viernes, 24 de enero de 2020

LA SINFONÍA DEL NUEVO MUNDO




LA SINFONÍA DEL NUEVO MUNDO


            El día 20 de noviembre de 2020 se presentó en Segovia La sinfonía del nuevo mundo. La escribí hace algo más de dos años, pero ha estado guardada en un cajón hasta que hace unos meses decidí publicarla. Mercedes Gómez Blesa, filósofa, ensayista y poeta, aceptó presentarla, y con sus preguntas se entabló ante el público un diálogo al que siguió un coloquio que se movió entre la filosofía, la poesía y la novela. El diálogo que aquí se reproduce es un extracto de aquel que tuvo lugar en la Casa de la Lectura de Segovia; se le añaden algunas consideraciones que tuve la oportunidad de hacer en otros lugares, especialmente en la televisión de Segovia.
             La sinfonía del nuevo mundo nos habla, claro está, de un trasiego migratorio entre España y América; pero la referencia a Dvorak esconde todavía un aliento más profundo: el de la gente humilde, los niños pobres, por un nuevo mundo donde dejen de ser maltratados y puedan ser felices: y puedan, por lo tanto, ir también a la escuela; montado en su barca a la orilla del mar, en la noche de Cádiz donde aletean las aguas, Grajo se eleva en su mente como se elevaba don Quijote a lomos de Clavileño; surcando los aires y adentrándose en los cielos de Pitágoras donde suena, para quien quiera escucharla, una embriagadora música celestial.
A lo largo de tres capítulos (Samarkanda, Historias de Cádiz y La colmena) se va desgranando la vida cotidiana de unos personajes que transitan, entre La Granja y Cádiz, hasta el final de la segunda guerra carlista; y es un mundo que no saldrá nunca en los libros de historia; el de la gente callada, humilde, gente anónima que sobrevive como puede.
            El protagonista es Luis Fernández Fabre; vive en Cádiz; en su juventud llegó a ser compañero de fortuna de José María El Tempranillo, pero ahora, convertido en comerciante, es invitado por un amigo a visitar La Granja; aquel verano de 1836 se produce la rebelión de los sargentos y Luis asiste, en el paisaje agreste de Valsaín, al rescate de los ideales de la Ilustración en medio de un universo de leyendas. Luego, en Cádiz, el estallido de la segunda guerra carlista pone patas arriba las pequeñas historias de la gente humilde. Y el naufragio del barco donde viajan los papeles de los que dependen sus negocios lo impulsará, finalmente, a emigrar hacia América.

La sinfonía del nuevo mundo es una novela sobre la historia, y para hablar de historia recurres a las metáforas. ¿Qué es, a fin de cuentas, eso que llamamos historia?

            El río es una metáfora de la historia. Si lo miramos de cerca veremos correr sus aguas, más o menos atropelladas, sosegadas en el mar, tumultuosas en la sierra: pero sea como sea su flujo siempre veremos la corriente. Y si miramos desde el cielo, como si estuviéramos en un avión, veremos un hilo de plata que no se mueve, como esos belenes en los que representan los ríos con una cinta plateada. Si contemplamos de cerca los acontecimientos de la historia nos parecerán un flujo atropellado de cosas que no paran de pasar, pero si los miramos con cierta perspectiva nos parecerá un cuadro inmóvil donde nada pasa y todo queda; las épocas de la historia son como pinturas donde el movimiento está detenido, pero las historias que pasan en ellas son tiempo contenido y recordado; el Siglo de Oro es un cuadro, pero las aventuras del capitán Alatriste son relatos trepidantes, emociones sin freno.
            La sinfonía del nuevo mundo es a la vez un cuadro y una narración; en tanto que cuadro es espacio, en tanto que narración es tiempo; como espacio pictórico es poesía, como narración es novela; nos encontramos, por lo tanto, ante una novela poética: es una mezcla de géneros; la narración pide ritmo, movimiento, y la poesía, que tiene naturaleza contemplativa, pide detenerlo; creo que he conseguido articular ambas formas de escritura, y ahora la tarea es sincronizarlas; el cambio de ritmo, de lento a rápido, es el gran reto que tiene por delante la novela poética.


            Eso encaja perfectamente con el papel que asignas al espacio y al tiempo.

