

            Pero las luces eran blancas. No había color y Venus no era azul, Marte no era rojo, el Sol no era amarillo y las nebulosas no eran caleidoscopios ni arco iris, ni era el iris de los ojos sembrado en el cielo como cuadros de Renoir, de Degas, como luces de Sorolla o lluvias de Turner desplomándose en días de tormenta. Todo el cielo era negro. Todas las luces eran blancas. Y entre el blanco y el negro todo era gris, gris blanco o gris negro o gris gris o gris gris y gris, pero el pincel de la oscuridad guardaba intensidades sin colores; sin alegrar el mundo, sin teñirlo de nostalgia, y la luz tenía más vida y las sombras tenían menos, pero no había manchas de colores que pusieran corazón en un mundo de tripas escondiendo cabezas incontables, almacenes de lógica donde dormitaba la inteligencia.

            En un lugar de la tierra había montañas de picos cortados como cráteres; y cada cráter era un pozo de lava fría y cada pozo tenía la lava de un color, y había miles de pozos con miles de colores diferentes; pero como los indios no sabían distinguir todos los colores, Huiracocha quiso que en un rincón de aquella sierra sólo estuvieran los picos del arco iris; que eran muy pocos. Nadie los había explorado y sólo los indios del crepúsculo tenían el color rojo y el amarillo y el rojo y el blanco los tenían los indios de la aurora. Los tenían guardados en cubos y los cubos estaban metidos en un almacén, cerrados con siete llaves. La llave del lunes, la del martes, y del miércoles y el jueves, las llaves de los cinco planetas y del sol y la luna, y de las estrellas.

            La culebra siseaba entre las plantas y el suelo, subiéndose a los árboles y amparándose de las rocas, o escondiéndose bajo ellas. La serpiente miraba al sol, abría sus escamas, aspiraba profundamente y se llenaba de fuerza. Huiracocha, padre del Sol, había dispuesto que todos los animales y las plantas obedecieran al Sol, que era el padre de las fuerzas que se guardaban en ellos. La serpiente, comiéndose al puma, le quitaba la fuerza al puma que se comía; y el puma se la quitaba a la llama; la llama se la quitaba a la hierba; y la hierba se la había quitado al Sol, comiéndose sus rayos con las hojas, que eran de un gris oscuro, a veces brillante, o a veces negro. 



            Pero el Sol sólo brillaba por el día. Inti lo llamaban los indios. El sol Inti se escondía por la noche y nadie podía encontrarlo, si buscaba su luz, para seguir viendo las cosas en los días de insomnio. La serpiente buscó con ahínco la luz de la noche. Anduvo por las selvas, quebradas, picachos, nubes y collados; buscó en la puna. Y encontró un día, amparados al abrigo de las rocas, enfundados en sus chullos y envueltos en sus ponchos, unos indios calentándose al fuego, un fuego que habían encendido arrebatándoselo al rayo, al que habían arrimado un haz de leña para que prendiera; y el fulgor de las llamas brillaba en la suela negra de sus ojotas.

            El fuego tenía luz. Y con su luz podía ver en plena noche como si fuese el día. Pero en la luz tenía calor y vio que si se acercaba mucho se quemaría. Y le dio miedo. Entonces se marchó porque al luz del fuego sólo podía servirle si la veía de lejos. Además, ahora dependía de los indios, que eran quienes encendían el fuego; y no lo encendían cuando quería la serpiente, sino cuando querían ellos; si antes dependía del Sol, ahora dependía de los indios, y ella lo que buscaba era una libertad independiente. ¡Promete, oh, Huiracocha, que encontraré la luz que dependía de mí solo y de nadie más! Huiracocha la miraba con ojos torvos, y pensaba en castigarla por querer ver la luz sin obedecer a sus leyes, porque no quería obedecer más que a sí misma, y lo demás le resultaba del todo indiferente.

            Siguió caminando y vio la luna, que le daba una luz pálida con la que podía ver, dentro de su corazón más que fuera de su pellejo, aunque también veía las cosas que había fuera, pero frías. Y le gustó. Vio que ya no dependía del Sol pero pronto descubrió, también, que ahora dependía de la luna; porque no salía cuando le apetecía a la serpiente sino a ella; y aun así, cuando salía entre las nubes no la podía ver y también dependía de las nubes, las mismas nubes que le ocultaban a veces las estrellas; su voluntad de serpiente no era nada sin la voluntad del Sol, y de la luna, y de las nubes.

            Siguió arrastrándose buscando la luz que dependiera sólo de ella. Anduvo por sendas, bosques, selvas, montes y valles. Estiraba su cuerpo haciendo ondulaciones, como los ríos, y a veces se ondulaba tanto que parecían meandros que quisieran salirse de la serpiente y formar islas, como los ríos. Hasta que llegó a un lugar del bosque. La noche era profunda y la intensidad de la sombra espesaba la bruma del cielo negro. No había sol. No había luna. Detrás de las nubes no brillaban las  estrellas. Y la serpiente vio, en el cuerpo sin cuerpo de la noche, puntos de luz que brillaban en el suelo. Como si fueran estrellas de tierra. No es que viera mucho, pero algo se veía; aunque sólo fuera por no depender del sol ni de la luna ni de las nubes, mirar por aquella luz diminuta, que alumbraba como faros invisibles, valía la pena; hasta que se dio cuenta de que ahora dependía de las luciérnagas; no era libre, no, su voluntad no dependía de sí misma, su voluntad dependía de fuera.

            Se quedó quieta. Estaba cansada y se durmió. Y en sus sueños, vio como un hilo de plata que alumbraba en la noche por los sitios donde había pasado, los sitios donde se había movido; eran como ríos que hubiera sembrado y ahora, si quería avanzar, sería como un río en la noche, un río que se mueve, un río cuyas aguas nunca estaban quietas aunque descansara. Se volvió a dormir. Y una voz, en la luna del sueño, le decía, cavernosa, desde el fondo de sí mismo:

            -¿De dónde viste a Huiracocha sacar la luz?

            Otra voz, en el inconsciente, contestaba:

            -De dentro de la tierra.

            La misma voz le preguntaba:

            -¿De dónde la habrás de sacar tú?

            La conciencia de la serpiente le decía:

            -Del fondo de mí misma. 



            Entonces pudo dormir, con una tranquilidad que no había conocido en toda su vida. En ese sueño vio que tenía dentro de los ojos un cristal, un cristalino; que si en los otros animales el cristalino cambiaba de tamaño, en el ojo de la serpiente se movía hacia adelante y hacia atrás y esto no dependía más que de sí misma. Pero este ojo necesitaba la luz para ver, necesitaba del sol, era esclavo de las nubes, dependía de la luna. A la serpiente le hacía falta un ojo que pudiera ver en la oscuridad. Un ojo capaz de ver el calor, no solamente la luz. Y se le ocurrió ponerse en los bordes de la boca unos ojos para ver el calor. Los ojos luminosos verían por el día y los ojos térmicos le darían visión nocturna. Y así fue. Ya no dependería del sol, ni de la luna, ni de las luciérnagas, ni de las nubes. Y es verdad. La serpiente boa tiene ojos en la cara que detectan las formas y ojos en la boca que detectan la variación del calor; la serpiente, que tiene fría la sangre, detecta la presencia de otros animales que son de sangre caliente aunque sea de noche y ya no se quedará sin ver, aunque no haya luz, como las serpientes subterráneas, las serpientes ciegas.

            Huiracocha se enfadó y su cólera fue profunda. Él había creado todo lo que hay para que dependiera de él, no para que se criaran voluntades ajenas. Y quiso castigar a la serpiente por atreverse a ser libre, a vivir sin él, a vivir su vida. No pudo soportar perder el control de una sola de sus criaturas y así hay padres que quieren a sus hijos bien atados, y les espanta la posibilidad, aunque sea remota, de que sus hijos sean más poderosos y mejores de lo que ellos han sido. Huiracocha lanzó un rayo invisible con su mano. Paralizó a la serpiente, la durmió, la estiró como una soga y la ató con grapas a la tierra; cuando despertó, su voluntad era libre pero estaba atada a su cuerpo, que había sido atado a la tierra, que estaba atada a Huiracocha, que no estaña atado a ninguna voluntad a no ser del dios Con, que reinó en los tiempos pasados, pero que ahora había desaparecido. El único color que había era el de la tierra, que era una variedad del gris, tenebroso, oscuro, que sacaba la luz que tenía dentro dejando una huella brillante cuando se arrastraba por el suelo. El río es una serpiente que camina.

