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viernes, 3 de mayo de 2019

DESPACITO




DESPACITO


             He pensado en una canción que escuchaba hace un año. ¿O fueron dos? Mi esposa me la hizo escuchar con aire dubitativo y después me dijo: ¿qué te parece? Yo le dije: ¡me encanta! Tiene ritmo, tiene letra, tiene vida, tiene gracia… ¡y es auténtica! Ella sonrió, tranquilizándose. ¿Por qué?, le dije; ¿no te gusta? ¡Oh, sí, mucho!, me respondió a su vez; pero es que hay gente que la está criticando. ¿Por qué?, me intrigué. Dicen que esa canción denigra a las mujeres, las trata como objetos… ¿Quééé? No la dejé terminar. ¿Quién dice eso? Algunas asociaciones de mujeres, respondió; algunos políticos; algunos ayuntamientos.
Ante el estupor que me produjo semejante estupidez no supe decir nada. Estaba flipando, me quedé mudo… y volví a escuchar la canción. Escucharla me reafirmó en mis impresiones primeras. En los pelos de mis brazos que se erizaban como escarpias. En su vitalidad. Me quité el sombrero (si no realmente, sí por lo menos de una manera imaginaria) y lo tiré al ruedo. ¡Va por ti, Luis Fonsi! ¡Para que nos vuelvas a encandilar!
            “Despacito”. Así se llamaba la canción. El vídeo empezaba con las olas del mar. Con los barrios pobres de Puerto Rico. Con el chico cuidando de las ocas y las gallinas. Con las casas pintadas de blanco, pintadas de azul, con el sol atravesando el aire y laminando el vacío y el cielo estallando de luz, y en la playa rumor de olas. Gente riendo y conversando, brazos golpeando el hombro y piernas bailando, la luz despedazando la oscuridad, estrellándose en los cuerpos ardientes, bronceados, los viejos agitando en alegrías los mil latidos de sus corazones, chorros de vida, batallas alegres en cuerpos que se asoman a los aires apagados. Los jóvenes. La alegría de la vida, los bailes, las guitarras, las palabras convertidas en sentidos, los sentidos que te ponen a cien, miles de sensaciones y de trotes y de gritos y de coros que se rompen al unísono con los sentidos disparados… He visto vibrar con ráfagas de luz, y olvidar que hace un rato fui humilde, abrasado en los latidos del corazón, bailando.
            Despacito. Cuando el baile te lleva al corazón de un cuerpo, ráfaga de un ritmo frenético, un cuerpo metálico y otro que es imán: despacito. Las pasiones del arrebato que crepitan, sin paciencia, y sólo se pueden desplegar conteniéndolos en una carrera vertiginosa que sólo se siente cuando se corre: despacito. Las ráfagas de la piel te llevan lejos pero no puedes marcharte, tienes que quedarte aquí aunque los bramidos de tu corazón sean potros desbocados; la única forma de disfrutar es contener la furia, soltándola pero conteniéndola, pasito a pasito, la piel de la mujer se abrasa en los besos, besos del sol, del mar, del vientre, de la arena, del fuego, del pecho, besos del abismo que sale del vientre volcado en llamaradas.


