viernes, 28 de agosto de 2020

¿ESTÁN VIVOS LOS VIRUS?

 

¿ESTÁN VIVOS LOS VIRUS?

  


1. Planteamiento del problema.

             Los biólogos no se ponen de acuerdo sobre lo que son los virus. Para unos, están hechos de materia viva; para otros, no. Las funciones básicas de la vida son nutrición, relación y reproducción. El lugar más pequeño donde se desarrollan esas funciones es la célula. Pero los virus no son capaces de reproducirse solos, por lo tanto no son células; y según la teoría celular, tampoco son seres vivos.

            Los virus son ácidos nucleicos rodeados de proteínas; son, pues, material genético (ADN o ARN) protegidos por una cubierta proteica a la que llamamos cápside; y cuando se encuentran en libertad, es decir solos, fuera de las células a las que infectan, los cubre una segunda capa, esta vez de grasa, que los protege y aísla: la misma bicapa lipídica que forma la membrana de las células; la envoltura vírica. La forma de los virus es variada; algunos son poliedros casi perfectos, y por ejemplo el VIH es un icosaedro; otros son helicoides. Pero hay seres todavía más simples que los virus; por ejemplo los priones, que están hechos de una sola proteína; o los viroides, que contienen sólo una cadena de ADN.

            Los virus necesitan nucleótidos y otras biomoléculas para poderse reproducir; por eso necesitan meterse dentro de una célula, para obligarla, con sus materiales celulares, a producir materiales víricos; es como construirse una casa con los ladrillos de otro; yo tengo cemento, yeso, agua y herramientas, pero me faltan ladrillos: entonces se los quito a otro para construir mi propio edificio; y, no contento con meterme en su casa, lo obligo a trabajar para mí; en vez de dejarle hacer las cosas que él necesita lo obligo a hacer las cosas que necesito yo; en una palabra: lo esclavizo; para decirlo en términos biológicos: lo infecto.

            Los virus son parásitos (o sea piratas) porque son débiles; porque lo necesitan; tienen una maquinaria reproductiva que necesita, para funcionar, ácidos nucleicos, nucleótidos y otras moléculas, pero ellos sólo tienen nucleótidos: ¿de dónde sacan lo que les falta? Se lo quitan a las células. Es como si yo tuviera un coche con todo lo necesario menos la caja de cambios; la tendría que sacar de algún sitio.

            Por lo tanto los virus son malos por necesidad. Al decir “malos” no podemos darle a ese término ninguna connotación moral, sino que les hacen cosas malas a sus huéspedes, lo que no significa necesariamente que tengan intención de hacer el mal; tienen necesidades que sólo pueden satisfacer haciendo daño a los demás y por eso son parásitos. Las células, en cambio, tienen todo lo que necesitan y por eso no hacen daño, no atacan, no infectan, pueden permitirse el lujo de colaborar entre ellas para hacer cosas mejores de las que hacen; para perfeccionar el fruto de su acción. 



            En otro lugar he propuesto una teoría para intentar explicar el mundo. No es una teoría científica, porque no se apoya en experimentos; es una teoría filosófica. Pero si tiene fuerza explicativa debería ser capaz de resolver problemas como el de los virus: para ello habría que definir la vida de otra manera. Nitezsche y Schopenahuer lo hicieron. Para el segundo, la vida, y en general el mundo, eran voluntad (pero esto no nos sirve, porque si ano aclaramos lo que entendemos por voluntad no podremos distinguir la materia viva de la inerte); para Nietzsche la vida era voluntad de poder, algo así como un espíritu de superación; Aristóteles afirmaba que la diferencia entre los seres vivos y los muertos era que los primeros tenían alma, con lo que el alma se convertía en fuente de movimiento, y por lo tanto en fuerza que los producía. Hay biólogos que aseguran que, más allá de la bioquímica, la vida está hecha de fuerza vital. El problema es que no aclaran lo que es esa fuerza, ni por qué surge, ni de dónde proviene; es una especie de deus ex machina que, como el monolito de 2001, se mete dentro de las cosas y las anima.

