viernes, 12 de noviembre de 2021

IMPRESIONES DE VIAJE

 

 

IMPRESIONES DE VIAJE

(UN DÍA EN PUERTOLLANO)



La gente ya no lee en el metro. Hace años te la podías encontrar en los vagones con un libro abierto, leían lo que duraba el trayecto, media hora, una hora quizás, y se enfrascaban en ese mundo de literatura que estaba lejos; muy lejos de este mundo, monótono y gris, donde ahora mismo van en metro a trabajar; pero ya no. En el vagón y medio que abarca mi vista sólo hay móviles; y la gente se hunde en las pantallas, con su mirada magnética, hipnotizada por luces y letras demasiado fugaces para llegar a meterse en ellas; para tener el tiempo de disfrutar.

Ahora estoy en el tren. Desde que bajé del metro me he perdido en los pasillos y ya he llegado al lugar donde estaba el andén. Me he comido un bocadillo, me he tomado un refresco y estoy sentado ante la gente, camino de Puertollano; y mi asiento avanza sin moverse porque lo mueven las ruedas, en un espacio que no pasa porque ya no siente pasar el tiempo.

Soy un niño en la ventana. Miro por los cristales como miraba antes, más dormido que despierto, en ese sueño en el que teje sus hilos el soñar. Ya han pasado las figuras achatarradas de Madrid. Los hierros retorcidos, los metales oxidados, las vigas inútiles que alguien ha dejado abandonadas en el suelo. Poco a poco viene la Mancha. Los montes de Toledo. Los campos vacíos sin árboles, campos cubiertos de hierba, troncos achaparrados y hojas y ramas resecas, el matorral.

Un tronco delgado bajo unas ramas sarmentosas. Tupidas ramas que pudieran conformar una copa, pero sin densidad. Una copa del mismo grosor que la altura del tronco. Seco, delgado. Eso le da esbeltez.

Un árbol de tronco grueso, pero corto; con la base ensanchada como unos zapatos demasiado amplios, en unas piernas que también se han ensanchado hacia los pies. Un olivo, quizás. En Segovia lo más parecido a un olivo es una encina, pero es mucho más grande, más alta, más ancha, acaso menos hueca, con mucha más majestad. El olivo es humilde y siempre está agachado; parece que estuviera pidiendo perdón.

Hileras. Hileras verdes como manchas de un pincel, puntos redondos; forman líneas gruesas sobre el campo, muchas  veces rectas, otras torciéndose en forma de eses, como si el campesino que las puso hubiera estado borracho. Luego viene un montículo que tapa el paisaje por la ventana. Tras él, otra vez los campos vacíos. Vastas planicies onduladas siseando con la piel cubierta de hierba que ya ha sido trillada: el tren avanza. De repente, hileras de matas en forma de árboles aplastados contra el suelo, diminutos, sarmentosos, poco elegantes y achaparrados: son las vides. Les suceden otra vez los campos desnudos, a veces planos, otras ondulándose en un siseo breve; tienen marcas mil veces repetidas como si alguien hubiera cortado el césped. Luego otra vez los árboles humildes que se enseñorean del paisaje; esta vez veo claramente que son olivos, troncos retorcidos y ramas grises, gruesos cuerpos que se ensanchan por la base como si en ella tuvieran enterrados unos gruesos zapatones de dimensiones desproporcionadas. El tren avanza sin traqueteo. No como los trenes de antaño. Cuando yo era niño el ruido, rítmico y ágil de las ruedas, clavaba en los oídos un tacatac machacón e interminable. Al fondo de aquel gusano, hecho de vagones que juntaban mal, estaba la locomotora; y por su nariz húmeda, humeando en la espalda como ballenas, salían chorros de vapor de un color sucio y un negro espeso. 



El tren avanza ahora limpio, casi impoluto, por las laderas silenciosas de los campos. Ahora los árboles tienen un tronco muy delgado, como si hubieran sido plantados hace poco; el follaje de sus ramas tiene la falta de consistencia que tiene la barba prematura, deshilachada y pobre, de los jóvenes imberbes: vuelven a aparecer las viñas; supongo que Valdepeñas. El tren se para por un momento y es la estación de Ciudad Real. Cuando se reanuda la marcha yo aguzo la vista para ver las luces de Puertollano; y si no las veo es porque de día las lucen no brillan, no, la luz no brilla donde hay luz; al menos buscan mis ojos las estructuras metálicas de las fábricas; pero las ventanas son marcos demasiado pequeños interrumpidos por asientos que tapan a las otras ventanas y no se puede ver más allá; la imagen discontinua parece que en cada ventana tuviera paisajes diferentes. No han pasado quince minutos. Quizá fueran diez. La voz metálica que sale del tren anuncia la llegada inminente de Puertollano. La gente se prepara para bajar. Y cuando el tren se detiene parece una estación vulgar y fea, hecha de letreros de plástico y metal, que no tiene personalidad ni encanto. Una estación como las otras, hecha de moldes idénticos en todas las estaciones de España. Cojo la cartera y me dispongo a bajar. Y no dejo de mirar los andenes impersonales trazados con tiralíneas. Estas estaciones no tienen alma. No tienen ese toque indefinible que hacía diferentes a las estaciones sucias de antaño. No tienen entrañas, son sólo superficies sin cuerpo, dentro todo está vacío y yo bajo por las escaleras hasta poner un pie en Puertollano. Quedo clavado en el andén, buscando presencias irreconocibles. Porque no existen. Empiezo a caminar con una lentitud ligera, como si quisiera evocar el arranque, lento y pesado, de las bielas; esas bielas perezosas de los trenes de antaño. Miro alrededor y no veo nada. Nada con alma. Mis pasos se pierden, como si se los tragara la tierra, escaleras abajo. En mi mente se forma un vacío que van dibujando mis ojos y mis sentidos, intentando reconocer las formas que hubo un día por esas calles. Calles que están vacías y, cuando hay gente, es como si no la hubiera. Alzo la vista y el cielo está gris. Quiere llover. Llevo mi mano al paraguas para asegurarme de que todavía lo tengo. La estación está vacía y yo soy el último viajero del tren. El suelo está limpio. Hemos llegado. 



Enfrente de la estación está la calle del Muelle: yo busco la calle Torrecilla, que mi memoria extraviada situaba frente a la estación; Muelle abajo está la calle Ancha, que conduce a Torrecilla. Por aquella cuesta abajo se  estrelló, contra la pared que hay al fondo, una moto que se había quedado sin frenos. Busco el colegio de las monjas. Enfrente está la iglesia. Las paredes del colegio, llenas de carteles, protestan contra la nueva ley de educación. Yo me acuerdo de cuando decían que no teníamos que hacer política; que no debíamos meternos con el gobierno.