            Pasito a pasito. Quiero bailar contigo, me acerco a ti, mi piel vibra y respira sudores de sexo y tú lo sientes y te vuelves erotismo, discreto, abrasado y no lo puedes esconder, hay miles de escarpias en el vello de tu piel, no lo puedes decir pero lo dice tu cuerpo, quiero escribir en tu piel hasta convertirla en manuscrito…
            Pasito a pasito, suave, suavecito, nos vamos acercando, siempre despacito; tu cuerpo es un dardo que sopla en el mío, tu cuerpo es imán y el mío es metal, te busca temblando, te siente en el aire, te huele en la sal, el mar y la playa y el viento del alma deshecho en quejidos, gritando y bailando, buscando el laberinto, tu cuerpo se pierde en tu cuerpo y el mío y mi piel se desguaza, tu rompecabezas se monta en el mío, la pieza que falta ¡yo tengo esa pieza!
            Despacito. Tu cuerpo es un manuscrito. Enseña a mi boca a escribir pronto en ella, quiero descubrir tus lugares favoritos. Nos hemos acercado poquito a poco, tu piel, pegada a mi piel, desgarrando el aire y el vino que estalla y que brama, quiero que me enseñes tus zonas de peligro aquí, en la playa, que griten las olas, se rompa en el aire el imán que me abraza, los dos abrazados, tus brazos me enlazan, estoy apresado y yo a ti te atrapo y siento tus ansias, tus gritos, tus garras, la voz que me estalla, tu boca llenándose de aire del vientre que estalla en tus caderas… Esto pasa en Puerto Rico.
La vida que llama, el sol que se para, el cielo que estalla en jadeos, suspiros. Mi voz que se apaga, respiras ahogando y el aire te abraza, garganta que miro, la nuez de mi cuello, saliva que traga, pasión desbocada, estertores del alma que rompe esa muerte: la que el tiempo para, sentir que no estás mientras estás, abrazado a las lenguas del mar, la arena, la playa, la sal que jugaba, tus piernas, mis brincos.
Despacito. Lentamente, despacito. El ansia no espera, vamos a vivirla despacito. La vida se estrella en las rocas del tedio, se va en la pobreza, disuelve sus aguas, se va entre mis dedos, se va entre los tuyos que se crispa en los míos. Despacito. Es la vida que mana en Puerto Rico. Las ocas, las gallinas, las casas de los pobres, paredes azules, de un azul marino que atraviesa el frío: lo hace calor transfigurando el hielo como transfigura la pobreza en alegría el sol que siembra en ti sus rayos. La risa. La vida. El vuelo de la fuerza. Pasión, alegría, y el ritmo que hace llevadera la desgracia. Estoy en Puerto Rico, estás en mi cuerpo, estoy en tu abismo, la pieza que yo tengo se está abriendo en tu rompecabezas.