            Vamos a suponer que la bioquímica es necesaria para la vida. Necesaria, pero no suficiente. Así como hace falta que haya nubes para que llueva pero eso solo no basta, así también para que haya vida son necesarias moléculas orgánicas pero se necesita algo más. Una proteína, por sí misma, no sería vida (un prión); una cadena de ARN (es decir un viroide) tampoco; ni la proteína asociada con el ARN (un virus); es decir, no serían vida sólo por contener moléculas orgánicas. ¿Qué les hace falta a las biomoléculas para que estén vivas? Ese plus que necesitan ¿lo tienen los priones, los viroides y los virus? Si lo tienen, serían seres vivos. Si no lo tienen, no lo serían. Según la teoría celular, los virus no serían seres vivos porque son estructuras algunas de las cuales no pueden cumplir su función. Pero según la hipótesis que estamos planteando aquí lo serían sólo si contienen ese plus que les hace falta para vivir; porque hay seres que no funcionan solos y se asocian con otros para funcionar; por eso hay simbiosis, saprofitismo y parasitismo. Antiguamente se pensaba que la materia estaba viva porque se metía dentro de ella el fuído vital, el pneuma que se encuentra en el aire; lo decía Hipócrates y lo rubricaban los estoicos.

            Veamos. Una necesidad es una estructura lógica de complementariedad donde uno tiene lo que le falta a otro. Los átomos tienen una capa externa donde debe haber ocho electrones: ni uno más, ni uno menos. Si hay un átomo que sólo tiene seis (como el oxígeno) y otro que tiene sólo dos (el hidrógeno tiene uno), se unen dos hidrógenos con un oxígeno y entre ambos crean una nube electrónica de ocho unidades; al hacerlo, dan origen al agua. También el virus tiene una estructura de ácidos nucleicos y nucleótidos en la que faltan los nucleótidos: los toman de las células y ya está; entre ambos completan la estructura; pero al hacerlo, el virus mata a la célula; los átomos, sin embargo, cuando se unen no se matan el uno al otro: se ayudan, se completan, se equilibran.

            Las fuerzas de la naturaleza inorgánica son tendencias. El hidrógeno tiende a unirse con el oxígeno, el cloro con el sodio (porque tienen electronegatividades opuestas) y los metales tienden a juntar todos sus electrones en una nube que los rodea. La tendencia se caracteriza por la repetición, y la repetición se manifiesta en la causalidad: las mismas causas producen los mismos efectos, y siempre que un imán se acerque al hierro acabará atrayéndolo; necesariamente; es un fenómeno que se repite siempre.  

            La primera forma que adopta la necesidad en la naturaleza, la más elemental y simple, es la tendencia; es decir las estructuras repetitivas, la causalidad. La necesidad es una estructura incompleta de carácter complementario. Las tendencias, por ser repetitivas, no tienen historia, o, si la tienen, esa historia no tiene sentido: o son reversibles o no tienen destino, y hay una flecha del tiempo que no sabe adónde va; si tiene alguna guía, esa guía, sin duda, es el azar. Podemos contar la historia de una planta y hasta la de un virus: ¿qué significado tendría  que contásemos la historia de un electrón?


            La necesidad, a la que hemos calificado de complementariedad incompleta, cuando, por efecto de la repetición, se convierte en causalidad, es la primera forma de espontaneidad, de automatismo o inercia que existe: la llamamos anataxia, porque es el momento del contacto; un contacto hecho presencia o planteado, en la tendencia, como posibilidad; un contacto programado.

            Pero la necesidad sube escalones para manifestarse en niveles más complejos que la causalidad: el escalón que está por encima de ella es la finalidad; la finalidad está hecha como esas gradas de los estadios cuyos escalones altos se descomponen, en algunos tramos, en peldaños menos altos; el escalón de la finalidad se descompone en dos niveles, y asciende por uno para llegar al otro; el primer nivel es la teleonomía; el segundo, la teleología. La teleonomía es la finalidad que obliga a avanzar a muchos seres sin haberla buscado; es como estar obligados a buscar una meta impuesta, como las arañas, que fabrican su tela sin querer, movidas por su propia naturaleza, o como las plantas, que hacen la fotosíntesis sin saber por qué. La teleología es la finalidad buscada con la conciencia, como el perro, que sabe lo que hace cuando busca comida.

            Está claro que los virus sufren esa forma de impulso que llamamos tendencia. Pero también son seres teleonómicos, porque buscan las biomoléculas que les faltan, aunque no van, sino que se dejan ir; no van a buscarlas porque no tienen conciencia de lo que hacen, se dejan llevar. Pero ¿cuál es la fuerza que los lleva? No puede ser la tendencia, porque la tendencia no tiene finalidad: la mueve una causa, un motivo, tal vez un motor, pero no un destino, no una meta a la que quiera llegar. Diríamos, sí, que el objeto del átomo es conseguir el octeto, rellenar su última capa con ocho electrones, pero eso no es verdaderamente finalidad: es complementariedad, porque es repetitiva, continuamente idéntica a sí misma, y nunca puede cambiar: por eso podríamos decir que es como si no estuviera dentro del tiempo.

La finalidad es otra cosa: es búsqueda; no es ser expulsado de una realidad incompleta hasta que el azar la complete, sino ser atraído por una meta; al principio es una atracción ciega, como si tirara de nosotros un imán: es la teleonomía; y luego (teleleología) esa atracción se convierte en búsqueda, en intención, en conciencia.

La necesidad se manifiesta, pues, sucesivamente en contacto y tendencia (los átomos), atracción (los tropismos de las plantas) y búsqueda (cuando el gato se pone a cazar). A la fuerza que nos atrae podríamos llamarla instinto; y al gato que caza, además del instinto, lo mueve la conciencia: que no consiste sólo en saber, sino en un saber que nos empuja, que nos lleva, que nos arrastra.

La tendencia es la fuerza del contacto; el instinto, la fuerza de atracción (pero no, claro, de los imanes, porque en los imanes sólo es una manifestación atómica de la tendencia); y la conciencia, la fuerza de buscar. Atracción y búsqueda. Tendencia, instinto y conciencia.

La conciencia y el instinto conforman la lucha por la existencia. Es el mundo de Darwin, el mundo de la adaptación. También lo guía el azar, pero es el mundo del tiempo, no de la repetición; además el azar es el modo como el tiempo despliega la lógica en el mundo, buscando para cada cosa que se presente su ocasión. El problema de existir es el problema de la evolución. Los seres que quieren existir se resisten a la muerte, están guiados por un instinto de supervivencia. Podríamos emplear la metáfora del erotismo, platónicamente entendido como un instinto que busca su media naranja, como si hubiéramos sido partidos en dos y anduviéramos por el mundo en busca de nuestra otra mitad. Si empleamos esa metáfora, podríamos decir que el erotismo es un instinto (una necesidad de completarse, pero en el tiempo; una exigencia de llenar lo que nos falta, de ocupar nuestro vacío hasta satisfacerlo, una exigencia de plenitud); el erotismo, pues, es un instinto que busca su ocasión y a eso lo llamamos vida. El erotismo es esa fuerza vital que aparece como deseo, y, cuando encuentra obstáculos para satisfacerlo, lucha. El deseo y la lucha son las dos caras del instinto, las dos formas que tiene el contenido del instinto (su naturaleza o esencia) de venir a la existencia, de manifestarse en ella, de volcar nuestro ser. 



