ALMA DE ACERO (2)
En el tiempo legendario.
Fue hace mucho. Fue antes
de que Roma fuese imperio.
En la tierra levantada,
toda llena de agujeros,
mucho antes de que la historia fuese historia,
mucho antes de que el tiempo fuese tiempo,
arévacos y vacceos
vivían dominando el Duero.
El vientre de la tierra, lleno de cuevas,
se elevaba sobre el llano en el otero;
las llamaban “cillas”; otero de cuevas,
otero: oter de cillas, Tordesillas.
También hubo un altozano
más al sur del mismo Duero.
Era el cerro de La Mota
y en lo alto de ese cerro,
allá por el siglo quince,
una muralla primero,
Enrique cuarto después,
la reina Isabel, tercero,
la muralla primitiva
castillo fue con el tiempo.
Al pie del castillo se alzó una ciudad
(“medina” es “ciudad” en árabe), y aquel pueblo
se llenó de calles y almas, de artesanos,
de palacios, de iglesias y de conventos;
y fue el río Zapardiel que lo bañaba,
afluente, desde Tordesillas, del Duero.
Es lo que dice la voz de los poetas
arrancando, con el laúd, los ladrillos
del tiempo:
subiendo escalones hacia atrás y lejos.
A Medina llegaban de todas partes
artesanos, comerciantes, financieros,
la feria de Medina fue la primera,
la de más esplendor en aquellos tiempos.
Feria de mercaderías fue: de lana,
de libros, de arte, barberos, buhoneros;
los malos olores llevaron al río
Zapardiel a curtidores, carniceros
y otros oficios. Tenían en el suelo
sus escudos bien labrados en metal:
una rama con hojas, los especieros;
los barberos, las tijeras con el peine;
dedal, hilo y carrete, los buhoneros.
Y también estaban las ferias de pagos,
(como en las bolsas, mercados de dinero);
nuevas técnicas de contabilidad
con libros de cuentas, con letras de cambio.
Era próspera la ciudad de Medina,
primera en el mundo: Medina del Campo.
Y estaban en ella los viejos poderes:
la Iglesia, San Antolín, la torre en alto;
el municipio, con el balcón del pueblo,
donde se oía misa desde la calle
sin que hiciera falta meterse en el templo;
y la corona, que era la garantía
de que las medidas fueran justas siempre,
en la casa del peso.
Por miles los comerciantes en la plaza
se congregaban para oír misa; luego
iban a los negocios, y no era nunca
antes de que acabara el cura y por eso
decían: “esto va a misa”: y es que sólo
después de misa tenían valor los tratos,
por eso;
los tratos se cerraban luego con toros
listos para ser corridos y lidiados,
y los toros se corrían desde lejos,
desde el tiempo en que los vacceos poblaban
las tierras de las cuevas del otero.
Las dos reinas.
Juana no tuvo la fuerza de Isabel
en el carácter, pero amó: ni de lejos
pudo Isabel despertar el sentimiento;
fue Isabel agotándose en el combate
por hacer la realidad conforme al sueño,
pero fue un sueño suyo, de nadie más;
Juana, en cambio, quería que su sueño
lo viviera otro corazón con ella
-el ideal, tierno en Juana, en Isabel fiero,
fuerza de carácter o fuerza de amor,
sentir templado frente a sentir violento-.
Sí: Isabel, esclava de sus cadenas,
tal vez pudo despertar al sentimiento,
pero Juana suspiraba por amor
y ella, sin amor, suspiró en su sueño.
Amor de luz, doña Juana,
Isabel, amor de guerra,
pálido ideal por amor en doña Juana,
fúlgido amor al ideal en Isabel
-doña Juana, amor ardiente,
Isabel, amor que quema-.
Éstas son las dos caras de una mujer,
de una mujer que en dos caras se contempla:
en un lado del espejo está Isabel
y Juana, al otro lado, se despierta;
lo que Juana tiene lo envidia Isabel
y en Isabel a sí misma se refleja:
juntemos las dos reinas en el cristal
y veréis aparecer,
esculpida en el espejo,
a la mejor de las reinas.
La unidad del reino, la unidad
del pueblo.
