sábado, 9 de julio de 2016

La matrioscka del método "cocer" (1): conocer




LA MATRIOSCHKA DEL MÉTODO “COCER” (1):
CONOCER

 

Introducción.
            Las acciones, como el pan, se gestan en un horno en el que tienen que cocerse: he aquí una metáfora; que nos sirve, también, de truco mnemotécnico; conocemos la realidad (“co”) antes de comprenderla críticamente (“c”); luego elegimos (“e”): primero son las decisiones esenciales que giran en torno al respeto (“r”); luego, las decisiones circunstanciales que se piensan con el sentimiento (“se”: “s” de sentir y “e” de elegir). Éste es un método que podemos emplear en todos los ámbitos de nuestra vida. También, por supuesto, en la educación. El método “cocerse” puede abreviarse en el método “cocer”: en el que elegimos (“e”) desde el respeto (“r”); un respeto que precede a todas nuestras decisiones y se reafirma o se desdibuja, a su vez, con cada una de las decisiones que tomamos en nuestra vida.
            Conocer es identificar las cosas que se cruzan con nuestra sensibilidad, ya sea percibiendo el mundo o sintiéndonos afectados por él (es la diferencia que hay entre sensación y sentimiento, las dos caras que tiene el verbo “sentir”). Luego, hay una forma más desarrollada de conocer: el conocimiento crítico; si, en primera instancia, conocer es sentir, en un segundo momento conocer es pensar; pensar para entender, y entendemos analizando, comparando y criticando; por ejemplo, no es lo mismo saber dónde está el hígado que saber para qué sirve; conocer la palabra “grasa” que saber lo que es la grasa; y no es lo mismo saber que el hígado transforma las grasas en hidratos que saber por qué es así; conocer el qué, el cómo y el para qué de las cosas que conocer su por qué. En definitiva, no es lo mismo describir que explicar; analizar que hacer un diagnóstico.
            Una vez que conocemos las cosas actuamos frente a ellas. Actuar es elegir un camino entre los que se nos abren en el mundo, en una doble toma de de decisiones que se realimenta en círculo: al decidir en qué mundo queremos vivir tomamos decisiones que, a su vez, realimentan nuestro mundo mental y anímico; a las primeras las llamaremos decisiones esenciales o cordiales; a las segundas, decisiones circunstanciales; nuestra esencia se reafirma o se desdibuja con las circunstancias, es decir con nuestra existencia: el ser se configura con el estar. Si cuando pensábamos buscábamos la lógica de las cosas, ahora, al actuar, buscamos su valor: el pensamiento da validez a lo que sentimos, y la acción nos dice si las cosas que sentimos son valiosas. También pensamos antes de decidir, pero este pensamiento, que siempre debe ser razón crítica, es una cortina que se agarra a la barra que hay encima de la ventana o bien por unos aros, o bien por una tira de velcro; el pensamiento no sirve de nada, por muy complejo que sea, si no tiene un sentimiento donde agarrarse.
            Así, nuestras acciones se construyen con un doble círculo: el círculo del conocer, que va de la sensación al sentimiento y del sentimiento a la sensación; y el círculo de la acción, que va de lo esencial a lo circunstancial y viceversa. Ambos círculos se refieren a los afectos: un sentir identificativo en el conocer que se engancha, en la acción, en un sentir orientativo (el pathos). Sobre el sentir que conoce se engarza, a su vez, el pensamiento, que debe ser crítico; y sobre el sentir que actúa también se engarza la crítica, que tiene que ser lógica sólo después de ser axiológica. Al conocimiento se llega mediante metáforas. A la acción, mediante ejemplos. Y así, nuestra vida es como los aros enganchados uno en otro: el conocer y el actuar, que son, primero que nada, dos formas de sentir. Sobre ellos se engancha la cortina de la razón, que es, en el conocer, razón teórica y razón práctica en el hacer: vamos a examinar uno por uno todos esos ingredientes.