Despacito. Te busco, te miro, mi cuerpo que tiembla, impulsos salvajes duermen en mi testosterona. Que vengan políticos defendiendo a la mujer, y dicen que esto que pasó entre nosotros incita a violar y eso es un abuso: que lo digan, si quieren, diles tú lo que has sentido, yo les digo lo que siento, basta ya de confundir el bien con puritanismo. Que incita a la carne, que dicen, nos llama, nos tienta, nos mete de lleno en los rumores del sexo: ¡si! Mas no es violación, que tú te acercas cuando yo me acerco a ti, muy despacito. Un canto a la vida es mi cuerpo en tu cuerpo, tu cuerpo envolviéndome, Igor Stravinski, canción de primavera.
Despacito. Pasito a pasito, yo en ti vivo mis pasiones. Y tú, que las vives, las sientes en mi cuerpo, mi lengua en tu cuerpo esculpiendo un manuscrito: luego en la tuya, mi lengua en la tuya, mis dedos en tus dedos, le estamos haciendo un canto a la vida. Que es incitación, decís. Que es provocaros, decís, instinto sobre instinto: que sois puritanos, confundís el bien con la muerte, la violencia con la energía, el respeto con la vida sin vida, ser desvitalizado, decís que hay que huir de las canciones que incitan al sexo.
¿Y qué? ¿El sexo es malo? ¿Acaso es pecaminoso, exceso y abuso, acaso es malo estirar los músculos? Bien lo decía Brassens: no todos los días se nos quitan las arrugas de las nalgas. ¿Y qué? ¿Está prohibido ligar? ¿Hace daño comunicar tu pasión, despertar pasiones? ¿Acaso es violar compartir los abrazos y los besos? ¡No los confundáis con los besos robados, con abrazos que agarran, con los dedos que se clavan en vez de arañar, y arañazos que son garfios y cadenas! ¡No, no los confundáis! Dos corazones que se disparan, dos pieles que se queman, velo con velo que se erizan: ¡eso no es violar, que es compartir! Y todo empezaba con miles de preludios, el chico a la chica que nunca la forzó a lo bestia, que fue conquistando su piel y su antojo y su voz voluntaria, la voz que te busca, que tú no la fuerzas, que viene y te atrapa, se mete en tu lengua, tu voz y susurros, palabras y gritos.
Despacito. Lentamente despierta en el clímax, se va poco a poco la falta de fuerza, la falta de arrastre, la piel se despierta, las manos sin tono se tonifican hasta el grito. Nadie fuerza a nadie, los cuerpos se atraen, calor de una noche en el sol del Caribe, no es violar el ser salvaje cuando tú ardes también disuelto en salvajismo: salvaje es el macho, salvaje es la hembra, salvaje es el sol que enciende los cuerpos: explota, lo sabes, los cuerpos explotan, la piel que se estira, temblar en el pecho, sudor en las manos, pasión en las piernas, inmenso resplandor ardiendo en las pupilas. Hemos estallado… y al principio fue tierno. Nos hemos acelerado… y empezó despacito. Perdiendo el sentido… y éramos voz al principio que hablaba entre sentidos. Temblor en la frente, pensar sin pensar… y empezaba consintiendo nuestros bríos. No, no es violación lo que estamos haciendo, no hemos forzado, nadie fuerza a nadie, es fulgor que penetra en tu naturaleza. A ti y a ella, señores políticos, defended a la mujer sin quitarle el cuerpo. Que el respeto no es puritano, señores defensores de las mujeres, mujeres defensoras de sí mismas, contra la vida: no confundáis la pasión y el abuso. Que no hay abuso si te dejas llevar, si dejas sentir y decidir, te tomas tu tiempo y al llegar al éxtasis tú eras tu ser y consentir tus latidos, y eso te hace llegar, claro que sí… si haces el amor muy despacito.


Pasito a pasito, suave, suavecito, viva el verano, viva la canción, viva la piel que vibra en el sol latiendo al pensar que es fruto en tus bríos: los bríos de piel, piel y pensamiento, sabor consentido, y no apagar por confundir el descontrol con el latido… Pasito a pasito, suave, suavecito, no es violación si tú lo consientes, y es abandono en una noche ardiente: que viva la vida, que duerma el dolor, revivan las risas, no fuerza el amor si empieza despacito.
Que no es lo mismo respetar que apretar el culo, señores políticos: viva la vida, sagrada pasión, viva Stravinski, y en la primavera vive la danza en el ombligo; despacito; pasito a pasito; esculpiendo la vida, escribir con la boca el cuerpo ardiente convertido en manuscrito.
Despacito.
Cogiendo carrera hasta el estallido: el sol del instinto.
Despacito.
Así se despierta el sentido del ritmo creciendo y creciendo hasta el estallido.
Despacito. Viviendo y soñando, lamiendo la arena allá en Puerto Rico donde viven los pobres, y viven riendo y se alzan gritando en el vuelo del sino.
Poquito a poco. Sintiéndolo apenas, sembrando el olvido sobre el dolor, siguiendo tus pasos que se pierden en la arena.
Y se llevan al mundo donde todo cambia y muy lentamente, esculpiendo el destino, venciendo a la pobreza sin dejar de vivir: ¡nunca!
Despacito, en libertad.  
Besa el sueño y trabaja por despertar y despiértate siempre sin dejar de vivir.
Despacito, Fonsi, ponte a cantar.
Despacito. No dejes nunca de cantar y nunca dejes de reír.
Despacito.
Porque la risa un día estallaba en carcajada y la vida frenética y lenta se desparramó.
Despacito. Disuelta en el mar y libre de amar: la voz del destino.  Despacito.




viernes, 5 de abril de 2019

LUJURIA Y TEMPLANZA



LUJURIA Y TEMPLANZA


Lujuria.

            La palabra “lujuria” tiene cuando menos dos sentidos: por un lado es un deseo y una actividad sexual desordenada, excesiva e incontrolable; por otro es un deseo apasionado de algo. La cuestión está en el exceso. Todo lo que es excesivo es lujurioso; lujo es poseer más, mucho más de los que necesitamos. Si cualquier deseo o posesión exagerada es lujuria, el deseo sexual también lo es: por exceso, cuando se da en mayor cantidad de la necesaria; incontrolable, cuando ya no mandamos en el deseo sino que él manda en nosotros, puesto que somos esclavos de él; pero desordenado… ¿Qué quiere decir “desordenado”?
            Lo primero que se nos viene a la mente es que hay un orden que se descoloca cuando hacemos las cosas al revés; si borramos las letras antes de escribirlas hacemos las cosas en desorden; desorden es cuando las cosas no está en su sitio: la cama sin hacer, los libros fuera del estante, el escritorio con migas de pan… Pero en la sexualidad ¿dónde está el desorden? Si la boca está hecha para comer ¿la estamos usando mal cuando cantamos? Si la comida sirve para alimentarnos ¿estamos comiendo mal cuando disfrutamos de la comida sin pensar en alimentarnos? Si los pies sirven para andar ¿los usamos desordenadamente cuando pedaleamos o bailamos? Si el aparato reproductor sirve para reproducirse ¿es un desorden usarlo sólo para gozar?
            En la naturaleza las cosas no sirven sólo para un fin, tienen varios; o lo que es lo mismo, se pueden usar de varias maneras y para objetivos variados. La boca está hecha para comer, sí, pero también para beber, hablar, cantar, silbar y besar… El sexo tampoco sirve sólo para procrear, sino también para disfrutar, y nadie tiene derecho a decir que lo primero es natural y lo segundo antinatural y perverso; que no sea su función más importante no significa que sea antinatural.
            Si por lujuria entendemos exceso y por exceso más de lo necesario, ¿dónde hay una línea que marque los límites del placer? ¿Hasta cuándo podemos decir que el placer es sano y a partir de cuándo debemos pensar que ya es excesivo? Lo normal es que los límites del placer están en su negación, es decir que cuando el placer se extingue no es que no sea bueno disfrutarlo, es que ya no lo podemos seguir disfrutando. Y no hay una línea clara entre el disfrute y la indiferencia; de repente nos damos cuenta de que el placer que estábamos sintiendo ha desaparecido, sin que podamos decir a partir de qué momento hemos dejado de disfrutar.
            Si entendemos por lujuria el disfrute del lujo y entendemos por lujo el disfrutar más de lo necesario, y si sabemos que el placer no tiene límites más que cuando se extingue, entonces podremos decir que el placer es malo cuando nos quita de hacer otras cosas que también necesitamos; si hemos decidido descansar media hora y seguir estudiando después, cualquier descanso placentero que se prolongue más de media hora es malo, porque nos quita el tiempo de estudio que estábamos necesitando o que habíamos programado. De modo que pueden pasar tres cosas:
            Que el placer se extinga por sí solo.
            Que el placer te impida satisfacer otra necesidad.
            Que el place  te produzca dolor.
            Vamos a verlo uno por uno.


