viernes, 3 de enero de 2020

DISTOPÍA





DISTOPÍA  


            Distopía: utopía que nos muestra la imagen de un futuro peor.


            El Estado es algo así como la organización de toda la sociedad para servirse a sí misma. En esa organización no pueden estar todos, porque entonces habría tantos administradores como administrados y eso sería el colmo de la ineficacia; toda organización debe ser trabajo de unos pocos para poder beneficiar al conjunto.
            Ahora bien, una parte de ese trabajo debe destinarse a alimentar a la misma organización que lo realiza; nadie duda de que si una de sus misiones es repartir los bienes comunes, una parte de esos bienes debe servir para pagar a los funcionarios mismos que los están repartiendo, porque si desaparecen los administradores desaparece también la administración; no se puede trabajar en beneficio de todos si no se trabaja también en beneficio de uno mismo, es de cajón: si un Estado no alimenta a sus funcionarios no puede esperar que sus funcionarios lo alimenten a él; y alimentarlo a él es alimentar al conjunto de todos los ciudadanos.
            Hemos visto que el Estado es una parte de la sociedad puesta al servicio de la sociedad entera; el lugar donde unos pocos trabajan para todos, y esos pocos han sido puestos en su sitio por voluntad de todos (representados en mayorías, si no unánimes, sí, por lo menos, con vocación de consenso). Hay Estados, claro está, cuyos administradores se han puesto a sí mismos por voluntad propia en contra de la voluntad de los demás, es decir por la fuerza; y administradores que, en lugar de defender a sus administrados, se defienden de ellos; esta defensa puede hacerse por las armas, por los mitos o por ambas cosas a la vez; por ejemplo, obligando a aceptar que su razón de ser es la voluntad de dios sin posibilidad de comprobar si esa voluntad es auténtica en cada caso.
            Se ha dicho que el Estado es la totalidad de los ciudadanos, y no es así; el Estado es la expresión de la voluntad de todos, y esa voluntad se encarna en una parte de la sociedad; cuando esa parte impone su voluntad a la de todos se produce una subversión de la parte contra el todo, una usurpación que en literatura tiene el nombre de sinécdoque: decir que tenemos cabezas de ganado cuando queremos decir que tenemos los cuerpos enteros de los animales es como hablar de la voluntad del Estado cuando queremos referirnos a la voluntad de toda la sociedad; una cabeza sin su cuerpo estaría muerta, del mismo modo que el Estado sin la sociedad no podría o no debería mandar: pues no podría vivir.


            Pues bien: cuando el Estado se presenta como una voluntad que afecta a todos sin que emane de ellos, que obliga a todos a servirle en lugar de servir él a todos, entonces se llama totalitarismo. Un gobierno totalitario es aquel que, en lugar de servir a la sociedad, se sirve de ella; porque donde tenía que haber una voluntad general sólo hay una voluntad particular que la suplanta y usurpa, como un impostor; el beneficio colectivo se ha convertido en beneficio de unos pocos y el monarca absoluto, lejos de ser representante de todo el conjunto, le usurpa su voluntad. Lo mismo sucede cuando la mayoría de la gente se pone al servicio de unos pocos: no importa que numéricamente sean mayoría, aunque sean una mayoría abrumadora, sino que ponen su libertad en manos de una minoría y esa renuncia a sus propios derechos es, como cuando le vendemos el alma al diablo, un contrato de nulo derecho.
            Afirmaba MacIntyre que toda actividad tiene objetivos esenciales, como enseñar para el profesor, construir casas para el arquitecto o cuidar de la salud para el médico: a eso lo llamaba bienes internos, beneficios intrínsecos, funciones inherentes a la propia actividad: un médico que no quiere cuidar de la salud de sus pacientes no es que sea un mal médico, es que no es un médico. Ahora bien, todas esas actividades tienen también bienes externos, como ganar dinero; un profesor, un arquitecto o un médico tienen derecho a cobrar por enseñar, construir y curar; pero si sólo trabajan para cobrar se están olvidando de los bienes propios de su oficio y entonces se vuelven corruptos; un médico que no quiere curar a quien no le puede pagar es tan corrupto como un maestro que no enseña a quienes quieren aprender más, sino a quienes tienen menos interés pero más dinero. La corrupción, que consiste en sustituir los bienes internos por los externos, no es más que servir al dinero en lugar de servir a la medicina, a la enseñanza o a la construcción; y no es servir para curar, enseñar o construir, sino servirse de esos oficios como fuente de riqueza: como fuente de utilidad.
            También una administración que vive a costa de sus administrados es una administración corrupta. Está al servicio de todos, no los ciudadanos al servicio de ella. Podemos admitir que si tiene pocos medios para hacer su trabajo éste se vuelve difícil; que tanto los administradores como los administrados tienen que sufrir las consecuencias de una organización insuficientemente atendida, sufriendo largas esperas en largas colas, muchas inclemencias e inconvenientes, muchas incomodidades; todo eso lo podemos soportar cuando los medios de que se dispone no son suficientes; todo, menos que desaparezca el servicio que nos tienen que dar; no es lo mismo ponerlo a uno en lista de espera que decirle que se vaya porque no hay sitio para él en ninguna lista.
            Es lo que está sucediendo en las jefaturas provinciales de tráfico (y uno puede suponer que en otras administraciones también). Supongamos que hemos adquirido un coche de segunda mano: uno tiene que formalizar el contrato, pagar los impuestos correspondientes en hacienda y llevarlo todo a tráfico para que formalicen el cambio de titularidad. Uno va a tráfico y le dicen que debe ir con cita previa: hasta ahí, todo va bien. Pero vuelve a casa y pide cita por teléfono y le dicen que no hay sitio para él en todo el mes: admitámoslo; pero es que luego no le dan cita para el mes siguiente sino que la tiene que pedir todos los días intentándolo sin éxito: todo esto en el universo de los ordenadores. Uno tiene que estar todos los días, como si no tuviera otra cosa que hacer, probando suerte con el programa informático de las oficinas de tráfico; en horas de trabajo y fuera de ellas, y siempre con la misma respuesta: todas las horas están completas, inténtelo más tarde. Día a día, semana tras semana, un mes tras otro. Desesperado, uno  va a un taller y le pregunta al mecánico, y la respuesta del mecánico es que sospecha que todo está pensado para que pongamos nuestros asuntos en manos de las gestorías: para que les paguemos a ellas por un servicio que nosotros mismos podríamos hacer gratis. Es como para pensar que tenemos que alimentar a la maquinaria administrativa; una maquinaria que está hecha (ésa es su función) para servirnos, para alimentarnos a nosotros.