Bajo. La iglesia de la Asunción destaca con su mole imponente, pero pesa tanto que ella sola se aplasta sobre la tierra, no se puede elevar. Palmeras. Palmeras chatas de tronco muy corto porque imagino que estarán creciendo. Sigo hacia abajo: primero el museo Rodera Robles, enfrente el ayuntamiento. Sigo bajando por donde estaba la radio y todo son ya tiendas nuevas. Lugares de ocio, bares, no están los futbolines ni la tiendas de los helados que estaban tan buenos. La sede del partido socialista y, un poco más allá, un letrero que dice que allí durmió Miguel Hernández: llego al paseo. Allí, entre el follaje de los árboles, está escrito el partido popular: ésa es su sede. Y, justo al lado, un letrero que anuncia al partido ibérico. Hasta en política Puertollano tiene que ser pintoresco. Al lado está el edificio Gran Teatro y es porque allí, precisamente allí, estaba el gran teatro antes de que lo tiraran abajo; hace ya tantos años, que al viajero trasnochado le pareen milenios. Era ésa otra época. Era ése otro tiempo. 



Llamo a Pruden y en seguida estoy con él subiendo por el paseo. Me enseña la casa de baños y yo la reconozco, pero la situaba justo perpendicularmente; donde ahora hay terrazas que dan a la carretera, frente al mercado, enfrente de donde estaba la OJE, detrás del edificio donde un día estuvo la plaza de toros. No está el monumento a los mártires. Que yo creía que era de santos pero luego supe que era por los mártires del trabajo; la fábrica, diseminada en un montón de empresas, era entonces para nosotros la Calvo Sotelo.

Pruden es una persona entrañable. Admirable. Él es abogado pero me habla de la escuela de maestría, donde empezó a dar clases y luego se quedó ya para siempre en Puertollano; pero en seguida me habla de su pueblo. Es un pueblo de Salamanca donde no deben quedar ya más de cincuenta personas. Su padre era maestro. Para pagarle los estudios cultivaba unos terrenos que tenía para completar su sueldo (dice la voz popular que también hay quien pasa más hambre que un maestro de escuela); él se hizo economista y abogado. Otros, en el pueblo, tenían más dinero pero menos horizontes; hay quien nace con una pared en la cabeza y quien nace derribando paredes, y va ensanchando el horizonte hasta que la vista se pierde lejos.

            Me habla de las patatas y los tomates de secano. Me enseña los árboles del paseo para que yo vea dónde están bien podados y dónde no; me lo dice mostrándome la herida que ha dejado en sus carnes (el tronco de las ramas amputadas) la sierra implacable del jardinero. Hemos visto la fuente agria y la feria del libro y hemos llegado al instituto, hasta la escuela de maestría, casi hasta la Virgen de Gracia, para dar la vuelta y llegar a los leones del paseo; entonces me cuenta la historia de esos leones. Cuando nos despedimos, la pandemia nos sujeta de darnos ese abrazo que la cordialidad de las almas hermanas nos impulsa a darnos; el corazón debe escuchar, saliéndose de las tripas, más bien las voces de la cabeza. 




            Y me despido porque a esa hora he quedado con Enrique. Enrique era amigo mío desde los tiempos del instituto. Juntos hemos soñado que un día íbamos a ser científicos (sí, sí, aunque yo fuera de letras). El tiempo se encargó de que pasaran muchos años antes de que pudiéramos vernos. Nos hicimos fotos en el paseo y el pabellón de la música ya no era aquella oreja hecha de cemento; debajo de ella no estaba la biblioteca, lo que había era una figura distinta hecha con el mismo cemento  y en lugar de los libros ahora había un estanque; metáfora preciosa, como si la palabra escrita volara hacia el oído y esa palabra fuera, al pie de los libros, el agua transparente que nos alimenta.

            Seguimos caminando. El reloj convertido en jardín, un jardín de números verdes que miden el tiempo. El jardín del tiempo. Bebiendo el agua que nutre los libros y los eleva, hechos música, hasta el cerebro. Quitarse las mascarillas para salir en la foto. En esa foto donde Enrique y yo congelamos el tiempo sobre ese reloj que nos dice su presencia. Los libros de ahora estaban enfrente: en las casetas; en las casetas firmaban sus libros los escritores. Y enfrente, saliendo del paseo, hay una terraza que mira al cine Lepanto como si las mesas de hoy contemplaran las casas del ayer, un ser vivo mirándose en un fantasma. El paseo de Puertollano está lleno de fantasmas: el teatro, el cine, los libros de ayer y de hoy y el reloj, que mide desde sus números de hierba el inexorable paso del tiempo.

 


            Así estuvimos Enrique y yo recordando el pasado. Un pasado que nos separaba, el que no habíamos compartido, entre el tiempo remoto que nos unió y el tiempo presente que nos unía de nuevo. Caminamos hacia el instituto. El instituto estaba abierto. Allí estaba el cuadro de don Rafael Requena tapizando la pared. Nuestro profesor de dibujo. Unos chicos leen mientras otros cantan, leen los libros del pabellón de la música y cantan la música que sale del pabellón; delante, una paleta de pintor, una lira de poesía, de música, un libro abierto. El libro no tiene letras. Los mira, desde atrás, la universidad de Salamanca. La catedral de Burgos. Y un campo infinito pintado con el color del trigo enfrente, un molino de viento; con aspas de gigante que parece que agita sus brazos. El libro que lee el chico tiene las pastas rojas. Delante hay un microscopio. Y al lado una bola del mundo. El alma de la educación ha querido retratar el bueno de don Rafael, el saber que está en los libros, en los mapas, en la ciencia; en el microscopio que mira las cosas, mucho antes de que las cosas se convirtieran en letras; y el arte, la música, los pinceles. Pero falta una cosa y es que por más que busco no la encuentro. Miro y miro ese cuadro y no veo nunca el cuerpo en movimiento. El deporte, la danza, la vida, el lenguaje del cuerpo: la vida es movimiento. El cultivo del espíritu está hecho de poesía, de música, está hecho de color y palabra, pero me falta la vida que subyace en él. Las tierras roturadas son rayas que apuntan al molino, surcos que convergen en él, un haz de líneas como haz de espigas dibujando un orden y un concierto; pero la vida es desorden también, está en el cielo que se dibuja al fondo, quién sabe, quizá cuajado de tormenta, en esos fuegos que parecen rayos y en esas nubes cargadas de viento. Y ahí está la vida, sí: en el orden que buscamos en la tierra desde el caos que siempre nos ha envuelto en los tiempos primigenios.

 


            Sigo mirando el cuadro de don Rafael. Y si el mundo es infinito, nuestras visiones del mundo están limitadas: como ese borde donde termina el cuadro cuando llegamos al margen derecho. Hay unas ruinas del tiempo antiguo, unos fustes, un basamento, hay erguida una sola columna. Un semicírculo de gradas la rodea para que no se escape, para que la palabra dicha sea oída por las gentes que tiene dentro. ¿El teatro romano de Mérida, quizá? Encima de las gradas, como rocas donde las hubieran tallado, hay unas pinturas rupestres; bisonte de Altamira, arqueros corriendo que persiguen a las fieras con sus flechas. ¡Ahí, ahí está el movimiento! El movimiento que nos faltaba, el movimiento del cuerpo. La música puede ser danza porque los músculos se han puesto a latir, como cuando laten los signos del pentagrama, las palabras de los libros, los pinceles de la paleta, los rayos del sol y las nubes llenas de viento. Y tantos rayos en un cielo sin sol, surcados por la tormenta, en un mundo atormentado que busca un lugar donde vivir sin tormentas: lo encuentra en la mujer de piedra, de mirada serena, la dama de Elche. Cerámica de colores cierra el cuadro de mi querido don Rafael, en la esquina de abajo, por el margen derecho. Y lo quieren quitar de allí. ¡Que no se lo lleven, que no lo arranquen de la pared, que no lo quiten, que no se muera! La alegoría de la cultura está en el cuadro, son los campos del saber, el espíritu, el arte, los cuerpos que se mueven. A las tormentas de la vida les hace frente la cara de una dama, la mirada serena. En el fondo del cuadro, esfumado en el polvo que viaja en un pincel, antaño polvo húmedo y ahora nubes de colores, late una presencia etérea, algo así como un corazón, un latido, tiempo y música y palabra y verso y color, y matemática; ese pincel es la presencia invisible de don Rafael que nos mira, desde los poros del cuadro donde yace enterrado su cuerpo, el bueno de don Rafael, que lo pintó cuando éramos niños y ahora nos mira desde él como un fantasma.

