DESDE LA PANDEMIA
Tenemos en nuestras manos un libro escrito por la filósofa, ensayista y poeta Mercedes Gómez Blesa. Un ensayo corto pero denso que en cien páginas se hace eco de buena parte del pensamiento actual para desenmarañar los enredos de la modernidad, la posmodernidad y el llamado pensamiento póstumo; lo hace intentando construir una explicación de los cambios que nuestra sociedad ha experimentado en los tiempos de la última pandemia. Se titula Estéticas de la ausencia.
En él nos habla de la “necropolítica”; y la autora expone aquí el pensamiento del filósofo camerunés Achille Mbembe, que la define como “capacidad de los estados para decidir quién vive” (p. 33), basándose en el principio de biolegitimidad de Didier Fassin: “el estado se siente legitimado para decidir sobre la vida de los otros” (p. 26); todo lo cual plantea el problema de la “gestión de la eliminación de miles de cadáveres improvisando grandes morgues (p. 41). En la base de esta cuestión está la “reificación” (Vázquez Montalbán hablaba de “cosificación”), que Mbembe define, refiriéndose al esclavo, como la concepción del ser humano convertido en “instrumento al servicio de la producción económica” (p. 34); es la vieja alienación en sentido marxista. El neoliberalismo se convierte en necroliberalismo (p. 35) y el utilitarismo humanitario de Mill adquiere tintes sombríos.
Todo esto se pone de manifiesto en el sacrificio de los ancianos durante el coronavirus: el cual no se caracteriza aquí como eugenesia (como en el colonialismo y el nazismo) sino como una forma de utilitarismo (porque se basa en la “capacidad productiva de los individuos”: p. 36); y se desmantela el servicio público de salud reduciendo camas y médicos en los hospitales y, cómo no, no poniendo “respiradores en los hospitales a las personas de mayor edad” según el criterio de Stuart Mill de “maximizar beneficios” (p. 38). El velo del falso respeto (prohibiendo difundir imágenes de cuerpos sin vida”) se da de puñetazos con el morbo del abandono (“imágenes morbosas que nos llegaban del abandono de cadáveres en las calles” de América). Aparece el drama de la “dificultad para hacer el duelo ante la extrañeza de la ausencia del cuerpo de la persona amada” (P. 41). Todo ello desemboca en lo que podríamos llamar paradoja de la seguridad: “con la excusa de la salud, se administra la muerte” (p. 43).
En “Securizar la incertidumbre” (capítulo 4) se analizan los tiempos moderno, posmoderno y póstumo. La modernidad, concebida como progreso, es (cita la autora a Marina Garcés) el “futuro como tiempo de la promesa, el desarrollo y el crecimiento” (p. 46); Edgar Cabanas y Eva Illouz lo caracterizan como “happycracia” (p. 45) o estado de bienestar. Le ha sucedido la posmodernidad concebida como un presente eterno sin nostalgia del pasado ni posibilidad de futuro y, por tanto, como un tiempo interminable (p. 47). Pero ese tiempo posmoderno termina con el derrumbe de las torres gemelas y la crisis de 2008, y le sucede lo que Marina Garcés llama el tiempo póstumo (p. 50).
El ideal ilustrado, buscando humanizar la vida con ayuda de la ciencia y de la técnica, la ha deshumanizado (p. 54). Después ha venido la idea del apocalipsis, “la historia como pendiente inclinada al vacío” (p. 46); de ahí que la happycracia o gobierno de la felicidad se haya transformado en tanatofobia: miedo a la muerte. Entre el progreso y el apocalipsis se ha abierto la vida en suspenso, porque “nuestras expectativas están en stand by” (p. 46).
Aparece entonces lo que Harmut Rosa llama una “conexión entre aceleración y alienación” (p. 50). “El no future de la nueva condición póstuma no tiene que ver con el liberador y desenfadado no future posmoderno” (p. 51); el presente eterno de feliz hiperconsumo (p. 47) se ha transformado en un presente sin futuro donde ya “hemos iniciado la cuenta atrás del tiempo que nos queda” (p. 51). Y se produce (p. 52) un retorno al pasado, a la edad feliz, en nuestro caso antepandémica; pero al dar la espalda a las utopías, y entre ellas a la del progreso, el futuro se convierte en “un lugar vacío y tenebroso” (p. 53).
“Anachoresis” es el título de otro de los capítulos. Uno de los efectos de la pandemia ha sido el confinamiento, la necesidad de aislarse para protegerse unos de otros: lo que, para la mayoría, ha sido angustioso. Pero hay una minoría que lo ha vivido como anachoresis, como retiro del mundo y encuentro con uno mismo (p. 57). Mercedes Gómez Blesa cita a Barthes para situar al anacoreta entre el eremita (“monachós”: el que vive solo) y el cenobita (de “koinobiosis”: el que hace vida en común: p. 58); y la autora habla de una “anachoresis laica” en la que incluye a Heráclito, Abelardo y los solitarios de Port-Royal (p. 59); y a Spinoza, que buscaba una comunidad de ateos cultos (p. 60: Spinoza practicaba una ética de la lejanía, de lectores solitarios que se acompañan en una respetuosa lejanía; él se retiró al final de su vida a Voorburg, cerca de La Haya, y sólo abandonaba su cuarto para disertar con sus anfitriones).
