viernes, 31 de enero de 2020

RESISTIR





RESISTIR


            A veces vienen seres a poblarnos. Seres tiránicos y ocultos, misteriosos y oscuros, se adueñan de nosotros para quemarnos. Extienden sus tentáculos y se apoderan de nuestro espacio; lo invaden y se multiplican, exhalan su aliento para intoxicarnos, lo llenan de amenazas; les gustaría matar lo que hay en él para ponerse ellos en su lugar, usurpan nuestra vida para poner la suya, roban a nuestro cuerpo sus energías y ponen en ellas sus energías extrañas. ¡Microbios! Vidas pequeñas que devoran nuestra carne como hormigas carnívoras. Órdenes erróneas que se instalan en nuestras células, para que crezcan mucho, pero de un modo equivocado. La enfermedad. No nos queda otra que resistirles. Enfrentarse a ellos como se enfrenta el ser pacífico al invasor que nos derrota. De la misma derrota sale la espada que se enderezará un día para atravesarlas. Resistir. Resistir es atacar como ataca el pelotón humilde al ejército descomunal hostigándolo como los mosquitos, picando en todas partes para que no sepa ya dónde rascarse. Resistir. Resistir es atacar en la sombra a quien nos ataca, amparándose en las sombras también, y abusando de su poder, sin dejar recuperarnos. Vencer. Y así se vence a la muerte derrotando a la enfermedad, como un guerrillero solo frente a las legiones desalmadas.


Bola de fuego que me abrasa
rompiendo mis pasiones con tus llamas.
¡Resistiré!
Arrancarás la sangre de la tierra
y no podrás con la sangre que hay en mi alma.

Alma de dragón triste y hedionda
que me ahogas con tu aliento en las entrañas.
¡Resistiré!
Hundirás en la niebla tu ponzoña
y no podrá tu ponzoña destrozarlas.

Hidra de la charca donde creces
triturando el espacio al que te agarras.
¡Resistiré!
No abarcarás mi vida en tus ventosas
y te irás renegando hacia la nada.

Tierra que reclamas el sudario
donde quieres sepultarme con tu pala.
¡Resistiré!
No hallarás ni un átomo de viento
que le robes a mi pecho cuando canta.

Ni la tierra me borrará el aliento
ni el aire me arrebatará mi casa
ni el agua sofocará mi vida
ni el fuego me quemará en sus brasas.
Sólo yo, manantial de vida,
cegaré tus ojos con el alma
y, ya ciego, confinándote en el tártaro,
no me mirarás,
no me matarás,
ni serás un basilisco,
no serás nada.

            Para ti, Humbelina, que en estos momentos eres ejemplo de vigor y de entereza.






viernes, 24 de enero de 2020

LA SINFONÍA DEL NUEVO MUNDO




LA SINFONÍA DEL NUEVO MUNDO


            El día 20 de noviembre de 2020 se presentó en Segovia La sinfonía del nuevo mundo. La escribí hace algo más de dos años, pero ha estado guardada en un cajón hasta que hace unos meses decidí publicarla. Mercedes Gómez Blesa, filósofa, ensayista y poeta, aceptó presentarla, y con sus preguntas se entabló ante el público un diálogo al que siguió un coloquio que se movió entre la filosofía, la poesía y la novela. El diálogo que aquí se reproduce es un extracto de aquel que tuvo lugar en la Casa de la Lectura de Segovia; se le añaden algunas consideraciones que tuve la oportunidad de hacer en otros lugares, especialmente en la televisión de Segovia.
             La sinfonía del nuevo mundo nos habla, claro está, de un trasiego migratorio entre España y América; pero la referencia a Dvorak esconde todavía un aliento más profundo: el de la gente humilde, los niños pobres, por un nuevo mundo donde dejen de ser maltratados y puedan ser felices: y puedan, por lo tanto, ir también a la escuela; montado en su barca a la orilla del mar, en la noche de Cádiz donde aletean las aguas, Grajo se eleva en su mente como se elevaba don Quijote a lomos de Clavileño; surcando los aires y adentrándose en los cielos de Pitágoras donde suena, para quien quiera escucharla, una embriagadora música celestial.
A lo largo de tres capítulos (Samarkanda, Historias de Cádiz y La colmena) se va desgranando la vida cotidiana de unos personajes que transitan, entre La Granja y Cádiz, hasta el final de la segunda guerra carlista; y es un mundo que no saldrá nunca en los libros de historia; el de la gente callada, humilde, gente anónima que sobrevive como puede.
            El protagonista es Luis Fernández Fabre; vive en Cádiz; en su juventud llegó a ser compañero de fortuna de José María El Tempranillo, pero ahora, convertido en comerciante, es invitado por un amigo a visitar La Granja; aquel verano de 1836 se produce la rebelión de los sargentos y Luis asiste, en el paisaje agreste de Valsaín, al rescate de los ideales de la Ilustración en medio de un universo de leyendas. Luego, en Cádiz, el estallido de la segunda guerra carlista pone patas arriba las pequeñas historias de la gente humilde. Y el naufragio del barco donde viajan los papeles de los que dependen sus negocios lo impulsará, finalmente, a emigrar hacia América.

La sinfonía del nuevo mundo es una novela sobre la historia, y para hablar de historia recurres a las metáforas. ¿Qué es, a fin de cuentas, eso que llamamos historia?