 


            Estudiamos allí hace cincuenta años. Y aquel hombre, ahora sacerdote que mantiene viva la llama, nos oye, se acerca a nosotros y nos habla. “Yo también estudié aquí”, nos dice, “hace treinta años”. Nos parece juventud al lado de los años que tenemos: nos hemos hecho viejos. “Aquí estaba el bar”, le digo. Aquí sigue estando. “Y aquí estuvo mi primera clase, cuando yo estaba en primero”. No, primero ya no está aquí. Ahora es una biblioteca. Enfrente estaba la pared donde jugábamos los chicos: “¡culo contra la pared!”, decíamos, y nos dábamos patadas y arriba, en la pared que se eleva sobre la escalera, estaba la foto de un hombre monte arriba: “¡llegaré!”, decía la leyenda; y nosotros volvíamos a clase, cuesta arriba, cansados, mirando esa foto,  cuando veníamos del recreo en formación, como mandaba el director aquel que se llamaba don Guillermo. 




            Luego vimos el patio que había entre el instituto y la escuela de maestría. Un patio enorme, con varios campos de fútbol, de baloncesto, y en el rincón ahora está el gimnasio que entonces estaba frente a la fachada del instituto y hoy es el centro de la cultura. “Aquí había una fuente”, dije, “donde bebíamos del caño y un día un bárbaro empujó a otro por la cabeza y le partió los labios contra el caño y se los hizo sangre”. Ahora no hay salida a la calle. Es un recinto cerrado. El patio de hoy parece, qué sé yo, se me antoja un campo de concentración, un sitio donde el corazón se encoge, un sitio del que no se sale.

 


            Iremos al centro cultural. Allí presentará su libro mi amigo Eduardo, pero antes necesito pasar por el hotel. Junto a la Virgen de Gracia, unas fuentes se estiran como jardines de un palacio y por la noche sus chorros se llenan de colores y todo es sueño y fantasmagoría si no fuera… Si no fuera, me dice mi amigo Enrique, porque se ha filtrado el agua y hay paredes que gotean y lo tienen que tirar todo; lo tienen que tirar si no quieren que todo eso tire abajo lo que hay más abajo; las paredes que se van estirando hasta los cimientos.

            Centro de cultura. Enfrente, una pared con dibujos de colores pintarrajeados artísticamente como los que gustan hoy los jóvenes de hacer: era la piscina; dice mi amigo Enrique que aún lo sigue siendo. Frente a frente, el agua y las palabras: el templo de las palabras me espera, escaleras arriba, donde el espacio se estira para ensancharse porque no caben todos en él. Cien, doscientas personas buscando asiento frente a una mesa donde espera el escritor; el editor está a su lado; y el intelectual, y el político. Una profesora va desgranando las virtudes de la obra con académica paciencia. Todos se quitan el embozo cuando les toca hablar para ponérselo otra vez, después de haber hablado, porque todavía seguimos estando en tiempo de pandemia; un público desconocido con la cara tapada, fantasmas de mascarilla; en el aire, quizá el virus ha retrocedido empujado por el escudo, por la lanza de la vacuna.

            Rescoldo bajo la ceniza. Ése es el título de la novela, que habla de las cosas que se apagan y un día, sin esperarlo, vuelve a traspasar el fuego por los poros de la ceniza donde siempre durmió sin apagarse; en el fondo gris de polvo parece que no tuviera latidos. Rescoldo bajo la ceniza. Eduardo Egido. 



            La música de Wagner. De Kleisler. Un susurro interior que arrulla la mente, borrando el espacio, parando el tiempo, donde las notas se mueven detenidas y el oído las recibe sin surcar el aire; ondas sobre ondas, sonido en el vacío; allí se congelan para entrar sin transición al oído, de manera instantánea, por simpatía. Las ondas no se mueven y sin embargo la música es viento. En ese tiempo detenido ha brotado un suspiro de eternidad, apenas un latido. El instante fugitivo contiene en su latido la eternidad entera, dura lo que dura un segundo fragmentándolo hasta el infinito; tiempo que no se cuenta porque está fuera del tiempo y sin embargo es tiempo; lo que no pasa y lo que queda, la duración en una hoja de papel, álbum que suspende el aire, volando, detenida, porque flota. El piano hunde sus notas en el abismo de las cosas graves. Suenan, como ecos de la nada, martillos que retumban en el alma: sobre esos ecos, el violín; que asciende vibrando por un espacio sin lugar y se dilata lo que dura apenas un suspiro. El tiempo. El tiempo que vuela cuando se niega a sí mismo el espacio para volar, momento sublime; espacio donde flotamos y morada de inspiración; el viento. 



            Eduardo, que lo ha sentido, nos devuelve con sus palabras a la realidad. Sus palabras son de agradecimiento. Las palabras de su libro son paréntesis, las dice para devolvernos al mundo pero primero las ha escrito para sacarnos de él. El arte esconde las ascuas bajo la ceniza y luego las agita, soplando, para que el polvo ceniciento sea traspasado por su incandescencia. El ascua enciende los colores y traspasa el universo gris, casposo y polvoriento, para hacer brotar a la llama: el corazón. Ésa es la palabra. Palabra escrita. Que contiene la suspensión de los sentidos en una sensación intensa que, sin dejar de ser instantánea, parece no tener fin: y ahora viene la palabra hablada; con ella Eduardo nos ha devuelto a la realidad. La palabra escrita es impulso y sentimiento, rebeldía, la palabra hablada es encaje del espíritu rebelde. El escritor agradece al editor, al político, al intelectual (la profesora de literatura); el escritor agradece al músico porque la música es el mensaje que nació antes de que naciera la palabra. Y ahí nos deja su libro: Rescoldo bajo la ceniza. La vida no es más que la ceniza que un escritor, un músico, un político, un estudioso, está llamado a encender. El calor está ahí, está la llama; pero sólo un corazón que tiembla es capaz de avivarla.

