ENTRE LA BONDAD Y LA JUSTICIA
(PENSAMIENTOS SOBRE LA EDUCACIÓN)
SOBRE LA JUSTICIA
Es justo dar a cada uno lo suyo. Reconocer el mérito. Poner el mérito a
trabajar.
Es justo que todos tengan lo mínimo. Aunque no hagan méritos. Todo el
mundo merece vivir no por lo que hemos hecho, sino sólo por haber nacido. Los
méritos que tenemos por haber nacido son nuestros derechos. Es el derecho
natural. Los derechos humanos.
SOBRE LA BONDAD
No se puede ser bueno engañando a la gente.
No se puede hacer creer que se merece más de lo que se merece. La
bondad, que es energía regada con cariño, tiene en su corazón la llama de la
justicia; no se puede ser bueno sin ser justo porque mal puede el cariño brotar
donde el corazón no es bueno; por no ser sincero.
Dar más meritos de los que se tienen no es ser justo, sino malo: eso es
engañar.
SOBRE EL CARIÑO
La ternura es la fuerza del carácter. La ternura sin carácter es
debilidad.
SOBRE EL TRABAJO
No siempre el trabajo nos garantiza el éxito.
SOBRE LOS CASTIGOS
Ningún castigo es sufrimiento: un castigo es un espejo donde se
reflejan los errores con los que uno puede enmendarse y corregir.
El castigo sirve para reparar el daño y para corregirse uno mismo. El
sufrimiento que hay en el castigo sólo es bueno si es la única forma de mejorar;
pero lo ideal sería mejorar sin sufrimiento.
Ningún castigo que sólo busque el sufrimiento es verdadero; no será castigo sino venganza. O ceguera. O falta de sensibilidad. O fanatismo.
ELENA
Se había formado un corrillo en torno a Elena. Después de recoger su examen Elena volvió a su sitio mirando la nota fugazmente: tres con nueve. Se sentó. Estuvo unos segundos petrificada, con la mirada perdida, la cara de mármol. Después Juan sintió sus lágrimas. Las sentía mientras llamaba a los demás alumnos; uno por uno, examen por examen. El pesar de la chica fue tan grande que no podía dejar de mirar por el rabillo del ojo. Al cabo de un rato, la chica sollozaba. Los sollozos hacían temblar su cuerpo y no pasó medio minuto antes de que Helga se acercara a ella. Juan sintió el brazo de Helga sobre los hombros de Elena, su mano apretándole el brazo, la mejilla junto a la suya, su ademán de consuelo: pero Elena parecía inconsolable. Después vino Cristina, que se coló tras ella y se agachó poniéndole las manos sobre los hombros. Al cabo de un rato había cinco chicas en torno a Elena. Y los temblores se habían convertido en hipo; un hipo nervioso, incontrolado, convulso, a Juan le parecía que estaba fuera de lugar; y, sobre todo, era exagerado.
Siguió entregando los exámenes a los alumnos. Los alumnos se acercaban a su pupitre, uno por uno. Otras veces era él el que iba, entre las mesas, buscando sitio. Acabó de entregárselos a todos y, de soslayo, siguió escrutando con preocupación el llanto de Elena. Le pareció de mal gusto. Le pareció una presión inadmisible, un chantaje sentimental, un montaje encaminado a forzar la subida de la nota: no estaba dispuesto a transigir. Ningún alumno iba a sacarse el aprobado por su cara bonita. Juan se mantenía firme (con una firmeza férrea: el hierro de la justicia), y era su propósito distribuir los aprobados solamente sobre las bases del mérito. Ningún aprobado había de regalarse. Juan era amigo de sus alumnos, pero por encima de todo quería ser justo. Ninguna amistad debe ir creciendo contra la justicia. La amistad era un campo de flores sobre hierba de respeto, y la hierba no crece lejos del sol: el sol de la bondad, la consideración, el reconocimiento del mérito; no se puede ser bueno engañando a la gente, no se le puede hacer creer que se merece más de lo que se merece; la bondad, la energía, regada por el cariño, tiene en su corazón a la llama de la justicia; no se puede ser un profesor bueno sin ser un profesor justo; mal puede brotar el cariño donde el corazón no es bueno.
Los amigos se ayudan, se dicen las verdades, se quieren de verdad, se gastan bromas. La lealtad nos obliga a corregir, a aceptar las razones cuando uno se equivoca: querer es querer lo mejor para la persona querida, hacerla mejor de lo que es, abrirle los ojos: sólo un amigo puede ayudarte a ver. El profesor saca lo mejor de los alumnos; les dice en qué acertó, en qué se equivocaron; les premia sus aciertos, les castiga sus yerros. Ningún castigo es sufrimiento: sólo es un espejo; en él se reflejan los errores, en él puede el alumno enmendarlos y corregirse. Si él aprobaba a Elena, sería injusto que Elena no los viese: nunca se corregiría. Poner el profesor la respuesta para que el alumno la compare con la suya, como se pone la transparencia sobre el papel para ver que el dibujo es correcto.
No, no podía aprobar a Elena aunque quisiera. Era de justicia. Y Elena sollozaba. Sus amigas, como un coro compacto, la envolvían con sus voces y sus manos le arrullaban el sufrimiento; como si Elena hubiera sido objeto de una agresión injusta; como si hubiera sufrido un ataque despiadado. Juan quería a sus alumnos. Reía con ellos, pero sus bromas crecían sobre el suelo respetuoso donde se reconoce el valor, enemigas del engaño. Algunos alumnos se reían con Juan y decían: “¡qué majo es!” Y luego, si les suspendía, torcían el gesto: “¿y éste qué se ha creído? ¡Menudo impresentable!” La mirada se les volvía torva pero Juan no era simpático ni impresentable: era justo; o sea, bueno; y en justicia debía decir las cosas agradables como decía las desagradables cuando había que decirlas.
Había pasado ya media hora y Elena no paraba de llorar. La mesa de Juan estaba llena de alumnos. Juan los revisaba, ejercicio por ejercicio. Atendía las reclamaciones, unas veces corrigiéndose, las más ratificándose en su nota. Cada uno preguntaba sus dudas, unos porque las tenían realmente, otros porque las fingían para arañar un punto; o unas décimas (que les faltaban para llegar al aprobado). Juan les respondía a todos, ordenadamente, de uno en uno; y el coro que crecía en torno a él lo rodeaba con un halo de confusión parecido a la masa confusa que crecía en torno a Elena. Brazos que se mezclaban, manos que se cruzaban, cuerpos que se abrazaban, susurros superpuestos. Cuarenta y cinco minutos llorando. Juan tenía ya los plomos fundidos, el hígado hecho paté, estaba furioso; molesto, ofuscado, porque la chica no había ido a su mesa para preguntarle por sus dudas; para reclamar los comentarios de Juan, para ver sus fallos. Cuando sonó el timbre y el temblor de la chica persistía en el sollozo, vino una de sus amigas y le dijo:
-Es la que más estudia de nosotras. No se esperaba el suspenso.
Y cuando Juan se disponía a decir que no siempre el trabajo nos garantiza el éxito, vino otra y le dijo.
-Es la que mejor toma tus apuntes. Todo lo que tú explicas lo escribe ella: con esos apuntes hemos estudiado todas.
Pasó entre ellas otra chica y añadió:
-Elena es brillante. Saca sobresalientes en el instituto, en la escuela de idiomas, en el conservatorio. Es realmente trabajadora.
Entonces se le encogió el alma. Temió que el corazón de ella estuviese asfixiado por el trabajo y su cuerpo, convertido en olla a presión, no estuviese listo para encajar los fracasos; los inevitables fracasos que de vez en cuando nos depara la vida. Nadie es perfecto y aquí hasta el más brillante falla. Pero sintió preocupación y quiso enmendar sus errores (por si los hubiera tenido). Con preocupación le dijo:
-Dame tu ejercicio. Lo corregiré de nuevo para ver cómo te he calificado.
La chica se lo entregó. Con una sumisión que desarmaba. Estaba dispuesto a ser fuerte porque la ternura es la fuerza del carácter, y un cariño que cede contra la justicia es débil. El cariño, para ser fuerte, había de ser justo.
-¿Por qué no has venido a reclamar la nota? Llorar no es la solución. El que llora se resigna, y si tu reclamación es justa no tienes derecho a resignarte. ¡Hay que luchar!
Pero el llanto –lo sabía bien- a veces no es signo de debilidad, sino de nerviosismo. Hay personas fuertes con temperamento débil y lloran cuando quieren pelear sin poder evitarlo. Juan deseó que Elena fuese de esos. Y pasó junto a ella, recogiendo su examen, al dirigirse al pasillo para dejar los libros; volvió de la sala de profesores y cambió de clase. Y entonces sonó el timbre.
Hermoso texto y rescato: "Los amigos se ayudan, se dicen las verdades, se quieren de verdad, se gastan bromas. La lealtad nos obliga a corregir, a aceptar las razones cuando uno se equivoca: querer es querer lo mejor para la persona querida, hacerla mejor de lo que es, abrirle los ojos: sólo un amigo puede ayudarte a ver."
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