Y EL ESPÍRITU DEL VIENTO HABLÓ
POR ÉL
1.
-El viento será testigo de mi muerte.
El brazo se detuvo en el aire apenas
el tiempo de un suspiro. El palo tembló un instante, como si vacilara, pero era
el aire que le hacía vibrar mientras dudaba; se abatió sobre la cabeza del
pastor que se protegía, y sus ojos oscuros lo martillearon, y el gesto
frenético le abrió la cabeza y de su frente manaba un hilo de sangre.
El viento aullaba. Las ramas
zumbaban, los brazos de los árboles golpeaban con furia y el palo se abatía y
golpeaba y golpeaba sobre el pastor, y por el suelo se arrastraba el murmullo
de la hojarasca. Un aire sin freno silbaba entre las piedras. Se escurría,
siseando como las culebras, y el bulto caído sólo se movía porque lo movía el
palo; un brazo obstinado sin impulso ya del pensamiento, impulsado por su
propia inercia sin poder parar, golpe sin furia, agitado por un viento
frenético.
El palo ciego surcaba las ráfagas
que golpeaban los árboles y abatían los troncos; y se descargaban sin odio como
una ráfaga de la naturaleza. Por fin el hombre bajó los brazos y vio rodar
arbustos y ramas y matorrales, que se ovillaban en sus espinas y se golpeaban
con troncos y piedras hasta perderse lejos. El viento ululaba como si hubiera
fantasmas metidos en él, como si una queja espantosa saliera del interior de su
médula; era un aullido con ecos de llanto, una nube de polvo y una voz que
cubría el espacio: era un alarido de niebla.
-El viento será testigo de tu
muerte. Y cómo me acusará, y quién lo escuchará,
y en qué juicio.
Su boca se torció en una mueca de
desprecio. Y no dejara de reír si no fuera porque el viento, con ese aullido
interminable, le infundía miedo.
2.
Dos hombres paseaban por la sierra. Iban
envueltos en capas y tocados con sombreros y el frío del aire se juntaba con el
de la tierra. El sol palidecía bajo el tenue ardor del invierno. La brisa
apenas se movía, y cuando lo hacía, se clavaba en las mejillas y congelaba las
orejas.
-Créame, don Teódulo, los árboles
nos miran, el aire nos oye, el cielo nos huele
y las piedras nos tocan. Las cosas se mueven y no ha de dejarse engañar
porque parezca que están quietas. Hay una vida metida en ellas que las toca y
las agita; un ser escondido que no podemos ver, pero se ve cuando abrimos los
ojos y estiramos las orejas.
Don Teódulo sonreía con una mueca
escéptica.
-Debiera usted llamarse Fidel, o
Pío, o Teódulo como yo, porque se cree todas las consejas que cuentan en el
pueblo; pero qué ironía, se llama usted Pedro: como el apóstol que negó tres
veces a Jesús como si dudara de él. Yo, el escéptico, me llamo Teódulo y usted
que se lo cree todo se llama Pedro: ¡qué ironía!
-Sí, sí, ríase usted. Con las cosas
del espíritu no se bromea. Hay un espíritu poderoso que se mete en las cosas y
las posee; cuando uno oye silbar el viento, créame, no es el viento el que
sopla, sino el espíritu; el espíritu que habla por el viento.
-Y si lo quiere el espíritu, ¿se
pueden meter unas cosas en otras?
-Sí, créame. Ahora mismo usted está
hablando pero puede pasar que no sea usted el que habla, sino que por su voz
circule el viento, que es la voz de ese espíritu que habla por usted; cuando
eso sucede usted, sin saberlo, traduce con sus palabras el lenguaje del viento
que nadie puede entender.
-Pero dígame: ¿cómo puedo saber si
cuando hablo soy yo o es ese espíritu que habla por mi voz?
-Eso no lo sabrá usted nunca. Hasta
que se sepa. Porque a veces, amigo mío, se produce en nosotros como una
transparencia como si fuéramos un espejo, y entonces es una revelación.
Los dos hombres caminaban despacio
apoyándose en sus bastones. A lo lejos, la sierra lucía un manto blanco del
color del frío, y más abajo un bosque de abetos se espesaba ante ellos,
separando la luz de la oscuridad. A sus pies se deslizaba un camino de tierra
que iba, como una culebra silenciosa, a los primeros picachos que se alzaban
sobre un abismo. A los lados, el suelo lleno de humus, y de vez en cuando un
ovillo de zarzas rodaba lentamente, respetando el silencio, mientras los pájaros,
escondidos en los árboles, chillaban; tomillo, romero, chaparro, jaras y
retama.
-Y dígame, don Pedro, ¿quién es ese
espíritu que se mete en las cosas y se adueña de ellas sin que se den cuenta?
-La naturaleza, querido Teódulo, es
la naturaleza.
-¿La naturaleza es un espíritu?
Don Pedro se detuvo, volviéndose
hacia él, afianzó su bastón y le miró con ojos profundos.
-Es el espíritu que lo impregna
todo. Es como un dios, sólo que no tiene cuerpo: es una fuerza, un anhelo, un
vigor, una presencia; una presencia que no tiene cuerpo y toma prestados todos
los cuerpos para manifestarse.
-Ah, ya veo.
Don Teódulo hizo esfuerzos para
aguantarse la risa.
-Mire, sin ir más lejos, ¿qué es eso
que ve usted ahí?
Don Teódulo miró, y por más que miró
no pudo ver nada; a no ser que don Pedro hablara de…
-Excrementos de lobo.
-Eso es, sí. ¿Sabe usted –dijo don Pedro-
lo que son esos excrementos?
-La marca de su territorio; supongo.
Entonces el aire les llevó un fuerte
olor a orines.
-Son los ojos de la naturaleza. La
naturaleza nos ve. Nos está vigilando. Unas veces nos protege y otras nos
ataca, depende de cómo nos comportemos nosotros con ella. Estos excrementos también
son su boca. Nos está avisando.
Don Teódulo no pudo evitar un temor
supersticioso que se le metía a pesar de él, y sintió frío en el cuello.
3.
Un rastro de sangre se perdió en el
bosque. Quedó pintado en el suelo, sobre las piedras, entre las ramas. Ya no
brillaban los helechos con sus hojas verdes, sus reflejos dorados. La tierra se
llenaba de hiedra seca; los cantos rodados, en el lecho de los ríos, estaban
cubiertos de musgo; a veces el musgo se volvía filamentoso y se vertía en la
corriente como una baba.
-¡Por ahí ha ido el lobo! ¡Por ese
lado!
Los hombres iban con palos,
ataviados con sus boinas, cubiertos con pellizas, y a veces, cruzadas al pecho,
colgaban sus zamarras. Unos tenían escopetas y habían cargado los gruesos
cartuchos, que miraban por dos cañones, enfilados por dos gatillos, y las
sujetaban, apoyadas en el hombro, por las raíces de las culatas.
-Han hecho una lobada esta noche. Yo
tenía diez ovejas en el aprisco y a las diez las han matado. Hay que encontrar
al lobo, ese espíritu sanguinario que mata por matar; hay que matarlo.
Los cazadores iban con los pastores,
pero luego, a la entrada del bosque, se fueron desparramando.
4.
Hubo un pastor metido en su casa.
Guarnecido en una choza. Miraba pasar las nubes, cubierto con esa manta que
pesa, la manta de los pastores, que pesa pero no abriga, según dicen, una manta
a cuadros. Miraba los territorios del lobo, que se extendían allá a lo lejos,
por la sierra de Peñalara.
Tenía el ceño fruncido. La piel
cuarteada, tostada por el sol, y el cuello cortado como si le hubieran dado
navajazos, para un lado y para otro, cruzándose como cicatrices secas, duras y
rasgadas. Sus ojos eran duros. La mirada, sombría. Los dedos de polvo y tierra,
que se habían pegado a ellos como una segunda piel, eran la cara dura y triste
del campo; sangre de Caín, pero de Abel también, a un tiempo víctimas y
verdugos, sufrimiento de fríos, lluvia, tierra y nieve, que curten el corazón y
lo vuelven duro, haciendo piedra de sus partes más sensibles. La vida esclava
siembra esclavitud, la vida mala siembra maldad, arrastra al hombre que sufre y
lo vuelve malo porque nadie le dio ropa seca cuando durmió empapado, una manta
cuando los dedos abrió al frío, y el fuego que encendió, alimentándolo con leña
mojada, al poco de encenderse, se había apagado. El hombre sería bueno si no
viviera mal; si no fuera malo.
El aire se levanta y arrastra un
poco de polvo que araña la tierra, haciendo cicatrices en el campo. Se acuerda
de un día. Su corazón duro, sin embargo, sufre. Hay un gusano que escarba
dentro y le hace daño. Le roe, le consume, le remuerde. Dolor del pastor muerto
cuando soplaba el viento, cuando sus manos se volvieron locas y le dieron
golpes con un palo. No llora. El pastor que sufre a bofetadas tiene callos en
los ojos, se atormenta y no encuentra la paz, pero no sufre. Es, vida entre
piedras, una piedra más que se ha convertido en su duro paisaje, un hombre de
piedra que no puede llorar; pero sufre.
Se acuerda de aquel día. Un viento
rabioso le rompió las mientes y su mano se puso a matar, con un palo. Se le
nubló la frente y ya no pensó, ciego, duro, furioso y loco; y la cólera
encendida le incendió los ojos, y las manos de rabia las volcó en un palo. Un
día que mató por robar. El otro hombre tumbado en el suelo se enterró entre los
aullidos del viento y en su frente corrió un hilo de sangre. El cielo soplaba
con furia, duras bofetadas le sacudían la cara, lanzó aullidos que hundieron el
cielo y por la sierra soplaban vientos huracanados. Pero el aire le daba
bofetadas, ahora que lo recordaba todo, sin aullar. Los únicos aullidos venían
del lobo.