            La lujuria es el dolor y el perjuicio. El placer de comer pasteles te puede matar si eres diabético. El placer del videojuego te hace olvidar que necesitas comer, hacer deporte y relacionarte. Y cuando el placer se acaba uno deja de buscarlo, como cuando el chicle de fresa pierde su sabor a fresa y entonces lo tiras tú mismo sin que te lo mande nadie.
            Aplicado al sexo: llega un momento en que el orgasmo, súbita descarga que se prolongó en un placer decreciente, pierde todo su componente placentero y nos olvidamos de él; o le dedicamos a la relación amorosa el tiempo que le debíamos dedicar a comer o leer o escuchar música; o la práctica sexual excesiva te amenaza la salud, porque padeces del corazón o porque puedes contagiarte del SIDA.
            La lujuria es el exceso. Cuando una relación la hacemos durar demasiado no es mala en sí misma, sino que nos volvemos inapetentes: el deseo se extingue. O si forzamos la relación más allá de nuestra potencia sexual nos puede producir dolor (siempre que la erección no desaparezca volviéndola imposible). De modo que no es la cantidad de placer la que produce el exceso y por lo tanto la lujuria; copular mucho no puede ser pecado, porque la naturaleza tiene sus propios límites y ella misma nos los impone sin que nosotros tengamos que frenarla. Ese tipo de exceso no es lujuria, se extingue solo. A menos que nuestra pareja no pueda más y nosotros, insistiendo, empecemos a forzarla.
            La lujuria es desorden. Desorden es colocar las cosas fuera de su sitio, como cuando en un almacén colocamos la comida en el sitio de la ropa o incluso en el de la basura; lo primero porque no la encontramos, lo segundo porque la estropeamos. O también cuando en una biblioteca colocamos una novela en la estantería de los libros de teatro, o de pintura, o de deporte o de cualquier otra cosa que no sea novela. Desorden es usar las cosas para fines distintos de los que tienen, como cuando usamos como yelmo la bacía de un barbero como hizo don Quijote; pero eso no es malo, tan sólo puede ser incómodo si el insólito yelmo no se sujeta bien a la cabeza y amenaza siempre con caerse; pero que algo sea incómodo no quiere decir que sea malo éticamente; si don Quijote quiere ponérselo, a nadie hace con ello ningún daño. Y si la boca, además de silbar, también la queremos usar para practicar sexo oral, ¿quién podría decir que eso es más antinatural que sacar con los dientes el corcho de una botella? Y si el pecho sirve para alimentar al bebé, ¿quién puede prohibir que se utilice también como órgano sexual? No hay un diccionario que nos diga cuáles son los usos antinaturales de nuestros órganos; a falta de criterio, podremos concluir que el único uso antinatural, el único desorden, es aquel que pone en peligro nuestra salud; como comer desproporcionadamente chorizo, panceta, torreznos o hamburguesas llenas de grasa. No es lujuria el sexo a cuatro patas porque nadie puede demostrar que sea un desorden, ni cualquier otra postura que no venga incluida en el Kamasutra. No hay más desorden que el peligro para la salud (como echar coca en el sexo para potenciar el placer).


            La lujuria es el descontrol. Durante el tiempo del placer tenemos que abandonarnos, dejarnos ir si queremos disfrutar de veras; pero en los preparativos y epílogos debemos ser capaces de controlarnos; si no hay control, una eyaculación precoz puede dejar sin satisfacción a nuestra compañera, y llegará un momento en que copular con ella no sería muy diferente de violarla. En el control está la virtud moral del sexo: en el respeto a nuestra pareja, en el cariño, en la voluntad de hacerla disfrutar cuando disfrutamos nosotros, en el ritmo compartido para hacer del placer de uno una cosa de dos, en el deseo de no violar la voluntad de la otra persona y de no forzarla a hacer cosas que no le apetecen… y también, cómo no, de no retirarse cuando ha venido el orgasmo, sino compartir esos momentos en que el placer se extingue poco a poco hasta su completa desaparición.
            No es el desorden ni el exceso lo que produce lujuria, sino la falta de control. El abandono egoísta no tiene en cuenta los deseos del otro, ha de ser sustituido por el abandono generoso, ése que nos impulsa a dejarnos llevar y sopesar, inteligente y amorosamente, los ritmos del uno con los ritmos del otro; porque, como decía un conocido chiste, el sexo es la democracia perfecta: disfruta tanto quien está arriba como quien está abajo. Y entonces sí: ése es el requisito principal para que el placer del cuerpo no empiece a convertirse en lujurioso.

De la abstinencia a la templanza.

            Parece que hemos llegado a la conclusión de que la lujuria, como el lujo, es exceso. En sentido estricto llamamos lujuria al exceso sexual, pero en un sentido amplio podemos decir que la selva donde todo crece sin límites es lujuriosa; y que la avaricia es el exceso de ambición, la soberbia el exceso de seguridad en sí mismo, la ira el exceso de vitalidad y la gula el exceso de apetito; y así, podríamos hablar de la lujuria de la ambición, del poder, del sentir y del comer. Todo exceso es lujo, aunque sólo en el erotismo utilizamos la palabra “lujuria”.
            Diríase que lo contrario de la lujuria es la abstinencia, y eso vale también para el alcohol. En otro tiempo se hablaba de castidad, pero el significado de esa palabra ha oscilado siempre entre la abstinencia y la moderación; inversamente, se ha confundido muchas veces ser moderado con ser abstemio, y no debería ser así.
            La abstinencia es hacer menos de lo que debe y necesita y es en muchas ocasiones, también, no hacer nada; es abstemio quien no bebe nada de alcohol, pero también quien no vive el sexo para nada; en este último caso se hallan quienes hacen voto de castidad, con lo que resulta cierto que, por lo menos en un principio, castidad era lo mismo que abstinencia sexual; luego se quiso rectificar diciendo que castidad era moderación en el sexo, con lo que hemos acabado dándole a la moderación el significado de abstinencia; por lo menos en parte.
            La abstinencia es (recuerda Savater) lo propio de los puritanos; la moderación, también llamada templanza, es la virtud propia de quienes saben vivir; eso sí, dejando claro que la templanza es una forma de vitalidad, no de renuncia a la vida, que es desde luego un abandono del saber vivir. Vida moderada es vida, no desvitalización. Si el exceso es, en tanto que vida exagerada, un descontrol, la abstinencia, la renuncia, es también falta de control sobre nuestras vidas: nos abandonamos. Y abandonarse a la penuria es igual de contraproducente que abandonarse al lujo.
            La templanza es el refuerzo de la voluntad. No renunciamos a vivir, porque, dentro de la vida, gozamos de las cosas sin dejar de vibrar; protegiéndonos del daño que nos pueden hacer, pero sin confundir la medida con la atonía. Hemos visto que disfrutar es abandonarse, pero controlar el goce es sopesar los tiempos de abandono, y por tanto intercalar abandonos gozosos con cálculos esforzados; por ejemplo, yo pienso hasta dónde debo dejarme llevar por un placer, y, una vez que lo he sopesado, me abandono hasta ese límite antes de sopesarlo de nuevo; y así sucesivamente. Si no lo hacemos así el placer nos arrastrará, el abandono nos llevará a olvidarnos de lo que somos y nos interesa, y al rebasar los límites perderemos la noción de límite y entonces el pacer se volverá adictivo.
            Eso es lo que hay que evitar. Para evitar morir en el exceso la vitalidad no está en la renuncia, sino en la moderación; que templanza sin sustancia no es vida, es un sinvivir (como la castidad entendida como renuncia a las potencias eróticas de nuestro ser, capaces de sacarnos de la existencia gris, sin aliciente y aburrida); y la sustancia no templada (es decir el exceso) es otro sinvivir que nos acorta la vida a costa de alargar el momento del goce supremo (como con las drogas duras). Una guitarra con las cuerdas flojas no toca bien y con las cuerdas demasiado tirantes se rompe muy pronto; la cuerda ha de estar bien templada para que dure y toque bien. Una cuerda bien tensada es lo que necesitamos en la vida, no tensiones insoportables; tampoco flojeras que nos doblan las piernas cuando andamos, impidiéndonos seguir.





sábado, 7 de mayo de 2016

La paciencia




LA PACIENCIA

 

            La paciencia puede ser una virtud o un vicio, según se mire; o sea que hay dos clases de paciencia. Tener paciencia es esperar. Se puede emprender una acción y esperar que las cosas sigan su curso, después de haber hecho todo lo necesario para que se muevan; y se puede esperar sin hacer nada, para que las cosas se hagan solas. La primera es la paciencia del luchador, que sabe que las cosas maduran y no quiere forzarlas; pues sabe también que si fuerza la maduración de las cosas (como el ganadero que le pone hormonas al ganado) se perderá la calidad que tienen. Y la segunda es la paciencia de quien, sin luchar, aspira a la victoria; la del labrador que quiere recoger los frutos sin sembrarlos; no hay producto sin trabajo como no hay cosecha sin semilla. Hay una paciencia esforzada y una paciencia claudicante.
            La impaciencia destruye los resultados del esfuerzo. No se puede plantar tomates y esperar que crezcan al día siguiente; como tampoco se pueden esperar sus frutos más de la cuenta. La falta de paciencia nos agobia, el exceso de paciencia es abandono. Dejar un reloj en la tienda y esperar tres años para recogerlo es casi, para el relojero, una declaración de que nos hemos olvidado de él; de que renunciamos a recogerlo. Y recoger la fruta antes de que lo permita la naturaleza es renunciar a la calidad buscando el beneficio; acortar los plazos más allá de lo sensato es impaciencia criminal, rotura de la naturaleza y artificio.
            A veces castigamos a los niños porque no aprenden, y ni siquiera les dejamos tiempo para que estudien; cada niño a su ritmo; cada cosa a su tiempo. Podemos apagar el cocido a la media hora de ponerlo y ese día comeremos cocido, pero no estará bien hecho: ¿qué podrá hacer el cocinero sino esperar?
            Hay que respetar los ritmos de la naturaleza si queremos que las cosas vayan bien; si queremos mantener la salud, el equilibrio, la calidad, la supervivencia. No podemos esperar que salgan flores en invierno; y si aprieta el calor en el tiempo de las nieves, es que algo está funcionando mal. Si forzamos nuestros ritmos viene el estrés; si queremos acelerar las cosechas la fruta no tendrá sabor; si saturamos la atmósfera de dióxido de carbono nos expondremos al cambio climático.
            Las prisas son necesarias cuando lo que tenemos entre manos tiene un ritmo más rápido que el nuestro, y tenemos que aclimatarnos; y aun así nuestra aceleración tiene un límite, y es nuestra propia calidad de vida; si nos aceleramos por servir a las máquinas, que van más rápido que nosotros, perderemos la salud, acabaremos perdiendo los nervios y lo que es peor, perderemos nuestra autonomía: pues olvidarnos de nosotros para servir a las máquinas que nos sirven es lo mismo que ser esclavos de ellas. Lo mismo pasa cuando ayudamos a los enfermos, a los menesterosos, a los ancianos; que debemos frenar nuestro ritmo, lleno de vitalidad, para ajustarnos a los de ellos; y si nos preocupáramos de ellos sin preocuparnos de nosotros acabaríamos desvitalizados; ser esclavos de los necesitados no es distinto que ser esclavos de las máquinas; los necesitados nos frenan; las máquinas nos aceleran; pero en los dos casos somos sus esclavos; nos acabamos olvidando de nosotros mismos; no somos libres; perdemos autonomía.
            Lo mismo pasa cuando damos clase: el profesor debe adaptarse al ritmo del niño; los ritmos de los niños; es como un entrenamiento en que el preparador físico nos somete a frecuentes cambios de ritmo; algo que Stravinsky reflejó muy bien en La consagración de la primavera

 

