sábado, 23 de julio de 2016

Un darwinismo lamarckista de inspiración cristiana




UN DARWINISMO LAMARCKISTA DE INSPIRACIÓN CRISTIANA[i]

 

            La teoría de la evolución admite que las especies biológicas proceden unas de otras; y se admite también que el único mecanismo evolutivo aceptable es el de Darwin: Lamarck, hace ya tiempo, ha caído en desuso. Pero de vez en cuando encontramos en la biología ciertos brotes de lamarckismo. No sólo la selección natural, sino también la adaptación tendría algo que ver en la evolución de las especies; y si a veces se admite, con Lamarck, que la función crea el órgano, no se admite con la misma facilidad que se hereden los caracteres adquiridos; esto bastaría para introducir la idea de finalidad en una evolución que Darwin quería que fuese azarosa.
            Álvaro Hernández Álvarez ha  tenido la idea de especular sobre las posibilidades del lamarckismo; y digo especular porque la formulación de hipótesis reposa sobre observaciones que no han generado experimentos, pero pueden generarlos. La hipótesis es parte fundamental del método científico: la otra parte son los datos; esta conjetura puede ser sometida a prueba y, por lo tanto, sería falsable (con lo que cumpliría el criterio de Popper para ser calificada de científica); aunque, de momento, le falten datos.
            Sostiene Álvaro Hernández que “todo ser vivo es una lámpara con su duende dentro y éste es el que a requerimiento del medio se enerva y crea variedades intencionadas y dirigidas, inconscientemente para el individuo, el duende, el alma que percibe y procesa lo externo”. En esta metáfora se percibe una suerte de lamarckismo cristiano. Cristiano en el sentido en que el alma (del individuo o de la especie) cumple una función relevante en la activación del cuerpo, pero no con vocación de trasladar la reflexión biológica fuera de la ciencia; queda por ver lo que aquí se entiende por alma, pero no es lo mismo un concepto platónico que aristotélico; un espiritualismo gratuito que un finalismo psicosomático.
            Seguimos la exposición de Álvaro Hernández. “El alma de cada ser vivo”, dice, “se expresa al exterior (…) a través de la especie en la que se aloja”; después añade que esa alma que “se relaciona con lo tangible a través de (su) especie”, logra que “sus expresiones (sean) más evolucionadas (…) cuanta más capacidad tenga la especie de expresar lo que desea”.
            Hay, pues, dos puntos de partida. El primero es que todos los seres vivos se expresan a través de su especie. De ahí se derivan las siete tesis siguientes: 

(1)   Cada ser vivo (es decir, cada individuo) tiene un alma.
(2)   El alma se expresa a través de la especie en la que se aloja.
(3)   Lo tangible es el cuerpo. Por lo tanto:
(4)   El alma no es corpórea.
(5)   El alma se expresa a través del cuerpo.
(6)   La especie limita las posibilidades que tiene el cuerpo de expresar la voz del alma.
(7)   La especie es una maqueta, un molde que conforma los cuerpos de los individuos. 

 

Todo esto se resume en una estupenda metáfora que el autor expone en la página 5: “todo ser vivo es una lámpara con su duende dentro y es éste el que a requerimiento del medio se enerva y crea variedades intencionales y dirigidas, inconscientemente para el individuo, el duende, el alma (que) percibe y procesa lo externo”: éste es el segundo punto de partida del que estábamos hablando; y es que todo ser vivo es una lámpara (un cuerpo) con su duende dentro (el alma). De aquí se desprenden otras tres tesis más:
  
(8)   Cada ser vivo tiene dentro un alma y se aloja en una especie; y cada ser vivo es un individuo, por lo tanto, cada especie contiene individuos y cada individuo contiene un alma.
(9)   El alma crea variedades intencionadas.
(10)  Las crea a requerimiento del medio, o sea que el medio plantea problemas y el individuo propone soluciones entre las que el medio, a su vez, elige la mejor. 

