LA MATRIOSCHKA
DEL MÉTODO “COCER” (3):
RESPETAR
La
necesidad es lo fatal, lo imprescindible, lo inexorable; cuando es
independiente de nuestro pensamiento es la descripción del ser de las cosas, y
se presenta como ley de la naturaleza; pero cuando depende de nuestras
decisiones es un deber, una obligación, y se manifiesta entonces como ley
moral; estas últimas son de dos tipos:
a) Obligaciones esenciales. Proceden de
nuestra naturaleza, y vienen a ser los derechos humanos que conforman, como se
ha dicho muchas veces, el derecho natural; faltamos a los deberes esenciales
cuando engañamos al tendero, cuando no cumplimos una promesa, o cuando acosamos
a la gente privándola de su libertad. El
respeto es una de nuestras obligaciones esenciales: es fruto de una decisión vivencial.
b) Obligaciones existenciales. Proceden
del entorno, de nuestra historia, de nuestros compromisos, y son todas las acciones que queremos llevar a cabo
(fruto, en este caso, de alguna decisión
circunstancial). Dar dinero para que me den fruta es una obligación
existencial, que no depende de mi naturaleza moral (aunque la implique), sino
de la forma como están regulados en un momento dado los intercambios
comerciales; y depende de la decisión (circunstancial) de comprar fruta en vez
de gastarme el dinero en ir al cine, por ejemplo. Ayudar al necesitado es una
obligación esencial; pagar impuestos (que sirve más o menos para lo mismo) es
una obligación existencial, pues depende de la legislación de cada país en cada
momento de su historia; lo primero es fruto de una decisión vivencial; lo
segundo, de una o varias decisiones circunstanciales.
Actuamos
siempre comparando lo que sucede con la experiencia, lo que nos pasa con lo que
nos ha pasado. Ya hemos visto que en nuestra mente hay un conjunto ordenado de
recuerdos que constituyen nuestra cultura;
y cuando conocemos cosas nuevas (es decir cuando descubrimos algo investigando
de manera fortuita, y cuando aprendemos), lo que hacemos es siempre cotejar
nuestras sensaciones nuevas con esa cultura. Pues bien, también tenemos
acumulada en nuestra mente una forma de actuar, que son los sentimientos que
hemos cultivado, los valores que hemos asumido; es como una fuente de donde
mana nuestro comportamiento; unos impulsos nos vienen del corazón, otros de las
tripas: nosotros hemos elegido cómo queremos ser (aunque a veces son las
circunstancias las que eligen por nosotros): es nuestro carácter, la manera de
ser que ha resultado de la interacción de nuestra naturaleza con nuestra historia.
Será
nuestra naturaleza el conjunto de impulsos esenciales, innatos, que son
nuestros instintos; ésa es la fuente de nuestra personalidad, la fuente desde
la que se construye nuestro ser (siempre sobre la realidad histórica en la que
nos ha tocado vivir): de ella se escapan nuestras decisiones como las burbujas
que brotan del champán y luego, al estallar, vuelven a él. Son las decisiones
circunstanciales; las que tomamos para actuar en los casos concretos, guiados
por nuestras decisiones vivenciales, que forjan la manera como queremos ser; y
las decisiones circunstanciales realimentan las mismas decisiones vivenciales
de las que previamente se han alimentado.
Para
elegir cómo queremos ser nos fijamos en cómo han sido otros; imitamos a algunas
personas que nos sirven de modelo, y que suelen atraernos por su forma de ser y
de comportarse (pues el ser se manifiesta siempre por el estar). De entre todos
los modelos que tenemos a mano, nuestra mente compara y toma los que más le
gustan, y unas veces se deja llevar por los instintos naturales (que son
buenos) y otras por los instintos sociales o históricos (que pueden ser malos).
El resultado depende de que nuestra naturaleza no haya sido tapiada, o cegada,
por la sociedad, y de que tengamos suficientes ejemplos donde elegir. Los instintos
naturales son reflejos innatos (entre ellos están los reflejos físicos y los
morales); pero los instintos históricos son los que hemos aprendido, y son,
frente a los reflejos naturales, reflejos condicionados.