            El río es una metáfora de la historia. Si lo miramos de cerca veremos correr sus aguas, más o menos atropelladas, sosegadas en el mar, tumultuosas en la sierra: pero sea como sea su flujo siempre veremos la corriente. Y si miramos desde el cielo, como si estuviéramos en un avión, veremos un hilo de plata que no se mueve, como esos belenes en los que representan los ríos con una cinta plateada. Si contemplamos de cerca los acontecimientos de la historia nos parecerán un flujo atropellado de cosas que no paran de pasar, pero si los miramos con cierta perspectiva nos parecerá un cuadro inmóvil donde nada pasa y todo queda; las épocas de la historia son como pinturas donde el movimiento está detenido, pero las historias que pasan en ellas son tiempo contenido y recordado; el Siglo de Oro es un cuadro, pero las aventuras del capitán Alatriste son relatos trepidantes, emociones sin freno.
            La sinfonía del nuevo mundo es a la vez un cuadro y una narración; en tanto que cuadro es espacio, en tanto que narración es tiempo; como espacio pictórico es poesía, como narración es novela; nos encontramos, por lo tanto, ante una novela poética: es una mezcla de géneros; la narración pide ritmo, movimiento, y la poesía, que tiene naturaleza contemplativa, pide detenerlo; creo que he conseguido articular ambas formas de escritura, y ahora la tarea es sincronizarlas; el cambio de ritmo, de lento a rápido, es el gran reto que tiene por delante la novela poética.


            Eso encaja perfectamente con el papel que asignas al espacio y al tiempo.

            Es exacto. Ya he dicho que la novela poética es, en tanto que poesía, espacio, y en tanto que novela, tiempo. Hay una coincidencia curiosa entre dos filosofías que se expresan de manera muy parecida: para María Zambrano la filosofía es razón poética, y para Ortega y Gasset es razón narrativa (razón histórica); ambos coinciden en una cosa, y es que tanto la poesía como la historia son dos caras de la razón vital; y los dos están hablando de lo mismo, pero desde dos perspectivas diferentes.

            En un momento de la novela hablas fugazmente de aquel  “filósofo de las gafas de búho” o algo así; te refieres a Unamuno, especialmente a lo que dice sobre la historia cotidiana: hablemos de Unamuno; hablemos de intrahistoria.

            Unamuno dice que lo que llamamos historia es el mundo que hace ruido; el de los periódicos, los agitadores, los cuarteles, ese ruido de botas y de sables, los políticos vociferantes, las peleas parlamentarias, las masas enfervorizadas, coléricas, los cánticos, las banderas… Dentro hay otro mundo callado; que siente y que late, que pasa sin notarse, un mundo modesto, humilde, recogido, mundo que trabaja y que llena con su silencio la vida cotidiana. Unamuno lo ilustra con la metáfora del mar: arriba, en la superficie, están las olas agitadas, la espuma de las tormentas, el ruido, el viento, el chapoteo, la marejada; y la mar gruesa, la marea que sube y que baja, el agua que se rompe contra las rocas… Y dentro, muy dentro, en las profundidades del mar, reinan la quietud y el silencio; y es el sitio donde nada se mueve, nada se agita, la tranquilidad absoluta donde nunca pasa nada; más allá de la historia, o más bien dentro de ella, lejos de la superficie, está la intrahistoria; en sus entrañas está la historia callada de la gente humilde donde nunca pasa nada.
            Yo también tengo mis metáforas. Metáfora del Amazonas. Uno puede surcar en una lancha la superficie tranquila del río sin sospechar que dentro corren las aguas revueltas arrastrando tierras, animales y troncos arrancados de cuajo; esos troncos de las profundidades pueden hacer volcar la lancha que se desliza por las superficies tranquilas. ¿Qué quiere decir eso? Que la misma historia que hace ruido en la superficie del mar está tranquila en la superficie del Amazonas; y la misma intrahistoria que es quietud y calma en los fondos marinos es torbellino y ruido en el fondo de los ríos. Tanto la historia como la intrahistoria tienen sus silencios y sus ruidos. La intrahistoria es la vida cotidiana donde nunca pasa nada; pero también las peleas de borrachos en las tabernas, las voces que atruenan en un partido de fútbol, las peleas de “Sálvame”, la matanza de Puerto Urraco. Y sobre esta reconsideración del ruido y del silencio hay que construir otra teoría de la historia; alejada de los dualismos maniqueos y abierta a los muchos tonos grises que hay entre el blanco y el negro.

            ¿Qué papel asignas a la figura del historiador?

            El papel de intérprete. El historiador busca datos y los datos son objetivos: pero después los interpreta y esto introduce necesariamente subjetividad. Hay una metáfora que utilizo muchas veces para explicar este fenómeno: la de la superficie del lago. Cuando el lago está limpio y poco profundo sus aguas son transparentes y muestran lo que hay en el fondo, como si estuviéramos mirando por una ventana, o a través de un cristal. Pero cuando sus aguas son profundas y su superficie, tranquila, no está rizada por el viento, lo que reflejan no es lo que tienen dentro (el fondo del lago), sino lo que tienen encima (el cielo que se retrata, con sus montañas y sus nubes, como en un espejo; y, por debajo de él, se refleja también la cara de quien está mirando).
            ¿Qué es el historiador? Un observador que a veces ve datos en lo que tiene ante los ojos (el fondo del lago) y otras se ve a sí mismo, cuando las aguas del lago funcionan como un espejo y no como un cristal: en este caso cree que cuenta lo que hay fuera y en realidad lo que cuenta es lo que tienen dentro. En La sinfonía del nuevo mundo hay dos observadores que analizan la realidad y lo que en realidad hacen es retratarse en ella a sí mismos; miran la misma realidad y ven cosas diferentes; lo que para el sargento Gómez es un grupo de soldados honrados sublevados contra la injusticia, para don Manuel Barrio es una banda de borrachos y malhechores.
            Las aguas transparentes no son las aguas cristalinas. Las primeras muestran la realidad que miramos, las segundas, la realidad de quien mira. Cuando Stendhal caracterizaba la novela como un espejo paseándose a lo largo de un camino quizá quiso decir cristal, y entonces era novela realista; pero dijo espejo y eso tiene que ver más con el romanticismo.


            Cuéntanos ahora cómo es tu escritura: ¿escribes para reflejar la realidad o para expresar tus sentimientos?