            Es exacto. Ya he dicho que la novela poética es, en tanto que poesía, espacio, y en tanto que novela, tiempo. Hay una coincidencia curiosa entre dos filosofías que se expresan de manera muy parecida: para María Zambrano la filosofía es razón poética, y para Ortega y Gasset es razón narrativa (razón histórica); ambos coinciden en una cosa, y es que tanto la poesía como la historia son dos caras de la razón vital; y los dos están hablando de lo mismo, pero desde dos perspectivas diferentes.

            En un momento de la novela hablas fugazmente de aquel  “filósofo de las gafas de búho” o algo así; te refieres a Unamuno, especialmente a lo que dice sobre la historia cotidiana: hablemos de Unamuno; hablemos de intrahistoria.

            Unamuno dice que lo que llamamos historia es el mundo que hace ruido; el de los periódicos, los agitadores, los cuarteles, ese ruido de botas y de sables, los políticos vociferantes, las peleas parlamentarias, las masas enfervorizadas, coléricas, los cánticos, las banderas… Dentro hay otro mundo callado; que siente y que late, que pasa sin notarse, un mundo modesto, humilde, recogido, mundo que trabaja y que llena con su silencio la vida cotidiana. Unamuno lo ilustra con la metáfora del mar: arriba, en la superficie, están las olas agitadas, la espuma de las tormentas, el ruido, el viento, el chapoteo, la marejada; y la mar gruesa, la marea que sube y que baja, el agua que se rompe contra las rocas… Y dentro, muy dentro, en las profundidades del mar, reinan la quietud y el silencio; y es el sitio donde nada se mueve, nada se agita, la tranquilidad absoluta donde nunca pasa nada; más allá de la historia, o más bien dentro de ella, lejos de la superficie, está la intrahistoria; en sus entrañas está la historia callada de la gente humilde donde nunca pasa nada.
            Yo también tengo mis metáforas. Metáfora del Amazonas. Uno puede surcar en una lancha la superficie tranquila del río sin sospechar que dentro corren las aguas revueltas arrastrando tierras, animales y troncos arrancados de cuajo; esos troncos de las profundidades pueden hacer volcar la lancha que se desliza por las superficies tranquilas. ¿Qué quiere decir eso? Que la misma historia que hace ruido en la superficie del mar está tranquila en la superficie del Amazonas; y la misma intrahistoria que es quietud y calma en los fondos marinos es torbellino y ruido en el fondo de los ríos. Tanto la historia como la intrahistoria tienen sus silencios y sus ruidos. La intrahistoria es la vida cotidiana donde nunca pasa nada; pero también las peleas de borrachos en las tabernas, las voces que atruenan en un partido de fútbol, las peleas de “Sálvame”, la matanza de Puerto Urraco. Y sobre esta reconsideración del ruido y del silencio hay que construir otra teoría de la historia; alejada de los dualismos maniqueos y abierta a los muchos tonos grises que hay entre el blanco y el negro.

            ¿Qué papel asignas a la figura del historiador?

            El papel de intérprete. El historiador busca datos y los datos son objetivos: pero después los interpreta y esto introduce necesariamente subjetividad. Hay una metáfora que utilizo muchas veces para explicar este fenómeno: la de la superficie del lago. Cuando el lago está limpio y poco profundo sus aguas son transparentes y muestran lo que hay en el fondo, como si estuviéramos mirando por una ventana, o a través de un cristal. Pero cuando sus aguas son profundas y su superficie, tranquila, no está rizada por el viento, lo que reflejan no es lo que tienen dentro (el fondo del lago), sino lo que tienen encima (el cielo que se retrata, con sus montañas y sus nubes, como en un espejo; y, por debajo de él, se refleja también la cara de quien está mirando).
            ¿Qué es el historiador? Un observador que a veces ve datos en lo que tiene ante los ojos (el fondo del lago) y otras se ve a sí mismo, cuando las aguas del lago funcionan como un espejo y no como un cristal: en este caso cree que cuenta lo que hay fuera y en realidad lo que cuenta es lo que tienen dentro. En La sinfonía del nuevo mundo hay dos observadores que analizan la realidad y lo que en realidad hacen es retratarse en ella a sí mismos; miran la misma realidad y ven cosas diferentes; lo que para el sargento Gómez es un grupo de soldados honrados sublevados contra la injusticia, para don Manuel Barrio es una banda de borrachos y malhechores.
            Las aguas transparentes no son las aguas cristalinas. Las primeras muestran la realidad que miramos, las segundas, la realidad de quien mira. Cuando Stendhal caracterizaba la novela como un espejo paseándose a lo largo de un camino quizá quiso decir cristal, y entonces era novela realista; pero dijo espejo y eso tiene que ver más con el romanticismo.


            Cuéntanos ahora cómo es tu escritura: ¿escribes para reflejar la realidad o para expresar tus sentimientos?

            Te voy a contestar tomando como punto de partida la estética de Agota Kristof. Agota Kristof ha escrito una trilogía desconcertante que lleva por título Klaus y Lucas: dos hermanos que sobreviven anímicamente escribiendo cosas en su cuaderno. Un día se preguntan cómo tienen que escribir, o, más bien, qué cosas tienen que contar (p. 31); después de pensarlo detenidamente concluyen: “está prohibido decir ‘el pueblo es bonito’ porque puede ser bonito para nosotros y feo para otras personas”; o “escribimos ‘comemos muchas nueces’ y no ‘nos gustan las nueces’ porque la palabra ‘gustar’ carece de precisión y objetividad”; o sea que las palabras que definen los sentimientos son muy vagas y es mejor evitar usarlas.
            Ya está planteada aquí toda una declaración de intenciones. Según los presupuestos de esta estética tenemos que escribir sobre lo que nos pasa y no sobre lo que sentimos; hay que exponer los hechos, no interpretarlos; por lo tanto, la descripción y el concepto son las armas expresivas por excelencia, no la metáfora y el símil. Es lo que podríamos llamar un positivismo estético.
            La realidad, por tanto, se divide en dos grandes bloques: lo que se puede comunicar y lo incomunicable; lo que se dice con palabras y lo inefable; la palabra “pez” tiene una referencia clara y un significado evidente, pero no la palabra “amor”, que significa tantas cosas distintas como personas lo sienten (y es, por eso, un término equívoco). No podemos, pues, hablar de sentimientos sino de sus manifestaciones; no tiene sentido decir “tengo miedo” pero se muestra el llanto, no la tristeza.
            Este positivismo muestra rápidamente sus límites: la propia trilogía de Klaus y Lucas es prueba de ello. La manifestación del pulso acelerándose puede corresponder al miedo, sí, pero también al amor, la lucha, la ira, y expresar un sentimiento por su manifestación sería limitar el vocabulario y nombrar el género para referirse a la especie, como cuando decimos “árbol” y queremos decir “ciprés”; el positivismo estético se caracteriza por una impotencia expresiva y, por tanto, por una pobreza de vocabulario; sobrarían la mayor parte de las palabras del diccionario si nos expresáramos así.
           Sería un realismo claudicante porque ¿qué debemos entender por realidad? ¿Sólo lo que vemos en los cristales, en el fondo del lago, o también lo que nos muestran los espejos? ¿La realidad es sólo lo que tenemos delante o también lo que tenemos dentro? Decía Carlos Saura que sus sueños son parte de su realidad, y que el lenguaje onírico también pertenece a su realismo; y que hay experiencias que no hemos vivido, como los abetos de Suecia, que no existen en el pueblo aragonés donde él nació; no existen allí, en efecto, pero existen en los cuentos de ogros y brujas que le contaron en su infancia. La realidad no es sólo lo que hemos visto, sino también lo que hemos sentido; hablar sólo de lo primero sería amputar la experiencia y dejarla coja. 


            El mundo existe pero sólo una parte es accesible al lenguaje, según dice Agota Kristoff; podemos hablar de lo que vemos, oímos o hacemos, no de lo que olemos, sentimos o degustamos. Es evidente que mi estética personal se encuentra en las antípodas de Agota Kristoff. Yo quiero expresar toda la realidad, por lo menos en la medida de lo posible. La realidad no se divide en expresable y muda, sino en fácilmente expresable y la que se dice con dificultad; la primera es el positivismo estético; la segunda, el verdadero realismo, en uno de cuyos extremos está el romanticismo que yo profeso; más allá se encuentra lo que no se puede expresar. Ahora bien, no existe una frontera entre lo que plantea muchas dificultades para expresarse y lo que no puede expresarse de ninguna manera; por lo tanto, hay que intentar expresarlo todo aunque el resultado final sea un fracaso parcial. De la misma manera, un enfermo grave no sabe si su enfermedad tiene curación, y ante la imposibilidad de saberlo, es mejor esforzarse en curar aun a riesgo de perder la batalla antes que rendirse y dejarse morir; porque con lo primero tenemos algunas posibilidades de salvación: con lo segundo, ninguna.
            Mi estética literaria es una apuesta decidida por expresarlo todo. Quien mucho abarca poco aprieta, dice el refrán, pero yo no quiero abarcarlo todo, sólo abordar la parte de realidad que me interesa: no la que me dejaría un positivismo que me prohibiera acercarme a cualquier tipo de realidad; me interesan los cristales, claro que sí, pero también asomarme a las otras ventanas que miran dentro de mí: para hundirme lo más que pueda dentro del alma. Al hacerlo, ansío dejarme llevar por esa especie de locura, esa manía de la que hablaba Platón cuando se refería a la pasión amorosa; y sobre todo al rapto que experimentamos cuando la inspiración nos saca de quicio y se siente uno fuera de sí, en el momento mismo en que más dentro de sí se mete, llegando a perder casi conciencia de sí mismo en el éxtasis que se produce cuando tocamos, o más bien rozamos, las profundidades.
            Sí: los cristales nos llevan a la objetividad, que es lo que se muestra con los ojos, o los oídos, a través de una barrera invisible que nos impide tocarlo de verdad; y los espejos nos llevan subjetividad, que es el rincón donde el individuo se hunde con lo universal y el tacto atraviesa esa barrera en que la carne se separa del espíritu; y a través de la carne, hundiéndonos en el alma, tocamos la realidad que palpita en el fondo más preciado de las entrañas.


            Te has reivindicado algunas veces como racionalista romántico: explícanos qué es esto.

            En su componente racionalista hay vertida una teoría de la razón: razón mecánica en primer lugar, que funciona de forma automática, por algoritmos (es la lógica que se puede programar en un ordenador y esperar a que se resuelva); razón intuitiva luego, como cuando Miró Quesada plantea que el matemático dé un salto por encima de los algoritmos y encuentre la solución sin seguir todos los pasos, de manera inspirada (lo que es particularmente interesante cuando los razonamientos contienen un número infinito de pasos); y razón poética, como cuando Zambrano aúna la metodología inspirada y el estudio del alma y desemboca en la poesía, no sólo como construcción (a la manera griega), sino como percepción de lo imperceptible, captación de lo inasible, hablando de lo inefable. Esto conduce a la evanescencia, al empleo (evidentemente intuitivo) de una lógica donde no se excluyen los contrarios: “vivo sin vivir en mí”, decían los místicos, quiero y no quiero a la vez, que “muero porque no muero”: lo que obliga al poeta a ir, más allá de la antítesis, hasta la paradoja. Y desemboca en una filosofía de la niebla; un modo de pensar donde las luces platónicas pueden quemar y las tinieblas ser cálidas, profundas y entrañables; la niebla es el territorio donde vemos y no vemos a la vez, donde cuanta más luz ponemos menos nítidas son las formas, y donde, en contra de todo positivismo, nos empeñamos en pensar lo que no se puede pensar y en hablar de lo inefable.
            Pero al hablar de racionalismo romántico también tenemos un componente romántico. Un abandono en brazos del sentimiento, contra el totalitarismo de la razón que encontramos en los escritos platónicos. Esta razón que llega a la cabeza procedente del corazón es, etimológicamente hablando, no ya lógica, sino cordura; se trata de un pensar sintiendo. Como ya viera Erasmo y Cervantes lo denunciara después, la única inteligencia que conocemos es la de los curas y barberos, que procede de manera ramplona y razona sin sentir; don Quijote es el caballero de la locura porque lucha contra los barberos y los curas, y, al ser loco, se comporta como el más cuerdo de los cuerdos. (Esto se complica después porque a la locura del pensar, que rescata sentimiento en la razón, se le une la locura del paranoico, que ve gigantes donde hay molinos: de modo que don Quijote es cuerdo y loco a la vez).

            ¿Cómo calificarías tu estilo a la hora de escribir una novela?

            En tanto que narración, es tiempo; y en tanto que filosofía, diálogo (acercándose al diálogo filosófico tal y como lo entendiera Platón). El diálogo sirve algunas veces para materializar momentos dramáticos, pero su misión principal, en mis novelas, es articular ideas. Como he dicho,  creo que he conseguido articular estos tres lenguajes y lograr, por lo tanto, una simbiosis entre filosofía, poesía y novela; ahora se trata de armonizarlas para no sacrificar el ritmo en aras de la contemplación y mucho menos de las ideas: ése es mi reto; que las tres perspectivas trabajen de manera coordinada y ninguna parasite a las otras. Creo que es posible una simbiosis, una coordinación de elementos dispares, una colaboración entre iguales.


            ¿En qué sentido podemos decir que La sinfonía del nuevo mundo es una continuación de Las caras del mar?

            No en un sentido narrativo, pero sí cronológico. Esta novela cuenta hechos acaecidos después de la primera; los personajes principales son los mismos, no así los secundarios; y la acción que se cuenta, salvo en algunos fragmentos, no es consecución de la anterior (ambos relatos sirven de exposición para los que vendrán después, que son su desarrollo y su desenlace). En Las caras del mar se cuenta la historia de Luis; en La sinfonía del nuevo mundo se cuenta la de Carmen; y ambas historias se juntan en un relato único a partir de la tercera novela, que llevará por título La paciencia del estoico.
            Sí hay una continuidad temática, mucho más que argumental. En Las caras del mar se aúnan todos los temas que se irán desarrollando en la saga: las relaciones entre historia y leyenda, entre poesía y novela, entre romanticismo y ciencia, entre el bien y el mal… La historia y la leyenda se desarrollarán en La sinfonía del nuevo mundo; el romanticismo y la ciencia, en La paciencia del estoico; entre poesía y novela y, paralelamente, música, en Huracán; la mano invisible aparecerá desarrollada en El ocaso de los ídolos… Pero eso no es óbice para que La sinfonía del nuevo mundo aborde también la relación entre poesía y ciencia, el bien y el mal y poesía y novela, que serán temas exclusivos para cada uno de los libros posteriores.

            La sinfonía del nuevo mundo: ¿por qué este título?

            Las seis novelas que configuran la historia tienen el título genérico de La saga de allende; y es así porque, vivamos donde vivamos, estemos donde estemos, siempre nos tenemos que marchar a otra parte y el aquí sólo tiene sentido a partir de un más allá. Hay un trasvase de experiencia entre España y América y de ahí el título, que ha sido tomado explícitamente de Anton Dvorak; pero hay un trasfondo social e histórico que sueña con la utopía; con un mundo donde los niños puedan ir a la escuela; donde las mujeres puedan ser madres; donde todos tengamos una celda en nuestra colmena sin que tengamos que ser siempre corales y madréporas: este ideal soñado es el verdadero referente de esta sinfonía, que tiene mucho de quijotesco.
            También hay un juego velado con el espectador. Un juego donde el autor engaña, haciéndole un guiño, al espectador, para divertirse con él. En una novela de Víctor Hugo titulada El 93 hay un capítulo que se titula, a su vez, “La masacre de San Bartolomé”; cualquiera podría pensar que se trata de la famosa masacre de los hugonotes que todos conocemos, pero no es así: trata de lo que hacen dos niños muy pequeños con un libro que habla de ella; le empiezan a romper las páginas, luego se las arrancan para divertirse, y lo que terminan haciendo con el libro es una auténtica masacre; la masacre del libro que habla de la masacre de San BArtolomé. También Tchaikovski compuso lo que se ha dado en llamar la sinfonía de los ingenuos, pues muchos quieren escucharla después de haber oído los tres primeros minutos y ese fragmento musical del principio ya no vuelve a aparecer en el resto de la composición. Yo también he querido jugar con el lector engañándolo un poco; haciéndole creer que el nuevo mundo es América: y lo es, desde luego, pero lo es detrás de esa connotación que poco a poco va ocupando el primer término de la escena: el nuevo mundo es la utopía.

Como continuación de Las caras del mar, La sinfonía del nuevo mundo es la segunda entrega de una saga de seis novelas. En ella queda plasmada una visión romántica de la vida, pero de un romanticismo que no reniega de la razón: al revés de lo que hicieron los románticos del siglo XIX, aquí no se mira la Ilustración con desconfianza. El sueño de la razón sólo produce monstruos cuando sus visiones se transforman en pesadillas.





1 comentario:

  1. Un nuevo libro, un nuevo texto, quererlo y mirarlo, un don que tienes querida Lechuza. Rescato que es un libro de poesía, historia, mancuerna maravillosa, al menos para mí, un abrazo lector.

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