Pues bien, a partir de la anataxia, que es el mundo de la causalidad, surge, con la finalidad, el mundo de la teletaxia, que es la anataxia volcada en los moldes del tiempo: eso es mucho más que la repetición; el tiempo cambia pero la repetición nos conserva idénticos: es, dentro de la naturaleza, el mundo de la historia, la historia de una lucha, la lucha por la vida. Luego los seres vivos toman conciencia de sí mismos y es la aparición del ser humano: al que muy bien podríamos llamar autoconciencia. A la teletaxia humana la podríamos llamar lucha humana por la existencia, que es el momento culminante de la evolución. Cuando ya la humanidad va capturando sus ocasiones en el mundo, se asienta en ellas y puede preocuparse sobre todo por desarrollar su propia esencia, y eso ya no es lucha por existir, sino lucha por ser, o lo que es lo mismo: lucha por consistir, por desarrollar, en contra del mundo, su propia naturaleza. Sin olvidar la necesidad de adaptación que tiene, porque siempre habrá problemas que resolver con nuestro entorno, podremos preocuparnos por nuestro desarrollo, que es completar nuestra naturaleza inacabada, encontrar nuestra media naranja, recobrar lo que hemos perdido, y es la escalera que nos lleva a la plenitud. Ahora se trata de mejorar nuestra naturaleza, nuestro ser, y el instinto, más que un deseo de encontrar sitio en el mundo, es un impulso al desarrollo, un deseo de llegar a ser, de encontrarse a sí mismo: a eso lo llamamos televida. Lo que empezó siendo instinto de conservación acabó siendo, lo era desde el principio pero de forma larvada, un entusiasmo sentido como instinto de plenitud; y quien dice instinto dice impulso, claro está, porque el uno contiene al otro.

Los virus, como tienen átomos y moléculas, tienen tendencias y los mueven las fuerzas de la causalidad. Pero sus moléculas tienen finalidades teleonómicas y no pueden ser solamente materia inorgánica; el material genético sirve para reproducirse, las proteínas sirven a los ácidos nucleicos, y las grasas sirven de cubierta de protección: es indudable, pues, que los virus tienen teleonomía. Y como la teleonomía es esa fuerza de atracción a la que llamamos instinto, los virus tienen como mínimo instinto de supervivencia. Es el que los impulsa a infectar las células para arrebatarles el material que necesitan, aunque sea a costa de destruirlas.

El instinto de supervivencia es el impulso de adaptación al mundo; y adaptarse quiere decir en este caso dejarse llevar hasta las células que tienen los materiales que los virus necesitan para vivir; no llega a ser una búsqueda, porque los virus no tienen conciencia, pero es mucho más que una tendencia; es esa forma de finalidad en la que se sienten atraídos por la meta aunque no sepan buscarla; no hay intención, no puede haber búsqueda porque no hay conciencia: es teleonomía.

Esa fuerza que hay entre la tendencia y la conciencia es el instinto en su forma más elemental y primitiva. El instinto de supervivencia no está contenido en ninguna estructura cerebral porque no la tiene; el virus no tiene información ambiental pero sí genética. La única información ambiental le viene de la tendencia, y de las presencias celulares que lo atraen a más o menos distancia de él. La vida, aquí, ya no sería definida por la nutrición, la relación y la reproducción, sino por el instinto; y hay una escala de instintos desde los más primitivos hasta los más elaborados; los más primitivos de todos estarían, quizá, en esa zona de nadie en donde sería difícil distinguirlos de las tendencias; que la estructura reproductora estuviera incompleta no sería óbice para que el organismo no tuviera vida; como no lo es el que el alga o el hongo no puedan vivir por separado, sino asociándose en el liquen. La vida aparecería cuando la causalidad se integra en la finalidad, cuando el instinto emerge sobre la tendencia, y esto, seguramente, es lo que hacen los virus: por lo tanto, los virus son seres vivos.

 


2. Sintetizando.

 

            La fuerza de contacto se desglosa en tendencia y atracción.

Tendencia es cuando un átomo con cinco electrones en su capa de valencia se inclina por la unión con otros átomos; átomos que le proporcionen los tres electrones que le faltan para completar el octeto; de modo que el octeto es la plenitud, puesto que un octeto lleno proporciona a los átomos el equilibrio de los gases nobles; y ese equilibrio se consigue con la unión de los iones. Tendencia es lo mismo que inclinación. La tienen los cuerpos que están demasiado alejados entre sí.