            Te voy a contestar tomando como punto de partida la estética de Agota Kristof. Agota Kristof ha escrito una trilogía desconcertante que lleva por título Klaus y Lucas: dos hermanos que sobreviven anímicamente escribiendo cosas en su cuaderno. Un día se preguntan cómo tienen que escribir, o, más bien, qué cosas tienen que contar (p. 31); después de pensarlo detenidamente concluyen: “está prohibido decir ‘el pueblo es bonito’ porque puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas”; o “escribimos ‘comemos muchas nueces’ y no ‘nos gustan las nueces’ porque la palabra ‘gustar’ carece de precisión y objetividad”; o sea que las palabras que definen los sentimientos son muy vagas y es mejor evitar usarlas.
            Ya está planteada aquí toda una declaración de intenciones. Según los presupuestos de esta estética tenemos que escribir sobre lo que nos pasa y no sobre lo que sentimos; hay que exponer los hechos, no interpretarlos; por lo tanto, la descripción y el concepto son las armas expresivas por excelencia, no la metáfora y el símil. Es lo que podríamos llamar un positivismo estético.
            La realidad, por tanto, se divide en dos grandes bloques: lo que se puede comunicar y lo incomunicable; lo que se dice con palabras y lo inefable; la palabra “pez” tiene una referencia clara y un significado evidente, pero no la palabra “amor”, que significa tantas cosas distintas como personas lo sienten (y es, por eso, un término equívoco). No podemos, pues, hablar de sentimientos sino de sus manifestaciones; no tiene sentido decir “tengo miedo” pero se muestra el llanto, no la tristeza.
            Este positivismo muestra rápidamente sus límites: la propia trilogía de Klaus y Lucas es prueba de ello. La manifestación del pulso acelerándose puede corresponder al miedo, sí, pero también al amor, la lucha, la ira, y expresar un sentimiento por su manifestación sería limitar el vocabulario y nombrar el género para referirse a la especie, como cuando decimos “árbol” y queremos decir “ciprés”; el positivismo estético se caracteriza por una impotencia expresiva y, por tanto, por una pobreza de vocabulario; sobrarían la mayor parte de las palabras del diccionario si nos expresáramos así.
           Sería un realismo claudicante porque ¿qué debemos entender por realidad? ¿Sólo lo que vemos en los cristales, en el fondo del lago, o también lo que nos muestran los espejos? ¿La realidad es sólo lo que tenemos delante o también lo que tenemos dentro? Decía Carlos Saura que sus sueños son parte de su realidad, y que el lenguaje onírico también pertenece a su realismo; y que hay experiencias que no hemos vivido, como los abetos de Suecia, que no existen en el pueblo aragonés donde él nació; no existen allí, en efecto, pero existen en los cuentos de ogros y brujas que le contaron en su infancia. La realidad no es sólo lo que hemos visto, sino también lo que hemos sentido; hablar sólo de lo primero sería amputar la experiencia y dejarla coja. 


            El mundo existe pero sólo una parte es accesible al lenguaje, según dice Agota Kristoff; podemos hablar de lo que vemos, oímos o hacemos, no de lo que olemos, sentimos o degustamos. Es evidente que mi estética personal se encuentra en las antípodas de Agota Kristoff. Yo quiero expresar toda la realidad, por lo menos en la medida de lo posible. La realidad no se divide en expresable y muda, sino en fácilmente expresable y la que se dice con dificultad; la primera es el positivismo estético; la segunda, el verdadero realismo, en uno de cuyos extremos está el romanticismo que yo profeso; más allá se encuentra lo que no se puede expresar. Ahora bien, no existe una frontera entre lo que plantea muchas dificultades para expresarse y lo que no puede expresarse de ninguna manera; por lo tanto, hay que intentar expresarlo todo aunque el resultado final sea un fracaso parcial. De la misma manera, un enfermo grave no sabe si su enfermedad tiene curación, y ante la imposibilidad de saberlo, es mejor esforzarse en curar aun a riesgo de perder la batalla antes que rendirse y dejarse morir; porque con lo primero tenemos algunas posibilidades de salvación: con lo segundo, ninguna.
            Mi estética literaria es una apuesta decidida por expresarlo todo. Quien mucho abarca poco aprieta, dice el refrán, pero yo no quiero abarcarlo todo, sólo abordar la parte de realidad que me interesa: no la que me dejaría un positivismo que me prohibiera acercarme a cualquier tipo de realidad; me interesan los cristales, claro que sí, pero también asomarme a las otras ventanas que miran dentro de mí: para hundirme lo más que pueda dentro del alma. Al hacerlo, ansío dejarme llevar por esa especie de locura, esa manía de la que hablaba Platón cuando se refería a la pasión amorosa; y sobre todo al rapto que experimentamos cuando la inspiración nos saca de quicio y se siente uno fuera de sí, en el momento mismo en que más dentro de sí se mete, llegando a perder casi conciencia de sí mismo en el éxtasis que se produce cuando tocamos, o más bien rozamos, las profundidades.
            Sí: los cristales nos llevan a la objetividad, que es lo que se muestra con los ojos, o los oídos, a través de una barrera invisible que nos impide tocarlo de verdad; y los espejos nos llevan subjetividad, que es el rincón donde el individuo se hunde con lo universal y el tacto atraviesa esa barrera en que la carne se separa del espíritu; y a través de la carne, hundiéndonos en el alma, tocamos la realidad que palpita en el fondo más preciado de las entrañas.


            Te has reivindicado algunas veces como racionalista romántico: explícanos qué es esto.