Los
modelos que marcan nuestro ser forman parte de nuestra cultura; y aunque todos
tengamos los mismos instintos morales (esenciales), cada sociedad selecciona
los que más se adaptan a ella según el repertorio de ejemplos que hay en su
cultura; los caracteres verdaderamente grandes son los que se forjan tomando
distancia de la cultura en la que están inmersos, como un líquido amniótico; y,
rompiendo la cáscara de su historia, se sumergen en otro líquido amniótico más
auténtico: el de su naturaleza; en el que flotaba, sin mezclarse, la cáscara en
la que se aislaba la cultura como otro líquido subalterno en el que flotábamos
al nacer. Hay que distinguir, frente a la cultura,
la naturaleza de nuestro ser, que
algunas veces sale a la luz sin necesidad de ejemplos que la guíen; y que, las
más de las veces, emerge sólo parcialmente seleccionando aquellos aspectos
compatibles con nuestra cultura: éste es el carácter que muy bien podemos
considerar nuestra naturaleza histórica:
fruto, en primera instancia, de nuestra cultura colectiva, que es donde
cristaliza nuestra historia colectiva;
y fruto, también, de nuestra historia
personal.
Ya
hemos visto que el respeto, que es una de nuestras obligaciones esenciales, es
fruto de una decisión vivencial. El respeto es la aceptación de la naturaleza
de las cosas: no de su historia; la historia se acepta como un hecho, no como
un derecho; como una verdad, con como un deseo; yo puedo aceptar la verdad del
fanatismo almohade sin aceptar que esa forma de vida sea un modelo deseable.
Pues bien: respetar a las personas, lo mismo que respetar la realidad, es
aceptarlas como son, no como actúan; sólo podemos aceptar su conducta cuando
está en consonancia con su ser, porque la naturaleza no puede ser violada por
la cultura, no debe, es una interferencia que no se puede aceptar.
Así
pues, el respeto no puede ser ciego: respetar una situación es conocerla
primero, después comprenderla y sentirla en su ser; sólo entonces podemos
elegir la manera de comportarnos con ella. Centrémonos en el respeto a las personas:
¿cómo las podremos conocer? No se trata de conocer su historia, sino solamente
su naturaleza: que es la misma que la nuestra; con vernos a nosotros ya estamos
viendo a los demás. Ahora bien: ¿cómo juzgaremos lo que ha hecho otra persona
en una situación determinada, en un caso concreto? Tenemos que ponernos en su
lugar. Necesitamos ver desde la perspectiva de los otros para comprenderlos
bien; y estamos demasiado acostumbrados a verlo todo sólo desde nuestro punto
de vista. Es como cuando nos miramos en un espejo: en el espejo nos vemos como
los otros nos ven: es la empatía; Kant la expresó de otra manera: no hagas a
los demás lo que no quieras que te hagan a ti; haz las cosas como a ti te gustaría que te las hicieran:
tendremos que mirarnos en el espejo de los demás. Y eso significa que tenemos
que sacar enseñanzas de la experiencia; y de la experiencia ajena; fijarse en
los otros, guiarse por el ejemplo,
buscar entre los ejemplos de nuestra cultura; y como cada cultura selecciona
sólo los ejemplos que le convienen, tendremos que buscar entre los ejemplos de
todas las culturas para tener una visión de conjunto; de ahí la necesidad del
cosmopolitismo.
Ya hemos
visto que para comprender las cosas es útil la metáfora; ahora vemos que para
saber cómo actuar también es útil el ejemplo; el ejemplo y la metáfora tienen
en común que no consisten en ser algo o hacer algo, sino en ser como algo y
hacer como alguien. Cuando quiero resistir las tentaciones intento hacer como
Ulises; cuando quiero vivir la vida procuro ser como Aristipo (que controlaba
los placeres), no como su hijo (que acabó siendo víctima de ellos); cuando
quiero resistir a la adversidad me gustaría ser como el Cid, y si deseo que mis
pasiones no me destruyan me fijaré en el ejemplo de Hércules; Nietzsche me enseñará que la vida también contiene
dolor, me acordaré del flautista de Hamelín cada vez que quieran arrastrarme
adonde no quiero, seré como Cristiano cuando busque la constancia en el
esfuerzo, pero no me fijaré en él si lo que busco es humildad y respeto; cada
personaje que haya sido famoso será para mí un héroe al que puedo imitar; o un
villano del que más me valdría apartarme.
La
metáfora reina en el mundo de la ciencia. El ejemplo reina en el mundo de la
ética. Son como dos brazos articulados en torno a un eje central: aprender
razonando. La metáfora nos enseña a pensar, el ejemplo nos enseña a vivir; y
hay que aprender a pensar para saber vivir. Aprender sintiendo con el alma,
desmitificando, viviendo, ése es el mundo del ejemplo; y razonar a partir de lo
que el alma siente, ése es el mundo de la crítica.
Te dicen que buscan el desarrollo de tu personalidad, y te preparan para
trabajar cuando el trabajo en nuestro mundo es lo contrario. ¿Vivir para
trabajar o trabajar para vivir? ¿El trabajo al servicio de la persona o la
persona al servicio del trabajo? También te dicen que cooperes y te preparan
para competir: para ganar una carrera, para aprobar selectividad o para sacar
unas oposiciones. El mundo está lleno de aprendizajes paradójicos; y la crítica
es la única arma que tenemos para sobrevivir.
La
crítica: si respetamos a una persona es porque la conocemos, la comprendemos y
hemos elegido aceptarla con sus virtudes y sus defectos; si elegimos hacer una
cosa en vez de otra es porque hemos sopesado los pros y los contras de cada
opción. Criticar es buscar si las cosas son verdaderas, bellas o buenas; y justas. En el primer caso se trata de una
crítica científica; en el segundo, de una valoración estética; y en el tercero,
de una crítica moral o ideológica. Comparamos los conocimientos con el mundo, y
sabemos si son verdad; con el gusto, y sabemos si son bellos; con el alma
profunda, y sabemos si son buenos. Los conocimientos son imágenes o visiones, y
sentimientos y pensamientos.
Criticar
es valorar. Valorar es dar valor a las cosas. La verdad, la belleza y la bondad
son valores. Los valores son como el
líquido elemento, el agua que nos envuelve para que podamos flotar; el medio en
el que avanzamos después de aprender a nadar. Los valores son las creencias que
nos guían en nuestro camino, el horizonte hacia el que avanzamos, y a la vez el
medio en el que nos movemos; y también el faro que nos guía. Son nuestras
convicciones profundas, las raíces vitales de nuestra fe: los ideales.
La
palabra “valorar” puede usarse en dos sentidos: como valoración lógica está
buscando coherencia; como valoración espiritual está buscando bondad: separar
lo bueno de lo malo, elegir caminos de
vida. La lógica busca razonamientos válidos; por lo tanto, conclusiones
válidas. Pero la sensibilidad busca sentimientos valiosos, y los acompaña con
pensamientos válidos; la sensibilidad intuye las cosas, pero también discurre
sobre ellas; piensa con palabras y sin ellas.
La
experiencia es conocimiento. Cuando lo llenamos de coherencias se convierte en
comprensión. La memoria lo almacena todo y lo convierte en recuerdo; y la
palabra se lo comunica a los demás. Hasta ahí se extiende el primer peldaño de
la crítica, el que abarca la verdad y la coherencia; el de la ciencia. Luego
ascendemos por un segundo escalón, que contiene las valoraciones de la
sensibilidad: lo bueno y lo malo, convertido en placer, belleza, vitalidad y
justicia; y estamos en el terreno de la moral. Los dos escalones juntos
contienen la vida.
El
amor es la primera niebla que emana de la sensibilidad. Lo envuelve todo. Y
cuando se disipan los primeros vapores se convierte en ideales como la
cromátida se convierte en cromosoma. El respeto es el primer vaho que procede
del amor.
Sentimiento.
Amor. Respeto. ¿Comprendemos cuando sentimos o cuando entendemos? Supongamos
que debemos elegir entre dos sentimientos: el placer de irse de paseo o el
placer de aprobar un examen. ¿Elegimos entre dos sentimientos? ¿Entre un
sentimiento que nos atrae y una consecuencia que tememos? Razón o sentimiento:
¿qué es lo que nos impulsa a actuar?
Dos sentimientos incompatibles:
¿vencer o disfrutar?
Un sentimiento y una razón: ¿amar o
justificar?
Un
sentimiento y su consecuencia: ¿pasear o suspender?
Si
paseo hoy no estudio, y por lo tanto suspenderé mañana; a veces es preferible
renunciar a un placer en beneficio de una molestia que nos dará mañana un
placer mayor: si paseo hoy (lo que me da placer) suspenderé mañana (lo que me
producirá un disgusto); y si estudio hoy (lo que me desagrada) apruebo mañana
(que me gustará); tengo que sopesar dos cosas: cuál de los dos placeres (pasear
o aprobar) me conviene más; y cuál de los dos inconvenientes (suspender o
estudiar) me conviene menos; al final desembocamos en un cálculo de los
placeres, como pensaban Epicuro y Stuart Mill.
Para
conocer el mundo recurrimos a la experiencia. La experiencia son las
sensaciones alojadas en la memoria, y los seres que identificamos en esas
sensaciones; y el placer y el dolor, que son un sentir sensorial. Pero las
vivencias brotan de un sentimiento íntimo que oye las voces del corazón. Es un
sentir cordial. Y hasta Sócrates, que pensaba que había que conocer para obrar
bien (y no se puede conocer sin pensar), intuía que se trataba de una razón
afectiva; porque conocer el bien para él era como sentirlo, escuchar la voz de
la conciencia. A la ética de Sócrates la llamamos intelectualismo moral, porque
obrar el bien era lo mismo que conocerlo (¿conocer es obrar? ¿O en el obrar hay
algo más que en el conocer?). San Agustín practicaba lo que podríamos llamar un
sentimentalismo moral: ¿quién siente el bien y no lo busca? ¿Es posible hacer,
y querer, lo contrario de lo que sentimos? Pero Sócrates, en realidad, lo que
practica es un presentimentalismo moral: a veces conocemos el bien y no lo hacemos
(cuando conocemos los efectos del tabaco y no por eso dejamos de fumar); otras
veces lo sentimos pero eso no nos impulsa a hacerlo (como cuando sentimos
remordimientos por no estudiar pero el sentimiento puede menos que la pereza,
la fuerza de arranque es menos que nuestra inercia, y no alcanzamos la energía
de activación); pero cuando tenemos el presentimiento, el gusanillo, la
corazonada de lo que debemos hacer, lo hacemos. Ni el sentimiento, ni el
conocimiento, ni la razón, nos mueven a actuar; sólo el presentimiento; la
intuición; la voz de la conciencia. El demonio de Sócrates (la voz de su
corazón) puede más que la inteligencia.
Lo
primero es saber lo que conviene hacer, razonando; y esas razones
necesariamente coinciden con nuestra vocación interior, como si el corazón nos
estuviera hablando desde dentro y la inteligencia fuera el eco de su voz. Es
como si para saber cómo hay que comportarse pudiéramos encontrar la respuesta
por dos caminos: el de la inteligencia y el del corazón; los dos van al mismo
sitio, y por eso coinciden sus voces, la razón se vuelve poética; el cerebro
late al ritmo del corazón; sin dejar de ser cerebro; sin dejar de pensar.
El
corazón descansa sobre un colchón que contiene nuestros instintos primarios: lo
llamaremos, coloquialmente, las tripas. Y el corazón siente al unísono con el
cerebro. Pues bien, si las fuerzas del corazón ahogan a las de las tripas,
ahogaremos nuestra naturaleza en nuestra cultura; y si son las tripas las que
ahogan al corazón, viviremos en un mundo salvaje y despiadado; pero educar es
despertar la alegría que subyace detrás de los goces; y enseñar es, a la
postre, educar para la vida: eso ya es vivir. Lo decía Jesús con una de sus
metáforas: yo soy la luz, la meta, pero también soy el camino que conduce a
ella, el fin no justifica los medios aunque le pese a Maquiavelo; si para ir a
la felicidad hay que pasar por un camino de espinas, no será porque nosotros lo
busquemos; será porque las espinas estaban ahí y no nos quedaba más remedio que
combatirlas: para gozar muchas veces hay que luchar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario