viernes, 21 de agosto de 2020

VERDI SOBRE LOS PASOS DE MACHADO

  

VERDI SOBRE LOS PASOS DE MACHADO 

            Unos días más tarde reanudó esta conversación que había sido interrumpida por el timbre; y lo hizo con un poema de Antonio Machado.

   Al olmo viejo hendido por el rayo

y en su mitad podrido,

con las lluvias de abril y el sol de mayo,

algunas hojas verdes le han salido.

            -¿Qué dice? Está describiendo el viejo árbol. Lo pinta en el Duero, cuyas orillas tanto ha cantado el corazón del poeta; lo pinta con un ejército de hormigas trepando por sus ramas secas; cubierto de telarañas en su hueco corazón, abierto el pecho al abismo de sus entrañas huecas; cubierto de musgo en su corteza blanca, el tronco carcomido; lo pinta desolado, solitario y desierto, sin los pájaros que anidan en su regazo con sus hermosos trinos. Lo derribará el hacha, el carpintero lo convertirá en yugo; arderá en la hoguera de alguna mísera caseta; lo arrancará la tormenta, lo tronchará el vendaval; lo arrancará el río, atravesando los valles, y lo empujará hacia el mar. Pero le han salido brotes verdes en su retorcida corteza, en el corazón abierto, en el pecho herido; y eso ha hecho temblar el corazón del poeta.

   Mi corazón espera

también, hacia la luz y hacia la vida,

otro milagro de la primavera.

            Levantó la vista con el libro todavía abierto. Volvió a mirar a los chicos, que miraban, unos con brotes verdes en los ojos, otros con la mirada seca, el pecho mudo, el corazón vacío.

            -Ya hemos visto lo que nos dice el poeta. Pero ahora nos preguntamos: ¿qué es lo que nos quiere decir? Para responder a esta pregunta tenemos que saber lo que hace. Y lo que hace es estremecerse con las palabras. No escribe describiendo simplemente las cosas que ve, como lo haría un científico; escribe poniendo sentimiento en ellas, de modo que cada una le haga vibrar; y el lector vibra, al leer, como vibraba el poeta en el momento en que lo escribía. No es un científico, es un poeta; en sus palabras no hay que buscar la verdad, sino la belleza. La verdad pudo ser sólo un punto de partida. ¿Vio realmente este olmo cuando se puso a escribir sobre él? Probablemente sí, pero no lo sabemos; pudo ser una idea que se había ocurrido; o un olmo antiguo, que le vino a la memoria a instancias del corazón. Vete a saber… Pero lo que importa no es si vio de verdad este olmo; lo que importa es si se acercó a él con la belleza en la mano; si consiguió estremecer con sus palabras cuando la visión del árbol a él mismo lo estremecía.

            -Desde luego –contestó Ilse; y su voz parecía tímida.

            -¿Cómo lo consigue? ¿Qué hace con las palabras? Las distribuye armoniosamente, como si fueran manchas de color, y su pluma es el pincel que va ordenándolas en un cuadro; las cosas, hechas sustantivos, se llenan de adjetivos porque tienen luz, color, relieve, sonido, y oímos el silencio como una manta invisible extendida por el campo. Describe los más mínimos detalles capaces de despertar el sentimiento: el rayo, el musgo, el polvo, el tronco carcomido, los pájaros que no están y las hormigas y arañas que sí están; no describe el árbol con la sequedad del científico, limitándose a presentar las cosas tal y como son; lo describe convirtiéndolo en portavoz de sus sentimientos, despertando la melancolía en el crescendo de su evocación. Y luego, con la imaginación, anticipa lo que será de él cuando pase el tiempo; en lo que quedará convertido el tronco seco del árbol. ¿Y para qué lo hace? 

             Guardó silencio esperando a que los alumnos contestaran. Pero los alumnos (algunos de ellos) aguardaban suspendidos en una nube a que fuese él mismo quien lo hiciera.

            -Para que sintamos en el tronco la presencia de la muerte –prosiguió-. Y en medio de ella, como un milagro, apareen unas hojas con las lluvias de abril. Esas hojas son el refugio de la esperanza. En las situaciones difíciles, cuando parece que todo está perdido, no hay que desesperar. Siempre hay brotes verdes.

            Sus palabras fueron interrumpidas por un suspiro.

            -¿Qué hace el poeta? Describe un árbol. ¿Qué quiere hacer? Despertar la esperanza. ¿Y cómo lo hace? Creando emoción y belleza. El crítico, cuando tiene ante los ojos este poema, ya ha contestado a estas preguntas. La primera, desde luego, era la primera: ¿qué dice? El crítico ha comparado lo que dice el autor con lo que ocurre en la realidad: y no ha podido responder; no sabe si el olmo del que habla ha existido de  verdad; no se trata, pues, de juicios de hecho. Si la verdad aristotélica no nos interesa ¿qué es entonces lo que nos interesa aquí? La esperanza. Y la belleza. Se trata, por lo tanto, de juicios de valor. ¿Y qué valores son los que aquí aparecen? No se trata de valores morales, no; Machado no nos dice, como en las fábulas, lo que debemos hacer. Ni nos habla tampoco de lo que es conveniente, no son valores pragmáticos los que afloran aquí, ni técnicos tampoco; tampoco nos dice cómo hay que hacer las cosas, como si fuera una receta o un manual de instrucciones. No. Aquí nos habla de la esperanza; y de la belleza; son valores vitales.

            Carraspeó quedamente.

