SEPÚLVEDA
La
tierra se abrió en canal y fue un bostezo de aguas juveniles que se derramaron
por la herida. El bostezo de la tierra: garganta que surcó los mares de piedra,
encaramada a los árboles, al abismo, sobre la savia del río Duratón. Fue un mar
de profundas aguas, de superficies azules y sombrías, bañadas por una mancha de
peñascos abiertos, paredes cortadas a pico, en cuyas grietas anidaban las
águilas; la suavidad celeste, iluminada por una paz poblada de nubes, como un
remanso de luz amable; entre sus alas volaba la libertad.
Las
hoces de Sepúlveda. El Duratón, cuajado de hierba: en sus peñascos pelados, en
la estepa de sus páramos, el río dejaba sus venas: todo el ímpetu de su sangre
alimentaba el fuero de aquellas gentes libres, de aquel vivir de frontera,
encaramándose al tiempo, cuando Almanzor, quemando libros, la arrasaba a sangre
y fuego: saqueando la biblioteca de Córdoba en su necio afán imperial.
Extremadura:
la tierra de frontera. Sepúlveda era la Extremadura de abajo. Tierra de águilas
y de cielos amplios, de vientos fríos; latigazos en la cara paseando por las
hoces del Duratón. Bostezo de la tierra que se rasgó al formarse el río (¡oh,
sangre de la tierra que me vio nacer, Sepúlveda, pueblo libre, tierra mía!). Y
tus manos se marcharon en el caos de aquellos años, ¡tiempos pretéritos y
preclaros, tiempos de arroyos y torrentes, de cascadas rompientes, de
atropelladas aguas! Fueron tiempos de suevos y vándalos, de francos y alanos;
de godos que irrumpían en la historia arrolladora, incontenibles: los godos.
Cuando el caos borró todas las savias, todas las hoces, todas las aguas que
alimentaban el territorio de las águilas; cuando ser libre era cabalgar sobre
la grupa de un sueño y volar.
Vasto
abismo del tiempo antes del tiempo: Ginungagap. Abismo del espacio: abismo del
tiempo. Semilla del pozo profundo, vértigo, sima donde la memoria se olvida.
Por aquellas tierras, al correr del tiempo, cabalgó el conde Fernán González.
Por el bostezo de la tierra era, y fue en la noche de los tiempos. Senda por
donde la historia no habrá de volver: nunca más.
Fue
un bostezo del suelo en aras de Sepúlveda. La tierra se abrió y por el tajo
manó un río. Y el agua discurría, alegre y juguetona, por un lecho transparente
que se abría sobre el cielo, como un cristal diamantino de color azul. Y por
los flancos bajaban dos recias murallas, acantilados de piedra que se hacían
esperar, allá, tras una amplia rivera, para que jugaran los niños.
Sepúlveda
es una villa antigua levantada sobre rocas. Las murallas, prolongadas en las
piedras, se entregan al río con la docilidad de un niño, con la severidad de un
hombre. El río la rodea amorosamente, la abraza con sus aguas, y su lengua va
lamiendo el pie de la ciudad, mansa para las gentes de paz, fiera para las
gentes de guerra. Hay un puente que lo atraviesa desde la colina que mira,
enfrente, a la ciudad de las siete puertas. El camino serpentea entre las
rocas, sorteando pinos, sorteando riscos; donde antaño se bañaba el mar, por
las conchas y caracolas prehistóricas, por los terribles dinosaurios, por las
tierras sepultadas entre voces muertas. Y hay un camino que sube, sobre la
cuesta de piedra, hasta una puerta pedregosa que levanta sus fauces sobre la
muralla. Como si la puerta del Escamandro bajo las almenas fuera, un terrible
cancerbero, la lanza en alto, parece que grita:
-¿Quién
vive?
-Somos
gente de paz.
Gente
de paz. Y de tierra. Gente de frontera. Gente criada en la guerra, al fragor de
luchas y batallas, dando mandobles con una mano, enarbolando con la otra la paz
de los rudos pobladores, cansados de la guerra. Con sufrimiento han llegado a
ser libres. Con su tesón, gentes atraídas por un campo donde penetran terribles
guerreros, quieren alzar una tierra libre; pero que sea remanso de paz en la
casa hostil de Extremadura.
No
es posible vivir en paz y no someterse cuando somos pioneros. Los pioneros
saben que, allí donde vayan, buscando la paz sólo les esperará la guerra. Allí
se fragua su fiero espíritu de independencia. Fernán González, pionero ilustre
de Castilla, entre las negras ambiciones de la casta aristocrática, también
sembraba independencia. Y entre unos y otros, ambiciosos o cobardes, la vieja
Castilla emergió en el sueño de una tierra áspera, no abonada para soñar.
Y
Fernán González repobló Sepúlveda.
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