LA MATRIOSCHKA
DEL MÉTODO “COCER” (1):
CONOCER
Introducción.
Las acciones, como el pan, se gestan
en un horno en el que tienen que cocerse: he aquí una metáfora; que nos sirve,
también, de truco mnemotécnico; conocemos la realidad (“co”) antes de comprenderla
críticamente (“c”); luego elegimos (“e”): primero son las decisiones esenciales
que giran en torno al respeto (“r”); luego, las decisiones circunstanciales que
se piensan con el sentimiento (“se”: “s” de sentir y “e” de elegir). Éste es un
método que podemos emplear en todos los ámbitos de nuestra vida. También, por
supuesto, en la educación. El método “cocerse” puede abreviarse en el método
“cocer”: en el que elegimos (“e”) desde el respeto (“r”); un respeto que
precede a todas nuestras decisiones y se reafirma o se desdibuja, a su vez, con
cada una de las decisiones que tomamos en nuestra vida.
Conocer es identificar las cosas que
se cruzan con nuestra sensibilidad, ya sea percibiendo el mundo o sintiéndonos
afectados por él (es la diferencia que hay entre sensación y sentimiento, las
dos caras que tiene el verbo “sentir”). Luego, hay una forma más desarrollada
de conocer: el conocimiento crítico; si, en primera instancia, conocer es
sentir, en un segundo momento conocer es pensar; pensar para entender, y
entendemos analizando, comparando y criticando; por ejemplo, no es lo mismo
saber dónde está el hígado que saber para qué sirve; conocer la palabra “grasa”
que saber lo que es la grasa; y no es lo mismo saber que el hígado transforma
las grasas en hidratos que saber por qué es así; conocer el qué, el cómo y el
para qué de las cosas que conocer su por qué. En definitiva, no es lo mismo
describir que explicar; analizar que hacer un diagnóstico.
Una vez que conocemos las cosas
actuamos frente a ellas. Actuar es elegir un camino entre los que se nos abren
en el mundo, en una doble toma de de decisiones que se realimenta en círculo:
al decidir en qué mundo queremos vivir tomamos decisiones que, a su vez,
realimentan nuestro mundo mental y anímico; a las primeras las llamaremos
decisiones esenciales o cordiales; a las segundas, decisiones circunstanciales;
nuestra esencia se reafirma o se desdibuja con las circunstancias, es decir con
nuestra existencia: el ser se configura con el estar. Si cuando pensábamos
buscábamos la lógica de las cosas, ahora, al actuar, buscamos su valor: el
pensamiento da validez a lo que sentimos, y la acción nos dice si las cosas que
sentimos son valiosas. También pensamos antes de decidir, pero este
pensamiento, que siempre debe ser razón crítica, es una cortina que se agarra a
la barra que hay encima de la ventana o bien por unos aros, o bien por una tira
de velcro; el pensamiento no sirve de nada, por muy complejo que sea, si no
tiene un sentimiento donde agarrarse.
Así, nuestras acciones se construyen
con un doble círculo: el círculo del conocer, que va de la sensación al
sentimiento y del sentimiento a la sensación; y el círculo de la acción, que va
de lo esencial a lo circunstancial y viceversa. Ambos círculos se refieren a los
afectos: un sentir identificativo en el conocer que se engancha, en la acción,
en un sentir orientativo (el pathos). Sobre el sentir que conoce se engarza, a
su vez, el pensamiento, que debe ser crítico; y sobre el sentir que actúa
también se engarza la crítica, que tiene que ser lógica sólo después de ser
axiológica. Al conocimiento se llega mediante metáforas. A la acción, mediante
ejemplos. Y así, nuestra vida es como los aros enganchados uno en otro: el
conocer y el actuar, que son, primero que nada, dos formas de sentir. Sobre
ellos se engancha la cortina de la razón, que es, en el conocer, razón teórica
y razón práctica en el hacer: vamos a examinar uno por uno todos esos
ingredientes.
Conocer.
Conocer no es ver las cosas, ni
oírlas, ni olerlas; conocer es identificarlas; e identificar es abrir las
puertas de la memoria como cuando abrimos un armario, mirar lo que hay dentro y
compararlo con nuestras experiencias anteriores, que tenemos allí guardadas;
para ver si lo que estamos viendo encaja con alguna cosa que hayamos visto ya,
igual que encajaba el zapato en los pies de Cenicienta.
Por ejemplo, ahora mismo miro por la
ventana y veo un objeto redondo. ¿He visto algo? No. He visto una forma pero no
he visto el objeto que tiene esa forma. Puede ser el sol, o un globo
aerostático, o el globo que se le ha escapado a un niño de las manos, o un
disco colgado de un hilo; un hilo invisible, porque ya sabéis que la luz del
día hace invisibles los hilos; también puede ser un balón que se haya quedado atascado
en la cornisa. ¿Cómo sé yo que puede ser todas esas cosas? Porque las he
conocido antes y las tengo en la memoria; y cada vez que veo una forma mi mente
busca en la memoria todos los objetos acumulados por mi experiencia que se
parezcan a la forma que estoy viendo ahora. La exploración de la memoria es una
búsqueda selectiva; es como si los recuerdos estuvieran almacenados en cajones
diferentes, y cada cajón contuviera objetos que tienen la misma forma, el mismo
color, el mismo sabor, la misma textura… La mente, al mirar en ellos, saca del
cajón de los objetos redondos y del que contiene los objetos amarillos los que
son a la vez amarillos y redondos y los mete en un cajón provisional, cajón de búsqueda podríamos llamarlo;
en él buscamos el que más se parece al que estamos viendo; luego, cuando lo hemos
encontrado, los vuelve a guardar de nuevo en sus respectivos cajones
originales. Pero para evitar fugas en la memoria, cada vez que crea un cajón de
búsqueda la mente no corta y pega los recuerdos vaciando los cajones originales
(pues si así fuera sería muy fácil que se perdiesen los recuerdos y nuestra
memoria, además de vaciarse, se desordenaría poco a poco); lo que hace no es
sacar los recuerdos (lo que en el lenguaje de Word se dice “cortar”), sino
copiarlos para meter esas copias en el cajón ce búsqueda y borrarlas luego
cuando hayamos terminado de buscar.
Conocer es, pues, en primera
instancia, captar sensaciones y vestirlas con las gestalten de nuestra
sensibilidad (que están ordenadas en el espacio y el tiempo). Nuestra
sensibilidad puede conocer el mundo de dos maneras: sintiéndolo o sintiéndose;
al sentirlo lo proyecta como en una pantalla donde lo contempla sin gozar ni
sufrir; y al sentirse en la contemplación el mundo la atraviesa produciendo en
ella sensaciones de placer o de dolor; hablaremos, respectivamente, de
conocimiento objetivo y subjetivo, de información y afectividad. Las sensaciones
objetivas se ordenan en las gestalten de
la percepción, dentro del espacio y del tiempo; y las subjetivas se ordenan
en las gestalten de la afectividad,
que son espacio-temporales también. Una gestalt es un modelo, una forma o
figura que contiene los datos de nuestros sentidos; y esas gestalten pueden consistir
en geometría (la forma de los
objetos), perspectiva (distancia y
ángulo de observación) y aprioris
(por ejemplo la ley del cierre). La principal gestalt de los afectos es el
bien.
El bien no puede proceder de la
inteligencia, porque se siente antes de comprenderse. La inteligencia, por el
contrario, procede del bien. El bien no puede ser una idea, vete a saber si es
un sentimiento; pero lo que es seguro es que la inteligencia no nos puede
aclarar sobre lo que es bueno. El bien se capta con el corazón, no con el
razonamiento; la razón nos podrá servir para buscar la justicia, no para buscar
el bien; porque el bien es un instinto y la justicia una razón de intereses en
juego cuando todos compiten entre sí; una razón de instintos conviviendo por
igual.