5.
¡Allí se oye, allí! ¡Corramos monte
arriba, por allá! ¡El lobo, el lobo, ahí están! Hombres atados a escopetas,
manos atrapadas en palos, corazones envueltos en piedra, gargantas rojas de
tanto fumar: ¡el lobo, el lobo, ahí está el lobo! Sonaron unos disparos y el
eco de la pólvora incendió la tierra, se elevó al cielo, se hundió en la nariz
y los montes acecharon por donde el lobo andaba. Con ellos venía un guardia
civil. Tricornio de hierro, capa oscura, fusil al hombro, correa al mentón,
nervio en cuerpo y fuego en la mirada.
La tierra dura se disolvía en polvo,
el aire suave se agitó con nervio, las ramas quietas se movieron algo, las
zarzas de espinas se arrancaban del suelo y poco a poco el viento, que fue
brisa antes que aire, se volvió vendaval. Sus ráfagas abofeteaban a los
pastores y todos los espíritus del infierno parecieron flotar arrastrados por
la turba, una turba de voces que arrojaba el cielo desde sus fauces y sus entrañas:
parecían el aullido del lobo; un crepitar melancólico y un ulular desalmado,
siniestro, y toda la sierra convertida en culebra pareció silbar.
Los hombres se embozaban en sus
mantas. El tricornio se cubrió con la capa de amplios vuelos que se abrió,
desplegándose, y cerca, muy cerca, se oía el lobo. El lobo aullaba en el
aullido del viento. El viento aullaba deslizándose entre las piedras, entre los
troncos, entre las ramas: una mano para la manta y otra para la escopeta, para
los cartuchos, para la nada. Se dispersaron los hombres y el aire se volvió
niebla, el cielo se volvió ciego el viento se volvió polvo: por las ráfagas
borrosas desaparecieron las formas, el cielo se manchó y en la nube de rama y
polvo asomaron puntas difusas, borrosas, nebulosas y ciegas; y se fueron
acercando sin que brillara el charol, porque el polvo cubre el brillo y el
cielo que está sin sol se vuelve opaco.
En la opacidad de la niebla emergió
un tricornio y sus manos se agarraron a una roca, entre rodada y angulosa, con
aristas que cortan. Sus dedos se agarraron a la roca y era un muro pétreo que
se alzaba entre los árboles. Avanzaron por el granito y giraron donde la roca
se hacía borde, por ese borde dobló el guardia civil y llegó a un claro donde
había una cabaña. El fuego de la cabaña crepitaba pero el guardia, tapadas sus
orejas por el viento, no lo oyeron.
6.
El pastor rumiaba desesperación. Su
corazón, sin duda, rezumaba rabia por los resquicios que había abierto la
humedad, allí en el pecho, donde las lágrimas que los ojos no podían echar se
vertían por dentro. Sufría. Sufría de remordimiento y era un sufrimiento atroz,
que le pudría el alma, le escondía el sol, le rompía el pecho.
Salió. Salió porque en la choza no
podía estar, el espacio se le hacía estrecho y era que se le encogía el corazón,
lo que se le encogía era el pecho, no la cabaña. Salió. El viento le azotó la
cara y no quiso cubrírsela, se dejó ir como una mota de polvo en el aire, como
una pavesa en el fuego, dejó que lo llevaran los vientos de fuera porque no
quería sufrir, allí dentro donde tenía el pecho, sus propios vientos y
tempestades.
Salió. Se sentó en una piedra junto
a la cabaña, insensible al frío. Sus ojos se tuvieron que cerrar, en contra de
su voluntad, por una bofetada; las bofetadas del viento eran terribles, pero no
más terribles que las que le daba el tiempo; remordimiento; deshecho en llanto
sin lágrima y con los ojos secos a reventar, se apoyó en su cayado; y con el
mentón apoyado en las manos se oyó decir, como una voz que sin querer salía de
su boca:
-Así soplaba el viento cuando maté
al pastor.
Y los ojos que temblaron bajo el
tricornio soltaron un destello. La capa, como una manta enorme desplegada en el
firmamento, fue bóveda y en su cénit soplaba la justicia; era una voz
impasible, vengativa y dura, despiadada y cruel.
7.
Cuando subió al cadalso tenía
anudada al cuello la soga de las marionetas. Y al cerrarse el collar supo, de
repente, que no era su voz la que había pronunciado las palabras; las que oyó
el guardia civil momentos antes de hacerle preso; no era su voz, no, era una
voz que se había filtrado por él subiéndole desde la garganta; hasta poblar la
nuez que destrozaba el collar de hierro en este mismo momento; no era él, no,
él era un poseso; fue la voz del remordimiento, yo no sé, otra voz que habló
por su voz traduciendo lo que las otras voces decían; juraría que hablaron por
su garganta, revestidas por el timbre de su voz, hablaron… hablaron quizá las
voces del viento.
Y el espíritu del viento habló por
él.