            En su componente racionalista hay vertida una teoría de la razón: razón mecánica en primer lugar, que funciona de forma automática, por algoritmos (es la lógica que se puede programar en un ordenador y esperar a que se resuelva); razón intuitiva luego, como cuando Miró Quesada plantea que el matemático dé un salto por encima de los algoritmos y encuentre la solución sin seguir todos los pasos, de manera inspirada (lo que es particularmente interesante cuando los razonamientos contienen un número infinito de pasos); y razón poética, como cuando Zambrano aúna la metodología inspirada y el estudio del alma y desemboca en la poesía, no sólo como construcción (a la manera griega), sino como percepción de lo imperceptible, captación de lo inasible, hablando de lo inefable. Esto conduce a la evanescencia, al empleo (evidentemente intuitivo) de una lógica donde no se excluyen los contrarios: “vivo sin vivir en mí”, decían los místicos, quiero y no quiero a la vez, que “muero porque no muero”: lo que obliga al poeta a ir, más allá de la antítesis, hasta la paradoja. Y desemboca en una filosofía de la niebla; un modo de pensar donde las luces platónicas pueden quemar y las tinieblas ser cálidas, profundas y entrañables; la niebla es el territorio donde vemos y no vemos a la vez, donde cuanta más luz ponemos menos nítidas son las formas, y donde, en contra de todo positivismo, nos empeñamos en pensar lo que no se puede pensar y en hablar de lo inefable.
            Pero al hablar de racionalismo romántico también tenemos un componente romántico. Un abandono en brazos del sentimiento, contra el totalitarismo de la razón que encontramos en los escritos platónicos. Esta razón que llega a la cabeza procedente del corazón es, etimológicamente hablando, no ya lógica, sino cordura; se trata de un pensar sintiendo. Como ya viera Erasmo y Cervantes lo denunciara después, la única inteligencia que conocemos es la de los curas y barberos, que procede de manera ramplona y razona sin sentir; don Quijote es el caballero de la locura porque lucha contra los barberos y los curas, y, al ser loco, se comporta como el más cuerdo de los cuerdos. (Esto se complica después porque a la locura del pensar, que rescata sentimiento en la razón, se le une la locura del paranoico, que ve gigantes donde hay molinos: de modo que don Quijote es cuerdo y loco a la vez).

            ¿Cómo calificarías tu estilo a la hora de escribir una novela?

            En tanto que narración, es tiempo; y en tanto que filosofía, diálogo (acercándose al diálogo filosófico tal y como lo entendiera Platón). El diálogo sirve algunas veces para materializar momentos dramáticos, pero su misión principal, en mis novelas, es articular ideas. Como he dicho,  creo que he conseguido articular estos tres lenguajes y lograr, por lo tanto, una simbiosis entre filosofía, poesía y novela; ahora se trata de armonizarlas para no sacrificar el ritmo en aras de la contemplación y mucho menos de las ideas: ése es mi reto; que las tres perspectivas trabajen de manera coordinada y ninguna parasite a las otras. Creo que es posible una simbiosis, una coordinación de elementos dispares, una colaboración entre iguales.


            ¿En qué sentido podemos decir que La sinfonía del nuevo mundo es una continuación de Las caras del mar?

            No en un sentido narrativo, pero sí cronológico. Esta novela cuenta hechos acaecidos después de la primera; los personajes principales son los mismos, no así los secundarios; y la acción que se cuenta, salvo en algunos fragmentos, no es consecución de la anterior (ambos relatos sirven de exposición para los que vendrán después, que son su desarrollo y su desenlace). En Las caras del mar se cuenta la historia de Luis; en La sinfonía del nuevo mundo se cuenta la de Carmen; y ambas historias se juntan en un relato único a partir de la tercera novela, que llevará por título La paciencia del estoico.
            Sí hay una continuidad temática, mucho más que argumental. En Las caras del mar se aúnan todos los temas que se irán desarrollando en la saga: las relaciones entre historia y leyenda, entre poesía y novela, entre romanticismo y ciencia, entre el bien y el mal… La historia y la leyenda se desarrollarán en La sinfonía del nuevo mundo; el romanticismo y la ciencia, en La paciencia del estoico; entre poesía y novela y, paralelamente, música, en Huracán; la mano invisible aparecerá desarrollada en El ocaso de los ídolos… Pero eso no es óbice para que La sinfonía del nuevo mundo aborde también la relación entre poesía y ciencia, el bien y el mal y poesía y novela, que serán temas exclusivos para cada uno de los libros posteriores.

            La sinfonía del nuevo mundo: ¿por qué este título?

            Las seis novelas que configuran la historia tienen el título genérico de La saga de allende; y es así porque, vivamos donde vivamos, estemos donde estemos, siempre nos tenemos que marchar a otra parte y el aquí sólo tiene sentido a partir de un más allá. Hay un trasvase de experiencia entre España y América y de ahí el título, que ha sido tomado explícitamente de Anton Dvorak; pero hay un trasfondo social e histórico que sueña con la utopía; con un mundo donde los niños puedan ir a la escuela; donde las mujeres puedan ser madres; donde todos tengamos una celda en nuestra colmena sin que tengamos que ser siempre corales y madréporas: este ideal soñado es el verdadero referente de esta sinfonía, que tiene mucho de quijotesco.
            También hay un juego velado con el espectador. Un juego donde el autor engaña, haciéndole un guiño, al espectador, para divertirse con él. En una novela de Víctor Hugo titulada El 93 hay un capítulo que se titula, a su vez, “La masacre de San Bartolomé”; cualquiera podría pensar que se trata de la famosa masacre de los hugonotes que todos conocemos, pero no es así: trata de lo que hacen dos niños muy pequeños con un libro que habla de ella; le empiezan a romper las páginas, luego se las arrancan para divertirse, y lo que terminan haciendo con el libro es una auténtica masacre; la masacre del libro que habla de la masacre de San BArtolomé. También Tchaikovski compuso lo que se ha dado en llamar la sinfonía de los ingenuos, pues muchos quieren escucharla después de haber oído los tres primeros minutos y ese fragmento musical del principio ya no vuelve a aparecer en el resto de la composición. Yo también he querido jugar con el lector engañándolo un poco; haciéndole creer que el nuevo mundo es América: y lo es, desde luego, pero lo es detrás de esa connotación que poco a poco va ocupando el primer término de la escena: el nuevo mundo es la utopía.