            Terminaba la profesora sus análisis. El político le ha dado el apoyo y el editor le dio el espaldarazo. El hombre del violín, y la mujer del piano, han puesto la magia y ahora todos tienen que despertar de aquellos sueños que han soñado. El escritor ha tomado la palabra. Afirma los pies en tierra, agarra el atril y no es para empujarlo, no para aplastarlo contra el suelo, no para agarrarse a él, para apoyarse no más. Sus palabras son de agradecimiento. Por el camino de narrar historias, avanzando sin darse tregua, buscando palabras para mirarse y mirándose siempre en la amistad. Luego son los aperitivos y las cañas. El reposo del guerrero. Después de haber escrito el escritor descansa. Obrero de la cultura, herrero templando el metal, avivando la llama, beso en la mejilla de la princesa, durmiente bellísima que despierta: es un trabajador de la palabra; y un cuerpo, también, que vive y ama; gusta de descansar rodeado de amigos y ahora las palabras, que se han regado con vino, han visto en la cerveza el necesario punto final.  

            El tren sale dentro de un rato. Yo me vuelvo a Segovia y vendré más veces. Y serán viajes fugitivos, viajes, sí, de viajero robado. Para que sean bonitas las cosas tienes que marcharte, decía Machado. Quizá me encuentre a Eduardo en Segovia o en Losana donde perdió el apellido, en Adrada tal vez. Veremos el alcázar y Sepúlveda y veremos el Duratón. Ahora toca marcharse.  

El tren espera y estoy apurando mis últimas fotos porque ayer me perdí, cámara en mano, por las calles de Puertollano; me faltó el minero, me faltaron las pocitas, me faltó la chimenea cuadrá. La mente estrecha y vulgar del tiempo se pasea por las calles y un recuerdo, mano en arpa, acaso la despierte como un fantasma. Le arrancará las llamas de vivos colores que esperaban dormidas en la ceniza. Las cosas dormidas, que laten como rescoldos, palpitan, imperceptibles, y no siempre las sabemos despertar. Pero un día, con la ocurrencia de Eduardo, soplará la nostalgia y despertará a la llama y será entonces, desde el rescoldo vivo que la ceniza hundía, será volar como una pluma y será el fluir de las palabras.  

 


 

 

sábado, 6 de noviembre de 2021

REALISMO Y NOMINALISMO

 

 

 REALISMO Y NOMINALISMO

 


            Vivir es sentir, conocer y aceptar. Tenemos dos órganos en el cuerpo que nos permiten conocer: los sentidos y la razón. Y tenemos también dos actitudes diferentes ante la vida: aceptar y rechazar; cuando aceptamos las cosas las estamos respetando, igual que mi vecino acepta que su hijo sea homosexual.

            En filosofía hay dos actitudes de rechazo: quienes rechazan los sentidos y quienes rechazan la razón; Platón rechazaba los sentidos porque nos engañan a veces (ya se sabe, en la esquizofrenia oímos voces que no existen); Nietzsche, y con Nietzsche los románticos, rechazaba la razón porque con la razón se han reprimido los instintos y se ha censurado, y por qué no decirlo, se ha condenado nuestra manera corporal de conocer; otros, como Aristóteles, han reconocido que sin nuestro cuerpo mal puede aplicarse la razón.

            En el conocimiento hay uno que conoce y el mundo que se quiere conocer. Al primero lo llamamos sujeto; el segundo es el objeto. Cuando decimos “yo veo una flor” yo soy el sujeto que ve y la flor es el objeto. Cuando el marinero de Eisenstein ve marineros colgados de las velas del barco no ve lo que hay de verdad, sino que visualiza sus miedos: es una imagen subjetiva. Cuando vemos cosas que están en la realidad, como los animales que miramos en el zoo, nuestro conocimiento es objetivo.

            Si atendemos al sujeto, el platonismo sólo valora el conocimiento a priori: las cosas que conocemos antes de nacer, los conocimientos que traemos al mundo; por ejemplo, la idea del bien y del mal no la aprendemos en ningún sitio, sino que la  sentimos dentro de nosotros sin que nadie nos la haya enseñado: es lo que pensaba Platón.

            Pero el empirismo sólo da por válidos los conocimientos que hemos sacado del mundo, afirmando que sólo conocemos las cosas que nos hemos encontrado en él, las que forman parte de nuestra experiencia, las que hemos podido aprender. Un niño que naciera ciego, sordo, mudo, sin gusto, sin tacto, sin capacidad de sentir el placer y el dolor y sin sentir el contacto con la piel, ese niño tendría la mente vacía; no conocería nada porque carecería de órganos para conocer; y como los pensamientos innatos no existen (según empiristas), no podríamos traer al mundo ningún conocimiento anterior; el bien y el mal no se conocen por instinto sino que se aprenden; y lo mismo sucede con la belleza, la justicia y el conocimiento matemático; las matemáticas surgen de la experiencia por abstracción. 



            Olvidémonos ahora del sujeto que conoce. Fijémonos sólo en el mundo que conocemos: ¿existe de verdad? ¿Existe lo que tenemos en nuestra mente? ¿Existe lo que podemos ver, oír y tocar? En nuestra mente tenemos el número pi, ¿existe el número pi? ¿Existen esas montañas que veo en la lejanía? ¿Existen las que tenemos en el recuerdo?

            Platón pensaba que las cosas que vemos cambian continuamente. Ese rayo que he visto hace un rato pero ya ha desaparecido ¿existe de verdad? ¿Existió alguna vez? ¿Existieron los dinosaurios? Alguien los vio alguna vez pero ahora no los ve nadie, ¿cómo podemos saber si existió lo que ya ha dejado de existir? Platón diría que no podemos afirmarlo ni negarlo. 

            ¿Y el número pi? ¿Existe el número pi? Pi es el número de veces que cabe el diámetro en la circunferencia y eso existirá siempre, aunque no haya en el mundo cosas redondas. ¿Qué pasaría si hubiera un cataclismo que destruyera el universo? ¿Dónde estarían las estrellas, los planetas, los cometas y las galaxias? En ningún sitio: habrían desaparecido todos. ¿Dónde estaría el número pi, los polígonos y los círculos, dónde estarían la justicia, la belleza y la verdad? Seguirían existiendo porque son ideas sin materia y en el fin del mundo sólo se destruye la materia. El amor, ¿dónde estaría el amor? Como es un sentimiento inmaterial, seguiría existiendo. ¿Dónde? No lo sé, pero existiría. Esto es lo que dice el platonismo. Se le llama también realismo, porque dice que la única realidad es la que existe siempre; no la de los cuerpos, sino la de las ideas. Otros han necesitado precisar más y lo han llamado realismo exagerado. Si las ideas (“universalia”) han existido siempre, existían ya antes de que existiera el mundo (universalia ante rem); y cuando se acabe el mundo todavía seguirán existiendo.

            Otros (los nominalistas) dicen que las ideas están en nuestra mente, y si desaparecemos todos en el fin del mundo desaparecerán todas las ideas con nosotros. Quedarán, eso sí, en los libros que hemos escrito, en las tablillas de arcilla, en los jeroglíficos grabados en las piedras; pero si desaparecen los libros, las tablillas y las piedras, desaparecen las ideas que hay escritas; desaparecen todas las ideas.

