sábado, 23 de enero de 2016

La Fortaleza




            Hace algunos días escribí un artículo titulado “Las tripas de la sociedad”; ésta es su continuación, que continuará, a su vez, en otro texto que también será publicado en este blog.
           
 

LA FORTALEZA

            La fortaleza es la vitalidad que late en el fondo de nuestro ser. Sus manifestaciones son muy variadas, entre ellas la energía y el contacto; detengámonos un poco en ellas.
            La energía es fuerza, el ánimo que surge de nosotros; un ímpetu, un brío, la potencia que rige todos los ámbitos de nuestra capacidad; y que se manifiesta, por tanto, en las capacidades que nos son propias; en el cúmulo de facultades que poseemos, las cuales nos definen.
            El desaliento o desánimo es la falta de energía; falta de fuelle, moral baja, es la antesala de la depresión.
            La alegría es el tono vital que nos hace estar dispuestos a derrocharnos por el mundo: a prodigarnos en él.
            La tristeza es la falta de alegría: aflicción, melancolía, nostalgia, fastidio; la antesala de la depresión. El ser enérgico ser siente pletórico de fuerzas, el ser debilitado no tiene  ganas de vivir.
            Pues bien, la alegría se manifiesta de cuatro modos: como conservación, como aspiración, como satisfacción y como curiosidad.
          El instinto de conservación individual es, como diría Spinoza, esfuerzo permanente por perseverar en el ser. Lo contrario es el abandono, pulsión de muerte, debilidad por el suicidio, falta de ganas de vivir.
La curiosidad es el interés por las cosas, el afán de estar en ellas, del ocio, de la diversión: lo contrario es la ociosidad, el aburrimiento, el vacío, el tedio, la falta de interés; la falta de atracción por las cosas. La curiosidad es un imán que nos atrae hacia las cosas: obsérvese que el ocio (como inactividad creativa) no es lo mismo que la ociosidad (o inactividad vacía, pesada e inerte: el no tener nada que hacer).
            La aspiración es un deseo espiritual, tendencia trascendente, alegría de crear; son los sentimientos noéticos, artísticos, metafísicos y religiosos. Lo contrario es el pasotismo, el vacío, la abulia.
            Y la satisfacción es el triunfo; lo opuesto a la derrota. Después de la lucha sobreviene la alegría de haber luchado: el orgullo de haberse atrevido, que nada tiene que ver con la vanidad; el vanidoso (decimos también: “el orgulloso”, el prepotente, el soberbio) presume de lo que tiene, pero el individuo feliz presume de lo que es: y, más que presumir, lo asume; lo invierte en el mundo, es su capital ontológico, su forma de ser. 

 

1. La paciencia y la ira.
            La paciencia es serenidad. Falta de prisa. Pero no es derrota, no es renuncia, no es sumisión: que eso es entregarse a otro renunciando a sí mismo; esclavitud y servilismo. La verdadera paciencia surge de la fortaleza, es dueña de sí misma. La ira, falta de vitalidad, pérdida de fuerzas, y, aunque tiene fuerza suficiente para realizar muchas funciones, no las tiene, sin embargo, para controlarlas.

2. Valor y cobardía. El miedo.
            El valor (en el sentido de valiente, no de valioso) es osadía, atrevimiento; en exceso es temeridad. Pero el valor también se manifiesta en ausencia de acción; en tal caso es espera, y más concretamente esperanza; la relación que hay entre alegría y esperanza es similar a la que hay entre lucha y paciencia: las dos son formas de energía. No hay que confundir la resignación (que es renuncia) con la paciencia (que es tensión de la espera, pero desafío: reto). En todo caso el valor es también seguridad, y eso es confianza en las propias fuerzas.
            La cobardía es resignación, no atrevimiento; desesperación y no esperanza; frente a la temeridad, es pusilanimidad; y frente a confianza, inseguridad; es, como se ve, falta de fortaleza, alegría convertida en tristeza, pérdida de poder.
            Entre la cobardía y el valor está el miedo; el miedo lo tienen tanto los valientes como los cobardes. Es temor, porque no se está seguro; preocupación, porque no se está tranquilo; y como a veces no conoce su causa, es desconcierto. En todo caso es susto, espanto, pánico, angustia: la gradación va en crescendo y, cuando ha terminado claudicando, es culpa y remordimiento. Como se ve, el miedo es una forma de debilidad, de pérdida de vigor; y por lo tanto de claudicación y de entrega; o más bien tensión ante la posibilidad de claudicar.

3. Humildad y soberbia.
            La humildad consiste en disfrutar de lo que se es sin hacer aspavientos; es renuncia a la ostentación, no a la fortaleza. Su aparición pasa por dos momentos sucesivos: el autoconcepto y la autoestima. El autoconcepto consiste en conocerse a sí mismo, tener una imagen ajustada de sí; es valoración de las cosas en su justa medida, reconocimiento de méritos y errores; es, por lo tanto, aprecio, buen humor. La autoestima es amarnos como somos, tal como nos conocemos: es asertividad, dignidad, fiereza; es aceptación de lo que se es y respeto a sí mismo. Energía.
            La soberbia es falta de energía, sentimiento de ser poca cosa, vivencia de la inferioridad; la vergüenza que se siente por lo poco que se cree uno produce deseo de estimación, porque se combate sintiéndose (o creyéndose) superior; entonces se manifiesta como orgullo, vanidad, amor propio, engrandecimiento de sí mismo; hasta la megalomanía; y se convierte en desprecio y burla hacia los otros: porque uno se agranda artificialmente a costa de achicar a los demás.

4. Ambición y avaricia.
            La ambición es el deseo de ser, tener o hacer cosas. Hay una ambición cordial, muy vital y entusiasta, que es instinto de superación: conquistar cosas, conquistarse a sí mismo, aspiración, deseo de poder, desafío; Nietzsche hablaría de voluntad de poder: despliegue de energía; alegría pletórica de fuerzas en la realidad que se es.
            Y hay una ambición visceral que es pérdida de energía. También es aspiración, pero no a lo que uno puede ser, sino a lo que otros tienen: y por tanto es querer lo que otros quieren, no es querer autónomo; eso nos empobrece. Como deseo de poder, es afán de no ser menos que nadie, o por lo menos menos que nuestro rival; es desafío del adversario sin desafiarse a sí mismo. Es codicia, voluntad de tener: no de ser. Es avaricia, porque ambiciona lo que no es suyo. Y se manifiesta como donjuanismo cuando sacrifica el futuro por vivir el presente; faustinismo cuando sacrifica la vida por el saber; y faustinidad cuando busca saber y poder a costa de la vida, y vende su alma al diablo, y deja de querer lo que tiene que ser. Desafiamos a los demás porque nos sentimos desafiados, y nos creemos débiles; y sentimos como ofensa y agravio el no tener más que los demás, y anhelamos el desquite: la venganza; el sentimiento de que nos han hecho un feo; de que nos han intentado pisotear. 

 

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