Podemos conocer el mundo o
conocernos nosotros. Y lo podemos hacer de manera afectiva o perceptiva. Conozco afectivamente el mundo cuando
me afecta (por ejemplo, cuando el primer contacto que tengo con una rosa es
pincharme con sus espinas); también me conozco afectivamente cuando siento
ese bienestar que emana del vientre
durante un masaje, o esa sensación beatífica mientras escucho una sinfonía, y
cuando descubro qué cosas me gustan y cuáles me desagradan. Conozco perceptivamente el mundo cuando
lo contemplo sin sentir placer ni dolor, desde una distancia afectiva, aunque
la distancia física entre yo y el mundo sea pequeña; y me conozco
perceptivamente a mí mismo cuando me estudio sin implicarme, convirtiéndome en
objeto de investigación para satisfacer mi curiosidad: como cuando me estudio
como físico, como psicólogo o como político. Cuando conocemos el mundo, las
percepciones generan ontología, y
los afectos ontopatía.
¿Y qué es aprender? Aprender es
adquirir conocimientos nuevos. Aprender sintiendo, sí, y también aprender
observando; ontopatía y ontología. Aprender
observando es acumular en nuestra memoria informaciones que no nos afectan:
que el sol sale por la mañana, que la luna algunas veces se ve más grande, que
existen las mariposas, que cuando llueve el suelo se ablanda, que el hielo está
frío y el fuego quema… Otra cosa es el aprendizaje afectivo.
Aprender
sintiendo es incorporar a nuestra memoria informaciones subjetivas: como
que el fuego hace sufrir, los pasteles nos deleitan o que correr velozmente
dejándose acariciar por el viento nos da mucho placer. El aprendizaje afectivo
se hace con el cuerpo o con el alma.
Sentir el cuerpo. Aprender con el
cuerpo. Aprender sintiendo. Sintiendo el cuerpo. Doblas el brazo hacia ti
apretando el puño y sientes una tensión en algún sitio: ése es el bícepts. Te
tumbas para hacer flexiones y te duelen los hombros: son los deltoides; y
también te duele el vientre: los abdominales. Y así, sintiendo tus movimientos
y asociando cada músculo con su hueso, te aprendes el aparato locomotor. No se
pueden aprender por separado los músculos de los huesos, como se hace en las
escuelas. La anatomía superficial hay que aprenderla desde el deporte. Por eso
en la antigua Grecia los médicos traumatólogos eran también los entrenadores deportivos. La naturaleza
hay que aprenderla desde las sensaciones, no desde las representaciones; el
sentido de referencia es el tacto, fuente de las imágenes que construimos luego
para la vista; aprender sintiendo, sintiendo las sensaciones y los movimientos
del cuerpo. Es lo que se ha llamado aprendizaje enactivo. Porque la presencia
viene antes que la representación.
El cuerpo es una fuente de
conocimiento. Aprendemos, poniéndonos en cruz, dónde están los cuatro puntos
cardinales: y el cuerpo nos sirve de instrumento. Aprendemos, tensándolos
separadamente, dónde tenemos los músculos: y es como si observáramos nuestro
cuerpo. Estudiar nuestro cuerpo es descubrir cómo está hecho. Estudiar con él
es utilizarlo para conocer otras cosas. Para servirnos de él suele ser bueno
conocerlo primero, con lo que el conocimiento de nuestro cuerpo suele servir
para utilizarlo.
Pero ahora se plantea la cuestión de
qué entendemos por observar. Tendemos demasiado a pensar que observar es lo
mismo que mirar, descubrir las cosas con los ojos. También las descubrimos con
el tacto. La mujer que palpa su pecho para descartar signos de cáncer también
se está observando (pero no lo hace con los ojos, sino con la mano). El
sumiller que degusta el vino, el cocinero que huele y prueba los platos que
hace, el músico que analiza los sonidos, el astrónomo que mira por el
telescopio: todos ellos hacen observaciones. Observar es extraer informaciones
con todos nuestros sentidos menos el alguedónico; porque todos nuestros
órganos, además de servir para objetivos concretos, también sirven para
disfrutar; y sirven también para conocer y conocerse. Llamamos funcionamiento a
la acción de las cosas en busca de su objetivo (cada función es el desarrollo
de un objetivo propio). Llamamos saber al conocimiento de esas funciones. Al
padecimiento o disfrute ordenado de las mismas lo llamamos sabiduría. La
sabiduría suele necesitar al saber, pero eso no ocurre siempre; a veces, para
disfrutar de un organismo, es mejor no conocer sus partes; o, si las conocemos,
no pensar en ellas; el goce pleno suele ser incompatible con la conciencia de
la mecánica de nuestro cuerpo, pues lo mecánico reduce la función a su
estructura y la plenitud se disuelve en cada una de sus partes.
Conocer el cuerpo es, por lo tanto,
sentir sus funciones sin sentir sus placeres y sus dolores; eso nos da un saber
sobre él, que puede ser enciclopédico; la erudición, que se centra en las
manifestaciones, tanto del conjunto como de cada una de sus partes, nos dice
cómo es la estructura de nuestro cuerpo. Pero también podemos sentir el placer
que produce su funcionamiento: eso también nos da un saber, pero ahora es un
saber afectivo; aprendemos sintiendo, pero no ya en el sentido de la ontología,
sino en el de la ontopatía.
Hay, también, un abismo entre la
observación y la vivencia. La observación funcional es experiencia, la vivencia
es experiencia “padecida”, o sea vivida; en el sentido de la alegría como del
patetismo; en el de la alegría como en el de tristeza. Veremos más adelante que
pensar no es lo mismo que sentir; conocer (en abstracto) la longitud de onda
del color rojo no es lo mismo que conocer el color rojo; conocer su estructura,
y su función, no es conocerlo; la estructura pasa por el ojo y llega al nervio
óptico, pero el color sólo se ve en el cerebro; la corteza descompone los datos
y procesa las longitudes sensoriales, pero las áreas sensoriales “ven” el color
que codifican los datos; o lo que es lo mismo, pensar los colores no es lo
mismo que verlos; un ciego no los puede ver, aunque los pueda pensar.
Aprender
observando es, pues, aprender sintiendo las estructuras; y al sentir placer
y dolor lo podemos llamar, abreviadamente, aprender
sintiendo; aunque también el observar es una forma de sentir; un sentir que
hace abstracción del placer y del dolor y se queda sólo con la estructura; es,
por así decirlo, un sentimiento objetivo. La observación nos dice cómo son los
ruidos de los aviones; la vivencia nos hace insoportables sus decibelios.
También podemos sentir con el alma,
no sólo con el cuerpo. El alma es el corazón, en sentido metafórico; la
integración de todos los afectos del cuerpo, sus placeres y sus dolores, en una
afectividad integrada que globalmente pueda ser placentera o dolorosa; y si un
órgano nos produce placer, el placer de todo el cuerpo, menos el dolor global,
puede dar un resultado positivo y sentimos alegría; o puede ser negativo y
entonces sentimos tristeza; felicidad o desgracia, según los casos.
Así entendido, el corazón sólo sería
una parte del alma. La otra parte sería lo que vulgarmente llamamos la cabeza:
el alma racional. La integración del alma y la cabeza sería más bien el
espíritu. Y como lo que integra el espíritu es la historia de mi corazón, mi
cuerpo y mi cabeza, mi espíritu sería también la historia de mis vivencias
(cuerpo, corazón y cabeza íntimamente integrados). No hay que confundir el
espíritu como capacidad, que es la misma en todos nosotros, con mi espíritu
personal, que es la historia de mis capacidades cristalizada en el momento
presente; lo mismo habría que decir de la inteligencia, el corazón y el cuerpo,
es decir de eso que llamamos alma.
Pues bien, las historias que
conforman nuestra experiencia las vivimos sintiendo con el alma. Nos cuentan la
historia de Asiria, la de los gulags soviéticos, la de la Alemania nazi, y
sentimos horror; como lo sentimos cuando escuchamos lo que hizo Pol Pot en
Camboya; o lo que hace la dinastía estalinista en Corea del norte. Las
historias, además del horror, nos pueden enseñar las miserias humanas, ésas que
no tienen importancia, esos pequeños pecados que va supurando el día a día.
Obreros que descuidan el trabajo construyendo edificios defectuosos por
negligencia; maestros que deben predicar con el ejemplo y son ejemplo de pereza
poco edificante; mecánicos alcohólicos que se convierten en gamberros, luego en
locos y, finalmente, en asesinos.
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario