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viernes, 17 de mayo de 2019

PRINCIPIOS PARA UNA TEORÍA GENERAL DEL JUEGO



PRINCIPIOS PARA UNA TEORÍA GENERAL DEL JUEGO


             Si nos atenemos a su etimología, el juego tiene varias raíces generadoras de significados. Como “ludus”, se refiere a cualquier cosa que no requiera esfuerzo; significa que algo es fácil, sin dificultad; se trata de diversiones, pasatiempos. Como fiesta, el juego se hace público: las carreras, los gladiadores, las diversiones colectivas son fiestas en tanto que juego público; lo mismo cabe decir de las loterías patrocinadas por el Estado. Si esto es así, también entrarían en esta categoría las artes, como por ejemplo la danza, los conciertos y el teatro.

Juego es en todo caso saber hacer: saber simular (en el caso de los actores); conocer el manejo y funcionamiento de algo, dominar una técnica (en todos los otros casos). Distinguiremos, así, entre juegos de imitación y juegos de ejercicio: los primeros consisten en reproducir situaciones e interpretarlas de forma placentera (actores, juegos de roles, ensoñaciones y fantasías, juego simbólico de los niños); y los segundos producen disfrute por el ejercicio de alguna habilidad o destreza (fútbol, ajedrez, atletismo, incluso el arte de la guerra y del negocio cuando se hacen por placer y no por conseguir beneficios). Pero hay una tercera categoría de juegos que no consisten en saber hacer algo, sino en poder sentir: son los juegos de sensación.

            El placer se obtiene, evidentemente, de dos formas: por el ejercicio y por la contemplación; por eso los deportes son a la vez juego y espectáculo. No hay que confundir el placer de contemplar lo que hacen otros (placer del espectador) con el que proporciona la contemplación de la realidad interior y trascendente (placer contemplativo o especulativo). El espectáculo y la contemplación son actividades totalmente diferentes.

            En una partida de cartas en el bar, en torno a la mesa de los jugadores se acumula gente para contemplar el juego; a fortiori si el juego está preparado para ser visto. En el caso de los naipes, cada jugador es espectador de sí mismo, dado que jugar es estar atento a las cartas que tiene cada cual, procurando adivinar las jugadas que cada cual tiene en la mente. Pero si esto es así con los juegos de pensamiento, no es así con los juegos musculares: el corredor está tan concentrado en su hazaña que apenas, de refilón, puede fijarse en la posición de los atletas a quienes quiere ganar. Otros juegos (es el caso del deporte) conjugan el pensamiento y el músculo: son juegos de inteligencia perceptual, a diferencia del ajedrez y similares, que son juegos de inteligencia conceptual y matemática.
           
Juegos apolíneos y dionisiacos. Todos los juegos que contienen sensación y ejercicio tienen que ver con la experiencia dionisiaca; los juegos de representación son por el contrario apolíneos. Pero ¿qué diferencia hay entre el juego y el arte? El arte nos hace vivir mentalmente vidas distantes, y el juego simbólico nos las hace vivir físicamente.


            A. El juego apolíneo (o de representación). Están las diversiones que proporciona la contemplación de objetos y mundos iguales o distintos del nuestro; placer de contemplar nuestro mundo desde la distancia (desprovistos de las preocupaciones y sufrimientos que contienen en la realidad), o de contemplar el encanto de mundos imaginarios y exóticos: piratas, extraterrestres, medievales, prehistóricos o de personajes y aventuras de novela o de película. Es el mundo de lo maravilloso y lo fantástico (exotismo); o el mundo de la distancia frente a lo cotidiano (que no es distanciación crítica al estilo brechtiano, sino alejamiento lúdico que abstrae penas dejando sólo alegrías).
            Se pueden contemplar las cosas desde fuera o desde dentro; esta última conduce a la contemplación participante. Uno se interna en una mina de la quimera del oro, en una cueva de piratas o en un valle de tiranosaurios como si fuera parte de la historia, pero sabiendo que está fuera de ella. Ese “como si” es la sustancia de la contemplación participante, en donde la participación es falsa porque no se puede participar de verdad en la historia que sólo se contempla; pero la contemplación tampoco es real, porque contemplar supone no participar. Uno no puede mirarse en el espejo para ver cómo son sus ojos cerrados, porque para mirar hay que abrir los ojos.
            La contemplación participante se distingue del espectáculo, la observación y la contemplación interior.