Otro anacoreta famoso, Thoreau, llevó una vida apartada cerca del lago Walden (p. 61). Se empieza a hablar de los filósofos de la cabaña. Heidegger busca en la cabaña un adentramiento en el “claro de lo abierto”, espacio donde se desvela el ser de cada ente (p. 63); de ahí brota la poesía concebida como “instauración del ser con la palabra” (p. 64). En esa estela busca María Zambrano un modo de habitar poético en “la choza” (“la ferme”) donde vivió; allí nació Claros del bosque.
La anachoresis produce “nadificación”, que no tiene nada que ver con la “cosificación”; aquí se trata de despojarse “de todo lo circunstancial para quedar reducido a su ser esencial” (p. 65). Eso se produce gracias a lo que Jacques Lacarrière llama “idiorritmia” (p. 58): un “ritmo propio, más allá de (…) la disciplina del convento” (la cual se califica de “heterorritmia”: p. 66), que se manifiesta como autonomía o gobierno de sí mismo. La idiorritmia convierte a los anacoretas en auténticos “hombres-islas” (p. 68).
Ahora bien, si la modernidad se presenta como mundanidad, la anachoresis no puede ser más que una enfermedad. Y si la mundanidad es hoy el “vecindario global” de la telefonía móvil (p. 54) manifestándose en “ideoscapes” (p. 49: “paisajes ideológicos de las pantallas de ordenador”), incluso con la vida tras la pantalla despidiéndose para morir (p. 40); si, a pesar de los innegables beneficios, estar en red viene a ser estar “en-redados” (p. 69), “los nuevos anacoretas reivindicamos apagar el botón”. Hace falta recuperar el silencio como espacio de recogimiento; hace falta una “filosofía de la lentitud”.
“Noli me tangere”: capítulo 6. No me toques. La autora utiliza esta cita del Evangelio para teorizar sobre un “pathos de la distancia” (p. 71). Cita también a Elías Canetti para recordar que “todas las distancias “que hemos creado “han surgido de este temor a ser tocado” (p. 72). La cuarentena impuesta por la pandemia subdivide el territorio en compartimentos estancos; por un lado es una “desglobalización de los cuerpos” sobre una “globalización virtual a través de las pantallas”; por otro lado “nuestra identidad se ‘burkaniza’ (nadie te reconoce en la calle) y nos diluimos en la masa” (p. 73).
Mercedes Gómez Blesa concluye caracterizando el “credo neoliberal” como “enfermedad autoinmune” (p. 86), puesto que invita a la derrota aceptando lo dado e inhibiendo el ideal. El “mundo global” está “fragmentado en nacionalidades” y “creencias que fomentan el miedo el otro” (p. 85); si apuramos, cada fragmento se sigue fragmentando hasta llegar al individuo, un ser autosuficiente y solipsista que no existe en realidad (p. 87); la cultura individualista no se sostiene porque todos “somos dependientes”, porque “necesitamos del cuidado del otro”; y no sólo necesitamos diálogo cultural sino sobre todo corporal; “mi cuerpo se extiende en otro cuerpo, con quien traza una unión basada, no sólo en necesidades de subsistencia, sino sobre todo en lazos afectivos que nos protegen de (…) la soledad”. Pero para evitar esa “forma de esclavismo para la mujer” que supone la “feminización de los cuidados” hace falta una “responsabilidad estatal”.
Hay un nosotros excluyente e identitario. También un nosotros inclusivo (“sentirnos responsables de aquellos que (…) no pertenecen a nuestro grupo”: p. 88). Tenemos obligaciones con los otros y eso no es ni un “buenismo ingenuo” ni un “altruismo naif” ni una “lastimera compasión”, sino una “coimplicación”. Heidegger habla de “coexistir”, puesto que el “existente” es “un ente abierto a los otros” (p. 91). Para Merleau-Ponty “la percepción corporal” precede al pensamiento (al cogito) en la autoconciencia (p. 92), definiendo la percepción del otro no como un yo “y” otro sino como un “quiasmo·” o “entrelazamiento”, como “dos hilos que se entrecruzan sin que podamos decir exactamente dónde empieza el uno y acaba el otro” (p. 93).
Este texto de Mercedes Gómez Blesa es un ensayo bien construido. Excelentemente documentado. Centrado en la pandemia del coronavirus sin reducirse a ella, pues no es la pandemia la que genera la reflexión sino una antropología filosófica de múltiples enfoques la que se desarrolla a través de la pandemia; la actualidad espolea la reflexión para trascender las inquietudes del momento.
El análisis es desolador pero la autora mantiene un conato de esperanza. Un conato que se desvanece si los comportamientos que le hemos visto criticar no son producto del liberalismo sino de la propia condición humana. Si fuera lo primero, sería posible escapar a ellos cambiando de sistema; y si es lo segundo, cualquier antropología que se intente tendrá necesariamente un sesgo pesimista. Las fotografías de Natividad Navalón, que enmarcan cada capítulo, son de una calidad inquietante y de una extraña belleza; y lo que es más, contribuyen a reforzar esta impresión desoladora. Pesimismo. A al conseguir este efecto podemos decir que el arte ha dialogado perfectamente con el texto.
Mercedes Gómez Blesa. Estéticas de la ausencia. Madrid, ediciones Huso y Cumbres,
colección Palabras Hilanderas, 9: 2021.
(El texto íntegro de
esta reseña puede consultarse en El Cuaderno Digital de Cultura).
La Pandemia qué rito de ausencia y de encuentro con uno mismo.🌿🇵🇪
ResponderEliminar