 


            La serpiente, que era del color de la tierra, fue condenada a perder su color. La ataron, estirada sobre el suelo, para que no se moviera. Y aparecieron muchos indios con un cubo de agua y una brocha. Luego apareció una india que transportaba un cubo lleno de intensa pintura roja. Detrás vino un niño que llevaba en su mano un cubo de pintura amarilla.

            Se pusieron en fila todos los que llevaban cubos de agua, mirando a la serpiente, desde el primero, que estaba junto a la cabeza, hasta el último, que estaba junto a la cola. El dios Sol, hijo de Huiracocha, los miraba desde el cielo. Todos los indios tuvieron que vaciar la mitad del agua que había en sus cubos. Luego vino la mujer con su cubo rojo y pasó delante del primer indio sin decirle nada. Fue adonde estaba el segundo y echó en su cubo un vaso de la pintura que traía en el suyo. Luego fue al tercero y le echó dos vasos. En el cuarto cubo echó tres. En el quinto seis. Y el último indio tuvo que vaciar su cubo para dejar sitio a todos los vasos de pintura roja que le estaba echando la india.

            El primer indio mojó su brocha en el cubo y pintó la cabeza de la serpiente; como no había más que agua, la cabeza se quedó como estaba.

            El segundo le pintó el cuello, y como en el agua se había disuelto sólo un vaso de pintura roja, el cuello se tiñó de un rosado lejano, tan lejano que apenas parecía rosa.

            El tercero le pintó el primer anillo que tenía la serpiente después del cuello; un anillo invisible, como si la serpiente estuviera hecha de tubos de carne como vértebras, como cuentas de un collar, y a todas las cubriera una piel viscosa llena de escamas. El indio pintó ese anillo y, como en su cubo se habían disuelto dos vasos de pintura roja, el color rosado ahora se notaba un poco más.

            El cuarto indio le echó con la brocha una pintura rosa que se notaba más todavía.

            El quinto indio pintó el siguiente anillo y le dejó un color rosa todavía más intenso.

            Y así hasta que el último indio, que no tenía más que pintura roja en un cubo sin agua, le dejó el anillo pintado de un rojo tan intenso que parecía encarnado o carmesí, del color de los rubíes, de tonos granates.

            Luego vino el niño y en su mano tenía un cubo de pintura amarilla Pintó él mismo de amarillo el siguiente anillo de la serpiente. Luego vertió un vaso de pintura amarilla en el cubo de agua del primer indio, y le dijo que la removiera hasta que se mezclase toda: y parecía que se había teñido de un amarillo remoto, tan lejano era su parecido con el amarillo y tan grande su parecido con el agua. En el cubo del siguiente indio echó otro vaso, y como ya tenía un vaso de color rojo disuelto en el agua la pintura se volvió lejanamente naranja. En el siguiente cubo echó dos, y en el siguiente tres, y así hasta llegar al último; y en el último el color naranja se volvió pastoso e intenso.

            Los indios, entonces, siguieron pintando los anillos de la serpiente uno tras otro. Y cada anillo que pintaban tenía el color de las naranjas cada vez más fuerte y profundo. Y cuando terminaron, la cola estaba teñida de un color intensísimo mientras que la cabeza no tenía color ninguno, tal era la marca del agua; y en ella fulgían dos ojos vacíos pintados con una raya de miedo.

            Luego la desataron; recogieron sus cubos y se fueron todos; y la serpiente quedó pintada de tantas tonalidades que parecía un arco iris que se arrastraba por tierra bañada de todos los colores cálidos: el rojo, el naranja, el amarillo y el color de la tierra que había en su cabeza; que era, según se la mirase, un color cálido o un color frío; y por la noche la frialdad de su cabeza arrastraba un collar de colores que brillaban a la luz de la luna: así la verían todos los animales y aquellos de los que se alimentaba huirían al verla, y ya no los podría cazar y se moriría de hambre; pero Huiracocha había dispuesto que no se muriera nunca para que el hambre la atenazara durante la noche, mañana y tarde.

