¿CÓMO
MOVERSE ENTRE LA CULTURA Y EL CULTO?
Salimos
de las casas y los campos están cultivados. Campos de cereal, tierras de
girasol, cultivos de maíz, remolacha y patata; todo es siembra y todo cultivo.
El cultivo es la técnica que se emplea para que crezcan las plantas: el cultivo
del arroz, por ejemplo. Pero también llamamos cultivo a la actividad de
cultivar unas cosas y no otras: en Castilla se cultiva el cereal, en Murcia la
hortaliza. Cuando se acumula un conjunto de técnicas de cultivo que han probado
su eficacia hablamos de cultura; por eso donde se cultiva la uva suele haber,
por ejemplo, cultura de la vid y del vino. Y si decidimos emplear siempre las
mismas técnicas con las mismas actitudes al margen de su eficacia ya no
hablamos de cultura, sino de culto; las regiones que tienen una cultura de maíz
suelen tener también un auténtico culto al maíz; y a diferencia de la cultura,
que suele renovar las técnicas si se mejoran las viejas prácticas, el culto no
quiere tocar las prácticas de los abuelos; si se hacen las cosas como se
hicieron siempre, aunque ahora haya técnicas que puedan hacerlas con mayor
provecho: se dice que el pasado es intocable; sagrado.
De
manera genérica podemos llamar cultivo al ejercicio, normalmente continuado, de
una actividad; cultura, a las técnicas y conocimientos que esta actividad ha
ido acumulando; y culto a la conservación religiosa de lo viejo. La cultura y
el culto se distinguen por su actitud: conservación en el culto y cambio en la
cultura; eficacia y progreso en la cultura, inmovilidad y atraso en el culto;
adaptación y crítica frente a obediencia descontextualizada; frente a la
cultura, que conserva lo viejo cribándolo con lo nuevo, el culto lo conserva
tal y como surgió en el pasado, sin adaptaciones ni críticas, sin filtros ni
cribas; la tradición es amor al pasado y la cultura amor al futuro, la cultura
es adaptación para la vida y el culto no se adapta a los tiempos, poniendo la
vida en peligro; las prácticas sociales sirven a la vida y eso es cultura: la
vida sirve a las prácticas y eso es culto, y, llegado el caso, se sacrifica por
ellas. No es lo mismo regar la tierra para que fructifique que regarla porque
está programado: aunque llueva; prohibir el consumo de cerdo cuando peligra la
salud que mantener la prohibición cuando ya no hay peligro; santificar el
descanso que prohibir el trabajo cuando no hay cansancio; por eso dijo Jesús:
el sábado se hizo para el hombre, no el hombre para el sábado.
No hay que confundir el culto con el
respeto. Hacer las cosas como se han hecho siempre no es respetarlas, sino
someterse a ellas. El respeto es aceptación de las cosas como son, no como
aparecen; aceptar que un hombre crea en dios es respetar sus creencias; aceptar
que se deba sacrificar la vida para ofrecérsela a dios no es respetarlo, sino
abandonarlo a su suerte; ya veremos que dios es fuente de vida y su culto no
puede ser, por lo tanto, destrucción; ni muerte. Yo puedo aceptar que una
persona viva sana, pero no que viva enferma; mi obligación es aceptar lo primero
y rechazar lo segundo; respetar su vida saludable y ayudarlo a salir de la
enfermedad, porque la enfermedad no es un vivir, sino un morir en vida.
La cultura contiene todos los
conocimientos, teóricos y prácticos, que hemos adquirido para cultivar la vida;
y servir a la vida no es adorarla en un
altar, sino meterla dentro de nosotros, darle la existencia en el propio
proceso de existir nosotros mismos. Por eso la cultura es una actitud que
valora la vida, que la respeta, porque la vida es, a la postre, lo único que
tenemos.
