DISTOPÍA
Distopía: utopía que
nos muestra la imagen de un futuro peor.
El
Estado es algo así como la organización de toda la sociedad para servirse a sí
misma. En esa organización no pueden estar todos, porque entonces habría tantos
administradores como administrados y eso sería el colmo de la ineficacia; toda
organización debe ser trabajo de unos pocos para poder beneficiar al conjunto.
Ahora
bien, una parte de ese trabajo debe destinarse a alimentar a la misma
organización que lo realiza; nadie duda de que si una de sus misiones es
repartir los bienes comunes, una parte de esos bienes debe servir para pagar a
los funcionarios mismos que los están repartiendo, porque si desaparecen los
administradores desaparece también la administración; no se puede trabajar en
beneficio de todos si no se trabaja también en beneficio de uno mismo, es de
cajón: si un Estado no alimenta a sus funcionarios no puede esperar que sus
funcionarios lo alimenten a él; y alimentarlo a él es alimentar al conjunto de
todos los ciudadanos.
Hemos
visto que el Estado es una parte de la sociedad puesta al servicio de la
sociedad entera; el lugar donde unos pocos trabajan para todos, y esos pocos
han sido puestos en su sitio por voluntad de todos (representados en mayorías,
si no unánimes, sí, por lo menos, con vocación de consenso). Hay Estados, claro
está, cuyos administradores se han puesto a sí mismos por voluntad propia en
contra de la voluntad de los demás, es decir por la fuerza; y administradores
que, en lugar de defender a sus administrados, se defienden de ellos; esta
defensa puede hacerse por las armas, por los mitos o por ambas cosas a la vez;
por ejemplo, obligando a aceptar que su razón de ser es la voluntad de dios sin
posibilidad de comprobar si esa voluntad es auténtica en cada caso.
Se
ha dicho que el Estado es la totalidad de los ciudadanos, y no es así; el
Estado es la expresión de la voluntad de todos, y esa voluntad se encarna en
una parte de la sociedad; cuando esa parte impone su voluntad a la de todos se
produce una subversión de la parte contra el todo, una usurpación que en
literatura tiene el nombre de sinécdoque: decir que tenemos cabezas de ganado
cuando queremos decir que tenemos los cuerpos enteros de los animales es como
hablar de la voluntad del Estado cuando queremos referirnos a la voluntad de
toda la sociedad; una cabeza sin su cuerpo estaría muerta, del mismo modo que
el Estado sin la sociedad no podría o no debería mandar: pues no podría vivir.
Pues
bien: cuando el Estado se presenta como una voluntad que afecta a todos sin que
emane de ellos, que obliga a todos a servirle en lugar de servir él a todos,
entonces se llama totalitarismo. Un gobierno totalitario es aquel que, en lugar
de servir a la sociedad, se sirve de ella; porque donde tenía que haber una
voluntad general sólo hay una voluntad particular que la suplanta y usurpa,
como un impostor; el beneficio colectivo se ha convertido en beneficio de unos
pocos y el monarca absoluto, lejos de ser representante de todo el conjunto, le
usurpa su voluntad. Lo mismo sucede cuando la mayoría de la gente se pone al
servicio de unos pocos: no importa que numéricamente sean mayoría, aunque sean
una mayoría abrumadora, sino que ponen su libertad en manos de una minoría y
esa renuncia a sus propios derechos es, como cuando le vendemos el alma al
diablo, un contrato de nulo derecho.