            Lo comentas con amigos conocidos y te cuentan cosas increíbles. ¿Eso te ha pasado en Segovia? En Madrid es igual. Inténtalo en Toledo, o en Ávila, que allí puede salir mejor. Eso es. Salir de mi provincia, desplazarme en autobús, comer fuera y perder un día de trabajo. Y eso porque en mi provincia no me hacen ese servicio. ¿Qué administración es esa? ¿No tenemos ordenadores? ¿No hay programas informáticos que te puedan colocar a la cola, aunque te toque dentro de dos meses, pero que no te obliguen a intentarlo día tras día sin saber nunca cuándo te van a dar cita? Uno acaba añorando los viejos tiempos en que había que hacer cola y desesperarse, pero te lo hacían, bien que mal, todo en el mismo día. Es como si estuviéramos en el mundo de Metrópolis que imaginó Fritz Lang, o en el del gran hermano de Orwell, o en las distopías de Husley, o en los tiempos modernos de Chaplin, para qué seguir… El mundo de la tiranía ha llegado ya. Tiene forma de democracia, ¿qué no sería si viviéramos en dictadura? Vives para servir a la máquina, al ordenador que manda en todos los ordenadores, al cerebro que piensa en lugar del tuyo, siendo el tuyo de neuronas y el otro de hojalata. El futuro distópico ha llegado ya.
            Si el Estado debe ser la sociedad organizada para servir al ciudadano y es el ciudadano el que sirve al Estado. Si la administración es una herramienta en manos del ciudadano y es el ciudadano el que acaba siendo herramienta del administrador. Si la máquina está para servir al usuario y es el usuario quien sirve a la máquina. Si él debe darle órdenes a la máquina y es él quien, refiriéndose a la máquina, dice muchas veces: “no me deja”. Si pasan esas cosas: entonces es que debemos temer que la finalidad de la administración es esclavizar al administrado y lo que es peor: que ahora el tirano no es un político convertido en poder absoluto, sino que el poder absoluto es una máquina que manda en quien le manda y que, como el ordenador de Kubrik (que se llama Hal como si fuera dios), acaba tomando el poder sobre las cosas humanas, incluso sobre los políticos. Si esas cosas empiezan a suceder, es que el futuro ya ha llegado; pero no ha llegado cualquier futuro: el que ha llegado es el futuro distópico, el que nunca querríamos ver llegar, aquel que temían los pensadores utópicos más pesimistas. ¿Un pesimista es un optimista bien informado? Cuidado, cuidado.
            Yo sólo quería tener mi título de propiedad. Los papeles de identificación míos y del coche. Porque sin eso no lo podía llevar a la inspección técnica del vehículo (el cual, por ser de segunda mano, ya estaba viejo). Y lo quería para traer a mi madre a casa. Y para celebrar juntos la navidad. Y para ir con ella al cementerio cuando se acercaba el día de los santos. Y para enseñarles a unos amigos, que venían de visita, unas cuantas cosas bonitas de ver. Todo eso lo quería hacer y no he podido. Porque me han dado cita en tráfico casi cuatro meses después de haberlo comprado. Porque la administración me ha hecho perder el tiempo. Porque, al ponerme yo a su servicio y no ella al mío, se ha transformado en burocracia. Y porque estamos sirviendo todos al dictado de unas máquinas. O quizá peor (y no quiero pensar que sea cierto), porque los administradores sean unas máquinas al servicio de políticos que sean máquinas también. Y peor aún: que los mismos trabajadores de la administración sean máquinas que se creen superiores porque trabajan allí y nos tratan a todos como sus engranajes. Decía Unamuno que los españoles, pensando que “del rey abajo, ninguno”, no aceptaban ninguna otra autoridad que no sea la del déspota: a los demás nos tratan como seres insignificantes. Dicen en Francia que muchos se creen caca y no llegan a pedo; y que se tiran pedos por encima de donde tienen el culo. Otros los llaman el pequeño poder. Y uno tiene derecho a pensar que, aunque haya muchos que sean así, hay muchos otros que no lo son. Porque creemos en la bondad natural del ser humano. Y porque es la única garantía que tenemos de que nunca, por mucho que nos asuste lo que ya está sucediendo, nunca suceda que nos lleguen a gobernar las máquinas.



1 comentario:

  1. Muchos han tratado esta utopía de un futuro caótico, insulso y audaz.El Estado y Sociedad son tan tiranos a la vez en una suerte de mixtura deprimente, pero futuro al fin. Rescato:"El mundo de la tiranía ha llegado ya. Tiene forma de democracia, ¿qué no sería si viviéramos en dictadura? Vives para servir a la máquina, al ordenador que manda en todos los ordenadores, al cerebro que piensa en lugar del tuyo, siendo el tuyo de neuronas y el otro de hojalata. El futuro distópico ha llegado ya."

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