Como continuación de Las caras del mar, La sinfonía del nuevo mundo es la segunda entrega de una saga de seis novelas. En ella queda plasmada una visión romántica de la vida, pero de un romanticismo que no reniega de la razón: al revés de lo que hicieron los románticos del siglo XIX, aquí no se mira la Ilustración con desconfianza. El sueño de la razón sólo produce monstruos cuando sus visiones se transforman en pesadillas.





viernes, 17 de enero de 2020

PICO Y OJITOS



PICO


            El cuerpo, libre de la voluntad, sólo se expresa. La voluntad dice las cosas o las calla, y el cuerpo se muestra siempre sin callar. A veces queremos hacer cosas pero el cuerpo se mueve al compás de lo que sentimos y la conciencia, que maneja el mundo, no es capaz de vivir sus vibraciones: las que se filtran en nosotros. Un pájaro. Esas vibraciones pueden ser un pájaro que pía, tierno, diminuto, indefenso. Un cuerpecito apenas plumas, una bolita un poco torpe, de patitas frágiles como paja, como patas de araña, como alambre. Su pico cerrado parece que no vive pero luego se abre, y es una boca de par en par, como pidiendo la comida de sus padres. Pero no tienen padres. Están solos.
            Bruno terminaba su fiesta aquella noche. En el suelo, dos pájaros, apenas bolitas, piaban. Bruno los cogió, agachándose, y los sintió trotar como cosquillitas en la palma de la mano. Su corazón se encogió y de sus labios escapó una sonrisa; de esas sonrisas que no quieren expresar nada, porque sólo son expansiones de dentro. Iria, de pie, miraba; y los ojos de Iria se llenaban de luz como chispitas. Los pajarillos piaban, piaban y piaban sin parar, piaban. Iria tendió su dedo bajo las patas y el más vivaz, aleteando por instinto, se subió a ella. Iria lo miró con ojos anegados y el embeleso, espontáneamente, se trocó en sonrisa. Iria le hablaba con esos ojos empañados por la emoción y le dijo:
            -Chiquitín, no paras de hablar, menudo piquito tienes; tienes un pico de oro.
            -Pico. Lo llamaremos Pico –dijo Bruno.
            -¿Y éste? –repuso Iria mirando al otro.
            El otro pájaro era una bolita que apenas se movía. Parecía más frágil, como si tuviese algo, como si la debilidad de su cuerpo le impidiese prolongar en movimiento lo que sentía. Lo más desamparado nos produce mayor ternura. Tenía los ojos cerrados y Bruno, acariciándolo con su mano, lo levantó hasta sus ojos.
            -¿En qué estás pensando, chiquitín? Dime algo.
            Nada decía. Los pájaros no dicen nada porque no saben ocultar la realidad, ni plantar palabras bonitas aunque no sean nuestras, ni poner la cara que gusta aunque no mane del ser; los pájaros son, y su ser se desparrama en piar, en acurrucar, en moverse; sus saltos, sus mimos y sus trinos vienen de dentro sin pasar por el filtro de la inteligencia; y, simplemente, siendo, muestran su ser, su ser se muestra en ellos sin que se les ocurra en ningún momento tener nada que mostrar. El pajarillo nada miraba, nada pensaba, nada decía; sus ojillos estaban ciegos.
            -Ojitos. Te voy a llamar Ojitos. Ojitos, vente conmigo.
            Como si entendiera, sus ojos se abrieron al cielo; y Bruno se lo llevó a la cara y lo acarició en un arrebato de infinita dulzura. Bajó la mano y abrió los dedos: y Ojitos se quedó inmóvil esperando que lo acunaran, moviéndose en ella.
            Buscaron una caja para Pico y Ojitos. Encontraron una caja grande donde los pusieron, y la cubrieron con la tapa y en la tapa hicieron muchos agujeros.
            -Se han caído del nido, y cuando se caen ya no los quieren sus padres. Los vamos a cuidar hasta que se hagan mayores y aprendan a volar; entonces los soltaremos.
            Fue un botellazo el que derribó el nido, lanzado por unos gamberros.
            -¿Por qué lloras? –decía Laura a su hijo.


            Y el hijo lloraba desconsoladamente. Laura lo abrazó, conmovida. El niño lloraba y sus lágrimas, que corrían abundantes, regaron su cara. Su frente arrugada, sus mejillas rojas, sus ojos anegados y copiosos le regaban la cara de arriba abajo, surcando su nariz, cuyas aletas temblaban; sus lágrimas entraban en su boca, que las hallaba saladas; y se perdían en su cuello sin que sus manos tuvieran la fuerza de enjugarlas. Las enjugó su madre, que no podía evitar, aunque lo intentase, que se le empañaran sus ojos.
            -Hijo mío, ¿qué te ocurre?
            Y lo abrazaba. Con toda la pena de su cuerpo, lo abrazaba. Con el sufrir de lo auténtico, que de pura transparencia no tiembla ni juega ni hace aspavientos ni fuerza el gesto.
            Bruno había llegado con su caja. Eran las ocho de la mañana y no había dormido. Vio a Javi, que jugaba en la calle, acostumbrado a levantarse pronto, aunque era sábado y no había colegio. Se la enseñó. Abrió la caja y vio a los dos pajaritos piando en su interior: Pico piaba mucho; Ojitos piaba menos. Javi, como peluches, quiso cogerlos con la mano y acariciarlos queriéndolos sentir, suaves y tiernos. Una oleada de ternura lo envolvió sin poderlo evitar, una expansión de fragilidad lo inundó todo (fue un instante), y en ese instante (duraría segundos, cinco tal vez) su corazón flotaba en el reino de las cosas que no tienen peso. Luego volvió a la realidad. Miró a las crías y ahora los veía como seres que tenía delante: no como seres fundidos en su ser cuando no había sujeto ni objeto.
            -Les vamos a dar de comer –dijo Bruno-. Los vamos a criar, para que se hagan mayores y sean libres. Pero ahora me voy a acostar, tengo mucho sueño. Javi, ¿quieres guardarlos mientras yo me despierto?
            A Javi se le abrió una gran sonrisa y se expandió el alma.
            -¿Y dónde los guardaremos? –dijo.
            Los guardaremos en el pajar. Allí hay calor y los polluelos pueden estar a gusto. ¿Quieres?
            Javi lo miraba con ojos encendidos.
            -¡Sí!
            -Cuando me despierte les compraremos comida y jugaremos un poco con ellos.
            Y jugaron todo el día con los pajarillos. Los tenían en la mano, estiraban el dedo y se subían a él, y levantaban el dedo y Pico se soltaba y echaba a volar. Era un vuelo torpe, incipiente, que cogía poca altura y se detenía en el borde del armario, donde se agarraban sus patas movidas por el instinto; otras veces no conseguía llegar y caía al suelo. Dos veces se cayó detrás de la televisión, que estaba encajada entre armarios; y Javi tiraba del cajón de abajo y metía la mano en su hueco, y allí estaba Piquito. Luego se hicieron fotos. Bruno, que estaba con el torso desnudo porque hacía calor, se los puso a cada uno en un hombro. Lo cogieron en el hueco de la mano, donde él picoteaba, y hasta la abuela, que miraba con una sonrisa en los ojos, tenía el rostro encendido y sonreía cuando Bruno le ponía los pájaros en la mano: y allí se quedaron quietecitos, piando con un trotecillo alegre, Pico y Ojitos. Iria, todo corazón y pecho femenino, se desvivía en sus afanes de acariciarlos y de darles el calor que les faltaba; de cuidar a los animalitos.