Afirmaba
MacIntyre que toda actividad tiene objetivos esenciales, como enseñar para el
profesor, construir casas para el arquitecto o cuidar de la salud para el
médico: a eso lo llamaba bienes internos, beneficios intrínsecos, funciones
inherentes a la propia actividad: un médico que no quiere cuidar de la salud de
sus pacientes no es que sea un mal médico, es que no es un médico. Ahora bien,
todas esas actividades tienen también bienes externos, como ganar dinero; un
profesor, un arquitecto o un médico tienen derecho a cobrar por enseñar,
construir y curar; pero si sólo trabajan para cobrar se están olvidando de los
bienes propios de su oficio y entonces se vuelven corruptos; un médico que no
quiere curar a quien no le puede pagar es tan corrupto como un maestro que no
enseña a quienes quieren aprender más, sino a quienes tienen menos interés pero
más dinero. La corrupción, que consiste en sustituir los bienes internos por
los externos, no es más que servir al dinero en lugar de servir a la medicina,
a la enseñanza o a la construcción; y no es servir para curar, enseñar o
construir, sino servirse de esos oficios como fuente de riqueza: como fuente de
utilidad.
También
una administración que vive a costa de sus administrados es una administración
corrupta. Está al servicio de todos, no los ciudadanos al servicio de ella.
Podemos admitir que si tiene pocos medios para hacer su trabajo éste se vuelve
difícil; que tanto los administradores como los administrados tienen que sufrir
las consecuencias de una organización insuficientemente atendida, sufriendo
largas esperas en largas colas, muchas inclemencias e inconvenientes, muchas
incomodidades; todo eso lo podemos soportar cuando los medios de que se dispone
no son suficientes; todo, menos que desaparezca el servicio que nos tienen que
dar; no es lo mismo ponerlo a uno en lista de espera que decirle que se vaya
porque no hay sitio para él en ninguna lista.
Es
lo que está sucediendo en las jefaturas provinciales de tráfico (y uno puede suponer
que en otras administraciones también). Supongamos que hemos adquirido un coche
de segunda mano: uno tiene que formalizar el contrato, pagar los impuestos
correspondientes en hacienda y llevarlo todo a tráfico para que formalicen el
cambio de titularidad. Uno va a tráfico y le dicen que debe ir con cita previa:
hasta ahí, todo va bien. Pero vuelve a casa y pide cita por teléfono y le dicen
que no hay sitio para él en todo el mes: admitámoslo; pero es que luego no le
dan cita para el mes siguiente sino que la tiene que pedir todos los días
intentándolo sin éxito: todo esto en el universo de los ordenadores. Uno tiene
que estar todos los días, como si no tuviera otra cosa que hacer, probando suerte
con el programa informático de las oficinas de tráfico; en horas de trabajo y
fuera de ellas, y siempre con la misma respuesta: todas las horas están
completas, inténtelo más tarde. Día a día, semana tras semana, un mes tras
otro. Desesperado, uno va a un taller y
le pregunta al mecánico, y la respuesta del mecánico es que sospecha que todo
está pensado para que pongamos nuestros asuntos en manos de las gestorías: para
que les paguemos a ellas por un servicio que nosotros mismos podríamos hacer
gratis. Es como para pensar que tenemos que alimentar a la maquinaria
administrativa; una maquinaria que está hecha (ésa es su función) para
servirnos, para alimentarnos a nosotros.
Lo
comentas con amigos conocidos y te cuentan cosas increíbles. ¿Eso te ha pasado
en Segovia? En Madrid es igual. Inténtalo en Toledo, o en Ávila, que allí puede
salir mejor. Eso es. Salir de mi provincia, desplazarme en autobús, comer fuera
y perder un día de trabajo. Y eso porque en mi provincia no me hacen ese
servicio. ¿Qué administración es esa? ¿No tenemos ordenadores? ¿No hay
programas informáticos que te puedan colocar a la cola, aunque te toque dentro
de dos meses, pero que no te obliguen a intentarlo día tras día sin saber nunca
cuándo te van a dar cita? Uno acaba añorando los viejos tiempos en que había
que hacer cola y desesperarse, pero te lo hacían, bien que mal, todo en el
mismo día. Es como si estuviéramos en el mundo de Metrópolis que imaginó Fritz
Lang, o en el del gran hermano de Orwell, o en las distopías de Husley, o en
los tiempos modernos de Chaplin, para qué seguir… El mundo de la tiranía ha
llegado ya. Tiene forma de democracia, ¿qué no sería si viviéramos en
dictadura? Vives para servir a la máquina, al ordenador que manda en todos los
ordenadores, al cerebro que piensa en lugar del tuyo, siendo el tuyo de
neuronas y el otro de hojalata. El futuro distópico ha llegado ya.