            -Estamos analizando un poema, y al hacerlo nos hemos convertido en críticos. Hemos descubierto que había que relacionar lo que dice el poeta con lo que quiere decir, y para eso hemos tenido que observar cómo lo dice. Dice (habla) del olmo y en el fondo quiere hablar de la esperanza; lo dice con imágenes, con epítetos, más que con referencias. Y ahora nos preguntamos: ¿por qué habla del olmo para hablar de la esperanza? ¿No será que la referencia está en la esperanza y no en el tronco? ¿Será verdad que está necesitado de esperanza? Y si la necesita, es porque está sufriendo. ¿Por qué sufre Antonio Machado? Busquemos en su biografía. Veamos lo que le ocurría hacia la época misma en que compuso el poema. Buscamos y encontramos. Leonor. Leonor era una chica joven que se casó con el poeta. Y el poeta la quería, la adoraba. Tenía apenas dieciocho años cuando se casó con ella. Y enfermó de tuberculosis. Los médicos eran muy pesimistas con respecto a su salud, y el poeta estaba desesperado. Necesitaba esperanza. Necesitaba creer. Y ahora comprendemos verdaderamente el poema.

   Mi corazón espera.

            Esperaba estremecido el corazón de Machado:

otro milagro de la primavera.

            Sonaron, dentro de la clase, algunos aplausos. Después sonaron otros y el sonido de las palmas fue en crescendo. Juan acalló los ruidos bajando repetidamente los brazos, meciéndolos en el aire, con las palmas hacia abajo.

            -¡Silencio! –lo dijo como un grito amortiguado por su propio susurro-. ¡Chst! ¡Silencio! ¡Están dando clase en las aulas de al lado! ¡No debemos molestar!

            Y por su pecho corría una nebulosa de placer, sorprendido él mismo y repentinamente halagado. La sorpresa de haber llegado al corazón de los chicos. Lo inundó de plenitud. Por su barriga le subió un cosquilleo.

             Se sobrepuso el deber al placer, la suspensión de la conciencia al deseo de que no les llamaran la atención; y lo hizo recurriendo a otro ejemplo que rompía, posiblemente, con el instante mágico.

            -¿Conocéis a Giuseppe Verdi? –Juan sabía que no-. Verdi era un compositor italiano. Entre sus óperas más famosas está “Nabucco”, que es la palabra italiana para decir “Nabucodonosor”. En ella relata la cautividad de Babilonia. El pueblo hebreo camina al destierro, perdida la esperanza, abandonando sus casas y el país donde creció, y el pensamiento se llena de tristeza con la evocación emocionada de la patria: este episodio se retrata en un fragmento que lleva por título “Va pensiero”.

            Juan había llevado un radiocassette y lo tenía sobre la mesa. Pulsó un botón y sonó un lamento. Las sillas de los alumnos enmudecieron de repente. La magia de Machado resurgió en las voces del pueblo desterrado, se extendió por todo el espacio y ocupó los corazones, rezumando por las ventanas. Las palabras de Juan, explicando la atmósfera del coro, prendió la llama del sentimiento y los chicos se mecían de manera casi imperceptible al son de las voces soñolientas. Acabó el coro. Y la magia, como jirones de una nube retenida en el cielo, permaneció flotando. Y Juan aprovechó ese momento de duende para rematar la faena.

            -¿Qué dice Verdi? Cuenta la cautividad del pueblo hebreo. ¿Ocurrieron realmente aquellos hechos? Sí; era una verdad histórica. Pero ¿qué hace Verdi con las palabras, como las dice? Despertando el sentimiento. Y ¿qué quiere conseguir, qué pretende hacer?

            Aquí Juan hizo un silencio poético sujetando la emoción. Lo hizo sujetar un rato, no demasiado, como el que está encendiendo fuego para que prenda la llama. Y cuando lo hubo conseguido reanudó el hilo de su explicación, el hilo de su pensamiento.         

-Le pasó algo parecido a lo que le había pasado a Machado. La verdad de Verdi no era interesante por lo que le pasó al pueblo judío sino por lo que le estaba pasando al pueblo italiano. Italia estaba invadida por los austriacos. Y cuando la gente escuchaba en la ópera el “Va pensiero” se levantaba al unísono reflejando, en su identificación con el pueblo judío, su rebeldía contra el yugo austriaco. El “Va pensiero” se convirtió en una canción de protesta, en una canción patriótica. Y la verdad de los personajes se convirtió en la voz del público, la voz del autor, y la cautividad de Babilonia se convirtió en un lamento de la cautividad que estaba padeciendo por aquel entonces el pueblo italiano.

            Un silencio estremecedor paralizó los corazones. Los alumnos se sintieron, por un momento, los hebreos que caminaban apesadumbrados hacia Babilonia. Y Juan demostró así que, en contra de lo que ellos mismos creían, cuando se explica bien a los jóvenes de entonces, analfabetos de la música, también les gustaba la ópera.

            Juan dejó durar las emociones que habían estado suspendidas, flotando en el aire, hasta que fueron disolviendo sus últimos ecos. Poco a poco volvió la realidad a la clase. Todavía resonaban en el silencio, como cantos de sirena, las voces yertas de la poesía. Sólo que no eran cantos de sirena. Eran los cantos que, en vez de matar, resucitaban; los cantos que llenaban el espacio de placer,  cargando las baterías de la vida y alimentando las fuerzas que impulsaban el desarrollo; el hechizo, la magia de la que no había que huir, sino que salvaba; los hermosos cantos que nunca encontraríamos en Homero.

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