            También los animales que la atacaban la podrían ver y le clavarían las zarpas, los picos y los dientes y no se moriría nunca y tendría que arrastrar toda la vida, como un rosario de maldiciones, como una cadena, todos los males que la aquejarían como consecuencia de aquella condena. Y ya para toda la vida no se podría disimular, no se podría proteger y la verían todos: había sido castigada a no esconderse, pues tan grande fue su delito como su castigo.

 


            La serpiente se arrastraba sobre la tierra. Su cuerpo frío iba dejando una estela, una estela de agua como la baba de los caracoles, como una línea que avanzaba por donde ella avanzaba, y se veía brillar a la luz de la luna. Porque su vientre era blanco. Pero su espalda, llena de colores, espantaba a los animales que huían de ella para que ella no los cazara; y atraía a los animales que no huían para que la mordieran con sus colmillos, la pincharan con sus picos, la rajaran con sus zarpas. Un mapa de cicatrices acabó cubriendo la serpiente. Cuando se cansaba, muerta de hambre mientras dormía la selva, se enroscaba alrededor de su cola y ponía la cabeza en la última vuelta de la espiral de su cuerpo, la más grande, y parecía un remolino rojo que se volvía amarillo en el ojo estrecho que tenía en el fondo; allí donde el agua se hunde en las profundidades, atraída por la fuerza irresistible del remolino.

            Se despertó y volvió a dibujar con el vientre brillantes estelas blancas. Allí donde se había enroscado había dejado su huella un círculo brillante, un mar de agua: un lago. El río es una serpiente que camina. Y volvió a pasar hambre. Y volvieron los dientes afilados, los picos puntiagudos y las garras aceradas. La sangre volvió a salir por sus escamas, y era roja donde el cuerpo era rojo y amarilla donde amarillo. En todo su cuerpo se volvieron a abrir, trocha sobre trocha, los filos del machete, los surcos del arado.

            Se enroscó sobre una rama. Vio a unos indios comiendo papaya. Sin poder acercarse a ellos para que no la descubrieran, llena de colores como estaba, condenada a estar lejos y a no cazarlos, los miró. Un indio rajó la piel con su cuchillo y desnudó la papaya. Bajo aquella piel, amarilla teñida de verde, apareció la pulpa; de un amarillo intenso, y el indio la iba cortando y lentamente se la comía; y saboreaba sus jugos. Hasta que el último corte de su cuchillo abrió, bajo la pulpa, un pozo negro, negro como el ojo de un remolino, lleno de semillas que parecían gemas en el interior de una  geoda, como granos iridiscentes de cuarzo; sólo que eran redondos y negros y tapizaban las paredes de la cavidad que tenía la papaya en el núcleo, como ojos sombríos de una oscuridad tenebrosa, sin brillo.

            El otro indio cortó su papaya en dos mitades. Con la punta del cuchillo fue arrancando la pared membranosa del corazón hasta despegar sus tripas, llenas de pepitas, que tiró al suelo y quedó enredado entre las hojas, soltando gotas y jugos filamentosos que aún chorreaban, gota a gota, en las ramas. Entonces el indio empezó a arrancar la pulpa cortándola a trozos y se la iba comiendo y cuando rascó bien las paredes que cubrían la pulpa sólo quedaba una piel, y la tiró. Era la cáscara.

            ¿Ves? Un indio se comió la papaya de fuera adentro y el otro se la comió de dentro afuera; la primera fue del amarillo al negro y la segunda del negro al amarillo; y ahora pensó que se iba a enroscar rodeando la cabeza con su cuerpo y, después de tejer sobre ella un remolino de colores, en la última vuelta dejaría la cola; y sería un remolino amarillo que se volvería rojo hacia el centro de la espiral, allí donde el agua la sorbía desde abajo con su fuerza.