            Esto lo pensaba Guillermo de Occam. Las ideas son los signos que hemos escrito. Las ideas, fuera de los signos, no existen. ¿Qué es el amor? Para unos es una pasión (eros); para otros, una amistad (philía); para otros, el deseo de compartir (ágape); para otros, solidaridad (charitas). Si les preguntamos a dos personas distintas qué es el amor, seguro que contestan distintas cosas. La idea de amor no existe. Cada uno tiene su propia idea. Entonces ¿qué es el amor? Una palabra que nos hemos inventado. Utilizamos la palabra “amor” como un comodín que manoseamos todos pero nadie sabe lo que significa. Todas nuestras  ideas son palabras, tan fáciles de usar como difíciles de entender. ¿Qué significa la palabra “libertad”? ¿Y la palabra ·democracia”? Para un liberal, para un socialista, para un comunista, para un anarquista son cosas distintas. Nadie les da el mismo significado a esas palabras. De modo que cuando un político nos habla de la libertad, del pueblo y de la democracia, seguro que nos está engañando. Una idea no es más que una palabra. Y una palabra es un comodín que sirve para muchas cosas, la misma palabra tiene interpretaciones distintas, porque tiene tantos significados como gentes que la pronuncian. 



            Una palabra no es más que un nombre. “Nomen”, en latín. Por eso quienes piensan de esta forma defienden el nominalismo. Las ideas no son más que nombres. Signos. El signo ℕ significa “número natural”, pero los números naturales no existen; son infinitos, y nos podríamos morir nombrándolos todos sin haber llegado al último al final de nuestros días. Sólo existe lo que podemos nombrar y no podemos nombrar todos los números. Signos como “ℕ”, “ℂ”, “ℝ” o “ ͚” son nombres que les damos a las ideas que no pueden estar en ningún sitio porque no existen; como yo utilizo mi chaqueta para ponerla en la silla e indicar que esa silla es mía aunque esté vacía, porque me he ido al baño.

            Guillermo de Occam es encarnado por Sean Connery en la famosa película sobre la novela homónima de Umberto Eco, El nombre de la rosa. De la rosa sólo queda su nombre. Pero al final de la historia esa joven de la que se ha enamorado Adso desaparece y Adso se lamenta cuando es viejo y dice, mientras la recuerda: “de ella yo nunca he sabido, ni sabré, su nombre”.

            Ponerles nombres a las cosas es dominarlas. Cuando estoy enfermo, si el médico le pone nombre a mi enfermedad la enfocará separándola de todas las cosas que no padezco, y entonces puedo centrarme en ella, dirigiéndole a ella mis esfuerzos: y me asustará menos. Pero no olvidemos que todos los nombres son artificios. Salen de nuestra mente, las cosas artificiales las crean los seres inteligentes de la naturaleza, como nosotros, y si un día desapareciera el mundo y nosotros con él, ¿adónde irían esas palabras que tenemos en nuestra mente y que representan a nuestras ideas? Desaparecerían con nosotros. Después del fin del mundo no existiría el número pi, ni el cuadrado ni el círculo ni la idea de justicia, ni ninguna de las otras ideas. Por eso se dice en filosofía: “universalia post rem”; las ideas han nacido después de que nacieran las cosas, cosas inteligentes, como nosotros, las ideas no están en el cielo sino en nuestra mente; y si un día desaparecemos desaparecerán las ideas con nosotros.

            Existe una tercera postura. Dice que las ideas existen pero no existían antes de que naciera el mundo (como aseguraba Platón), ni tendrán que esperar tampoco a que nazcamos nosotros para que nazcan ellas en nuestra cabeza (como pensaba Guillermo de Occam). Las ideas están en las cosas (“universalia in re”) y por eso nacieron con las cosas y morirán con ellas; aunque hayan muerto todos los seres inteligentes capaces de pensar en esas ideas, esas ideas seguirán existiendo en los individuos que las encarnan. La idea de caballo está en cada caballo porque todos los caballos tienen el mismo código genético y comparten la misma esencia, aunque sus existencias sean diferentes.

            Esta corriente recibe el nombre de realismo moderado; se la debemos a Aristóteles. Un nominalista diría que no hay dos caballos iguales pero Aristóteles, aun afirmando que ningún caballo es idéntico a otro en su modo de existir, comparten, sin embargo, la misma esencia, que es su misma naturaleza: Un apache no es lo mismo que un massai pero ambos comparten la misma naturaleza: ambos son, por encima de sus diferencias, homo sapiens, homínidos pensantes, mucho más que animales racionales.

            Toda la filosofía gira en torno a estas tres corrientes que, apuntadas ya en la antigüedad, fueron precisadas en la Edad Media. El realismo moderado (“conceptualismo”) forma parte del pensamiento empirista; frente a ellos se levanta el racionalismo propio del realismo exagerado, también llamado platonismo.

            Ya hemos identificado en el platonismo, además de a Platón, a Agustín de Hipona, Anselmo de Canterbury, Parménides y Descartes; podemos añadir a Leibniz, Russell, Husserl, Popper o Chomsky, y muchos más.

            Entre el aristotelismo (realismo moderado) situamos a Tomás de Aquino, Boecio, Maritain y buena parte de la doctrina cristiana.

            En el nominalismo encontramos a Occam, Heráclito, los cínicos, los estoicos, Roscelino, Hume, Comte, Wittgenstein, Carnap y muchos otros.

            Lo mismo que la tabla periódica permite, a partir de Mendeleiev, predecir la existencia de elementos que todavía no hemos observado, así también esta clasificación de la filosofía en tres corrientes nos permite identificar cualquier forma de pensamiento que pudiera parecer inclasificable. Nietzsche sería nominalista. Marx tendría mucho que ver con Aristóteles dentro del empirismo. Kant, y de manera general el criticismo, estaría entre el racionalismo y el empirismo. Ortega y Gasset, María Zambrano, Pascal, Heidegger y muchos más procederían del empirismo protorromántico y alguno de ellos, como Ortega, tendría una pátina de racionalismo.

            Si la filosofía es un intento de buscarles sentido a las cosas, esta clasificación tripartita sería, desde luego, una matriz que podríamos aplicar a la historia de la filosofía para encontrar en cualquier corriente posible la certeza de un sentido.

 


 

 

jueves, 28 de octubre de 2021

 

 

 

HISTORIAS, FÁBULAS Y MORALEJAS

 


1.

 

            Cuenta la leyenda que un hombre rico segó los campos y tuvo un montón de trigo. Vino otro pidiendo limosna y el avaro se la negó. Entonces el pobre dijo: “ojalá que ese montón de trigo se te convierta en montón de paja”; y así sucedió. La avaricia rompió la ilusión del rico pero también se rompió a sí misma, porque cuando quiere más de lo que puede, inevitablemente, la avaricia rompe el saco.

 

2.

 

            Decía Platón que si nos llenamos la barriga el cuerpo nos pesará, y con su peso acabará atrapando al espíritu, y el espíritu, encarcelado dentro del cuerpo, ya no podrá pensar en salir. Que el mucho comer no va de la mano del mucho pensar. El pensamiento necesita que a nuestra alma le salgan alas y sólo con un vientre ligero puede el alma pensar en volar.

 

3.

 

            Viridiana repartió entre los pobres lo que tenía. Los pobres, acostumbrados a comer sin arar, destrozaron su hacienda.