El deleite levanta el vuelo para producir encanto (lo maravilloso); o queda a ras de tierra y se transforma en risa; son, respectivamente, el arte y el humor. Como actividad colectiva de comunión en el deleite, se muestra a nosotros como fiesta.
            El juego se distingue de la tragedia en que es repetible: uno puede jugar a la guerra y morir de un golpe, pero acabado el juego “resucitas” y puedes volver a jugar, si lo deseas. Por el contrario la tragedia es única y no se puede volver a repetir: si te mueres, te mueres para siempre. A medio camino entre la tragedia y el juego está el drama. El juego, como el arte, produce deleite, ya sea mediante la risa (humor), ya mediante el éxito (ejercicio), ya mediante el desahogo (sensación), ya mediante el encanto. Entre el chiste y la comedia (dos formas de risa) no hay mucha diferencia si sus esfuerzos se agotan en reír; pero si se incorpora el interés por hacer reflexionar al espectador la comedia se transforma en arte. Si, además, se atenúa la distancia entre personaje y público, la reflexión adquiere mejores ropajes de sensibilidad, y tenemos las demás formas de arte.


            B. El juego dionisiaco de ejercitación. El juego en estado puro es ejercicio: uno disfruta ejecutando repetidas veces lo que le sale bien. El entrenamiento es preparación al juego, tensión previa que el juego consistirá en desplegar. Así, uno disfruta golpeando con fuerza con esos martillos de feria que miden la potencia muscular. Se disfruta resolviendo ecuaciones cuando por fin se ha aprendido a hacerlas. Dando toques a la pelota con el pie, para ver a cuántos se llega sin que la pelota caiga al suelo. Haciendo girar la pelota de baloncesto sobre el dedo índice para ver cuánto tiempo dura. Saltando en longitud, con pértiga, corriendo fondo, velocidad, con vallas, construyendo castillos con los naipes o ejercitando la inteligencia a las damas o al ajedrez.
            También disfrutamos con la contemplación: por ejemplo, mirándonos en los espejos deformantes (cóncavos y convexos) de la feria. Con frecuencia se trata de contemplar ejercicios: ver un partido de fútbol, ver a los gladiadores, contemplar a los leones comer gente o espiar las miserias ajenas en los programas de cotilleo, leer la prensa o ver cine y teatro: todo eso produce placer. Pero hay una diferencia entre contemplar imágenes (los espejos de feria) y contemplar historias (el circo o el teatro). Ahora bien, contemplar no es jugar.


C. El juego dionisiaco de sensación. Hay, también, placer en la búsqueda de nuevas sensaciones: lo podríamos llamar placer sensorial, que no es verdaderamente ni contemplación ni ejercicio, pero que también es juego (¿o deporte?). Tal sucede con el puenting, los fiordos, los tronquitos, la montaña rusa, que buscan sensaciones fuertes para descargar adrenalina y aliviar el cuerpo. El paracaidismo es mixto, porque consiste también en la ejercitación de capacidades físicas y mentales; lo mismo sucede con el alpinismo y otros deportes de riesgo.
Las sensaciones fuertes son las de contacto (que incluyen el gusto y, en un grado menor, el olfato). La vista y el oído permiten menos ejercitar que contemplar. El ocio sensorial puro no es, en principio, ni ejercicio ni contemplación: es sensación pura.
            Y están, cómo no, los juegos que aúnan ejercicio y contemplación participante (como gimkanas y juegos de rol que exigen la superación de distintas pruebas); y los que conjugan sensación y contemplación participante (como las montañas rusas en las que se vive una historia sacudida por desniveles y tirabuzones realmente impresionantes).
            En rigor no pueden ser llamados deportes: son atracciones. Lo propio de la atracción es ser ocio sensorial y contemplación participante (juntos o separados), y no separan a los asistentes en grupos de actores y grupos de espectadores. Esto sí sucede en los juegos, y también pasa con los juegos intelectuales y los juegos de mesa. Un caso paradigmático de los juegos de observación participante son los juegos de azar: se contempla con expectación la evolución de un objeto para ver cómo cae; es una mezcla de observación y misterio, y eso le da cierto toque fantástico y maravilloso: cautivador, en suma (en eso consiste su encanto).