Atracción es la fuerza que empuja a los cuerpos a unirse unos con otros. Esta fuerza tira de nosotros desde fuera (como cuando un átomo nos arrastra hacia su órbita) y nos empuja al mismo tiempo desde dentro (pues ese átomo atraído por otro no le respondería si desde dentro no lo moviera la estructura que se completa con él). También nos puede empujar desde fuera, y es entonces un movimiento forzado; la unión de una atracción y un empuje complementario coordinado produce un movimiento natural; si por el contrario un átomo es sometido a la atracción de otro y al mismo tiempo al empuje de un tercero, el movimiento resultante será el que tiene mayor fuerza, y si vence el empuje exterior podemos hablar de movimiento forzado.  Resumiendo:

Atracción  es la fuerza que tira de nosotros desde fuera.

Empuje interior es la fuerza que nos orienta hacia otra fuerza que nos atrae.

Empuje exterior es la fuerza que nos orienta hacia fuerzas que no nos atraen.

Las inclinaciones de los cuerpos se convierten en atracciones cuando se acercan tanto los unos de los otros, que sus inclinaciones complementarias entran en contacto y generan un campo de fuerzas; o lo que es lo mismo, producen movimiento.

            La tendencia y la teleonomía son ambas atracción de formas complementarias que están separadas y, porque se completan, tienden a unirse; pero mientras que en la tendencia esa unión se da fuera del tiempo y es siempre idéntica, en la teleonomía el resultado puede variar porque se dan fuera de él. La unión de oxígeno e hidrógeno dará siempre agua, mientras que el ojo verá cosas distintas según el lugar y el tiempo desde el que mire. La tendencia es causalidad porque lo que atrae a un átomo hacia otro es la imagen especular que el otro tiene de él, y su unión dará el mismo resultado por mucho que se repita; podemos decir, entonces, que la atracción causal es una finalidad con resultado predeterminado (las mismas causas producen los mismos efectos); pero a la teleonomía la llamamos finalidad porque el resultado de lo que el ojo ve y de lo que el mundo muestra es distinta cada vez que el ojo mira.

 

            La teleonomía se manifiesta al menos a través de tres estadios sucesivos: la atracción, la sensibilidad y el instinto.

            La atracción es la necesidad de completarse en el tiempo. Estamos hablando aquí de una atracción teleonómica, no de una atracción causal. La atracción del ciervo macho por la hembra produce duelos entre machos en los que no se sabe de antemano cuál será el vencedor (si el duelo se hubiera producido media hora antes tal vez el que ha ganado hubiera resultado perdedor); y cuando se aparean el macho y la hembra nacerán crías diferentes en cada unión, según la forma en que se han combinado los genes (leyes de Mendel). En la atracción teleonómica podemos decir que la necesidad se ha transformado en azar. Podemos dudar de que los tropismos de las plantas sean fenómenos causales o atracciones teleonómicas.



            La sensibilidad es la aparición de placer o dolor en esta necesidad. El oxígeno no sufre cuando está buscando los electrones que le faltan, pero el gato en celo, si no encuentra a la gata, sí. El orgasmo es una descarga de placer durante la reproducción y el hambre es un sentimiento de dolor cuando uno no come. Los tropismos vegetales no parece que sean atracciones placenteras o dolorosas, serían atracciones teleonómicas sin sensibilidad.

            El instinto es la memoria de las distintas necesidades en nuestro cerebro. El instinto sexual empuja a los animales a buscarse, utilizando estrategias de seducción; y a veces, como en la mantis, el instinto empuja a la hembra a comerse al macho después de realizada la cópula. Un instinto es una atracción sensible almacenada en la memoria de la especie.