            Recapitulando: cada individuo es un cuerpo (“lámpara”) con un alma (“duende”) dentro, y se aloja en una especie; la especie, a su vez, se aloja en el medio en el que vive.
            Como Segovia está en Castilla, que está en España, que está en Europa, así también el alma está en el cuerpo, que está en la especie, que está en el medio: es como un juego de muñecas rusas.
            El círculo exterior plantea retos; el círculo interior los resuelve; y el círculo exterior, de nuevo, los valida (los “selecciona” en un “esfuerzo crítico”). ¿Cuál es la función de los círculos intermedios? En el cuerpo se expresa el alma. Y el individuo, un alma contenida en un cuerpo, se expresa a través su especie: conjunto de individuos que comparten los mismos rasgos; es decir que contienen la maqueta que conforma por igual a todos los cuerpos.
            Tal es la distribución lógica. Pero el orden biológico es diferente: un individuo es un cuerpo que contiene un alma específica que contiene, a su vez, el alma del individuo. Toda especie es un conjunto de individuos que tienen, todos, un alma idéntica, clonada, en la cual cada uno ha puesto sus diferencias individuales.
            Ahora bien, el alma (“el duende”), al percibir y procesar lo externo, crea variedades “intencionadas”, pero las crea “inconscientemente”: ¿puede alguien tener intenciones inconscientes? ¿No es eso contradictorio? ¿O no es el alma del individuo quien crea, sino el alma de la especie?
            No obstante, de todas estas afirmaciones se desprenden dos consecuencias:
            Primera:
            1º. Cada individuo propone sus propias soluciones a los retos del medio.
        2º. El medio selecciona las mejores haciendo que sobrevivan generación tras generación; las demás desaparecen.
          3º. Los individuos seleccionados se extienden y conforman una nueva especie; la especie es la proliferación de la descendencia del individuo más acertado.
            Segunda: el afán por superar los problemas surge de la desesperación del individuo cuando su existencia se siente amenazada; surge de su nerviosismo. La especie es el medio que utiliza el individuo para sobrevivir, y si no le vale la suya se inventa otra; es como si un electricista sustituyera la llave manual por una llave eléctrica.
            Todo esto nos lleva, como se ha podido comprobar, a Darwin: el lamarckismo de Álvaro Hernández no es solamente cristiano, sino también darwiniano (valga la paradoja); de Lamarck retiene la idea (aristotélica) de finalidad; y de Darwin conserva la selección natural; evolucionan, efectivamente, las especies, pero en el proceso también tienen algo que decir los individuos. 

 

            Lo interesante de esta propuesta es que está en las antípodas de lo que dice el darwinista más convencido del momento: Richard Dawkins; para él es precisamente la especie la que se perpetúa a través de los individuos, y el individuo el medio que utiliza la especie para sobrevivir; por eso habla Dawkins del “gen egoísta”.
            El mecanismo de la evolución acaba de sufrir un vuelco: no se trata ya de variaciones espontáneas, sino de intenciones espontáneas que son seleccionadas por la naturaleza; desembocamos en una suerte de darwinismo lamarckiano.
            Inmediatamente se plantea otra pregunta: ¿de dónde vienen esas intenciones espontáneas? De los individuos, por supuesto, no de la especie. ¿Y cómo surgen? Del nerviosismo desencadenado en los individuos por las trabas que el medio le impone para sobrevivir. El proceso es el siguiente: 

            Primero: el medio pone obstáculos a la supervivencia.
            Segundo: cada individuo varía su conducta para vencer esa resistencia.
         Tercero: si las variaciones son adaptativas, los individuos que las han inventado sobreviven; los otros desaparecen: he aquí un ejemplo de adaptación cultural, típicamente lamarckiana.
            Cuarto: pero las conductas inventadas no se heredan; pudiera ocurrir que, al cabo de mucho tiempo, surgiera una mutación que correspondiera a esas nuevas conductas: entonces se perpetuarían de generación en generación; he aquí un ejemplo de adaptación natural, típicamente darwiniana. 

            No son, pues, los genes quienes proponen novedades; las novedades las propone la conducta nerviosa de los individuos, y los genes no hacen más que copiarlas. Y le damos la vuelta al argumento de Richard Dawkins: son los individuos, y no los genes, los que son egoístas; si por egoísmo entendemos, claro está, el instinto de supervivencia.
            Veamos más de cerca cómo funciona este mecanismo. Las modificaciones del medio producen un nerviosismo en los individuos de una especia amenazada. Cada ser no está en su propio entorno (p. 4), sino que lo tiene que buscar o adaptarse al que tiene: esta tensión (estrés) genera una lucha por la supervivencia que no tiene por qué ser competencia contra otros (aunque también suele serlo). Esta tensión provoca impulsos, al principio ciegos, luego tanteados, para vivir. Si el entorno se adapta al individuo aparecerá una pereza evolutiva: la pereza intrínseca del ser vivo (p. 7); es lo que sucedería en el mundo perfecto de San Francisco de Asís, donde dios dio a cada criatura “su propio entorno”; la lucha contra los entornos adversos es, precisamente, el detonante de la evolución.
            Y es que el medio obliga. Nos impone retos que nos obligan a asumir riesgos, si es que queremos sobrevivir: esos riesgos producen nerviosismo, tensión, desasosiego, estrés. Esto implica otras tres tesis más:

(11)   Que los seres vivos no son sustancias inertes, como pretendía Descartes (sino activas, como quería Leibniz).
(12)    Que la vida es el resultado de cierto grado de organización de las partículas materiales (Diderot); lo mismo cabe decir del pensamiento.
(13)     Que los seres vivos están compuestos de partículas afines que crean una atracción entre ellas (Newton, Maupertuis). 