            Conclusión. El juego como manejo y dominio de una técnica es un medio para conseguir nuestros objetivos, y eso pertenece a la teletaxia. El juego como fin en sí mismo es fuente de disfrute, y pertenece a la televida: hablaremos de juego, a secas, como complemento del arte, que busca la risa más que el encanto. Desde estas premisas estudiaremos, en un próximo capítulo, el papel del juego en la vida. 





viernes, 18 de enero de 2019

MENDIGOS






MENDIGOS


            Esta tarde he ido a la tienda. Me ha recibido una mujer de aspecto servil sentada en una alfombra de cartón en la que había un vaso de plástico; un vaso hecho con una botella de agua, cortada con una navaja y convertida en cuenco precario para depositar limosnas; estaba agachada como si ser pobre fuera inclinarse sobre sí misma, y con una voz lacrimosa, pretendiendo dar pena, lo acentuaba teatralmente implorando a los que pasaban: “¡una ayuda, por favor…!” A sus pies tenía un letrero que decía: “tengo tres ijos enfermos estoy sola y no tengo trabago”. Las faltas de ortografía no sé si venían de la miseria o ponían miseria al decorado. Hacía frío. Tenía la cabeza envuelta en un pañuelo atado al cuello y sus ropas, sin alegría, parecían una estampa de la España vieja donde las jóvenes vestían de negro; donde las mujeres del campo se empeñaban en ser viejas cuando todavía no tenían cuarenta años; sólo que la mujer de la tienda no tenía el cuello cuarteado por el sol ni la cara tostada por el aire (por las duras jornadas que se trabajaban en el campo).
            En el metro de Madrid un letrero nos decía: “no dé limosnas a los mendigos que piden en la calle con un niño en brazos; estará alimentando la explotación infantil si lo hace”. En las calles de mi ciudad también he visto mendigos con una pierna tullida bajo el pantalón levantado, para mostrar lo que nunca necesita ser mostrado; hombres con muñones patéticos y sucios elevados a la categoría de instrumentos de la pena, exhibiéndose sin comunicar nada; gestos grotescos, rostros deformados por las sombras de una vida miserable, como un cuadro expresionista o un decorado imposible de las antiguas películas alemanas; rostros hechos para mostrarlos en un teatro donde puedan dar pena, ficción volcada en un corazón indigno, una farsa.
            Muchas veces me he preguntado si debía darles unas monedas, un paquete de arroz al salir de la tienda, o regalarles mi compasión sin regalarles nada. Y me he dicho que si lo hacía, también debía dárselo al vagabundo que duerme en el cajero automático, al pordiosero que decora la puerta de la iglesia, al esquizofrénico que pide limosna nadando en suciedad y al que su familia rescata, para darle un baño y un poco de comida, de vez en cuando. Me pregunto si debo apiadarme del pobre que duerme, en los rigores del invierno, encima de un banco. En la televisión hablan de los mendigos que mueren en una noche de frío polar, y me da pena; me apiado.