 

            Cuanto hemos visto nos mueve a considerar que los virus poseen una complementariedad lógica que, físicamente, es una tendencia, pero también una estructura teleonómica; y dentro de la teleonomía, serían atracciones donde la necesidad se ha convertido en azar, pero no parece sensato atribuirles sensibilidad ni mucho menos instinto. Lo mismo podemos decir de las células, con una salvedad: puede que las células tengan sensibilidad pero no instintos (porque no tienen cerebro); las células serían, pues, más perfectas que los virus, y si las células son seres vivos, ¿dónde empieza la fuerza vital? ¿Empieza con las atracciones aleatorias? Entonces los virus serían seres vivos. ¿Empiezan, por el contrario, con la sensibilidad? En este caso sería imposible atribuirles vida.

            Parece que la fuerza vital no empieza con la causalidad, sino con la teleonomía; y habría varios grados de intensidad, sutileza y organización en la naturaleza de esa fuerza; Habría fuerzas vitales atractivas, sensibles e instintivas; y corresponderían a tres tipos distintos de formas de vida, desde el más primitivo al más elaborado y evolucionado.

 

3. Conclusión.

 

            Desde aquí podemos postular, como conclusión, que los virus son materia viva; y lo son porque, además de moléculas orgánicas, poseen necesidades que van más allá de los impulsos: son atracciones; sus movimientos no son sólo automáticos, además se despliegan en el tiempo. A las fuerzas que se despliegan en el tiempo las llamamos fuerzas vitales: luego los virus están vivos. Si esas fuerzas vitales contuvieran sensibilidad serían capaces de experimentar alguna forma de placer y dolor (más que placer, sería el bienestar del equilibrio; más que dolor, el malestar de no estar donde se debería estar); pero, aunque no la tengan, estarían movidos por una energía de conservación que sería más que el impulso de los átomos, pero menos que el instinto; y no lo podríamos llamar instinto porque los virus no tienen un encéfalo donde almacenar la memoria de esos impulsos (los instintos son pautas fijas de acción almacenadas en el encéfalo).

            Se hace necesario, entonces, distinguir una forma de impulso que va más allá de la tendencia causal; frente a la tendencia a la conservación (propia de la materia inorgánica) estaría el impulso de conservación, que sería más que una tendencia, pero menos que un instinto; el instinto de conservación lo tendrían sólo los animales con algún tipo de capacidad cerebral, por pequeña que ésta fuera; el mundo vegetal tendría también, al igual que los virus, impulso de conservación, no instinto (pues es sabido que los vegetales no tienen encéfalo).

            Así, pues, los virus son seres vivos que se caracterizan por estos tres rasgos:

 

(1)   Experimentan atracciones teleonómicas (la fuerza de atracción es repetición mineral invertida en el tiempo de la vida).

 

(2)   Es posible que esa fuerza contuviera algún tipo de sensibilidad primitiva, entre el equilibrio insensible de la materia orgánica y el placer y el dolor del mundo animal, y la podríamos llamar bienestar protosensible (o, simplemente, protosensibilidad).

 

(3)   Y estarían dotados, además, de impulso de conservación.

 

Esa forma de vitalidad caracterizada por la atracción, la protosensibilidad y el impulso de conservación sería ya una fuerza vital: atractiva y protosensible, pero no instintiva. La sensibilidad básica del placer y el dolor, sobre todo en su forma primitiva, está situada en cada una de las partes del organismo, no en un órgano central (que sería el encéfalo); también en el resto de los animales el placer y el dolor se encuentra diseminado por todo el cuerpo: en la piel, en los huesos, en las vísceras y en el resto de los órganos. Sólo hay una diferencia: que los receptores alguedónicos son células nerviosas y habría que suponer que hay una forma de sensibilidad que pudiera experimentarse en ausencia de neuronas: por lo tanto, en ausencia de células; y, como sabemos, los virus no sólo no contienen células, sino que ellos mismos no llegan a ser células.

Las tesis (1) y (3) no presentan, posiblemente, mayores dificultades; el problema estaría en la tesis número (2), porque nos obligaría a encontrar evidencias científicas de que puede haber sensaciones sin neuronas; y las neuronas, como todos sabemos, son, de momento, los centros generadores de la sensación.

 


 

 

 

 

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