            Luego se los llevaron al campo. Bruno, Iria y Javi; y Ojitos, y Pico. En el campo trastearon levantando el vuelo, más que Ojitos, Pico; y se echaban a trotar por los aires buscando el sol y respirando, reencontrándose con la naturaleza, buscando nido, sintiéndose libres como el viento. Pico aprendía a pasos agigantados. Su cuerpo irradiaba salud, y sin embargo era diminuto (parecía tan frágil…). Ojitos, más tranquilo, prefería mirar agarrado al dedo de Javi, al brazo de Bruno, a la espalda, al cuello, al pecho de Iria. El corazón se les encogía temiendo que Ojitos estuviera enfermo; luego supieron que era porque era más pequeño; tenía que aprender todavía… Su hermano, mientras tanto, volaba y dominaba el universo. Todo el aire era libertad, todas las ramas cobijo, toda la tierra era aliento. Y volaba y volaba, alegre como unas castañuelas, flotando en expansiones de espacio, las mismas expansiones que le salían dentro. Libre como el viento, pero protegido por la tierra donde caía; que la tierra nos da cobijo y es nuestra madriguera, nuestro nido, nuestra casa, y sólo cuando hay casa puede haber libertad. La condición de ser libre es que pueda recogerse uno en el hogar donde vive.
            Mas ¡ay! que tanta alegría acaba volviendo celoso al destino. Aquella felicidad duró apenas dos días. Bruno y Javi les prepararon una cajita de cristal con agujeros para que respiraran; su suelo lo llenaron de tierra, con paja moldearon un nido y lo pusieron en uno de sus rincones; en otro pusieron una tapita con comida, y en el otro, con agua. No sabían qué darles de comer. Les cortaron pulpa de ciruela y la aplastaron y Pico la comía: Ojitos, la regurgitaba. Después les compraron pipas y las pelaron y machacaron e hicieron una masa que parecía que comían a gusto. Por último fueron a una tienda de animales: allí les dieron unos polvos amarillos que había que mezclar con agua y dárselos con una jeringuilla; las más de las veces tenían que abrirles el pico pero a veces parecía que, movidos por reflejos, lo abrían ellos. Así empezó a comer Ojitos.


            Pasaron la noche. Bruno los sacó a la calle, pero después le pareció que tendrían frío; entonces los llevó a su habitación y los metió en su caja de cartón, con agujeros, para que se abrigasen, y los tapó con papel de periódico. Al día siguiente Pico seguía revoloteando y, a pasos agigantados, aprendía: aprendía a volar, a correr, a valerse por el mundo, a hacerse joven, a dominar los ríos. Aprendía jugando y velando en los peligros, Bruno lo protegía; que siempre está el maestro cuidando del discípulo cuando jugaba a irse solo si no era mayor para defenderse.
            Mas ¡ay!, que la felicidad es frágil y el ensueño no dura. Y el sino de la envidia nos persigue cuando nos ve demasiado felices y, cuando menos lo esperamos, acecha. Y aquella mañana los persiguió taimadamente, sin que ellos lo pudieran esquivar, y sacó su mano helada, enfrió el aire y tropezó el ala en pleno vuelo: allí se torció el destino. El pajarillo, volando tan alegre como unas castañuelas, chocó con el pecho de Bruno y cayó al suelo; pero antes de caer pudo remontar el vuelo y, enseñoreándose en el aire, alegre de nuevo, dio un par de volteretas planeando aún torpe, pero creyéndose  experto; y cayó con tan mala fortuna que fue a parar bajo el pie de Javi; y Javi, que no se lo esperaba, incapaz de cambiar el paso, cuando vio al pájaro ya estaba poniendo el pie en el suelo, lo aplastó dolorosamente y en la tierra crujieron sus tristes huesos. Y Javi, cuando vio lo que acababa de hacer, sintió un vuelco en el corazón y le paró de latir, aterrorizado. Su cuerpo se paró, su rostro se puso lívido, y una nube helada empezó a adueñarse de su pecho, congelando el aire, derrumbando el amor, parando latidos. El amor por aquel pájaro (pues no acababa de conocerlo y ya lo quería) se trocó en una pena que invadió sus entrañas removiéndolas desde dentro como remueve, en la carne, la espina que se clava en una herida. El mundo se vino abajo en el corazón de Javi cuando el corazón de aquel pájaro, aplastados sus tristes huesos, moría. Luego fueron a enterrarlo y ya no fue nada como era antes; pues Pico había dejado de piar y sus alas no revoloteaban juguetonas, y sus ansias de aprender, truncadas por el destino, sucumbieron en los peligros de la vida.
            -¡Oh, ya sé por qué sufres, hijo mío! ¡No sufras tanto, mi tesoro! ¡No llores así, mi bien! ¡Que me arrancas el alma, con tus sufrimientos, y no quiero!
            Y la madre se acurrucaba en el niño. Sus manos, acariciando las mejillas, enjugaban sus lágrimas. Su cuerpo tiritaba y no era capaz de infundir sosiego en el otro cuerpo que temblaba. Y así madre e hijo, consolándose sus cuerpos como si fueran nido el uno del otro, se sentían diminutos pajarillos que se abrazaban, indefensos, a las pajas enlazadas donde se acurrucaban con su madre que les daba calor y comida. Y una mano cruel, lanzando una botella al aire, vaciaba el nido y caían los dos pájaros, precipitándose, indefensos, al suelo. Ya no hubo hogar para Pico y Ojitos. Todo fue porque una mano se disparó desde una garganta borracha: por divertirse.
            Y la madre consolaba a su hijo. Laura consolaba a Javi, inconsolable. Y Javi no paraba de decir:
            -¡Por mi culpa ha sido, por mi culpa: yo lo he matado!
            Y la madre, con la pena atravesándole el alma, buscaba algo que decir, pero no podía.
            -No ha sido culpa tuya, no te mortifiques. Tú no pisaste a Pico, Pico cayó bajo tus pies, no pudiste hacer nada. Accidentes como ése los hay todos los días. Todo es la pura fatalidad, tú pasabas, pero no has sido. ¡No llores, no llores, hijo mío!



OJITOS

            Después de la muerte de su hermano, Bruno y Javi cuidaron de Ojitos. Se desvivieron por él dándole de comer, y lo sacaron al balcón. Creyeron que allí tomaría el sol, que le daría el aire, que pasaría un rato agradable con el airecito que corría. Comieron. Y cuando a las cuatro fueron a buscar la jaula el pobre Ojitos se moría.
            No se puede decir lo que sufrieron. No se pueden describir los sentimientos. Bruno y Javi se hundieron, e Iria, cogiendo alimento con la jeringuilla, le abría la boca y se lo metía. Pero ojitos no reaccionaba. Ojitos desfallecía. Su cuerpecito temblaba y sus plumas, aún bordadas de plumón, estaban inmóviles. Tiritaba. Desesperados, no sabían qué hacer: Bruno calentándolo con la mano, Javi llorando, Iria insistiendo con la jeringuilla. Fue cuando Laura sugirió, ya a la desesperada:
            -Llevadlo a la habitación. Encended la lámpara de la mesa y dadle calor con ella.
            Así lo hicieron. Metieron al pájaro en la jaula y doblaron la lámpara sobre la jaula. El pajarillo, indefenso, tiritaba. Parecía una agonía, pero era un velatorio, los chicos esperaban. Y el tiempo se les hacía eterno. No parecía que el pobre Ojitos pudiese volver a la vida. No parecía capaz de despertar de nuevo. Su cuerpo diminuto, aplastado sobre el nido, con las patas dobladas y el pico vencido, desfallecía. Laura se había ido al comedor porque no podía verlo. Su corazón estaba roto. Y algo muy triste en su pecho se partía. Ella que parecía seria. Ella que no compartía ternuras con el pajarillo. En realidad aparentaba frialdad porque estaba sufriendo. ¡No quiero verlo, no quiero verlo! Su frente intuía un triste presentimiento. Y su alma vencida, repleta de pasión, disimulaba.
            De repente se oyó un grito por el pasillo.
            -¡Ojitos revive! ¡Ojitos revive!
            Laura salió corriendo hacia la habitación, disparada como una flecha. Y vio a Ojitos piando, piando sin parar, con energía. Suspiraron todos y sus pechos se sintieron aliviados, como si se les hubiera quitado un peso de encima. Bruno llegó a decir:
            -A lo mejor está triste porque no ha visto a su hermano. A lo mejor es calor de hogar lo que le falta, y no sólo calor de cuerpo; por eso está ausente.
            Y todos presintieron que era la pena del hermano ido. Pero como un milagro, cuando nadie lo esperaba ya, Ojitos volvió a la vida. Piaba y piaba y su vocecita llenaba la habitación con un cascabeleo infantil: la vida. Bruno cogió la jeringuilla y se la dio al pajarillo, y el pajarillo comía. Le pareció que la comida podía estar estropeada y la cambió; tiró el líquido al lavabo y enjuagó el vasito, cogió el paquete de polvo amarillo, echó un poco, lo volvió a mezclar con agua y se lo dio con la jeringuilla. El pájaro no abría la boca y Bruno lo cogió en su mano, le abrió el pico y le echó una gota: Ojitos movía el pico como chupando, y parecía que se relamía. Así lo hizo varias veces.
            -¿Dónde tiene el buche? –dijo Javi.
            -Aquí. -Bruno le enseñó, bajo el cuello, la parte del pecho que parecía una quilla.
            -Es que el señor ha dicho que cuando lo tienen hinchado es porque están llenos.
            Ojitos no paraba de jugar. Piaba y le encantaba que le tendiesen un dedo para agarrarse a él con sus patas. Le gustaba que lo sacaran de la jaula, picoteaba la mano con cosquillitas, y a veces (quizá cuando la otra mano se acercaba) levantaba el cuello y abría la boca de par en par: parecía como si quisiera que sus padres echaran en ella la comida. Luego lo devolvían a la jaula y Ojitos permanecía en el centro del nido. Otras veces se encaramaba a su borde, y se erguía estirando patas y cuello, como un gallo. Ya no tenía hambre. Bruno hizo otro intento, pero ya no quiso más.
            -Debe tener una semana –le había dicho el señor de los pájaros-. Dentro de diez días le ponéis dos tapitas, una con esta masa amarilla y otra con un poco de alpiste; cuando él mismo lo pida, no antes: no lo forcéis.
            Bruno sabía ahora lo que quería decir. Siendo cría, el pajarillo no abría la boca para comer, había que abrírsela. Pero de vez en cuando le venía el instinto y abría el pico, y entonces buscaba la jeringuilla y tragaba, parecía que con gusto, la gota de comida que le caía. A medida que su ser se fortificaba, desarrollándose, comería poco a poco sin pasividad, hasta que ya la comida no fuese algo que le llevaban sino algo que pedía. Ojitos piaba y piaba, y su chillido era una vocecita aguda, niña, tenue. Javi tenía esa vocecita clavada en el recuerdo. 