Si
el Estado debe ser la sociedad organizada para servir al ciudadano y es el
ciudadano el que sirve al Estado. Si la administración es una herramienta en
manos del ciudadano y es el ciudadano el que acaba siendo herramienta del
administrador. Si la máquina está para servir al usuario y es el usuario quien
sirve a la máquina. Si él debe darle órdenes a la máquina y es él quien,
refiriéndose a la máquina, dice muchas veces: “no me deja”. Si pasan esas
cosas: entonces es que debemos temer que la finalidad de la administración es
esclavizar al administrado y lo que es peor: que ahora el tirano no es un
político convertido en poder absoluto, sino que el poder absoluto es una
máquina que manda en quien le manda y que, como el ordenador de Kubrik (que se
llama Hal como si fuera dios), acaba tomando el poder sobre las cosas humanas,
incluso sobre los políticos. Si esas cosas empiezan a suceder, es que el futuro
ya ha llegado; pero no ha llegado cualquier futuro: el que ha llegado es el
futuro distópico, el que nunca querríamos ver llegar, aquel que temían los
pensadores utópicos más pesimistas. ¿Un pesimista es un optimista bien
informado? Cuidado, cuidado.
Yo
sólo quería tener mi título de propiedad. Los papeles de identificación míos y
del coche. Porque sin eso no lo podía llevar a la inspección técnica del
vehículo (el cual, por ser de segunda mano, ya estaba viejo). Y lo quería para
traer a mi madre a casa. Y para celebrar juntos la navidad. Y para ir con ella
al cementerio cuando se acercaba el día de los santos. Y para enseñarles a unos
amigos, que venían de visita, unas cuantas cosas bonitas de ver. Todo eso lo
quería hacer y no he podido. Porque me han dado cita en tráfico casi cuatro
meses después de haberlo comprado. Porque la administración me ha hecho perder
el tiempo. Porque, al ponerme yo a su servicio y no ella al mío, se ha transformado
en burocracia. Y porque estamos sirviendo todos al dictado de unas máquinas. O
quizá peor (y no quiero pensar que sea cierto), porque los administradores sean
unas máquinas al servicio de políticos que sean máquinas también. Y peor aún:
que los mismos trabajadores de la administración sean máquinas que se creen superiores
porque trabajan allí y nos tratan a todos como sus engranajes. Decía Unamuno
que los españoles, pensando que “del rey abajo, ninguno”, no aceptaban ninguna otra
autoridad que no sea la del déspota: a los demás nos tratan como seres insignificantes.
Dicen en Francia que muchos se creen caca y no llegan a pedo; y que se tiran
pedos por encima de donde tienen el culo. Otros los llaman el pequeño poder. Y
uno tiene derecho a pensar que, aunque haya muchos que sean así, hay muchos
otros que no lo son. Porque creemos en la bondad natural del ser humano. Y
porque es la única garantía que tenemos de que nunca, por mucho que nos asuste
lo que ya está sucediendo, nunca suceda que nos lleguen a gobernar las
máquinas.
Muchos han tratado esta utopía de un futuro caótico, insulso y audaz.El Estado y Sociedad son tan tiranos a la vez en una suerte de mixtura deprimente, pero futuro al fin. Rescato:"El mundo de la tiranía ha llegado ya. Tiene forma de democracia, ¿qué no sería si viviéramos en dictadura? Vives para servir a la máquina, al ordenador que manda en todos los ordenadores, al cerebro que piensa en lugar del tuyo, siendo el tuyo de neuronas y el otro de hojalata. El futuro distópico ha llegado ya."
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