 

Disquisición final.
            Pertenecer a una especie es tener dentro de cada célula el código genético de la especie a la que se pertenece; no es estar unido por lazos invisibles a una especie de cerebro exterior que fuera el cerebro de nuestra especie. Es como si la especie se alojara en nosotros, no como si nosotros nos alojáramos en ella. Somos como tarjetas magnéticas autónomas que, además de contener el cerebro del banco, tienen también su propio cerebro; por eso se pueden introducir en los cajeros y operar cada una según su propia información personalizada, compartiendo todas ellas la misma información común del banco al que pertenecen; es como si contuvieran, a la vez, el alma individual y la de la especie; el alma de la especie se expresa directamente en el cajero y el alma individual necesita alojarse en el cerebro para expresarse. Somos tarjetas magnéticas: nuestra especie está clonada en todos los individuos. No se trata de un ombligo universal al que todos estamos unidos a través de nuestros ombligos. Lógicamente hablando, nosotros vivimos alojados ene nuestra especie; pero biológicamente (es decir como seres físicos, químicos y orgánicos) nuestra especie vive en nosotros multiplicándose en cada uno como si estuviera rota en mil cristales y cada uno se reflejara en un cristal, al tiempo que ella se refleja en cada uno de nosotros; vivir en nuestra especie no significa que estemos metidos en su casa, sino que somos miles de casas en las que ella se mete.
            Nuestra vida no consiste en adorar a la especie que tenemos en nuestro interior, sino en utilizarla para sobrevivir y desarrollarnos; la especie no es un parásito que vive a nuestra costa sino un motor que nos ayuda a vivir; según el motor que tengamos (es decir, según la especie a la que pertenezcamos), así serán las posibilidades de nuestra existencia. Nuestra especie es el motor y nuestro cuerpo la carrocería; y en ese coche en el que vivimos, en esa lámpara, hay un genio que piensa y siente y decide: el conductor; nuestro cerebro, que conduce el coche donde estamos. A veces es el coche el que nos lleva cuando su mecanismo no responde (le fallan los frenos, la refrigeración o el embrague); otras veces se rebela y no quiere dejarse llevar (como el ordenador que se rebela contra los astronautas en la película “2001”); pero lo más normal es que el coche obedezca al conductor¸ que la especie se deje llevar por el individuo; puede haber errores en la replicación de las hebras de ADN, pero lo más normal es que el material genético se replique sin errores.
            Contrariamente a la tesis de Richard Dawkins, no somos instrumentos utilizados por nuestros genes para sobrevivir; al revés, nuestros genes son el instrumento de nuestra supervivencia; y son, también, los amigos diminutos que tenemos que respetar si queremos respetarnos a nosotros mismos; los genes no son nuestros esclavos, sino nuestros amigos; ni son nuestros esclavos ni nosotros somos esclavos suyos; son parte de nuestro ser, parte íntima de nosotros; y si alguna vez nos los arrancamos para sobrevivir, nos estaremos matando en el acto mismo en que sobrevivimos: pues no podemos arrancarlos de nosotros in arrancarnos a nosotros mismos de nuestro cuerpo: sería un suicidio. Es como si para quitarnos el dolor de la herida del brazo nos cortáramos el brazo herido; o como si para curarnos de una enfermedad nos hiciéramos una lobotomía: estaríamos vivos, pero ya no seríamos los mismos.
            El modelo de la tarjeta magnética tiene sus limitaciones. Cada tarjeta contiene una doble memoria: la del banco y la del usuario; la de la especie y la del individuo. La de la especie contiene nuestra naturaleza, la del individuo, nuestra historia. Las dos siguen mecanismos diversos: la de la especie se aloja en las células y la del individuo en el cerebro; son dos softwares diferentes, pero conectados entre sí; la naturaleza se conserva y la historia cambia; pero también hay cambios que afectan a la naturaleza y que disparan la evolución: esos cambios son, para Dawkins, fortuitos (intencionados para Lamarck); el problema es que las informaciones de nuestro cerebro puedan afectar a las que hay en el núcleo de nuestras células; que la historia del individuo pueda comunicarse con la de la especie; y que la filogénesis, que ha mejorado nuestra ontogénesis, pueda ser mejorada también por nuestra historia; que no todos los cambios evolutivos se debieran al azar.
            No sólo los errores de programación genética intervendrían en la evolución de las especies; también tendrían algo que decir la epigénesis y la historia del individuo; es como si volvieran, respectivamente, Aristóteles y Lamarck (que un día salieron por la puerta del teatro y se cuelan, ahora, por sus ventanas); vuelven a la escena de la obra en la que tenían algo que decir. Vienen dispuestos a ello y ya no se quieren callar. 


 




[i] Álvaro Hernández Álvarez. Bases teóricas de una nueva teoría de la evolución, manuscrito de 7 páginas.

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