            Estaban en el comedor. Cada diez minutos, a veces cinco, iban a ver al pajarito. Y el pajarito, en la habitación, piaba y piaba, lleno de vida. Pero se hizo de noche y pensaron que quería dormir.
            -Le hemos puesto una lámpara –había dicho Bruno.
            -Eso es. Calor es lo que necesita.
            Le había respondido el hombre de los pájaros. Y Bruno, desconcertado (la ignorancia de los pájaros lo tenía a ciegas), volvió a preguntar.
            -Le hemos tenido con la lámpara toda la tarde. Ahora se la quitaremos, para que duerma.
            -No, no, es al contrario: por la noche refresca un poco; por eso hay que dejarle la bombilla. De día se la podéis quitar.
            Pero Ojitos piaba y no se dormía. Bruno pensaba que la luz no le dejaba dormir. Una de las veces que fueron lo encontraron inflado, posado en el borde del nido, durmiendo; eso les parecía. Pero al llegar Ojitos se despertó. Entonces se volvieron a marchar para dejarle tranquilo; pero Ojitos piaba y piaba sin poder conciliar el sueño. Entonces le apagaron la luz. A los pocos minutos dijo Javi:
            -¿Vamos a ver si duerme?
            Bruno le dijo:
            -Sí; pero trae tu linterna, porque en la habitación ya no hay luz.
            Así lo hicieron; y fueron a la habitación. A la luz de la tenue linterna, casi en penumbra, Ojitos dormía. Se volvieron a marchar. No volvieron a transcurrir tres minutos cuando Bruno volvió de nuevo. Cogió la linterna de Javi, la encendió por el pasillo, y en la habitación, con el alma en vilo, alumbró la jaula; lo que vio le heló la sangre en las venas: Ojitos yacía en un rincón de la jaula, en la diametral del nido, sobre la tapita donde habían puesto algo de comida, tumbado y patas arriba. Desesperado, fue al comedor donde estaban Javi y Laura y, mirándoles con abandono, sin aspavientos, sin dramatismo, dejó caer en una frase un universo patético.
            -Ojitos ha muerto.
            -¡No…! 


            Quedaron paralizados. Laura se acercó, apresurada pero sin correr, a ver la jaula del animalito. Javi se quedó de piedra; su rostro mudo fue como el mármol, pero pronto su mejilla se sonrojó de nuevo. A sus ojos, sufrientes, asomaban lágrimas que apenas los llegaban a coronar, por el borde, sin derramarse en sus mejillas; su vista se empañaba. La misma tristeza, el mismo día, volvió dos veces desde que la mañana se llevó a Pico. Ojitos había muerto. Sus patas, levantadas, eran la tétrica morada de un cadáver. Pero Javi todavía se resistía a creerlo. Sobre todo a admitirlo.
            -¿Pero siempre que tienen las patas para arriba es porque están muertos?
            -Sí.
            -¿Y no puede ser que estén dormidos? ¿Nunca duermen con las patas para arriba?
            -No. Ojitos está muerto.
            Las lágrimas pugnaban por aflorar a los ojos de Javi. Bruno, doliente, le puso la mano en el hombro.
            -Hay que aceptarlo, Javi. Quizá cuando le hemos quitado la lámpara se ha muerto de frío. O quizá ya estaba moribundo cuando estaba puesta la lámpara, y el calor que le dimos no ha hecho más que prolongar su agonía: no lo sabemos. Hemos venido dos veces y creíamos que estaba dormido; a lo mejor se estaba muriendo. ¿Cómo íbamos a saberlo?
            Laura, que sentía el remordimiento rondando el espíritu de Javi, pudo desarmarlo antes de que llegara.
            -No es culpa nuestra, Javi. Nosotros no sabemos de pájaros. No sabemos interpretar sus gestos, sus movimientos, no conocemos sus necesidades. Ese señor nos ha dado unos cuantos consejos, pero no han sido suficientes. Para criar pájaros hay que conocer mucho de ellos. Mira, Javi: cuando nace un niño demasiado pronto lo ponen en la incubadora, que es como una jaula con una bombilla para darle calor; pero la vida es tan frágil que pende de un hilo, y es muy difícil evitar que se muera. Hasta plantar un árbol es difícil: tú plantas la mata y no puedes esperar a que crezca, porque se te muere; hay que darle muchos cuidados y aun así el árbol se seca; la vida es tan frágil… Es muy difícil cuidar a los pequeñines, porque son los más desprotegidos. 


            Javi la miraba, con unos ojos como los de Ojitos, triste, muy triste. Pero en ellos había consuelo. Su madre había logrado borrar de su corazón todo sentimiento de culpa. Pero le quedaba la pena: esa pena inmensa que te deja el vacío de los seres que has querido con tanto corazón.
            -Yo no quiero tener más animales; se sufre mucho cuando se mueren.
            Laura agarró a su hijo por los hombros y lo apretó contra sí. Por la noche, mientras le leía el cuento, Javi no se dormía. Tenía sueño pero el recuerdo de Ojitos no le dejaba de rondar. Entonces su madre le leyó otro capítulo. Y otro  y otro. Y Javi cerraba los ojos y parecía que estaba dormido, pero cuando se levantaba su madre los abría de nuevo.
            -¿Sabes, mamá? Oigo como un ruido a lo lejos; un ruido que se repite.
            -La alarma de un coche –contestó su madre-. A veces se disparan y tardan en apagarlas.
            -No, no es eso. Son dos ruiditos que se repiten sin parar: es el piar de Ojitos, que no me lo puedo quitar de aquí -señaló con la mano a la frente-; lo tengo clavado en mi cabeza, lo oigo siempre, parece como si estuviera vivo: lo tengo aquí, aquí, es la voz de Ojitos, mamá.
            A Laura se le empañaron los ojos. “No pienses más en él”, dijo. “Ojitos no sufre ya. Ahora debes descansar, hijo, busca el sueño. Piensa en el cielo, hijito. Duerme en paz”.
            Ojitos también descansaba en su triste sueño. Pero el sueño de Ojitos mañana no tendría su despertar.