            Luego me digo que entre los pobres hay pícaros y lazarillos y mafias organizadas. Veo a los ciegos de la ONCE y les compro un cupón para ver si me toca, porque la lotería de los ciegos da muchos premios y algún día me puede tocar algo. Pienso que el ciego que vende cupones trabaja para una organización que ayuda a los ciegos y no está vendiendo su pobreza para ablandar los corazones en la escena del gran teatro; venden cupones, pero no venden espectáculo; no han vendido su dignidad, no hacen de sí mismas objetos que se pueden comprar, aunque en algún momento vuelva a pensar que hay algo de exhibición en rebajarse, mostrando las gafas oscuras que ocultan su ceguera mostrándola. Hay también algo de prostitución en esos ciegos, porque se venden como mercancías aunque el caminante les compre un cupón, no un trozo de misericordia para limpiar y lavar su alma; hallar la paz consigo mismo a cambio de unas monedas, aunque sea por un cupón, y el cupón disfrace ligeramente la mercancía de los cuerpos, y nos haga creer que la única mercancía es el número de la lotería que estamos comprando.
            Vuelvo a la mujer que me estaba esperando a la puerta del mercado. ¿Le doy unas monedas? ¿Y qué le doy? ¿Unos céntimos para salvar las apariencias y mostrar que doy algo cuando no doy nada? ¿O le doy unas monedas con valor para que se pueda comprar algo y, por lo menos, aquella mañana no pase hambre? Luego me vuelve la duda y me digo: acaso esconderá esas monedas en su bolsillo y dejará unos céntimos a la vista para que la gente crea que nunca hay dinero en el vaso; o quizá se lo dé al jefe de la mafia cuando llegue la hora y se acabe su jornada de trabajo; tal vez se lo gaste en vino y su hijo inexistente se meta en su bolsillo, en forma de cartel misericordioso, cuando se junte con los otros mendigos de su peña para contar el dinero que han ganado esa mañana; y se dispongan a dárselo al jefe y no pueda haber ni reparto. ¡Cuántas veces me he puesto a pensar en la limosna! Y he sentido que dar limosna era como ayudar por internet a ese hombre que necesitaba pagar una operación muy cara para su hija, gravemente enferma, y luego resultó que se lo gastaba en lujos porque ese dinero no había nadie que lo controlara.
            He pensado también que, si salgo con unas monedas en el bolsillo, yo, que soy trabajador, también tengo derecho, cuando acabo de hacer la compra, a ir al bar y tomarme una caña. Pero ese dinero se ha ido en el pobre de la tienda, en el de la caja de ahorros, en el del banco que duerme a la intemperie, en el de la puerta de la iglesia, en todos los pobres que he encontrado. Me he quedado sin ir al bar y no me importa, porque he ayudado a quien lo necesitaba. Luego doblo la esquina y veo a uno de mis pobres gastándose en vino el dinero de mi bolsillo y me digo: ¡qué caramba! Para gastárselo en vino mejor me lo hubiera gastado yo en una caña.


            Y he caído en la cuenta de que mejor que dárselo a ellos, se lo doy a una organización caritativa que se preocupa por ellos y es su ángel de la guarda. Me he dicho: “eso es mejor, porque les doy mi cuota todos los meses y el dinero que tengo en el bolsillo, cuando voy a la compra, me da para el billete del autobús o para hacer unas fotocopias o también para ir con mi esposa al bar, ¡qué caramba!” Las monedas del bolsillo no son para dárselas a los pobres, sino para pequeños gastos inesperados que, si se lo doy a un pobre, ya no puedo hacer si me quedo sin nada en las manos.
            Y… sí: he creído que mejor dar una cuota solidaria que dar limosna a un pobre que me encuentro por la calle. Porque si se la doy a uno, ¿por qué no dársela a todos? Entonces la limosna es algo que tiene un principio pero nunca se acaba. Además, yo no sé a quién se la doy, pero las organizaciones solidarias, si son serias, supongo que pondrán cuidado en no dárselo a pícaros y crápulas sino a verdaderos pobres. Todas las cosas tienen su principio y su fin, hasta el ayudar cuando hace falta. Pero hacer de la ayuda el cuento de nunca acabar es dar a unos y no a otros, dar por azar, dar a quien te encuentras y no a quien no está por donde tú has pasado, y además haces de la ayuda un circo, caes en el juego de los demás, te exhibes, te muestras generoso ante ellos, haces de la miseria un espectáculo; mejor arreglar esas cosas en tu rincón, a solas con tu conciencia, como nos enseña la parábola del fariseo y el publicano.
            Luego me digo: “sí, es mejor sostener a las asociaciones que inspiran confianza en su necesidad, pero su poder todavía es limitado; hay más pobres que donantes y eso sigue siendo injusto”. Caigo en cuenta de que puedo dar más, pero sin estar pendiente de los pobres día a día cuando voy a la caja de ahorros o al mercado. ¡Sí, ya está! ¡Ya lo tengo! ¡Pagaré lo que haga falta en mis impuestos y que se encargue de los pobres el Estado! De esa manera doy más que unas simples monedas, no me exhibo en ningún sitio, no estoy a todas horas pensando en pobres y sin embargo soy más eficaz, porque sé que, con mi dinero, alguien está ayudando no a mafias, sino a necesitados; los ayudo a todos, no sólo a unos cuantos; y hago cosas también para que esos pobres aprendan a pescar en vez de regalarles un pescado.
            Y pienso también que hay pícaros en la administración. Que en todas partes hay gente pagándose vacaciones con mi dinero. Pero lo pienso seriamente y me digo: no importa; que haya una manzana podrida no va a impedirme comprar veinte manzanas sanas; que se derrame y se pierda una parte del agua que vierto en la botella no me va a impedir llenar botellas de agua; que se pierda entre los dedos una parte del trigo que cojo con las manos no me va a impedir alimentarme de trigo; y que se pierda también parte del grano entre la paja no va a impedirme nunca hacer la trilla. En todo lo que hacemos hay algo que se desperdicia. En todo lo que ganamos hay algo que perdemos. Sí. Procuraré combatir la corrupción, pero no dejaré que la corrupción me venza impidiéndome luchar con entusiasmo. Quiero que se vigile a quienes se encargan del dinero (que para eso, entre otras cosas, se inventó la separación de poderes). Quiero que los menesterosos no tengan comida sin dignidad y que dejen de ser pobres. Quiero ayudar a mis semejantes pero no quiero dárselo a los pobres, que alguien me advirtió un día contra el espectáculo, hablándome del fariseo y el publicano. Quiero, sí, ayudar a los pobres y he descubierto una cosa: que la mejor manera de hacerlo es que en las calles no haya nunca ni pícaros ni pobres; y no porque me empeñe en esconderlos, sino porque quiero vivir en una ciudad, en unos campos, en una tierra, donde el hambre y la necesidad no tengan lugar y hayan sido reemplazados por las flores que respiran bajo el cielo; las mismas que hay corriendo por nuestros campos.