            Ahora bien, si el profesor no puede ir a su propio ritmo, preocupado por trabajar al de los niños, está forzando su naturaleza; está violando el reloj interno, está mortificando sus fuerzas. Si esto sólo fuera así, el maestro estaría en permanente estrés, como los cuidadores de las máquinas, como los camareros, como los enfermeros. El vigor que perdemos en el trabajo sólo se podría reinvertir en nosotros cuando hacemos del trabajo una pasión: y eso pasa cuando la vocación de enseñar, de curar, o de arreglar las cosas nos repone las fuerzas que gastamos porque nos gusta nuestro oficio, nuestra profesión. El ingeniero puede pasarse las horas muertas estudiando las máquinas y disfruta con ellas; el científico puede olvidarse de comer porque no siente pasar el tiempo; el maestro se llena de energía cuando la desgasta en el servicio a los alumnos; (curiosa energía, que se recarga en la motivación mientras se está descargando en el esfuerzo); y el enfermero llega a ser feliz cuando su vida entera está dedicada a los enfermos, olvidándose de sí mismo sin olvidarse, distrayéndose de sus necesidades porque necesita ocuparse de las necesidades ajenas.
Nada de eso tiene que ver con el cuidador sacrificado que cura y cuida a su prójimo por obligación o por deber, sin disfrutar con ello; o porque necesita ese trabajo para ganarse el sueldo o porque se siente culpable si no lo hace, pero no siente la vocación del deber; el temor al remordimiento es una rémora, no una pasión.
            Hay mucha gente sacrificada que vade mártir por la vida. Presume de lo mucho que ha sufrido ayudando a los demás y no los quería mientras los ayudaba. Por haber sufrido, dicen las mujeres en España, tienen ganada la mitad del cielo; pero lo que nos hace buenos es la alegría, no el sufrimiento. Hay quien busca el sufrimiento como si fuera el mejor de los tesoros, el máximo bien. Pero no nos engrandece el sufrimiento cuando lo buscamos por resignación, renunciando a la vida: el espíritu de sacrificio es otra cosa; el espíritu de sacrificio es resistir la adversidad cuando buscamos alegría; renunciar a una parte de nuestro ser por dedicárselo al ser de los otros, pero sin la soberbia de creernos más que los demás por esta renuncia; y renunciar, sobre todo, a perder todo nuestro ser para dárselo al necesitado, primero porque mal podremos dar lo que no tenemos, y después porque todo lo que hacemos, hasta el sacrificio, debe salir de la vida y volver a ella, pero nunca matarla.
            Dos formas hay, pues, de paciencia. La que respeta los tiempos de las cosas y la que rompe los tiempos. La primera respeta los ritmos naturales, y es, como su propio nombre indica, respeto a la naturaleza; simplemente respeto. Pero respeta también los ritmos de nuestras acciones y nuestros proyectos; la que nos hace, por ejemplo, no precipitarnos a formular hipótesis sin haber recogido datos suficientes; o recoger datos antes de haber forjado una hipótesis que guíe su búsqueda. Hablaremos, respectivamente, de respeto a la naturaleza y de paciencia esforzada: en ambos casos será una virtud cualquier forma de sacrificio.
            La paciencia que rompe los tiempos es o impaciencia (cuando queremos las cosas con demasiada vehemencia) o falta de vigor (cuando hacemos lo que quieren los demás olvidándonos de nuestro propio querer): ésta es renuncia sin vocación, esclavitud sin dignidad, sacrificio sin sentido. Hay gente que se siente feliz siendo esclava, cuando el suelo de la felicidad no es otro que el ser libre; y está orgullosa de pertenecer a la cofradía de la esclavitud (a la que, para más inri, califica de santísima), o de someterse a la voluntad de dios, llámese como se llame, sin reparar en que lo que dios quiere es que tengamos voluntad de vivir, haciendo cosas que respeten a dios a través del reflejo de su espejo creador, que es la naturaleza. Sacrificarse a costa de vivir es adorar a la muerte, cuando dios es vida; y ese tipo de sacrificio, esa paciencia claudicante, no es resignación viva, y no es servicial, sino servil, y no es humilde, sino dominadora, pues lo que busca con esa renuncia es soberbia, creerse, sin merecerlo, mucho más que los demás, como el ermitaño de Tirso de Molina que se perdió por orgullo. Y eso no puede ser una virtud: es vicio.