También los campesinos pobres, si pudieran disponer de las vacas, se las comerían; y no pensarían en el mañana cuando ya no les quedaran vacas por comer.

 

4.

 

            La cigarra se pasaba el día cantando. La hormiga se lo pasaba trabajando. Es de suponer que la cigarra, para poder comer, trabajaría también un poco; y podemos suponer que la hormiga, con tanto trabajar, algo comería también; pero el exceso de trabajo le quitaba tiempo para cantar.

A veces necesitamos ahorrar como las hormigas, pero no tanto como para que, preocupados por el mañana, nos privemos ahora de vivir. El canto es una flor que no crece sin savia y la savia es materia y su espíritu es el canto; el espíritu se divierte cantando pero necesita trabajar para comer: no para que el trabajo le quite las ganas de cantar.

 

5.

 

            Vale más ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho: lo dijo Stuart Mill. Los placeres de la carne sólo valen si no entierran a los del espíritu, o de lo contrario la prosperidad del cuerpo será la ruina de los placeres del alma; y en el alma tengo la marca más importante de lo que soy.

 

6.

 

            Que el placer de comer un plato no te quite nunca el de disfrutar de un cuadro.

 

7.

 

            Las macetas son el decorado de las paredes. La música, las artes plásticas, la danza, el cuento y la poesía son los decorados de la vida. Si no hay ladrillos no hay paredes y si no hay carne el espíritu ya no puede crecer.

Pero si las paredes son muy altas las macetas estarán demasiado lejos y no podríamos verlas; y si el vientre está muy lleno la cabeza se vaciará demasiado; entonces ya no la podría preñar el corazón.

 

8.

 

            Chopin tuvo una casa en la que vivía con George Sand. En ella compuso cosas hermosas y en ella también se inspiró George Sand para componer. Muertos de hambre no habrían podido componer, aunque sí con una vida precaria; con una casa lujosa también; porque el espíritu sólo vuela con la pasión que tiene dentro y no con la posesión de las riquezas del mundo; se alimenta, sí, de las cosas del cielo, pero a esas cosas sólo se llega cuando se impulsa con un trampolín desde la tierra donde está.

 

9.

 

            También Edward Grieg tenía una casa hermosa. En ella, confortablemente, compuso al amor del fuego rodeado de bellísimos paisajes. Pero no componía porque tuviera casa sino porque su casa tenía vida; y también porque había vida en la casa que tenía en el corazón. Allí se calentaba el espíritu, allí se acurrucó para soñar.

La pasión se embellece con el calor del espíritu y el espíritu sólo se enciende donde hay amor de hogar; con los amores dulces; en el confort de la casa que nos despierta las ganas de pensar.

 

10.

 

            También sin casas acogedoras se puede componer, pero sólo si el calor de la inspiración nos arrulla por dentro. Cervantes, Quevedo, Berlioz, Beethoven, Mozart compusieron bellísimas creaciones desde la privación y la necesidad, pero no eran plácidas como las otras sino dolorosas; melancólicas, arrebatadas y tristes, envueltas en lágrimas o a punto de llorar.

 


 

viernes, 22 de octubre de 2021

LOS CAMINOS DE LA FILOSOFÍA

 

 

 

LOS CAMINOS DE LA FILOSOFÍA 

 


            A la filosofía se llega por dos caminos: pensando con la cabeza o pensando con el cuerpo. Con la cabeza piensan Sócrates, Platón, Parménides, San Agustín, San Anselmo o Descartes; con el cuerpo piensan Aristóteles, Demócrito, Santo Tomás, Occam, Locke, Hume, Carnap o Wittgenstein. Hay, por supuesto, variantes e incluso intentos de conciliación para que andar por un camino no tenga por qué significar renunciar al otro; pero si tuviéramos que simplificar al máximo podríamos decir que toda la filosofía no es más que un diálogo entre esas dos voces; una disputa entre esos dos puntos de vista.

 

            Pensar con la cabeza. Perménides, Sócrates y Platón desconfiaban de todo lo que podemos conocer con el cuerpo. El lápiz que aparece torcido dentro del agua está derecho, las sombras chinescas parecen cocodrilos o conejos sin serlo, un helado puede saber a fresa sin tener fresa (porque tiene potenciadores del sabor), a los amputados les duele el brazo que no tienen y hasta los daltónicos ven los colores cambiados: ¿cómo fiarnos de nuestras sensaciones? La única forma de conocer cómo son de verdad las cosas es la inteligencia; el sol se ve como un disco pequeño, pero razonando puedo descubrir que en realidad es una esfera muy grande; desde lo alto veo a la gente muy pequeña, pero sé, aplicando la inteligencia, que es un efecto de la perspectiva; y sé de sobra que yo no soy capaz de soportar el peso de un coche, pero lo levanto con una grúa que he construido aplicando el principio de Pascal. En resumen: todo lo que podemos conocer con el cuerpo (la vista, el oído, mis músculos, el tacto, la lengua) es engañoso; sólo podemos fiarnos de lo que podemos descubrir por la razón.

            Por eso hay que desconfiar de nuestros conocimientos. Sócrates no enseñaba cosas (“yo sólo sé que no sé nada”), sólo enseñaba a pensar. Platón pensaba que la inteligencia es una luz atrapada entre las mentiras del cuerpo (“el cuerpo es la cárcel del alma”). Parménides enseñaba a prescindir de la observación de las cosas y a fijarnos sólo en el pensamiento (dos segmentos que parecen distintos resulta que tienen la misma longitud, como se comprueba en el experimento, o ilusión, de Müller-Lyer). San Agustín enseñaba que no estamos seguros de nada pero que si nos engañamos, existimos, y por lo tanto tenemos al menos esa seguridad. Descartes, en la misma línea, dudaba de todo lo que podemos captar con los sentidos pero no de que existo, porque no podría pensar si no existiera; y la razón contradice a la experiencia, porque los cuerpos son inertes aunque parezcan moverse (eso le hizo descubrir el principio de la inercia); otro platónico famoso, Galileo, descubrió que, en contra de la experiencia, un trozo de hierro tarda en caer al suelo lo mismo que tarda una pluma (eliminando, en el vacío, la resistencia del aire). Y hasta Leibniz, otro famoso cartesiano, descubrió los infinitésimos y que en un intervalo infinitesimal una curva se puede confundir con su derivada.

            A la costumbre de fiarse sólo de la inteligencia (o sea, de pensar sólo con la cabeza) se la conoce  como platonismo, intelectualismo, realismo exagerado y racionalismo o pensamiento a priori.