viernes, 29 de junio de 2018

DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA





DE LA DEMOCRACIA ASAMBLEARIA  
  

            Tendría yo al filo de los veinte años. Estaba en la universidad. En una de esas huelgas de primavera que suelen estallar todos los años y que tuvo por objeto una reforma educativa, nos convocaron a todos en un anfiteatro; el anfiteatro estaba de bote en bote y arriba, en los pasillos, por los lados, hasta el último hueco estaba abarrotado. En la tribuna estaban los líderes de las entidades convocantes. Empezaron a hablar. Primero fueron las quejas contra la reforma. Gritos. Luego hablaron del ministro. Abucheos. Una voz gritó desde el centro de la sala:
            ¡Ay, Haby, si tu madre hubiera conocido la píldora!”
René Haby era el ministro de educación. Aplausos. Pataleos. Luego gritó en la tribuna, desencajado, el del pelo más largo:
-¡Yo ya estoy harto de venir a la universidad! ¡Harto de recibir esta educación burguesa! ¡Yo quiero que haya por fin una educación para el pueblo!
Un estruendo hizo retumbar la facultad hasta los cimientos.
-¡Hemos ido a la Renault! ¡Mañana va a venir un obrero a la manifestación! ¡Con nosotros!
Aplausos, aplausos hasta reventar. Con un obrero y doscientos estudiantes ya estaba sellada la alianza entre los intelectuales y la clase obrera. Francia, 1975. Era el tiempo en que Sartre iba a arengar a los obreros a la fábrica de automóviles, buque insignia de la industria francesa. Junto a la Dassault. Yo, con muchas ganas de aprender, y de luchar contra las injusticias, escuchaba con atención. No salía de mi perplejidad: iban a buscar a un obrero como quien busca un objeto valiosísimo de las poblaciones polinesias. Un obrero convertido en la clase obrera (cualquier lógico te diría que eso es una aberración; nominalismo puro). Entonces supe que el único hijo de obrero era yo; los demás eran hijos de papá que no habían visto un obrero en su vida; y ahora estaban jugando a la revolución; en los pocos años que median entre la escuela y la vida laboral.
-¡Acabaremos con la sociedad capitalista! –gritaba uno.
-¡Socavaremos los cimientos de este mundo corrupto! –gritaba otro.
-¡Has cavado bien, pequeño topo! –gritaba Hegel.
-Un fantasma recorre Europa –gritaba Marx.
-Vais al cine, ¿y qué veis? –gritaba el del pelo largo-. ¡Escenas de la vida conyugal! –se contestaba solo-. De Ingmar Bergman. ¿Y qué importan a mí los fantasmas de la burguesía?  
Claro, la revolución era incompatible con el psicoanálisis.
-¡Tiendas! ¡Publicidad! ¡Productos de lujo! ¡Sociedad de consumo! ¡Compañeros, recordemos lo que decía Adorno! ¡Estamos cosificados por la sociedad de masas! ¡Somos un tornillo del motor, una pieza de la maquinaria, un engranaje de la fábrica! ¡Tenemos que reivindicar, con Moustaki, el derecho a la pereza! ¡Basta ya de trabajar como autómatas! ¡Cogito, ergo automaticus sum! ¡Que suba la imaginación al poder, como decían los del 68! ¡Vivan los trabajadores de la cultura! ¡Viva la revolución! ¡Viva la clase obrera!
-¡Estáis de acuerdo? -gritó otro desde la tribuna a voz en cuello; le respondió una salva de gritos y pataleos. Se cantaron pareados. Se corearon consignas.
-¡Síííí! –Unanimidad en la sala. Yo no hablaba a nadie. Yo sólo quería escuchar, había venido a enterarme de los motivos de la huelga, pero aquello era una asamblea: no un debate.
Siguieron intervenciones donde cada uno contaba sus penas. Nadie hablaba: gritaba; y cada grito era coreado por una salva de aplausos; evidentemente, si alguien hubiera gritado cosas contrarias a las consignas nadie le habría hecho eco; lo habrían abucheado. Yo miraba a mi alrededor y vi que algunos no hablaban; pero hasta ellos, al cabo de un rato, acabaron salmodiando, alborotando y gritando. Ni una sola objeción, ni un análisis; sólo clamar con voces desgarradas los sufrimientos de esos jóvenes pisoteados por el sistema, los estertores de esa sociedad que acababa haciendo aguas, las convulsiones del viejo mundo que rabiaba con alaridos de parto:
-¡Esto tiene que estallar! ¡Viva la revolución!