            Los colores estaban cambiados y los cambiaba ella según le apetecía. Levantó los ojos y vio una cascada cubierta por dos arco iris; el primero tenía los colores al derecho y el segundo al revés; y era, allá a lo lejos, donde la selva se hundía en el suelo y el agua se precipitaba como una pulpa hacia el centro de sí misma; en una tormenta de espuma que ponía estruendo sobre la nube líquida se deshacía en gotas, y las gotas en nubes, flotando sobre el suelo con un estrépito ensordecedor.

            También las rocas se hunden en el precipicio de los acantilados. En su caída, se desnudan al viento y todos pueden ver que también están hechas de capas como las papayas; se fueron llenando de abajo arriba y cubriendo los tiempos viejos con los nuevos, tapando, con estratos nuevos, los antiguos. Pero allá al fondo había un trozo de roca que se había plegado, como las hojas que se doblan dejando arriba el envés, y, doblada por la fuerza de la tierra y cortada por el cuchillo del viento, parecía un pastel con las primeras capas arriba dejando al fondo las últimas; como si la roca estuviera boca abajo; como si fuera una papaya cortada por la mitad y el indio la hubiera pelado de dentro afuera, de abajo arriba.

            La serpiente se durmió. Cansada, como estaba, de que todas las fieras le arrancaran los dolores del cuerpo cubriéndola de cicatrices; de que al día siguiente se secaran las cicatrices y nuevamente los dientes, picos y garras la volvieran a rajar. Un día se fijaron los indios en las roscas de la serpiente; se había formado un lago; sus aguas, teñidas de rojo por el sol, eran manchas sangrientas arrebatándose en llamaradas; llamaradas granates, amarillas y naranjas, sangre que manaba de las cicatrices y salpicaba el cielo como una borrachera de vino tinto, negro y morado, ebrio de dolor, rojo de cólera, contra la crueldad de Huiracocha.

            Volvió un nuevo día y las cosas volvieron de nuevo. El vientre de la serpiente, con su hilo blanco que brillaba (tal la tela de una araña) bajo el Sol, cavaba ríos que corrían y se estancaba en lagos en los sitios donde la serpiente había estado. Y un día le brotó una sonrisa malévola a la serpiente. Se le cubrieron los ojos de una mirada cruel, más cruel que Huiracocha, y se expandió su corazón al ver que había vencido. Sí, había vencido. No era el Sol el que pintaba los lagos con las luces del crepúsculo sino al revés: los lagos eran los pinceles del Sol. Agazapado en las sombras, con la pluma en la mano, garabateando en el papel, el poeta lo escribía. La serpiente se enroscó extendiéndose como un lago. Pero el agua del lago era blanca, blanca como el Sol, y no se llenó de colores hasta que la serpiente se hubo enroscado; y allí en el agua los colores de sus escamas brillaron hasta el cielo y en el espejo del Sol se pintaron todos, derramándose en pinceladas y brochazos, como la sangre de una herida (¿quién sabe?, dentelladas, picotazos y zarpazos), golpeada por la mano de un pintor loco. ¡Era la serpiente, que le daba sus colores al Sol! ¡No era el Sol el que pintaba las aguas del lago! ¡Había vencido a Huiracocha! ¡Su voluntad se había impuesto a la voluntad de un dios malo!

            Mira. Que el poeta, desde las sombras, mira. Mío es el triunfo, Huiracocha, no has podido conmigo, por más que sufro, te he vencido. Nada pueden el hambre ni los picos, ni los dientes ni las garras, José Santos Chocano. Soy artífice de la derrota de Huiracocha, del triunfo del río y la serpiente, del brillo de su cólera en el lago. Que el lago es la serpiente que se enrosca; y el río una serpiente que camina.

 


 

viernes, 15 de febrero de 2019

LA SOCIEDAD DE LOS DOS INSTINTOS




LA SOCIEDAD DE LOS DOS INSTINTOS    


                                                                       1. 

            La sociedad es un ser vivo que tiene dos instintos: uno de conservación y otro de destrucción. El primero es su cara amable: alegría, confianza, amistad y generosidad. El segundo es su cara aviesa: desconfianza, pesimismo, hostilidad y odio. Hay algo perverso en una naturaleza hostil: vida contra muerte, ayuda contra daño, paz contra guerra, seguridad frente a orgullo, paciencia contra ira, fuerza contra debilidad. Todas las sociedades tienen estas dos caras. Todas.
            Hay una leyenda india que lo ilustra muy bien: “padre,  siento que hay dos lobos dentro de mí, uno bueno y otro malo; los dos están luchando, ¿cuál de ellos vencerá?” El padre le contesta: “aquél que tú alimentes”. Igual sucede en la sociedad; vencerá, de los dos instintos, el que más cuidemos.
Pero sucede que cada uno alimenta al que siente dentro con más fuerza, como si ya hubiésemos sido conquistados por él; entonces entramos en un círculo vicioso: ¿de qué depende que alimentemos a uno u otro? ¿De que hayamos sido conquistados por uno de ellos? Entonces no somos libres. Somos un instinto, bueno o malo, que nació. La naturaleza no tiene poder para domar los instintos, las fuerzas que nos gobiernan son superiores a la fuerza que pugna desde nuestro pensamiento, desde nuestra libertad.
            Esto significaría que unos nacemos buenos y otros malos. Unos de la mano de dios y otros del diablo. Me cuesta aceptar que sea así. Nuestra vida es más bien un campo de batalla donde luchan estos dos instintos, y nosotros tenemos en esa lucha una ayuda inestimable: esa ayuda es la razón; con la razón construimos bondad, y la ponemos en los ladrillos del sentimiento; y sin ella, esos ladrillos se vuelven maléficos. Sentir, en sí mismo, no es bueno ni malo pero los sentimientos, cuando son filtrados, moldeados e  impregnados por la razón (alegría, amistad, confianza: vida), son buenos, mientras que los que sean inaccesibles a ella, herméticos, impenetrables (pesimismo, inseguridad, odio), son malos o lo que es lo mismo: son impulsos destructivos, son las fuerzas que quieren morir.


            Adviértase que no tenemos por qué decir que los sentimientos malos son oscuros (pues la oscuridad es, cuántas veces nos pasa, refugio donde nos acurrucamos para soñar); tampoco hay que decir que los sentimientos buenos son luminosos (pues la luz, aunque nos hace ver y nos vuelve alegres, también nos puede cegar). La luz y la oscuridad son territorios donde pueden morar tanto el sentimiento bueno como el malo; hay maldades tenebrosas pero también centelleantes; y bondades luminosas, sí, pero también de penumbra y acogedoras; a veces hay que cerrar la ventana para que no nos hiera la luz, o para que no nos agobie el sol cuando el calor aprieta.
            Tampoco hay que confundir la fuerza con el mal. La fuerza es vida, no maldad; la maldad no es más que la destrucción, la perversidad, la muerte. Pretender que los buenos son los débiles es empujar a los niños a que sean malos, porque si la fuerza es maldad, ellos, que se sienten fuertes, acaban creyendo de veras que son malos. ¿No ocurre que en las películas pensamos con los buenos pero sentimos con los malos? No; pensamos y sentimos con los buenos, sólo que la bondad es fuerte y nos han enseñado que la fuerza tiene que ser maldad, y por eso hay algo dentro de nosotros que nos empuja no a la maldad, sino a la fuerza: y es la sociedad la que nos engaña. Donde dice fuerza la gente entiende brutalidad, mientras que para la naturaleza es simplemente salud. Nos gustan los villanos porque en las películas a los buenos los pintan como personas débiles, enclenques, pasivas, sin energía, desvitalizadas; los fuertes, vigorosos, activos, alegres, vitales, muchas veces son los villanos; no es que nos gusten los malos, nos gusta la vida que ponen en los malos; pero como en el cine se han creado una moral que asocia la maldad con la vida (es decir lo perverso con lo fuerte), nos han hecho creer que somos perversos y malos cuando en realidad sólo somos fuertes y vitales.
            Hay que aclarar las confusiones de nuestra moral, porque toda la moral está edificada sobre una gran confusión: la fuerza y la bondad no sólo no se excluyen, sino que se necesitan: la clave está en la razón; una fuerza orientada por la razón es buena, las fuerzas irracionales son malas; la razón que brota de nuestra cabeza es la que nos guía en nuestra vida para manejarnos; pero también hay una razón con la que no pensamos, sino con la que piensa la naturaleza misma: con ella se han hecho los instintos buenos; allí donde la naturaleza no ha podido construir las formas de su razón, las fuerzas que han aparecido eran instintos malos.


2.

            Dos son, pues, las fuerzas que nos construyen: una es la fortaleza y otra la debilidad. La persona fuerte que no quiere emplear la fuerza no es una persona débil, sino sensata; mesurada y paciente. Pero la sociedad admira a quienes emplean la fuerza aunque por dentro no sean robustos: ésos son los débiles. Los coléricos, los brutos, los violentos, los malvados, ésos son los que muestran debilidad; y parecen fuertes. Los pacientes, los sensatos, los pacíficos, los buenos, son, por el contrario, fuertes; y parecen débiles; al definir como fuertes a los hombres, cree que son débiles las mujeres, pero también los homosexuales: cuando el sexo posiblemente no tenga que ver con fortaleza, sino con brutalidad; una mujer es fuerte como un hombre, pero la sociedad quiere que la fuerza del hombre sea visible (y la confunde con violencia) y que la de la mujer no se vea nunca (y entonces parece desánimo, obediencia, falta de carácter y debilidad). No nos engañemos: a quienes la sociedad llama fuertes nosotros los podemos llamar brutos, y quienes pasan por débiles son en realidad fuertes. Consecuencia perversa de esta confusión es que hemos creado una imagen de la bondad que no tiene nada de buena: la obediencia, el abandono, la vida arrastrada, pasan por bondades cuando en realidad no son más que el resultado de confundir la resignación con los brazos caídos y la paciencia con la rendición. Hay que tener siempre la moral bien alta: la moral, que persigue la vida buena, es también la vida fuerte; o de lo contrario confundiremos lo bueno con la impotencia y la esclavitud con la felicidad.


3.

            Las dos fuerzas que luchan parece que se escaparon de la naturaleza y ahora están gobernadas por la sociedad. Una sociedad sana cultiva en sus miembros la alegría, la fuerza, la amistad, la confianza, y procura atar las fuerzas de los deprimidos, de los asesinos y ladrones, de los enemigos de la vida, de los envidiosos de la felicidad; no los mete en la cárcel para que sufran, sino para que no puedan hacer daño; hospitales, sanatorios, psiquiátricos, lugares donde los seres agitados por las fuerzas perversas puedan vivir y buscar, en la medida en que eso sea posible, los dulces caminos de la felicidad.
            Pero hay sociedades perversas que liberan las fuerzas destructivas y encadenan a las que son sanas. Los asesinos, los ladrones, los psicópatas, los frustrados; los envidiosos, los vagos, los que nunca han luchado contra la pereza, los que han sucumbido a ella; los rencorosos, los inmaduros, los envidiosos y codiciosos, los coléricos, los que sembraron resentimientos en su vida: ésos son liberados por la fuerzas enfermas que les ponen uniformes y trajes y los convierten en policías y soldados, funcionarios y políticos, mientras los generosos y los fuertes dan con sus huesos en la cárcel. Allí donde los buenos están libres (y los buenos son felices) la sociedad es más feliz. Y donde se libera a los malos (infelices y desgraciados, que ser bruto es a la vez ser tonto porque la fuerza en ellos no viene acompañada de inteligencia), allí, desgraciadamente, la sociedad no es feliz. Las sociedades desgraciadas tienen prisa y persiguen sus objetivos por medios rápidos, confundiendo rapidez con eficacia: es la guerra. La paciencia, por el contrario, se confunde fácilmente con ineficacia y debe luchar contra sus detractores, que piensan que el único movimiento que existe es el que vemos; pero la paciencia, aliada de la fuerza (y de la confianza feliz) es el único camino para la paz.
            El guepardo corre rápido, pero si no alcanza a su presa en cien metros se agota y se para, y se queda sin comer. Pero el águila, que es fuerte en las alas y aguda en la vista, es capaz de volar sin moverse dejando que lo lleve el aire; ella misma ha buscado esas corrientes para surcar el cielo sin agotarse, volando con alegría, empeñada en la tarea de planear. Que es una tarea dulce y sana.