 


            Pensar con el cuerpo. Aristóteles aseguraba que lo único de lo que podemos estar seguros es de la experiencia, nuestra cabeza sólo puede pensar sobre lo que observamos; y así, por mucho que le hablemos a un ciego de las longitudes de onda que tienen los colores, nunca conocerá el color rojo si no lo ha visto antes. También Demócrito pensaba que sólo podemos conocer las cosas gracias a las sensaciones; para el empirismo, si naciéramos ciegos, sordos, mudos, sin ningún tipo de sensibilidad y hasta sin poder movernos, nuestra mente estaría vacía y no podríamos conocer nada. Descartes, que casi no hacía experimentos porque desconfiaba de la experiencia, se equivocó en casi todo y Newton, que no paraba de experimentar, casi siempre acertaba. Todo está lleno de signos, de sensaciones (Decía Guillermo de Occam), y sólo tenemos que estar atentos a lo que nos rodea (Guillermo de Occam es Sean Connery en El nombre de la rosa y en esa película se muestra siempre atento y observador). Santo Tomás afirmaba que sólo se podía demostrar la existencia de dios a través de sus criaturas, dicho de otro modo: sólo podemos conocer al creador a través de su creación. Carnap, como Francis Bacon, sólo admitía el conocimiento inductivo (experimental) y Wittgenstein decía tajantemente: vale más no hablar de lo que no podemos decir con palabras.

            En efecto: un marciano que no hubiera estado nunca en la tierra no podría conocer cómo es la naturaleza de la tierra, no la podría sacar sólo de su pensamiento. No podemos saber cómo el peso puede hacer que nos duelan los músculos si no hemos ido a un gimnasio. Ni sabrá cómo duele el corte de un cuchillo quien no se haya cortado. El adolescente inexperto no conocerá lo que es la sexualidad mientras no haya estado con una mujer. Y no sabremos cómo es la tierra desde el espacio hasta que no hayamos viajado en una nave espacial. Nadie sabrá de verdad lo que es la gravedad si no la experimenta en carne propia, y si no ha ido a la luna o no se sumerge en el mar, no sabrá tampoco lo que es una gravedad disminuida. En realidad no pensamos con el cuerpo, sino desde él; el órgano del pensamiento no deja de ser la cabeza.

            Pero el pensamiento abstracto nos deja vacíos y por eso algunos pensadores, como Nietzsche o Heidegger, creyeron que la vida debía ser el eje de la filosofía y no la razón: vitalismo y no racionalismo. Ya Hume había dicho desde el empirismo que no existen las ideas innatas pero sí los sentimientos innatos; por eso el empirismo puede ser considerado como uno de los precursores del romanticismo. Luego Freud nos recordará que el inconsciente puede ser más importante que la conciencia y que el noventa por ciento de nuestra vida escapa al control racional.

            A la costumbre ce observar las cosas para conocerlas la llamamos aristotelismo o empirismo; en una de sus variantes es también nominalismo, y otros hablan de sensualismo y pensamiento a posteriori.

 


            Hay quien ha intentado conciliar estas dos posturas pensando que cada una por sí sola se queda coja, y es incompleta; así Kant, que era racionalista, quiso criticar a la tazón para demostrar que sólo podíamos pensar a partir de la experiencia (lo de Kant es un pensamiento crítico). También Ortega y Gasset pensaba que la razón sin la vida es poca cosa, lo mismo que es poca cosa la vida sin la razón: por eso las puso a las dos juntas inventándose aquello de la razón vital; pera él, la vida era historia y para María Zambrano, que era discípula suya, poesía; por eso Ortega es el padre de la razón histórica y Zambrano la madre de la razón poética; Ortega quiso juntar a Descartes con Nietzsche, a Platón con Aristóteles, a San Agustín con Santo Tomás de Aquino.

            Quien quiera acercarse a la filosofía se verá abocado a elegir entre racionalismo o empirismo; o a permanecer entre ellos, como hiciera un su día Ortega y Gasset; aunque el verdadero genio que quiso conciliar estas dos posturas fue, desde una postura grandiosa, junto a Platón y Aristóteles, un verdadero monstruo de la filosofía: estamos hablando de Immanuel Kant.

 


 

viernes, 15 de octubre de 2021

LA VEJEZ

 

 

LA VEJEZ

 


            Inclinado sobre la mesa, con los ojos agachados, escribía. Llevaba así no sé cuánto tiempo. Durante un momento levantó la vista. Se frotó los ojos y se vistieron de oscuridad, y eso le dio una sensación de descanso. Miraba a la pared y veía, como en una pantalla, los años pasados. Ingrid dormía. Al lavarse la cara se había visto en el espejo y se quedó mirando: si, ya había pasado el tiempo; ahora tenía cincuenta y siete años. Su barba se había vuelto blanca por los lados, y la barbilla se le partía en dos por otro reguero blanco que la cortaba como un cuchillo. Sus ojos se habían llenado de arrugas. Su pelo, poblado de canas, todavía era negro. Ahora sus mejillas se habían hundido, muchos le hacían comentarios sobre su delgadez: pero él sabía que era porque se hacía viejo; en la báscula pesaba más o menos lo mismo pero las marcas de la edad, como una losa, le estaban apretando el cuerpo: las mejillas hundidas le recordaban, en aquel libro que tenía su padre, al Cid Campeador; en los ojos le habían salido bolsas y su mirada se había vuelto profunda, y en eso sabía que era más filósofo. La lechuza de Minerva levanta el vuelo al anochecer.

            Estaba pensativo. Hacía apenas nada (y habían pasado quince años) llegaba a Baba. Tenía la barba tupida, como ahora, pero entonces su pelo era negro. Tan sólo por los lados, rodeando la barbilla, tenía irisaciones rojas. Tenía cuarenta años. Cuarenta, y ya le parecía viejo. Viejo empezaba a ser ahora (pensaba), y no supo en qué momento había empezado todo, pero ahora veía la culminación de un lento proceso. No era anciano, claro que no, pero ya tenía aspecto venerable. Un viejo joven. Pero viejo. Cuando llegó a Baba, con una mirada esbelta, dejó en el suelo la cartera y miró estoicamente al instituto. Su mirada transparente veía pasar el tiempo. Y el tiempo no pasaba. Era cuando la edad adulta se revestía de una respetable juventud. Las jóvenes todavía lo miraban como a uno  de los suyos, y en el patio y en las clases, recorriendo los pasillos, se sentía fuerte y pletórico. Ahora empezaba a ser viejo. Cuando escribía mucho le dolía la espalda, y tenía que poner un cojín sobre ella cuando se sentaba en el sillón. El cuello había perdido elasticidad y no lo giraba como antes. A veces le había dolido el lumbago. Ya no podía levantar grandes cargas, como cuando subía aquellos cubos de carbón hasta el descansillo de su casa. Y hasta en el dedo se le había deformado una articulación, que le dolía cuando la tocaba, y que parecía ya una avanzadilla de la artrosis. Hacía más de diez años que había dejado de jugar al tenis por el menisco. En verano, con Ingrid, se daban largos paseos en bicicleta. También ella había renunciado al tenis por la epicondilitis. Un año había nadado en la piscina y le fue muy bien. Y de vez en cuando, más en cuando que de vez, caminaban por las lastras, rodeando el hospital por fuera, y se acercaban al valle del tejadilla; luego cruzaban la carretera, respiraban por el pinarillo a pleno pulmón, bajaban hasta el alcázar y subían por la hontanilla.