El culto es el respeto a lo que vale la
pena por encima del espacio y del tiempo; más allá del pasado y del futuro. Ese
valor no es relativo a un momento o a un lugar preciso, sino que trasciende y
al no ser relativo a nada es entonces un valor absoluto. La vida es el valor
absoluto, el único más allá del cual no hay nada. Muchos son los dioses que
dicen: yo soy la vida. Y en otros casos se dice: yo soy la luz, soy la vida;
luz de la voluntad y luz del saber, luz de la inteligencia; abandono de la
ignorancia y la superstición, rechazo del oscurantismo, ése es dios: así se
presenta. Y si dios es la vida ¿cómo vamos a admitir que se muera y mate por
ella?
El culto no es, por tanto, respeto a
ninguna de las formas religiosas del pasado, ni del pasado ni del futuro; el
culto es respeto a la fuente de donde mana la religión: la vida. Dios es vida.
Pero no la vida pasada ni presente, sino la vida eterna. El principio
fundamental que subyace fuera del tiempo; o detrás de él, o debajo, como se
quiera: el alma que hace vibrar las cosas, el sentimiento, la emoción, el
escalofrío; el soplo universal, la fuerza generadora del espíritu; aquel ser
cuya característica fundamental es perseverar en el ser, su propia inercia; el
sentimiento y el pensamiento que se siente pensándose a sí mismo; y como una
antorcha, irradia la luz, pero no quema lo que ilumina; y nos da calor para
salvarnos del frío, no para abrasarnos. El verdadero culto es el culto a la
luz, no a la llama; el respeto a la vida que subyace dentro de cada ser, y que
no se identifica con ninguna de las formas vivas que han ido apareciendo en la
historia; lo que dignifica el pasado no son las formas que aparecen en él, sino
su fondo; y eso hace que el pasado sea igual de respetable que el futuro; lo
que no hay que tocar es la fuente viva que mana dentro de nosotros: fuera del
tiempo, o lo que es lo mismo, dentro de todos los lugares y todos los tiempos,
y no sólo de este mundo. Del universo entero; del multiverso.
Lo que verdaderamente vale la pena no es
la tradición, que al fin y al cabo la tradición es solo un intento de sentir la
luz en el pasado; lo que verdaderamente vale la pena es el ser que apareció en
el pasado, no sus ropas; que es el mismo que seguirá apareciendo con las ropas
del futuro. La verdadera tradición, la tradición eterna (parafraseando una
expresión de Unamuno), es la sed de vivir, la misma que hay en ti que la que
hay en mí, el anhelo, el ansia, la pasión: sembrar lo que el ser ha puesto en
nosotros, y que nos da el ser. Esa sed de plenitud es el fondo divino que hay
en nosotros; y se manifiesta en cualquiera de las formas del aparecer. A falta
de una palabra para nombrarlo, nosotros lo llamamos dios. Dios con mayúscula.
Yavé, Jehová, Alá, Zeus, Odín, Manitú. En todas las religiones es fuente de
sabiduría. De existencia. Y, por tanto, de poder.
El problema surge cuando nos olvidamos del
sentido y sacralizamos la palabra. Adorar a dios es entonces ofrecerle
sacrificios, como si dios fuera un ser que se yergue frente a nosotros
reclamando que alimentemos su vida contra la nuestra; entonces le quitamos el
ser; y, lejos del ser, es meramente una apariencia; un producto histórico,
porque dependiendo del lugar y del momento ese ser aparecerá de unas formas o
de otras, vistiéndose, no ya con las ropas de sí mismo (que es la misma
desnudez de su esencia), sino de la sociedad que le dio la vida. No puede ser
dios ese ser alumbrado por la historia: porque dios es la luz que alumbra, con
su fuerza, todos los momentos y todas las sociedades de la historia. Dios es el
resplandor de la palabra que lo nombra; no la palabra que lo limita vistiéndolo
con alguno de los ropajes de la historia. El auténtico ropaje de dios es el que
resplandece dentro de los ropajes de todos los lugares y los tiempos; escondido
detrás de sus apariencias. Su ser es él. Sus apariencias somos nosotros. Y al
adorarlo en nuestras estatuas y figuras en realidad no lo adoramos a él: nos
estamos idolatrando a nosotros mismos.
Al deseo de vida lo llamamos bondad: puesto
que la vida es lo deseable y, por tanto, el bien. Es bueno todo aquello que nos
conduce al bien. “Yo soy la luz”, dice dios, pero también dice: “yo soy el
camino”: si para llegar a la luz empleamos la oscuridad, traicionamos a luz y
nos traicionamos a nosotros mismos; y si para llegar a la luz, que es la vida,
estamos buscando y empleando la muerte, estamos traicionando a dios: porque
dios no sólo es la meta; también es el camino. Y si para llegar al ser que es
dios suprimo mi ser, traicionamos a dios cuando decimos que lo respetamos:
porque él me creó inteligente y no puedo matar la razón sin matarlo a él (en el
evangelio se dice: “guardaos de los malos profetas”; y no puedo identificarlos
si no utilizo la capacidad de pensar que dios me ha dado). Las llamadas a la
sumisión fanática, a la fe ciega, son llamadas a la ignorancia, y la primera
ignorancia es la de dios: pues no podemos conocerlo si apagamos la luz de
nuestro pensamiento. Y a dios también lo podemos sentir. Con sentimientos
nobles, no con los más terribles de los sentimientos. Dios es noble y por lo
tanto no nos odia, sino que nos ama. Y al sentirlo no tenemos motivos para
temer su cólera, puesto que él sólo siente amor y el rencor, o la ira, y la
venganza, no cuadran con su naturaleza, porque su naturaleza es noble,
bondadosa, inteligente, apasionada, perfecta. Dios es el modelo al que nos
debemos parecer: intentar imitarlo no es entonces un acto de orgullo, sino de
admiración, y de respeto; que ser como él no es utilizar su poder para dominar
el mundo, sino llenarse de él para vivir la plenitud: y ser felices. Quienes
dicen que imitarlo es suplantar su poder, como hizo Lucifer, no saben lo que
dicen; pues ser como dios es alejar de nosotros toda forma de dominio que no
sea el de nosotros mismos, ya que la dominación ajena, la servidumbre, la
esclavitud, no están en la naturaleza divina. Ese “demonio” es el despliegue de
nuestro ser, ser señor de sí mismo es vivir nuestra naturaleza noble hasta sus
últimas consecuencias: la felicidad; que es la plenitud. Como hizo dios, ese
dios que es la vida: que al vivir rebosante de sí mismo se desparramó por todo
su ser y nos creó en el mundo.
¿Y para qué nos creó? ¿Para matarnos?
¿Para qué nos hizo inteligentes? ¿Para no pensar? ¿Para qué nos dio la razón?
¿Para no usarla? ¿Para qué nos dio la vida? ¿Para quitárnosla? ¿Para qué nos
dio sensibilidad? ¿Para que no sintamos? La libertad y la voluntad, ¿para qué
nos las dio? ¿Para que no decidamos?
Sería absurdo que fuera así. Si dios nos
ha hechos inteligentes, vivos, sensibles y libres es para que pensemos,
vivamos, sintamos y decidamos. Si dejamos que él piense, sienta, viva y decida
por nosotros le faltaremos al respeto, obligándole a hacer para nosotros las
cosas que él nos ha capacitado para hacer por nosotros mismos. Someterse a la
voluntad de dios es aceptarnos como dios nos ha hecho: racionales, sensibles,
trascendentes, humorísticos; hay que aceptar el hecho inexorable de que
podemos, y por tanto debemos, pensar, vivir, sentir y decidir. Estamos condenados
a ser libres. Lo quiere dios. Obedecer a dios es mandar en nosotros mismos,
someternos a su voluntad es aceptar el reto de ser libres. Hay un refrán que
dice esto mismo desde la sabiduría popular: ayúdate y dios te ayudará.
Dios
no nos puede haber creado para servirlo, puesto que es un ser perfecto y no
necesita nada; no nos necesita; nuestra misión no es, por lo tanto, hacerle
sacrificios, sino consagrar la vida que hay en nosotros desplegándola por el
mundo. Más bien somos nosotros los que lo necesitamos a él: y la oración es una
entrega a dios para consolarnos cuando somos infelices, y que podamos superar
los malos momentos, para recuperar fuerzas y seguir en pie. La imagen de un
dios que nos dice a todas horas lo que tenemos que hacer mete a dios en el
tiempo, y dios está fuera de la temporalidad; la única imagen posible es la de
dios mandándonos usar todas las facultades que nos ha dado, y nuestra
obediencia no es otra cosa que nuestra libertad.
Decía
Miró Quesada que creer en dios es un acto gratuito por nuestra parte, sin pedir
nada a cambio: eso es absurdo; el que no pide nada a cambio es dios, porque
nada necesita, y los que sí estamos necesitados porque somos imperfectos somos
nosotros: creer en él esperando que nos salve no es un acto de egoísmo, sino de
necesidad; si creyéramos sin pedir nada a cambio seríamos autómatas y,
precisamente, lo que nos hace humanos, sensibles, racionales y libres, es la
esperanza, único fundamento posible de nuestra fe; sólo ella puede alimentar el
altruismo, que es la manifestación de nuestra felicidad; así como dios se
desparramó en sí mismo creándonos a nosotros, así también nosotros nos
desparramamos en el mundo cuando somos felices, y en la plenitud tenemos la
fuente de donde mana la solidaridad.
Y si no es posible creer en dios sin
necesitarlo, tampoco lo es obrar bien sin esperar nada a cambio: como pensaba
Kant. Respetar la libertad de los otros como forma de respeto a nuestra propia
libertad es una cosa lógica, pero ese respeto debe ser sentido, el propio Kant
era consciente de ello. Obrar sólo por respeto al deber sólo puede significar
que obramos movidos por el deseo, pero no por el deseo del momento, sino de
todos los momentos del tiempo: es decir, que aprendamos a desear hoy lo que
desearíamos en cualquier tiempo y lugar; así entendido, el imperativo kantiano
no proviene sólo de la razón, sino del sentimiento; pero de un sentir que
trasciende nuestro tiempo y considera deseables hoy las mismas cosas que lo
serán en cualquier lugar y tiempo. El deseo pone el contenido; la razón lo
trasciende más allá del momento histórico que nos ha tocado vivir; más allá de
nuestra propia temporalidad.
Sí tiene sentido, entonces, la experiencia
del culto. Pero no debe ser culto al pasado, sino a la realidad que hay fuera
del tiempo, y que es válida para cualquier momento de la historia. El culto así
entendido no es incompatible con la cultura. Las estatuas de otros dioses no
representan a dioses falsos, sino a las distintas apariencias que a lo largo
del tiempo ha tomado el mismo dios; y sus limitaciones no lo son de dios, sino
de los pueblos y las épocas que han mirado desde distintos horizontes la misma
realidad fundamental; que la han mirado desde distintos dioses. Las estatuas de
otras religiones son, pues, culturas; manifestaciones de los pueblos más que de
dios. Ningún creyente sensato pensaría en ningún momento destruir las estatuas
de los antiguos. La cultura es la ciencia, la técnica, pero también el arte, la
literatura, las costumbres; la filosofía, como fermento original de la
experiencia; y, sobre todo, la esperanza, la fe, la actitud, eso que nosotros
llamamos culto: y que no debe entenderse como culto al pasado sino a la vida,
o, más que a la vida, al vivir; el verdadero culto, el que vive creando espiritualidad,
nada tiene que ver con la represión del pensamiento; con la tradición.
Y es que dios sólo puede ser concebido
como sacralización de la vida; las demás manifestaciones sagradas no son más
que infravaloración y desprecio, visiones de muerte, sacralización de los
ídolos, admiración de las imágenes, imaginaciones de los pueblos y perspectivas
fallidas: las máscaras de dios.
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