El pueblo son todos: el rico y el pobre,
el ciudadano, el rey, la plebe, el noble,
el mercader y el artesano, el hombre
y la mujer, el burgués y el campesino.
El pueblo se encarna en el rey: es el reino.
Se encarna en la multitud y es república.
Se encarna en el sabio y es aristocracia,
o en el ignorante y ahora es democracia.
Todo está en que la república, el reino,
la democracia o la nobleza, no digan
nunca que representan a todo el pueblo
gobernando en nombre sólo de una parte.
Decirse metal y cuidar sólo el bronce,
decirse persona y cuidar sólo al hombre,
sin la mujer; decirse rico y estar
velando por el rico y no por el pobre,
entonces no manda el pueblo, aunque diga
que su gobierno es popular. Pero entonces
un demócrata puede ser pobre o rico
y velar por todos, los ricos, los pobres,
el hombre, la mujer, noble o campesino,
el mercader, el artesano, el joven,
el viejo, el discípulo y el maestro.
El pueblo son todos. Y sólo mandando
con la vista puesta en todos podría ser
legítimo cualquier gobierno: del clero,
del pobre, del rico, del noble, del reino;
y sólo entonces podríamos decir
que luchar por el reino es luchar por el pueblo;
que la república y la democracia
y la aristocracia y la monarquía
podrían ser todas buenas formas de gobierno:
que también pueden ser malas si dividen
al mundo, velando sólo por algunos
si mandan en todos;
que atan en su yugo al mundo dividido
mandando en el pueblo entero
sin pensar que hay que velar por todo el pueblo.
Llegaban los comerciantes a la feria,
pongamos que de Medina.
En cada ciudad había una moneda,
una pesa distinta, una medida,
y cada una cobraba sus impuestos
(ruta del comercio, ruta dividida).
Hacía falta el mismo impuesto en todas partes
que valiera para todos, y las mismas
pesas también, siempre la misma moneda
y la misma ley, y la misma medida.
Y el mismo rey, garante de que las pesas
en todo el reino fueran siempre las mismas;
por eso el reino se unió; hacía falta,
para no volverse loco, una mano única:
entonces llegó Isabel; llegó Fernando,
los dos impusieron una España unida
(tanto monta, monta tanto). Pero erró
el reino en los tristes días
en que empezó a separar
lo que creyó que unía:
la misma fe con la misma religión,
el mismo pueblo, segando nuestras vidas,
el mismo reino, Castilla y Aragón,
que serían con don Carlos
una realidad, la misma.
Y lo que era una necesidad vital
se convirtió en prescindible tiranía.
España se hizo católica
borrando huellas distintas,
con la huella de los moros,
con las huellas de medina,
forzando en la misma fe
todas las fes convertidas
y haciendo moros sin moros
y haciendo judíos sin vida.
España unida debió ser un crisol
que uniera a la gente, y no una cuchilla
que cortara a unos separándolos de otros,
obligando a los que había separado
a morir de noche y revivir de día,
a tirar sus ropas y a poder vestir
las ropas cristianas de la España unida.
Una sola fe se convirtió en espejo
donde habían de mirarse otras distintas
dejando de ser distintas y pensar
todas las sangres como si fueran la misma.
Limpieza de sangre. Ser
o marcharse, cuando ser
era no ser lo que sin miedo serías.
Para forjar esa empresa hacía falta
la fe inflexible de una dama de hierro,
la fe de Isabel: que miraba al futuro
y congelaba el pasado
haciendo de la realidad una idea:
la idea implacable que había en su sueño.
Pero Juana no soñó para obligar
a que entrara en su yugo todo el reino,
no: la reina Juana no fue, desde luego,
como su madre, una dama de hierro.
El hierro es duro y afilado y es muerte
si lo blande la locura de una idea:
espada fría, hecha sólo de miedo.
Mezcla el hierro con carbón y será acero,
será más duro cuanta más mezcla lleve.
Pero el tiempo
metálico de la España que nacía
no debió forjarse nunca
con la pureza del hierro,
sino con la mezcla viva, siempre alegre,
del alma de la reina Juana:
con un alma de acero.
Me gusta lo escrito sobre Isabel y Juana, admiro a ambas. Un destino para dos y dos fuerzas en una.
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