            Ahora, a marchas forzadas, envejecía. Pero no sentía que envejeciera por dentro. La sed de justicia, el anhelo de bondad, el hambre de sabiduría, lo alimentaban. Tenía ante sí las hojas garabateadas y pensaba en la sensibilidad, en el pensamiento, en la noia y en la eikasía. Y volaban sus pensamientos por el espacio y por el tiempo: hacia otros pinos, otras casas, otros vientos, y hacia las superficies nevadas. Hacia las lomas cargadas de abetos que subían por la sierra. Hacia los ovillos de nieve que arrastraba el viento. Hacia los aullidos lejanos de la ventisca. Hacia el colegio de San Rafael. Allí recordaba las viejas historias de su juventud. De cuando Doris apenas tenía años, y ahora pasaba de veinte. De cuando descubrió que Pedro se movía menos en la noia que en la paranoia. De cuando Pablo le traía noticias de Filo. De cuando Elisa y Beatriz, como dos copos de algodón, vagaban desamparadas en los resquicios del tiempo. De todas las mujeres que había tenido en su clase, por las tardes. Y de Arcadio: del pobre Arcadio que era para él como una espina clavada, como un hijo; del joven descarriado que no pudo llegar a entender del todo por más que lo intentaba. Arcadio. Arcadio era para él una herida abierta. Un camino frustrado que, por las muchas espinas que tenía, no pudo nunca llegar a recorrer.

 


 

viernes, 8 de octubre de 2021

ENTRE ESCILA Y CARIBDIS

 

 

ENTRE ESCILA Y CARIBDIS

 


1.

 

            A un lado hay unas enormes peñas: son las Erráticas[1]. Ninguna embarcación pudo escapar de las tempestades[2]. Al otro lado hay dos escollos, a cual más terrible el uno que el otro. En el primero mora Escila. En el segundo Caribdis.

            Escila. Un pico agudo que se hunde en el cielo, cuyos pardos nubarrones no dejan nunca de cubrirlo. Ningún hombre podría subirse, tan lisa es la roca que desciende a pique. En medio, un antro sombrío. Una cueva que mira hacia el ocaso: al Érebo. Nadie podría llegar a la profunda cueva, ni siquiera un arquero la alcanzaría con sus tiros. Allí mora Escila. Tiene doce pies, seis largos cuellos con seis cabezas, cada cabeza con una boca y cada boca con tres hileras de dientes. Está hundida hasta la cintura. Jamás pasará ninguna embarcación por allí si no se lleva a la boca algunos de sus hombres.

            Caribdis. Hay otro escollo más abajo que se distingue fácilmente. Caribdis está allí, sorbiendo el agua turbia. Tres veces la echa fuera y otras tantas al día la sorbe. Es un agujero negro. Traga lo que sorbe, y lo que traga no vuelve a salir ya nunca más de allí. No vayas[3]cuando aspira el agua salobre, pues desaparecerías en el infinito irremediablemente. Es preferible pasar por Escila aunque pierdas a seis de los tuyos.

            Estamos entre Escila y Caribdis. Un callejón sin salida. Contra ellas no hay que defenderse: huid. Surcad el océano perdido en la tormenta. Huid a toda prisa, alejaos de allí. Peer Gynt surca el mar azotado por las nubes. Rachas furiosas golpean el barco. La quilla cabalga sobre las olas y se sume en ellas, el agua se abate por la borda. La vela sopla con furia, zozobra la nave. Una sacudida, un rayo. El cielo, como un fantasma, se abate con el trueno. Suenan los timbales. Las trompas, las baquetas, las trompetas del miedo. Surca las aguas cabalgándolas desesperadamente, salta chocando de ola en ola como quien se estrella de nube en nube. La dulce melodía de Solveig suena a lo lejos. El mar se hunde, las cuerdas de la lluvia, golpeando furiosas, se clavan en la cara de los marineros. El cielo se enciende y estalla el trueno. Estás pasando entre Escila y Caribdis. Escila se lleva a unos cuantos marineros. Enfrente, Caribdis, hundiendo el agua, los arrastra sorbiéndola furiosamente. Un ojo terrible, como el de un calamar, es el fondo del remolino. Lejano, en el alma, como un eco, susurra la canción de Solveig; halo de esperanza, clamor en el cielo. Un canto como una niebla flota a lo lejos. Mano donde agarrarse, prominencia sin aristas. Faro en las olas que se intuye sin ver. Una fuerza, elevada, entre arrecifes. Entre las peñas arrojadas por el agua, terribles murallas; los escollos te despedazan con sus aristas. Es el naufragio: Escila; Caribdis.

            La espuma zozobrando sobre la quilla. La borda naufragando inexorablemente. El barco arrastrado por la corriente. Las nubes oscuras, la proa enfilada hacia el abismo, velocidad de vértigo. Rayos que se abaten a babor, a estribor, la popa llena de agua, el agua llena de nubes. Trompas y timbales. Luces fantasmagóricas, rayos y centellas, las olas del juicio. Peer Gynt como un nuevo Odiseo. La tierra de Ulises. Al fondo susurra, como una caricia, hermosa, lejana, la dulce Penélope; la áspera Ítaca, la canción de Solveig, la casa de Ulises. 




            Ha pasado la nave escorada en el estrecho. Escila, azar inevitable[4], pétrea Caribdis. Dos huecos en el mar, dos agujeros que te arrastran, dos espacios vacíos. Uno manda en sus cabezas, viene a buscarte. El otro te atrae para que tú lo busques. Estás perdido, estás entre Escila y Caribdis: no puedes salvarte sin perder parte de tu equipaje. Al pie de las rocas, dos lugares hendidos: dos agujeros. Ulises pasó por allí y sintió el caos sacudir la madera del barco. Y el barco crujía; el mar golpeaba el mástil, los remos, el cordaje, desgarrando el velamen. Fue un aliento de perdición el que soplaba con furia; y su soplo era casi material, cortaba las olas, tocaba la nave. Un terremoto emergiendo desde el fondo del océano. Caribdis sorbiendo el agua salobre[5], vomitándola luego entre sordos murmullos, como una caldera sobre el fuego; y la espuma caía sobre las cumbres.

            En lo hondo la tierra se mezcla con arena: el peñasco, el espantoso ruido. Seis compañeros arrebatados por Escila mientras huíamos de Caribdis. Que estando en un callejón sin salida siempre dejamos plumas, si salimos. Que somos arrojados por el estrecho, por él tenemos que lanzarnos si queremos salir a flote. No volveremos a ser los mismos: el mar ha dejado en nosotros profundas cicatrices, pero no es un callejón sin salida: estamos entre Escila y Caribdis.

 

 

2.

 

            Entre Escila y Caribdis se sufre, pero se sale. El ojo del remolino todo lo absorbe pero lo vomita después, no es un agujero negro: aunque vomite cadáveres. En el océano de la vida hay callejones sin salida y desfiladeros terribles, parece que no vas a salir, pero se sale; aunque te dejes en ellos muchísimas plumas. No te rindas entre Escila y Caribdis, nunca des las batallas por perdidas sin saber si estás en un callejón sin salida o si has entrado solamente entre Escila y Caribdis; porque el destino no lo sabe, y nunca lo sabrá.  



 

 

 



[1] Odisea, p. 154.

[2] Ibídem, p. 155.

[3] Ibídem, p. 156.

[4] Ibídem, p. 156.

[5] Ibídem, p. 159.