 

Conocer.
            Conocer no es ver las cosas, ni oírlas, ni olerlas; conocer es identificarlas; e identificar es abrir las puertas de la memoria como cuando abrimos un armario, mirar lo que hay dentro y compararlo con nuestras experiencias anteriores, que tenemos allí guardadas; para ver si lo que estamos viendo encaja con alguna cosa que hayamos visto ya, igual que encajaba el zapato en los pies de Cenicienta.
            Por ejemplo, ahora mismo miro por la ventana y veo un objeto redondo. ¿He visto algo? No. He visto una forma pero no he visto el objeto que tiene esa forma. Puede ser el sol, o un globo aerostático, o el globo que se le ha escapado a un niño de las manos, o un disco colgado de un hilo; un hilo invisible, porque ya sabéis que la luz del día hace invisibles los hilos; también puede ser un balón que se haya quedado atascado en la cornisa. ¿Cómo sé yo que puede ser todas esas cosas? Porque las he conocido antes y las tengo en la memoria; y cada vez que veo una forma mi mente busca en la memoria todos los objetos acumulados por mi experiencia que se parezcan a la forma que estoy viendo ahora. La exploración de la memoria es una búsqueda selectiva; es como si los recuerdos estuvieran almacenados en cajones diferentes, y cada cajón contuviera objetos que tienen la misma forma, el mismo color, el mismo sabor, la misma textura… La mente, al mirar en ellos, saca del cajón de los objetos redondos y del que contiene los objetos amarillos los que son a la vez amarillos y redondos y los mete en un cajón provisional, cajón de búsqueda podríamos llamarlo; en él buscamos el que más se parece al que estamos viendo; luego, cuando lo hemos encontrado, los vuelve a guardar de nuevo en sus respectivos cajones originales. Pero para evitar fugas en la memoria, cada vez que crea un cajón de búsqueda la mente no corta y pega los recuerdos vaciando los cajones originales (pues si así fuera sería muy fácil que se perdiesen los recuerdos y nuestra memoria, además de vaciarse, se desordenaría poco a poco); lo que hace no es sacar los recuerdos (lo que en el lenguaje de Word se dice “cortar”), sino copiarlos para meter esas copias en el cajón ce búsqueda y borrarlas luego cuando hayamos terminado de buscar.
            Conocer es, pues, en primera instancia, captar sensaciones y vestirlas con las gestalten de nuestra sensibilidad (que están ordenadas en el espacio y el tiempo). Nuestra sensibilidad puede conocer el mundo de dos maneras: sintiéndolo o sintiéndose; al sentirlo lo proyecta como en una pantalla donde lo contempla sin gozar ni sufrir; y al sentirse en la contemplación el mundo la atraviesa produciendo en ella sensaciones de placer o de dolor; hablaremos, respectivamente, de conocimiento objetivo y subjetivo, de información y afectividad. Las sensaciones objetivas se ordenan en las gestalten de la percepción, dentro del espacio y del tiempo; y las subjetivas se ordenan en las gestalten de la afectividad, que son espacio-temporales también. Una gestalt es un modelo, una forma o figura que contiene los datos de nuestros sentidos; y esas gestalten pueden consistir en geometría (la forma de los objetos), perspectiva (distancia y ángulo de observación) y aprioris (por ejemplo la ley del cierre). La principal gestalt de los afectos es el bien.
            El bien no puede proceder de la inteligencia, porque se siente antes de comprenderse. La inteligencia, por el contrario, procede del bien. El bien no puede ser una idea, vete a saber si es un sentimiento; pero lo que es seguro es que la inteligencia no nos puede aclarar sobre lo que es bueno. El bien se capta con el corazón, no con el razonamiento; la razón nos podrá servir para buscar la justicia, no para buscar el bien; porque el bien es un instinto y la justicia una razón de intereses en juego cuando todos compiten entre sí; una razón de instintos conviviendo por igual. 

 

            Podemos conocer el mundo o conocernos nosotros. Y lo podemos hacer de manera afectiva o perceptiva. Conozco afectivamente el mundo cuando me afecta (por ejemplo, cuando el primer contacto que tengo con una rosa es pincharme con sus espinas); también me conozco afectivamente cuando siento ese  bienestar que emana del vientre durante un masaje, o esa sensación beatífica mientras escucho una sinfonía, y cuando descubro qué cosas me gustan y cuáles me desagradan. Conozco perceptivamente el mundo cuando lo contemplo sin sentir placer ni dolor, desde una distancia afectiva, aunque la distancia física entre yo y el mundo sea pequeña; y me conozco perceptivamente a mí mismo cuando me estudio sin implicarme, convirtiéndome en objeto de investigación para satisfacer mi curiosidad: como cuando me estudio como físico, como psicólogo o como político. Cuando conocemos el mundo, las percepciones generan ontología, y los afectos ontopatía.
            ¿Y qué es aprender? Aprender es adquirir conocimientos nuevos. Aprender sintiendo, sí, y también aprender observando; ontopatía y ontología. Aprender observando es acumular en nuestra memoria informaciones que no nos afectan: que el sol sale por la mañana, que la luna algunas veces se ve más grande, que existen las mariposas, que cuando llueve el suelo se ablanda, que el hielo está frío y el fuego quema… Otra cosa es el aprendizaje afectivo.
            Aprender sintiendo es incorporar a nuestra memoria informaciones subjetivas: como que el fuego hace sufrir, los pasteles nos deleitan o que correr velozmente dejándose acariciar por el viento nos da mucho placer. El aprendizaje afectivo se hace con el cuerpo o con el alma.
            Sentir el cuerpo. Aprender con el cuerpo. Aprender sintiendo. Sintiendo el cuerpo. Doblas el brazo hacia ti apretando el puño y sientes una tensión en algún sitio: ése es el bícepts. Te tumbas para hacer flexiones y te duelen los hombros: son los deltoides; y también te duele el vientre: los abdominales. Y así, sintiendo tus movimientos y asociando cada músculo con su hueso, te aprendes el aparato locomotor. No se pueden aprender por separado los músculos de los huesos, como se hace en las escuelas. La anatomía superficial hay que aprenderla desde el deporte. Por eso en la antigua Grecia los médicos traumatólogos eran también  los entrenadores deportivos. La naturaleza hay que aprenderla desde las sensaciones, no desde las representaciones; el sentido de referencia es el tacto, fuente de las imágenes que construimos luego para la vista; aprender sintiendo, sintiendo las sensaciones y los movimientos del cuerpo. Es lo que se ha llamado aprendizaje enactivo. Porque la presencia viene antes que la representación.
            El cuerpo es una fuente de conocimiento. Aprendemos, poniéndonos en cruz, dónde están los cuatro puntos cardinales: y el cuerpo nos sirve de instrumento. Aprendemos, tensándolos separadamente, dónde tenemos los músculos: y es como si observáramos nuestro cuerpo. Estudiar nuestro cuerpo es descubrir cómo está hecho. Estudiar con él es utilizarlo para conocer otras cosas. Para servirnos de él suele ser bueno conocerlo primero, con lo que el conocimiento de nuestro cuerpo suele servir para utilizarlo. 

 

            Pero ahora se plantea la cuestión de qué entendemos por observar. Tendemos demasiado a pensar que observar es lo mismo que mirar, descubrir las cosas con los ojos. También las descubrimos con el tacto. La mujer que palpa su pecho para descartar signos de cáncer también se está observando (pero no lo hace con los ojos, sino con la mano). El sumiller que degusta el vino, el cocinero que huele y prueba los platos que hace, el músico que analiza los sonidos, el astrónomo que mira por el telescopio: todos ellos hacen observaciones. Observar es extraer informaciones con todos nuestros sentidos menos el alguedónico; porque todos nuestros órganos, además de servir para objetivos concretos, también sirven para disfrutar; y sirven también para conocer y conocerse. Llamamos funcionamiento a la acción de las cosas en busca de su objetivo (cada función es el desarrollo de un objetivo propio). Llamamos saber al conocimiento de esas funciones. Al padecimiento o disfrute ordenado de las mismas lo llamamos sabiduría. La sabiduría suele necesitar al saber, pero eso no ocurre siempre; a veces, para disfrutar de un organismo, es mejor no conocer sus partes; o, si las conocemos, no pensar en ellas; el goce pleno suele ser incompatible con la conciencia de la mecánica de nuestro cuerpo, pues lo mecánico reduce la función a su estructura y la plenitud se disuelve en cada una de sus partes.
            Conocer el cuerpo es, por lo tanto, sentir sus funciones sin sentir sus placeres y sus dolores; eso nos da un saber sobre él, que puede ser enciclopédico; la erudición, que se centra en las manifestaciones, tanto del conjunto como de cada una de sus partes, nos dice cómo es la estructura de nuestro cuerpo. Pero también podemos sentir el placer que produce su funcionamiento: eso también nos da un saber, pero ahora es un saber afectivo; aprendemos sintiendo, pero no ya en el sentido de la ontología, sino en el de la ontopatía.
            Hay, también, un abismo entre la observación y la vivencia. La observación funcional es experiencia, la vivencia es experiencia “padecida”, o sea vivida; en el sentido de la alegría como del patetismo; en el de la alegría como en el de tristeza. Veremos más adelante que pensar no es lo mismo que sentir; conocer (en abstracto) la longitud de onda del color rojo no es lo mismo que conocer el color rojo; conocer su estructura, y su función, no es conocerlo; la estructura pasa por el ojo y llega al nervio óptico, pero el color sólo se ve en el cerebro; la corteza descompone los datos y procesa las longitudes sensoriales, pero las áreas sensoriales “ven” el color que codifican los datos; o lo que es lo mismo, pensar los colores no es lo mismo que verlos; un ciego no los puede ver, aunque los pueda pensar.
            Aprender observando es, pues, aprender sintiendo las estructuras; y al sentir placer y dolor lo podemos llamar, abreviadamente, aprender sintiendo; aunque también el observar es una forma de sentir; un sentir que hace abstracción del placer y del dolor y se queda sólo con la estructura; es, por así decirlo, un sentimiento objetivo. La observación nos dice cómo son los ruidos de los aviones; la vivencia nos hace insoportables sus decibelios.
            También podemos sentir con el alma, no sólo con el cuerpo. El alma es el corazón, en sentido metafórico; la integración de todos los afectos del cuerpo, sus placeres y sus dolores, en una afectividad integrada que globalmente pueda ser placentera o dolorosa; y si un órgano nos produce placer, el placer de todo el cuerpo, menos el dolor global, puede dar un resultado positivo y sentimos alegría; o puede ser negativo y entonces sentimos tristeza; felicidad o desgracia, según los casos.
            Así entendido, el corazón sólo sería una parte del alma. La otra parte sería lo que vulgarmente llamamos la cabeza: el alma racional. La integración del alma y la cabeza sería más bien el espíritu. Y como lo que integra el espíritu es la historia de mi corazón, mi cuerpo y mi cabeza, mi espíritu sería también la historia de mis vivencias (cuerpo, corazón y cabeza íntimamente integrados). No hay que confundir el espíritu como capacidad, que es la misma en todos nosotros, con mi espíritu personal, que es la historia de mis capacidades cristalizada en el momento presente; lo mismo habría que decir de la inteligencia, el corazón y el cuerpo, es decir de eso que llamamos alma.
            Pues bien, las historias que conforman nuestra experiencia las vivimos sintiendo con el alma. Nos cuentan la historia de Asiria, la de los gulags soviéticos, la de la Alemania nazi, y sentimos horror; como lo sentimos cuando escuchamos lo que hizo Pol Pot en Camboya; o lo que hace la dinastía estalinista en Corea del norte. Las historias, además del horror, nos pueden enseñar las miserias humanas, ésas que no tienen importancia, esos pequeños pecados que va supurando el día a día. Obreros que descuidan el trabajo construyendo edificios defectuosos por negligencia; maestros que deben predicar con el ejemplo y son ejemplo de pereza poco edificante; mecánicos alcohólicos que se convierten en gamberros, luego en locos y, finalmente, en asesinos.
(Continuará)

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario