SOBRE LA TOLERANCIA
Uno se siente orgulloso del dinero
que ha ganado con su esfuerzo, con su trabajo. Muchos consideran justo disponer
de él en beneficio propio; a otros, sin embargo, les perece bueno destinar una
parte a aliviar la vida de quien no ha podido ganarlo. Los primeros valoran
sobre todo la libertad de disfrutar, como les parezca, de lo que han ganado; un
goce basado en el mérito, y un mérito obtenido a base de esfuerzo y sacrificio,
que muchas veces consiste en tener iniciativa y audacia; pues tener iniciativa
es ser creativo, tener ideas, ocurrencias, y realizarlas de forma responsable;
y ser audaz, ya se sabe, es asumir riesgos. Los segundos, por el contrario,
valoran más la solidaridad independientemente de que su dinero sea o no fruto
de la iniciativa; lo más importante es que el necesitado también tenga
posibilidades de disfrutarlo: llamo necesitado a quien no ha tenido
oportunidades para ser audaz, no a quien carece de dinero (y aunque lo primero
lleva necesariamente a lo segundo, lo segundo no siempre desemboca en lo
primero).
Los valores de la iniciativa se
atribuyen tradicionalmente a la derecha (en el universo liberal); y los de la
solidaridad suelen ser las señas de identidad de la izquierda: así, la derecha
es más sensible al esfuerzo por crear riqueza, y la izquierda al esfuerzo por repartirla;
y ambas (derecha e izquierda) son igualmente capaces de crear ideas.
Pero hay gente buena y gente
mala. Llamo gente buena a quien es incapaz de hacer a los demás lo que
sanamente no se haría a sí misma; y gente mala a quien es capaz de hacerlo. Hay
una falacia, y es pensar que la búsqueda de la solidaridad es propia de la
gente buena (y por tanto la izquierda es siempre buena); con lo que la búsqueda
de la riqueza sería propia de la gente mala (y a la derecha no le quedaría más
remedio que ser mala): nada más lejos de la realidad. Hay buenas personas en la
derecha (yo no sé si Bill Gates sería buen ejemplo de ello) y buenas personas
en la izquierda (por ejemplo Olof Palme). Y en la derecha ha habido gente mala
y hasta muy mala (Hitler) como también la ha habido en la izquierda (Stalin).
Con esto intento hacer caer un
viejo tópico: que la derecha siempre ha procurado explotar a los trabajadores y
perseguirlos y matarlos y exterminarlos y esclavizarlos; afirmar esto supone no
distinguir entre derecha moderada, derecha pura y extrema derecha; durante la
transición española el líder comunista Santiago Carrillo solía distinguir entre
derecha cavernícola y derecha civilizada; con la primera no se puede pactar
(decía él) y con la segunda sí. Decir, ahora, que toda la derecha es igual y
pretender taparle la boca es hacer gala de una intransigencia que no promete
nada bueno; esa actitud desembocó en su día en la persecución a la Iglesia y en
la quema de conventos; lo cual es comprensible porque la Iglesia también había
llamado a los militares a reprimir cualquier aspiración de la gente pobre a ser
feliz. Aquella derecha se entregó a una represión sangrienta y despiadada; pero
hoy no todos son así. Aunque a algunos les gustaría volver a las andadas.
¿Qué es la intolerancia? No dejar
hablar a quien no piensa igual que nosotros; el siguiente paso es no dejarle
vivir. El intolerante divide el mundo en blancos y negros, y actúa como si los
que no son blancos fueran negros: craso error, que reposa sobre una confusión
lógica, la confusión entre contrariedad y contradicción. Lo negro es lo
contrario de lo blanco: lo rojo, no; lo rojo no es su contrario, sino su
contradictorio; los extremos se odian a muerte, lo que hay entre ellos convive
sin odiarse: hay entre el blanco y el negro una infinita variedad de grises; y
lo que no es blanco ni negro (es decir la contradicción) es inmensamente rico y
permite el enriquecimiento recíproco. La intolerancia surge cuando pensamos que
lo que no es blanco tiene por fuerza que ser negro, y que quien no está conmigo
tiene necesariamente que estar contra mí. Pero cuando reconocemos que en medio
de los extremos está la variedad de la vida, entonces la diferencia no nos empujará
a la guerra, sino al diálogo: y estaremos viviendo en la tolerancia. La vida es
lucha, sí, pero no con balas, sino con palabras; que a la dialéctica de
Sócrates no sé quién le opuso la dialéctica de los puños y las pistolas.
Contaba Buñuel una vieja broma.
Decía que al salir a la calle vio un día un cura, y ante semejante provocación
no pudo menos que darle un puñetazo. Aquella broma retrataba muy bien lo que es
ser intolerante: el intolerante no sabe dirigirse al adversario si no es
insultándolo y mandándole callar, cuando no matándolo. Pero quien no es
intolerante sabe apreciar la infinita variedad de la vida; y quienes no piensan
como él no son sus enemigos, sino sus adversarios; un adversario es el que saca
de ti lo mejor que tienes, enfrentándose a ti con todas sus fuerzas; un enemigo
es el que te mata. No hay cosa más enternecedora que dos deportistas dándose la
mano después de haber luchado a brazo partido; en el tenis; en el rugby; y así
debía ser en la política.
Yo pienso que las víctimas del franquismo
deben ser sacadas del olvido, rescatadas en su dignidad, ya que fueron
idealistas, leales y no forajidos. Tú piensas que ya está bien de remover el
pasado, que el pasado está muerto. Yo te digo que no podemos dejar en paz a los
muertos, como decía Gabriel Celaya, porque los muertos no están enterrados,
sino desaparecidos. Tú me contestas con Celaya: “¡allá los muertos, que
entierren como Dios manda a sus muertos!” Y yo te digo: “estamos de acuerdo,
porque eso es precisamente lo que queremos: enterrarlos; para eso tenemos que
encontrarlos primero, y luego conseguir que todo el mundo reconozca que no
fueron traidores, sino leales al gobierno”. ¿Ves? Nos hemos puesto de acuerdo.
Hablando. No disparando ni una sola bala. Aceptándonos, sin descalificaciones
ni peleas. A esa actitud nosotros la llamamos tolerancia.
No estoy de acuerdo con lo que tú
dices (decía Voltarie): pero me batiré hasta la muerte, si es preciso, hasta
conseguir que puedas decirlo. La esencia de la democracia es el diálogo; y la
esencia del diálogo no está en hablar, sino en escuchar. Si hablo yo solo y mando
callar a quien no está de acuerdo conmigo eso ya no será diálogo, sino monólogo:
o sea, tiranía; porque mis razones se estarán imponiendo por exclusión del
otro. Dialogar es no excluir a nadie, sino aceptar al otro, escucharlo, porque
todos tenemos derecho a la palabra: isegoría; ése es el lema de la democracia
ateniense; nadie tiene por qué mandar callar a nadie, siempre que nadie impida
que hablen los otros. Y no hablar con insultos, sino con razones.
Alguien ha dicho que la razón es
lo contrario de la arbitrariedad. Hay que defender nuestras ideas con palabras:
para eso necesitamos un adversario. Si tapamos la boca del adversario ya no
tendremos con quién hablar: y entonces nos quedaremos solos; y acabaremos por
parecernos a Hitler o a Stalin. Un adversario es alguien que nos aporta ideas
que no habíamos pensado antes, porque nosotros pensábamos de otro modo. Un
adversario es un espejo donde mirarnos, y al mirarnos nos vemos a nosotros
mismos, y si no hay espejo no tendremos donde mirarnos. Un adversario es un
amigo: que con sus críticas nos muestra lo que no veíamos, y gracias a él lo
vemos ya, y desaparece la cara oculta de la luna. ¿Cuál es el mejor padre, la
mejor madre: quienes hacen lo que dicen
sus hijos, o quien los critica cuando se equivocan para darles la posibilidad
de cambiar? La crítica es lo contrario de la intolerancia. Criticamos lo que
más queremos, porque silenciar nuestras críticas no seria amor verdadero.
¿Y qué ocurre cuando nos tapan la boca? Que dejamos de ser
libres. Los amigos, como los padres y los hijos, si dejan de ser libres de
decir lo que piensan ya no son verdaderos amigos. Si, por no incomodar al otro,
hacemos como si no hubiera pasado nada, la herida se estará cerrando en falso.
¿Debe cicatrizar una herida antes de limpiarla, cuando aún no hemos vencido el
foco de la infección? Seguir como si nada hubiera pasado es dejar de ser amigos
y dejamos de ser libres: porque el único límite que le ponemos a nuestra
libertad son los derechos de los otros; mi libertad termina donde empieza la tuya.
Muchas veces he pensado en lo que
sería un mundo libre. Antaño no podíamos hablar porque nos lo impedía el
despotismo. Y ahora que no hay déspota nos convertimos en déspotas nosotros
mismos. Lo decía Unamuno: tenemos a la inquisición metida en nuestra cabeza. Le
hacía coro ortega y Gasset cuando nos animaba a desconfiar de aquel que no se
esforzaba en comprender a sus enemigos. Y es que amar a sus amigos lo hace cualquiera;
todos comulgan con su equipo y denigran al adversario, nos identificamos con
nuestro partido, nuestro sindicato, y vapuleamos a los demás. Un Capuleto sólo
puede amar a un Capuleto, y por eso Julieta siempre tendrá prohibido amar a
Romeo. Ahora bien, amar a nuestros amigos es cosa fácil, lo difícil es amar a
nuestros enemigos, y ése es el camino por el que debemos dirigir nuestros
esfuerzos: lo decía un tal Jesús de Nazaret; por lo menos es lo que cuenta el
evangelio.
2.
Otra forma de intolerancia que
tienen los jóvenes es la manía de etiquetar: éste es un friki, un hipster, un
pijo, un sharpero, un skin, un grunge, una tribu urbana de tal y tal… y
entonces, inmediatamente, queda marginado; ponerle una etiqueta a alguien es
meterlo en un cajón con otras personas similares a él y tratarlos a todos por
igual; y si esa categoría de personas no nos gusta, inmediatamente queda excluido
de nuestro trato: excomulgado, incomunicado, aislado, solo. Pepe no es Pepe, es
un pijo; Beatriz no es Beatriz, es una mujer; poner etiquetas es meter a una
persona dentro de un grupo y juzgarla igual que juzgamos a todos los que
pertenecen a ese grupo; querer que reaccione como todos los miembros de su
grupo (no de manera personal, sino estereotipada); debe ajustarse a su cliché,
como si todos los miembros del grupo fueran copias fieles del mismo cliché,
clones idénticos unos a otros, individuos indiferenciados, no personas distintas;
porque yo, aunque sea un hombre, no me comporto igual que todos los hombres,
como supone el viejo cliché femenino: “todos los hombres sois iguales”.
Acosar a una persona es aislarla,
y la mejor forma de aislamiento es ponerle una etiqueta, que es como un muro o
una valla con la que la separamos de los demás; con la etiqueta juntamos a todos
los que se parecen en un campo de concentración, los tratamos como si fueran
iguales y nos olvidamos de ese pequeño detalle que importa tanto: porque en ese
casi nada está toda la diferencia. Y si tú eres un empollón y no te comportas
como tal, recibirás burla y escarnio, porque una persona que estudia debe comportarse
como un empollón (por cierto, ¿cómo se comportan los empollones?). Pero si te
comportas como un empollón también recibirás burla y escarnio: no tienes
escapatoria, vayas por donde vayas estás pillado. No sólo te catalogan con una
etiqueta, sino que si no te ajustas a la etiqueta no pintas nada; y si te
ajustas tampoco. Tienes una cruz: eres cristiano. Una estrella de David: eres
un judío. Un martillo y una hoz: eres un comunista. O tienes una svástica: eres
un nazi. Dejas de ser persona, te conviertes en una definición, un estereotipo,
uno de tantos; en adelante sólo serás una etiqueta; ya eres un objeto, una cosa
sin derechos, no una persona (que es un ideal que quiere realizarse), sino un
individuo (que es uno más en un grupo donde todos son iguales); no eres un
ideal, un sueño, sino una realidad que ya no puede soñarse. La persona ama, el individuo
compra el amor en un prostíbulo. Cuando la prostituta ha acabado contigo en
seguida te dice: “¡el siguiente!” Y Jacques Brel, cuando le cantaba al joven
fracasado que había dejado los estudios para enrolarse en el ejército, lo mostraba
formando en fila delante de los prostíbulos; y cuando por fin encuentra a una
chica que le quiere, aún se despierta por las noches atacado por la fiebre,
soñando que le dice, después de hacer el amor: “¡el siguiente!” Todos los siguientes
del mundo deberían darse la mano, es lo que se dice el recluta en su deliro; y
llorando su fracaso el poeta lo viene a compadecer, reivindicando a los individuos
que sólo son uno de tantos, los que son iguales a los demás como madalenas
sacadas del mismo molde, los que tienen una etiqueta como hormigas condenadas a
ser números anónimos dentro del hormiguero, los que nunca serán ellos sino sólo
una copia de los demás: eso es lo que nos dice Jacques Brel. Todos somos
iguales en derecho, porque todos valemos lo mismo: valemos lo máximo; por eso
nadie vale más que nadie, como dice el viejo refrán castellano; porque no se
nos puede comprar ni con todo el oro del mundo, por eso tenemos valor, no
precio; y como somos tan valiosos todos tenemos derecho a desarrollar nuestra
vida siguiendo nuestro propio camino, sin que ese camino nos lo impongan
nuestra tribu, nuestro sexo o nuestra religión. Lo decía Antonio Machado: se
hace camino al andar; y por eso, iguales en derechos, somos profundamente
diferentes en nuestros hechos, en nuestra naturaleza, en nuestras acciones; y
ninguna etiqueta puede reflejar fielmente nuestra verdadera identidad.
Lo que nos impide comprendernos
es la distancia. Vemos las cosas desde lejos y es porque los toros se ven muy
bien desde la barrera. Un poema tiene Machado donde se mete en el pellejo de un
condenado a muerte, y se esfuerza en sentir como él debe sentirse y se
compadece de él; y mientras tanto las turbas, tratándolo como asesino, lo
insultan e increpan, y hasta algún exaltado, si le dejaran, le gustaría también
tirarle piedras. A esta falta de corazón, a esta crueldad con el que se le
hemos puesto la etiqueta de asesino (como aquel otro asesino al que le pusieron
un INRI en la frente), abruma y desconcierta. Lo bueno es que el que más se
exalta con el ataque al condenado suele ser el que tiene el corazón más sucio.
Por eso dijo Jesús: “el que esté libre de culpa que tire la primera piedra”. Y
esos culpables que se pasean con dignidad, porque nadie les ha puesto la
etiqueta de culpables, son capaces de ver la paja en el ojo ajeno pero no
pueden ver la viga que tienen en el suyo. O lo que es lo mismo, no son sensibles
a la crítica; porque lo primero que debemos criticar es a nosotros mismos.
Criticar es ver las cosas y para ver hay que mirar, y el intolerante no quiere
mirar porque teme verlo todo de manera diferente a como él quiere verlo.
El terrorismo es deleznable, pero
¿nos hemos puesto alguna vez en la mente de un terrorista? Antes de condenarlo
¿sabemos por qué piensa como piensa, siente como siente, reza como reza? Nadie
dice que haya que justificarlo, pero sí tenemos que comprenderlo. “Camada
negra” es una interesante película de Manuel Gutiérrez Aragón; en ella se
muestran las vivencias, frustraciones y desvaríos de un terrorista de extrema
derecha: interesante ejercicio de comprensión. No se trata de tolerar la
violencia: se trata de comprenderla; si la comprendemos, pondremos las bases de
su erradicación, como cuando el médico que comprende una enfermedad ya está
empezando a curarla. ¿Cómo voy a curar un melanoma igual que un grano? ¿Cómo
podría yo curar ese lunar sangrante si no he comprendido el origen de esa
sangre?
Tolerancia es aceptar las
opiniones de los demás, y el límite de la tolerancia es cuando las opiniones
incitan a la violencia. Y si con la violencia no debemos ser tolerantes, sí
debemos ser comprensivos. Tolerar es respetar y respetar es aceptar, y no
aislar ni a las personas ni a las ideas. Aceptamos a los demás cuando los
escuchamos, no cuando los obligamos a que nos escuchen ellos. La mejor forma de
respeto es el diálogo: un intercambio de ideas, sentimientos y experiencias
desde la escucha.
Un sofista de nuestra época ha
desarrollado un curioso argumento contra la tolerancia. “¿Os imagináis que yo
le diga a mi mujer: te tolero? Sería absurdo. Tolerar a las personas no es
amarlas, y yo a mi mujer la amo”. Por lo tanto concluía, muy ufano: “yo soy
intolerante”. Y la gente aplaudía a rabiar. Luego, cuando salieron a la calle,
se produciría un salto semántico; y de la tolerancia que es menos que amar
desembocarían en la tolerancia que es lo contrario del amor. Conclusión
insoslayable: si yo quiero amar, debo ser intolerante; o sea que debo practicar
la violencia. La violencia es lo mismo que el amor: ésa es la paradoja que le
gusta al intolerante.
Pero cuando nosotros hablamos de
tolerancia no nos referimos a eso. La tolerancia de la que estamos hablando no
consiste en soportar, apechugar o aguantarse. La tolerancia de la que queremos
hablar consiste en respetar, y cuando la otra persona no nos respeta, lo que
debemos hacer es comprenderla como única terapia. “¡No tolero tus insolencias!”,
decimos a veces. Es verdad: no hay que tolerar la falta de respeto. Pero sí
debemos tolerar las opiniones respetuosas que se dicen de forma respetuosa:
tolerar, que en este segundo sentido (ya lo hemos visto) significa respetar, es
lo mismo que aceptar a los demás, aceptarlos como son, sin obligarlos a que
sean iguales que nosotros, como si nos sintiéramos inseguros y amenazados
cuando todos los que nos rodean no están vestidos con nuestro mismo uniforme.
Pero aún hay más: debemos aceptar también que los demás no son un bloque
monolítico, sino que ellos también son diferentes entre ellos. Sin
prejuzgarlos. Sin estereotipos. Sin querer que todos se comporten de la misma
manera, sin obligarlos a todos a ajustarse al mismo modelo. Sin etiquetas. Que
yo, antes que ser cristiano o judío o comunista o musulmán o liberal, soy y he
sido yo mismo, y el grupo al que pertenezco me coloreará de manera diferente
que a mi vecino, aunque mi vecino y yo tengamos el mismo credo: como el pintor
no pone tampoco el mismo rojo en todos sus cuadros. No todos los cristianos son
iguales. No todas las izquierdas son iguales. No lo son tampoco todas las
derechas. Afortunadamente, yo no soy una hormiga idéntica a las demás hormigas,
soy un ser humano, y como todos mis semejantes, humano, pero al igual que
ellos, distinto: cada uno de nosotros es un mundo que tiene su propia forma de
ver el mundo; el de los demás, sí, pero sobre todo nuestro mundo propio.
Epílogo
Dos hombres caminan por la calle. Uno
es viejo, encorvado y lento, y se apoya en la garrota y su andar es vacilante;
el otro es su hijo. El hijo es fuerte, y su andar despacito le pone nervioso;
al principio tiene paciencia pero luego, al cabo de dar pasos lentos con sus
piernas rápidas, se cansa; no aguanta, se irrita, se enfada con su padre: acaba
levantándole la voz y se molesta con él. Lo mismo le sucede a ese padre y esa
madre que caminan con el niño que está empezando a andar: su espalda se curva,
sus pasos son irregulares, de ritmo cambiante, tan pronto son lentos como
atropellados, y andan agachados para evitar las caídas del niño. Y ese otro
joven, flaco, alto y desgarbado, que lleva el carro de la compra y se enfada
porque el carro es muy bajo y le obliga mucho a agacharse. El hombre, los
padres y el joven son buenas personas, su corazón es justo y saben querer: pero
cuando se les agota la paciencia ya se vuelven irritables, intolerantes y
violentos.
Y es que a veces la tolerancia es
paciencia; y quien, o porque es nervioso o porque está cansado, se impacienta,
tiene ya poco aguante y entonces se vuelve intolerante. Otros se ponen así
porque están tristes; o porque les ha ido mal, o porque les han enfadado, o
porque están hundidos anímicamente y han perdido la moral, o porque les toca
aguantar a gente muy pesada: entonces pierden los estribos, están fuera de sí y
ya no pueden controlarse. También la tristeza o la cólera pueden volvernos
intolerantes.
Somos intolerantes cuando no
aguantamos, y si no aguantamos es porque hemos perdido fuerza: el intolerante
es una persona debilitada, dominada por sus emociones; diríamos, más bien, que
nos volvemos irritables. Pero cuando esta impaciencia se alimenta de ideas
excluyentes y violentas, la intolerancia deja de ser un estado de ánimo para
convertirse en un impulso moral: y entonces nos volvemos malos. No te dejes
llevar por la impaciencia. Por el impulso. Por la intransigencia. Por la
cólera. Por el odio. Una persona de natural impaciente puede llegar a
convertirse, si no se sabe gobernar, en una bestia salvaje. No es lo mismo
tener un natural intolerante que practicar la intolerancia moral; como no es lo
mismo el temperamento que el carácter. Hay una leyenda india que lo explica muy
bien.
Un niño le dijo a su padre: “padre,
a veces siento que hay dos lobos que luchan dentro de mí; uno es bueno y otro
malo. ¿Cuál de ellos vencerá?” El padre le contestó: “aquél que tú alimentes;
el que tú quieras que se convierta en tu compañero de viaje”.