sábado, 3 de septiembre de 2016

¿Cómo moverse entre la cultura y el culto?



¿CÓMO MOVERSE ENTRE LA CULTURA Y EL CULTO? 

 

Salimos de las casas y los campos están cultivados. Campos de cereal, tierras de girasol, cultivos de maíz, remolacha y patata; todo es siembra y todo cultivo. El cultivo es la técnica que se emplea para que crezcan las plantas: el cultivo del arroz, por ejemplo. Pero también llamamos cultivo a la actividad de cultivar unas cosas y no otras: en Castilla se cultiva el cereal, en Murcia la hortaliza. Cuando se acumula un conjunto de técnicas de cultivo que han probado su eficacia hablamos de cultura; por eso donde se cultiva la uva suele haber, por ejemplo, cultura de la vid y del vino. Y si decidimos emplear siempre las mismas técnicas con las mismas actitudes al margen de su eficacia ya no hablamos de cultura, sino de culto; las regiones que tienen una cultura de maíz suelen tener también un auténtico culto al maíz; y a diferencia de la cultura, que suele renovar las técnicas si se mejoran las viejas prácticas, el culto no quiere tocar las prácticas de los abuelos; si se hacen las cosas como se hicieron siempre, aunque ahora haya técnicas que puedan hacerlas con mayor provecho: se dice que el pasado es intocable; sagrado.
De manera genérica podemos llamar cultivo al ejercicio, normalmente continuado, de una actividad; cultura, a las técnicas y conocimientos que esta actividad ha ido acumulando; y culto a la conservación religiosa de lo viejo. La cultura y el culto se distinguen por su actitud: conservación en el culto y cambio en la cultura; eficacia y progreso en la cultura, inmovilidad y atraso en el culto; adaptación y crítica frente a obediencia descontextualizada; frente a la cultura, que conserva lo viejo cribándolo con lo nuevo, el culto lo conserva tal y como surgió en el pasado, sin adaptaciones ni críticas, sin filtros ni cribas; la tradición es amor al pasado y la cultura amor al futuro, la cultura es adaptación para la vida y el culto no se adapta a los tiempos, poniendo la vida en peligro; las prácticas sociales sirven a la vida y eso es cultura: la vida sirve a las prácticas y eso es culto, y, llegado el caso, se sacrifica por ellas. No es lo mismo regar la tierra para que fructifique que regarla porque está programado: aunque llueva; prohibir el consumo de cerdo cuando peligra la salud que mantener la prohibición cuando ya no hay peligro; santificar el descanso que prohibir el trabajo cuando no hay cansancio; por eso dijo Jesús: el sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado.
      No hay que confundir el culto con el respeto. Hacer las cosas como se han hecho siempre no es respetarlas, sino someterse a ellas. El respeto es aceptación de las cosas como son, no como aparecen; aceptar que un hombre crea en dios es respetar sus creencias; aceptar que se deba sacrificar la vida para ofrecérsela a dios no es respetarlo, sino abandonarlo a su suerte; ya veremos que dios es fuente de vida y su culto no puede ser, por lo tanto, destrucción; ni muerte. Yo puedo aceptar que una persona viva sana, pero no que viva enferma; mi obligación es aceptar lo primero y rechazar lo segundo; respetar su vida saludable y ayudarlo a salir de la enfermedad, porque la enfermedad no es un vivir, sino un morir en vida.
      La cultura contiene todos los conocimientos, teóricos y prácticos, que hemos adquirido para cultivar la vida; y servir a la vida no es  adorarla en un altar, sino meterla dentro de nosotros, darle la existencia en el propio proceso de existir nosotros mismos. Por eso la cultura es una actitud que valora la vida, que la respeta, porque la vida es, a la postre, lo único que tenemos. 

 

      El culto es el respeto a lo que vale la pena por encima del espacio y del tiempo; más allá del pasado y del futuro. Ese valor no es relativo a un momento o a un lugar preciso, sino que trasciende y al no ser relativo a nada es entonces un valor absoluto. La vida es el valor absoluto, el único más allá del cual no hay nada. Muchos son los dioses que dicen: yo soy la vida. Y en otros casos se dice: yo soy la luz, soy la vida; luz de la voluntad y luz del saber, luz de la inteligencia; abandono de la ignorancia y la superstición, rechazo del oscurantismo, ése es dios: así se presenta. Y si dios es la vida ¿cómo vamos a admitir que se muera y mate por ella?
      El culto no es, por tanto, respeto a ninguna de las formas religiosas del pasado, ni del pasado ni del futuro; el culto es respeto a la fuente de donde mana la religión: la vida. Dios es vida. Pero no la vida pasada ni presente, sino la vida eterna. El principio fundamental que subyace fuera del tiempo; o detrás de él, o debajo, como se quiera: el alma que hace vibrar las cosas, el sentimiento, la emoción, el escalofrío; el soplo universal, la fuerza generadora del espíritu; aquel ser cuya característica fundamental es perseverar en el ser, su propia inercia; el sentimiento y el pensamiento que se siente pensándose a sí mismo; y como una antorcha, irradia la luz, pero no quema lo que ilumina; y nos da calor para salvarnos del frío, no para abrasarnos. El verdadero culto es el culto a la luz, no a la llama; el respeto a la vida que subyace dentro de cada ser, y que no se identifica con ninguna de las formas vivas que han ido apareciendo en la historia; lo que dignifica el pasado no son las formas que aparecen en él, sino su fondo; y eso hace que el pasado sea igual de respetable que el futuro; lo que no hay que tocar es la fuente viva que mana dentro de nosotros: fuera del tiempo, o lo que es lo mismo, dentro de todos los lugares y todos los tiempos, y no sólo de este mundo. Del universo entero; del multiverso.
      Lo que verdaderamente vale la pena no es la tradición, que al fin y al cabo la tradición es solo un intento de sentir la luz en el pasado; lo que verdaderamente vale la pena es el ser que apareció en el pasado, no sus ropas; que es el mismo que seguirá apareciendo con las ropas del futuro. La verdadera tradición, la tradición eterna (parafraseando una expresión de Unamuno), es la sed de vivir, la misma que hay en ti que la que hay en mí, el anhelo, el ansia, la pasión: sembrar lo que el ser ha puesto en nosotros, y que nos da el ser. Esa sed de plenitud es el fondo divino que hay en nosotros; y se manifiesta en cualquiera de las formas del aparecer. A falta de una palabra para nombrarlo, nosotros lo llamamos dios. Dios con mayúscula. Yavé, Jehová, Alá, Zeus, Odín, Manitú. En todas las religiones es fuente de sabiduría. De existencia. Y, por tanto, de poder. 

 

      El problema surge cuando nos olvidamos del sentido y sacralizamos la palabra. Adorar a dios es entonces ofrecerle sacrificios, como si dios fuera un ser que se yergue frente a nosotros reclamando que alimentemos su vida contra la nuestra; entonces le quitamos el ser; y, lejos del ser, es meramente una apariencia; un producto histórico, porque dependiendo del lugar y del momento ese ser aparecerá de unas formas o de otras, vistiéndose, no ya con las ropas de sí mismo (que es la misma desnudez de su esencia), sino de la sociedad que le dio la vida. No puede ser dios ese ser alumbrado por la historia: porque dios es la luz que alumbra, con su fuerza, todos los momentos y todas las sociedades de la historia. Dios es el resplandor de la palabra que lo nombra; no la palabra que lo limita vistiéndolo con alguno de los ropajes de la historia. El auténtico ropaje de dios es el que resplandece dentro de los ropajes de todos los lugares y los tiempos; escondido detrás de sus apariencias. Su ser es él. Sus apariencias somos nosotros. Y al adorarlo en nuestras estatuas y figuras en realidad no lo adoramos a él: nos estamos idolatrando a nosotros mismos.
      Al deseo de vida lo llamamos bondad: puesto que la vida es lo deseable y, por tanto, el bien. Es bueno todo aquello que nos conduce al bien. “Yo soy la luz”, dice dios, pero también dice: “yo soy el camino”: si para llegar a la luz empleamos la oscuridad, traicionamos a luz y nos traicionamos a nosotros mismos; y si para llegar a la luz, que es la vida, estamos buscando y empleando la muerte, estamos traicionando a dios: porque dios no sólo es la meta; también es el camino. Y si para llegar al ser que es dios suprimo mi ser, traicionamos a dios cuando decimos que lo respetamos: porque él me creó inteligente y no puedo matar la razón sin matarlo a él (en el evangelio se dice: “guardaos de los malos profetas”; y no puedo identificarlos si no utilizo la capacidad de pensar que dios me ha dado). Las llamadas a la sumisión fanática, a la fe ciega, son llamadas a la ignorancia, y la primera ignorancia es la de dios: pues no podemos conocerlo si apagamos la luz de nuestro pensamiento. Y a dios también lo podemos sentir. Con sentimientos nobles, no con los más terribles de los sentimientos. Dios es noble y por lo tanto no nos odia, sino que nos ama. Y al sentirlo no tenemos motivos para temer su cólera, puesto que él sólo siente amor y el rencor, o la ira, y la venganza, no cuadran con su naturaleza, porque su naturaleza es noble, bondadosa, inteligente, apasionada, perfecta. Dios es el modelo al que nos debemos parecer: intentar imitarlo no es entonces un acto de orgullo, sino de admiración, y de respeto; que ser como él no es utilizar su poder para dominar el mundo, sino llenarse de él para vivir la plenitud: y ser felices. Quienes dicen que imitarlo es suplantar su poder, como hizo Lucifer, no saben lo que dicen; pues ser como dios es alejar de nosotros toda forma de dominio que no sea el de nosotros mismos, ya que la dominación ajena, la servidumbre, la esclavitud, no están en la naturaleza divina. Ese “demonio” es el despliegue de nuestro ser, ser señor de sí mismo es vivir nuestra naturaleza noble hasta sus últimas consecuencias: la felicidad; que es la plenitud. Como hizo dios, ese dios que es la vida: que al vivir rebosante de sí mismo se desparramó por todo su ser y nos creó en el mundo. 

 

      ¿Y para qué nos creó? ¿Para matarnos? ¿Para qué nos hizo inteligentes? ¿Para no pensar? ¿Para qué nos dio la razón? ¿Para no usarla? ¿Para qué nos dio la vida? ¿Para quitárnosla? ¿Para qué nos dio sensibilidad? ¿Para que no sintamos? La libertad y la voluntad, ¿para qué nos las dio? ¿Para que no decidamos?
      Sería absurdo que fuera así. Si dios nos ha hechos inteligentes, vivos, sensibles y libres es para que pensemos, vivamos, sintamos y decidamos. Si dejamos que él piense, sienta, viva y decida por nosotros le faltaremos al respeto, obligándole a hacer para nosotros las cosas que él nos ha capacitado para hacer por nosotros mismos. Someterse a la voluntad de dios es aceptarnos como dios nos ha hecho: racionales, sensibles, trascendentes, humorísticos; hay que aceptar el hecho inexorable de que podemos, y por tanto debemos, pensar, vivir, sentir y decidir. Estamos condenados a ser libres. Lo quiere dios. Obedecer a dios es mandar en nosotros mismos, someternos a su voluntad es aceptar el reto de ser libres. Hay un refrán que dice esto mismo desde la sabiduría popular: ayúdate y dios te ayudará.
Dios no nos puede haber creado para servirlo, puesto que es un ser perfecto y no necesita nada; no nos necesita; nuestra misión no es, por lo tanto, hacerle sacrificios, sino consagrar la vida que hay en nosotros desplegándola por el mundo. Más bien somos nosotros los que lo necesitamos a él: y la oración es una entrega a dios para consolarnos cuando somos infelices, y que podamos superar los malos momentos, para recuperar fuerzas y seguir en pie. La imagen de un dios que nos dice a todas horas lo que tenemos que hacer mete a dios en el tiempo, y dios está fuera de la temporalidad; la única imagen posible es la de dios mandándonos usar todas las facultades que nos ha dado, y nuestra obediencia no es otra cosa que nuestra libertad.
Decía Miró Quesada que creer en dios es un acto gratuito por nuestra parte, sin pedir nada a cambio: eso es absurdo; el que no pide nada a cambio es dios, porque nada necesita, y los que sí estamos necesitados porque somos imperfectos somos nosotros: creer en él esperando que nos salve no es un acto de egoísmo, sino de necesidad; si creyéramos sin pedir nada a cambio seríamos autómatas y, precisamente, lo que nos hace humanos, sensibles, racionales y libres, es la esperanza, único fundamento posible de nuestra fe; sólo ella puede alimentar el altruismo, que es la manifestación de nuestra felicidad; así como dios se desparramó en sí mismo creándonos a nosotros, así también nosotros nos desparramamos en el mundo cuando somos felices, y en la plenitud tenemos la fuente de donde mana la solidaridad.
      Y si no es posible creer en dios sin necesitarlo, tampoco lo es obrar bien sin esperar nada a cambio: como pensaba Kant. Respetar la libertad de los otros como forma de respeto a nuestra propia libertad es una cosa lógica, pero ese respeto debe ser sentido, el propio Kant era consciente de ello. Obrar sólo por respeto al deber sólo puede significar que obramos movidos por el deseo, pero no por el deseo del momento, sino de todos los momentos del tiempo: es decir, que aprendamos a desear hoy lo que desearíamos en cualquier tiempo y lugar; así entendido, el imperativo kantiano no proviene sólo de la razón, sino del sentimiento; pero de un sentir que trasciende nuestro tiempo y considera deseables hoy las mismas cosas que lo serán en cualquier lugar y tiempo. El deseo pone el contenido; la razón lo trasciende más allá del momento histórico que nos ha tocado vivir; más allá de nuestra propia temporalidad.
      Sí tiene sentido, entonces, la experiencia del culto. Pero no debe ser culto al pasado, sino a la realidad que hay fuera del tiempo, y que es válida para cualquier momento de la historia. El culto así entendido no es incompatible con la cultura. Las estatuas de otros dioses no representan a dioses falsos, sino a las distintas apariencias que a lo largo del tiempo ha tomado el mismo dios; y sus limitaciones no lo son de dios, sino de los pueblos y las épocas que han mirado desde distintos horizontes la misma realidad fundamental; que la han mirado desde distintos dioses. Las estatuas de otras religiones son, pues, culturas; manifestaciones de los pueblos más que de dios. Ningún creyente sensato pensaría en ningún momento destruir las estatuas de los antiguos. La cultura es la ciencia, la técnica, pero también el arte, la literatura, las costumbres; la filosofía, como fermento original de la experiencia; y, sobre todo, la esperanza, la fe, la actitud, eso que nosotros llamamos culto: y que no debe entenderse como culto al pasado sino a la vida, o, más que a la vida, al vivir; el verdadero culto, el que vive creando espiritualidad, nada tiene que ver con la represión del pensamiento; con la tradición.
      Y es que dios sólo puede ser concebido como sacralización de la vida; las demás manifestaciones sagradas no son más que infravaloración y desprecio, visiones de muerte, sacralización de los ídolos, admiración de las imágenes, imaginaciones de los pueblos y perspectivas fallidas: las máscaras de dios. 

 

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