LA SOCIEDAD DE LOS
DOS INSTINTOS
1.
La
sociedad es un ser vivo que tiene dos instintos: uno de conservación y otro de
destrucción. El primero es su cara amable: alegría, confianza, amistad y
generosidad. El segundo es su cara aviesa: desconfianza, pesimismo, hostilidad
y odio. Hay algo perverso en una naturaleza hostil: vida contra muerte, ayuda
contra daño, paz contra guerra, seguridad frente a orgullo, paciencia contra
ira, fuerza contra debilidad. Todas las sociedades tienen estas dos caras. Todas.
Hay
una leyenda india que lo ilustra muy bien: “padre, siento que hay dos lobos dentro de mí, uno
bueno y otro malo; los dos están luchando, ¿cuál de ellos vencerá?” El padre le
contesta: “aquél que tú alimentes”. Igual sucede en la sociedad; vencerá, de los
dos instintos, el que más cuidemos.
Pero sucede
que cada uno alimenta al que siente dentro con más fuerza, como si ya
hubiésemos sido conquistados por él; entonces entramos en un círculo vicioso:
¿de qué depende que alimentemos a uno u otro? ¿De que hayamos sido conquistados
por uno de ellos? Entonces no somos libres. Somos un instinto, bueno o malo,
que nació. La naturaleza no tiene poder para domar los instintos, las fuerzas
que nos gobiernan son superiores a la fuerza que pugna desde nuestro pensamiento,
desde nuestra libertad.
Esto
significaría que unos nacemos buenos y otros malos. Unos de la mano de dios y
otros del diablo. Me cuesta aceptar que sea así. Nuestra vida es más bien un campo
de batalla donde luchan estos dos instintos, y nosotros tenemos en esa lucha
una ayuda inestimable: esa ayuda es la razón; con la razón construimos bondad,
y la ponemos en los ladrillos del sentimiento; y sin ella, esos ladrillos se
vuelven maléficos. Sentir, en sí mismo, no es bueno ni malo pero los sentimientos,
cuando son filtrados, moldeados e
impregnados por la razón (alegría, amistad, confianza: vida), son
buenos, mientras que los que sean inaccesibles a ella, herméticos,
impenetrables (pesimismo, inseguridad, odio), son malos o lo que es lo mismo:
son impulsos destructivos, son las fuerzas que quieren morir.
Adviértase
que no tenemos por qué decir que los sentimientos malos son oscuros (pues la
oscuridad es, cuántas veces nos pasa, refugio donde nos acurrucamos para
soñar); tampoco hay que decir que los sentimientos buenos son luminosos (pues
la luz, aunque nos hace ver y nos vuelve alegres, también nos puede cegar). La
luz y la oscuridad son territorios donde pueden morar tanto el sentimiento
bueno como el malo; hay maldades tenebrosas pero también centelleantes; y
bondades luminosas, sí, pero también de penumbra y acogedoras; a veces hay que
cerrar la ventana para que no nos hiera la luz, o para que no nos agobie el sol
cuando el calor aprieta.
Tampoco
hay que confundir la fuerza con el mal. La fuerza es vida, no maldad; la maldad
no es más que la destrucción, la perversidad, la muerte. Pretender que los buenos
son los débiles es empujar a los niños a que sean malos, porque si la fuerza es
maldad, ellos, que se sienten fuertes, acaban creyendo de veras que son malos. ¿No
ocurre que en las películas pensamos con los buenos pero sentimos con los
malos? No; pensamos y sentimos con los buenos, sólo que la bondad es fuerte y
nos han enseñado que la fuerza tiene que ser maldad, y por eso hay algo dentro
de nosotros que nos empuja no a la maldad, sino a la fuerza: y es la sociedad
la que nos engaña. Donde dice fuerza la gente entiende brutalidad, mientras que
para la naturaleza es simplemente salud. Nos gustan los villanos porque en las
películas a los buenos los pintan como personas débiles, enclenques, pasivas,
sin energía, desvitalizadas; los fuertes, vigorosos, activos, alegres, vitales,
muchas veces son los villanos; no es que nos gusten los malos, nos gusta la
vida que ponen en los malos; pero como en el cine se han creado una moral que
asocia la maldad con la vida (es decir lo perverso con lo fuerte), nos han
hecho creer que somos perversos y malos cuando en realidad sólo somos fuertes y
vitales.
Hay
que aclarar las confusiones de nuestra moral, porque toda la moral está
edificada sobre una gran confusión: la fuerza y la bondad no sólo no se
excluyen, sino que se necesitan: la clave está en la razón; una fuerza
orientada por la razón es buena, las fuerzas irracionales son malas; la razón
que brota de nuestra cabeza es la que nos guía en nuestra vida para manejarnos;
pero también hay una razón con la que no pensamos, sino con la que piensa la
naturaleza misma: con ella se han hecho los instintos buenos; allí donde la
naturaleza no ha podido construir las formas de su razón, las fuerzas que han
aparecido eran instintos malos.
2.
Dos
son, pues, las fuerzas que nos construyen: una es la fortaleza y otra la debilidad.
La persona fuerte que no quiere emplear la fuerza no es una persona débil, sino
sensata; mesurada y paciente. Pero la sociedad admira a quienes emplean la
fuerza aunque por dentro no sean robustos: ésos son los débiles. Los coléricos,
los brutos, los violentos, los malvados, ésos son los que muestran debilidad; y
parecen fuertes. Los pacientes, los sensatos, los pacíficos, los buenos, son,
por el contrario, fuertes; y parecen débiles; al definir como fuertes a los
hombres, cree que son débiles las mujeres, pero también los homosexuales: cuando
el sexo posiblemente no tenga que ver con fortaleza, sino con brutalidad; una
mujer es fuerte como un hombre, pero la sociedad quiere que la fuerza del
hombre sea visible (y la confunde con violencia) y que la de la mujer no se vea
nunca (y entonces parece desánimo, obediencia, falta de carácter y debilidad).
No nos engañemos: a quienes la sociedad llama fuertes nosotros los podemos
llamar brutos, y quienes pasan por débiles son en realidad fuertes.
Consecuencia perversa de esta confusión es que hemos creado una imagen de la
bondad que no tiene nada de buena: la obediencia, el abandono, la vida
arrastrada, pasan por bondades cuando en realidad no son más que el resultado
de confundir la resignación con los brazos caídos y la paciencia con la
rendición. Hay que tener siempre la moral bien alta: la moral, que persigue la
vida buena, es también la vida fuerte; o de lo contrario confundiremos lo bueno
con la impotencia y la esclavitud con la felicidad.
3.
Las
dos fuerzas que luchan parece que se escaparon de la naturaleza y ahora están
gobernadas por la sociedad. Una sociedad sana cultiva en sus miembros la
alegría, la fuerza, la amistad, la confianza, y procura atar las fuerzas de los
deprimidos, de los asesinos y ladrones, de los enemigos de la vida, de los
envidiosos de la felicidad; no los mete en la cárcel para que sufran, sino para
que no puedan hacer daño; hospitales, sanatorios, psiquiátricos, lugares donde
los seres agitados por las fuerzas perversas puedan vivir y buscar, en la
medida en que eso sea posible, los dulces caminos de la felicidad.
Pero
hay sociedades perversas que liberan las fuerzas destructivas y encadenan a las
que son sanas. Los asesinos, los ladrones, los psicópatas, los frustrados; los
envidiosos, los vagos, los que nunca han luchado contra la pereza, los que han
sucumbido a ella; los rencorosos, los inmaduros, los envidiosos y codiciosos, los
coléricos, los que sembraron resentimientos en su vida: ésos son liberados por
la fuerzas enfermas que les ponen uniformes y trajes y los convierten en
policías y soldados, funcionarios y políticos, mientras los generosos y los
fuertes dan con sus huesos en la cárcel. Allí donde los buenos están libres (y
los buenos son felices) la sociedad es más feliz. Y donde se libera a los malos
(infelices y desgraciados, que ser bruto es a la vez ser tonto porque la fuerza
en ellos no viene acompañada de inteligencia), allí, desgraciadamente, la
sociedad no es feliz. Las sociedades desgraciadas tienen prisa y persiguen sus
objetivos por medios rápidos, confundiendo rapidez con eficacia: es la guerra.
La paciencia, por el contrario, se confunde fácilmente con ineficacia y debe
luchar contra sus detractores, que piensan que el único movimiento que existe
es el que vemos; pero la paciencia, aliada de la fuerza (y de la confianza
feliz) es el único camino para la paz.
El
guepardo corre rápido, pero si no alcanza a su presa en cien metros se agota y
se para, y se queda sin comer. Pero el águila, que es fuerte en las alas y
aguda en la vista, es capaz de volar sin moverse dejando que lo lleve el aire;
ella misma ha buscado esas corrientes para surcar el cielo sin agotarse,
volando con alegría, empeñada en la tarea de planear. Que es una tarea dulce y
sana.
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