Joven guardia. La internacional. A las barricadas. Gritos, aplausos, pataleos; ni la música se podía oír, sólo el tumulto; ni llegaban las ideas para pensar, sólo palabras; y las palabras eran pastillas para gritar, voces para estallar, no vehículos de reflexión: se agotaban en la garganta sin llegar al cerebro, porque las notas de la música las tapaban los gritos y al final no había ni significados, ni palabras, ni música: sólo ruido.
Salieron todos del anfiteatro en confuso montón. Las puertas se atascaban como si aquello fuera una jauría: cuerpo contra cuerpo, golpes contra la pared, una masa enfebrecida, comulgando con la rebelión, convencida de que con aquello iban a cambiar el mundo. Mi perplejidad iba en aumento. Yo había ido a una asamblea y me encontré con un espectáculo. Había ido a entender, y a conocer, pero durante aquella reunión apenas si se sobrevoló, muy de pasada, el texto de la reforma educativa, ya no para discutirlo, sino para vilipendiarlo; el texto era como un libro maldito y cualquier cosa que saliera de él despertaba, como un reflejo simultáneo y automático, los anatemas furibundos que se habían aprendido: las descalificaciones sin argumentar. Las condenas, los insultos. No se había hablado de nada. Solo se habían soltado iras, como en el mundo de Orwell se empleaba el día de la ira, para limpiarse por dentro y liberarse de las malas energías que llevamos reprimidas.
Después supe que aquello había sido un simulacro de asamblea. Otras asambleas a las que también asistí, con ser menos patéticas, no eran menos inoperantes; más proclives a los gritos que a las palabras; receptivas a las consignas más que a las razones; a las creencias más que a las opiniones. Cada uno recitaba allí su credo; sus dogmas, la fe que había mamado desde que se hizo militante. Y pocos estaban dispuestos a escuchar la fe del otro. Aquellas otras asambleas no servían para contrastar discrepancias, sino para confirmar unanimidades. Y lo mismo daba que fueran doscientos o que fueran veinte. Un compañero se sentó cerca del coordinador de la reunión un día que había que decidir algo. El coordinador puso un papel sobre la mesa, boca abajo. En un momento inesperado, al gesticular con el brazo, el papel se dio la vuelta: mi compañero leyó lo que estaba escrito; se siguió debatiendo durante una hora y media y al final se votó: y la resolución que se tomó fue, ¡oh, milagro!, la misma que había escrito en su papel el coordinador que nos había convocado.
Reuniones que se convocan para que los reunidos decidan, libremente, lo que ya ha decidido el jefe: sin darse cuenta de que habían sido llevados a ello por su hábil dialéctica. Asambleas donde las masas votan lo que propone el líder; y muy poca gente lo cuestiona. Asambleas variadas de todo tipo y pelaje: asambleas multitudinarias, como la del anfiteatro; asambleas donde solamente sabe de lo que habla quien toma la palabra, como la de la junta de accionistas de un banco o la del ágora ateniense; asambleas con menos gente, como un consejo escolar, un claustro de profesores o una junta de delegados; y asambleas con poca gente, como una comisión pedagógica o una reunión de seminario o un grupo de trabajo.
Parece, en primer lugar, que las cosas funcionan mejor cuando hay poca gente. Se oye hablar menos a las tripas que al cerebro. Además, no hay que gritar para hacerse oír: lo que ocurre cuando hay grandes espacios y se usan micrófonos que en vez de amplificar la voz, la distorsionan. Las asambleas muy numerosas son proclives a que haya vagos y revoltosos: como el ágora de Atenas. Los grupos pequeños sustituyen los discursos por el diálogo, la gente habla para hacerse entender, no para hacerse oír. Las grandes asambleas no reúnen los requisitos que buscaba Habermas para las verdaderas conversaciones. No despojan a las palabras de esa comunicación paralela que son los gritos, los gestos, los tonos, las miradas abyectas, las descalificaciones, los insultos que se ven sin darse uno cuenta, porque no se dicen: porque, más que lo que se comunica con las palabras, sentimos más o menos inconscientemente lo que metacomunicamos con las miradas y los gestos (como decían Paul Watzlavic y George Bateson). Las asambleas numerosas son prolíficas en metacomunciación, y parcas en comunicación. Y las de poca gente sólo valen si las tripas no acompañan, con los gestos, lo que dice nuestro cerebro con las palabras.
Y todos tienen derecho a hablar en las asambleas que presumen de pedigrí democrático: pero no todos tienen las mismas oportunidades de hablar. Quien está en la tribuna toma la palabra y no la suelta. Aparte de que, hablando desde la tribuna, se envuelven las palabras de una autoridad que no tienen cuando se dicen desde el público. Y en los grupos pequeños a veces hay gente que no para de hablar, mientras que el resto no habla nunca: si no hay un moderador que reparta los tiempos, el debate se convertirá en un monólogo, y lo que salga de él no reflejará el pensar y sentir de todos sino el sentir y pensar de uno; y no se comprometerán todos a cumplirlo.
Yo soy partidario de los debates, no de las asambleas. Y si por asamblea entendemos una reunión de masas, entonces soy contrario a la democracia asamblearia, que es, porque están todos, una democracia directa; y precisamente porque están todos es el lugar donde nunca está nadie. A veces hay que delegar para que las cosas funcionen. Y si todos quieren hablar, deberán hacerlo en condiciones que faciliten el diálogo por encima del discurso. Y cuando se delega hace falta confianza, y si se desconfía hay que vigilar a quien nos representa; pero hay que extender la confianza lo más que se pueda. Y si votamos con el corazón, procurar que esté buenamente equilibrado con la cabeza. Hay que llenar de diálogo los espacios silenciados por los discursos de las asambleas: porque deben hablar todos, pero no todos a la vez, ni juntos ni a gritos. Hablar para que se pueda oír: no oír a los pocos que hablan.
Año más tarde me volví a encontrar con el joven del pelo largo. El que gritaba más, el que más consignas coreaba, el que quería buscar a un obrero para pasearlo por la manifestación de los estudiantes. Tenía el pelo corto. Tenía traje y corbata, unos zapatos negros que brillaban y una voz encantadora y melosa de marketing. Aquel revolucionario de acequia llevaba en la mano una maleta diplomática.