La semana pasada nos acercábamos a
los sentimientos de la fuerza; toca ahora acercarse a los del amor. El amor es
un espejo que descubrimos en los demás cuando tú, al verlos, te ves reflejado.
LA VIDA ENTRAÑABLE
Si la
fortaleza es vida en sí misma, la piedad
es vida relacionada con otra vida: lo
entrañable del otro que late en mí; y en el fondo está lo más profundo, lo íntimo. Esta vida volcada en el otro
es amor: que expresada con ímpetu es
eros, rapto, arrebato, y expresada en su intimidad es ternura (casi dan ganas
de forzar la palabras para decir: melancolía).
Como la
piedad es un sentimiento cordial, está atravesada, cómo no, por el entusiasmo;
todo lo que supone el amor contiene todo lo que representa la fortaleza: y
hablamos de nobleza, o grandeza, para designar a la piedad llena
de vitalidad, de alegría, de fuerza.
Pero hay
una piedad desvitalizada, la que criticó Nietzsche: esa bondad volcada en
destruirse a sí misma para construir al otro; no es lo mismo que por amor al
otro perdamos algo de nuestro ser, a que queramos perderlo con la excusa de
amar al otro; no es lo mismo el sacrificio
amoroso que el egoísmo sacrificado:
que es la forma más sibilina, y más vanidosa, de egoísmo.
Se suele
utilizar el término “piedad” para
designar el respeto, la devoción y la entrega a los dioses; aquí lo
utilizaremos como sinónimo de “compasión”. Si descomponemos la palabra
significará “padecer con los demás”, lo que no significa que tengamos que
sufrir con ellos sino comprender su sufrimiento; o lo que es lo mismo, ponerse
en su lugar (que no es quitarle el sitio, sino intentar mirar las cosas como él
las mira).
También se
utiliza como sinónimo de compasión la palabra “misericordia”. Literalmente
sería dolerle a uno el corazón por el destino de los miserables, por las
desgracias ajenas; pero la compasión va más allá: se trata de sentir las
alegrías, no sólo las penas. No estamos, pues, ante un sentido cristiano de la
compasión, sino ante un sentido vital: sería más bien lo que hoy entendemos por
empatía. La compasión, para ser
viva, debe incluir todo lo que contiene la fortaleza.
Cuando la
piedad pierde vigor se vuelve débil y se manifiesta con más fuerza, pero con
fuerza desvitalizada; descontrolada, destructiva y hueca. La impiedad hace que
las personas sean implacables, desalmadas (“sin alma”); el alma es el
equilibrio que forja la fuerza que reposa sobre la coordinación de todas las
fuerzas.
3.1. Amor y odio.
La fuerza piadosa es amor; el odio es su debilidad. El amor es energía que nos impulsa a vivir el
entusiasmo con los demás, pero desde el respeto; no es el entusiasmo de unas
masas que gritan y actúan al unísono como cuerpo sin alma; es el entusiasmo de
un alma que comunica su fuerza al cuerpo.
Por
“respeto” entendemos la aceptación de los demás. La empatía es aceptar los sentimientos ajenos para comprenderlos; el respeto es mucho más: es aceptar a
los demás rechazando las circunstancias que provocan que sientan dolor, y eso
es ir más lejos; es aceptarlo en su ser pero rechazar las causas que amargan su
existencia.
Hay varias
formas de amor: el filial, el conyugal, el amor paterno; el amor a dios, el
amor al arte, del amor al cuerpo. La filantropía o altruismo: amor a la
humanidad a través de todos los seres humanos; la solidaridad o fraternidad, el
corazón generoso, pero fuerte; no olvidemos que la fortaleza es esencial para
que la piedad no se desvitalice.
El odio,
por el contrario, es “antipatía” (literalmente, experimentar sentimientos
contra alguien): eso es desprecio, quitarles valor a las personas (el amor, por
el contrario, las apreciaba). Pero desprecia a los otros quien previamente se
ha estado despreciando a sí mismo; por eso siente rencor, resentimiento;
echarles a los demás la culpa de tus propias culpas, atacar a quien no es tu
adversario, y aunque no lo sea, hacerlo enemigo tuyo. Esa aversión es, por
tanto, hostilidad, y quiere destruir al otro primeramente degenerándolo (como Circe); y por último matándolo (las sirenas). Y acaba sintiendo
repugnancia hacia el otro porque lo ha hecho semejante a sí mismo.
Hay un amor malsano que tiene menos de amor
que de odio. Como amor a la tribu, sólo ama a los suyos, extendiéndoles a los
demás su odio. Y como degradación del ser amado es amar la imagen que tenemos
de él rechazando su realidad valiosa, como Calipso;
arrancándole su libertad, que es la capacidad de hacer cosas buenas; capacidad de
crecer con la fuerza que hay en su alma.
3.2. Admiración y
envidia.
La fuerza
piadosa también es admiración; y su
contrario es la envidia. Hay admiración
en el amor: que es estima, simpatía y respeto. Ya hemos hablado de la estima: aprobación, consideración,
aprecio, veneración; y todo ello supone estima de sí, pues no puede apreciar a
los demás quien no se aprecia a sí mismo. La simpatía es más que una empatía humanitaria: es cordialidad de
apego por el individuo concreto por el que tenemos cariño; por eso es amistad,
ingrediente del amor. Ya hemos hablado del respeto.
La envidia
es, por el contrario, alegría por el daño ajeno, y eso no es alegría más que en
apariencia, pues se alimenta de quitar a otros lo que a ti te falta; y te hace
depender de la deuda moral que has contraído al hacerlo; la que algún día te
dará mala conciencia, malestar espiritual, remordimiento. La envidia son los
celos (no hay que olvidar que estos dos sentimientos se expresan en francés con
la misma palabra: jalousie). Y la envidia, o sea los celos, no es más que
inseguridad o falta de confianza en sí mismo; al desconfiar de ti desconfías
también de los demás, y como dudas de ti, también dudas del mundo. Este
sentimiento te atenaza las tripas produciendo nudos y vacíos y va, a la postre,
de la mano del orgullo; de la falta de respeto.
3.3. Templanza y
lujuria.
Y, por último, la fuerza piadosa
también es sabiduría; su contrario
es la lujuria. Lujuria es exceso,
como la vegetación de las selvas que los escritores llaman lujuriosa; y la templanza es la justa medida de cada
cosa: la medida que hace falta, que no hay que confundir con el término medio;
para unas cosas la justa medida está próxima a la escasez; para otras, toca en
la abundancia sin acercarse al exceso; y para otras es el equilibrio. Pues
bien, la templanza es una de las formas de sabiduría.
Pues la templanza, que es equilibrio,
proporciona plenitud: satisfacción. Equilibrar es poner lo que hace falta, unas
veces poniendo pesos fuertes y otras alargando el brazo de la palanca; y se
trata de mantener el estado de excitación, que en unos es más y en otros menos;
unos necesitan hacer mucho deporte, a otros les hace falta tranquilidad; para
una persona nerviosa buscar el equilibrio es descargar la adrenalina que le
sobra; para una persona tranquila es vivir sin apenas adrenalina. La lujuria, en este caso, es el exceso,
cada cual en su nivel de tensión, y el exceso produce hartazgo, saciedad, tanto
de carencias como de sobreabundancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario