UN DARWINISMO
LAMARCKISTA DE INSPIRACIÓN CRISTIANA[i]
La teoría de la evolución admite que
las especies biológicas proceden unas de otras; y se admite también que el
único mecanismo evolutivo aceptable es el de Darwin: Lamarck, hace ya tiempo,
ha caído en desuso. Pero de vez en cuando encontramos en la biología ciertos
brotes de lamarckismo. No sólo la selección natural, sino también la adaptación
tendría algo que ver en la evolución de las especies; y si a veces se admite,
con Lamarck, que la función crea el órgano, no se admite con la misma facilidad
que se hereden los caracteres adquiridos; esto bastaría para introducir la idea
de finalidad en una evolución que Darwin quería que fuese azarosa.
Álvaro Hernández Álvarez ha tenido la idea de especular sobre las
posibilidades del lamarckismo; y digo especular porque la formulación de
hipótesis reposa sobre observaciones que no han generado experimentos, pero
pueden generarlos. La hipótesis es parte fundamental del método científico: la
otra parte son los datos; esta conjetura puede ser sometida a prueba y, por lo
tanto, sería falsable (con lo que cumpliría el criterio de Popper para ser
calificada de científica); aunque, de momento, le falten datos.
Sostiene Álvaro Hernández que “todo
ser vivo es una lámpara con su duende dentro y éste es el que a requerimiento
del medio se enerva y crea variedades intencionadas y dirigidas,
inconscientemente para el individuo, el duende, el alma que percibe y procesa
lo externo”. En esta metáfora se percibe una suerte de lamarckismo cristiano.
Cristiano en el sentido en que el alma (del individuo o de la especie) cumple
una función relevante en la activación del cuerpo, pero no con vocación de trasladar
la reflexión biológica fuera de la ciencia; queda por ver lo que aquí se
entiende por alma, pero no es lo mismo un concepto platónico que aristotélico;
un espiritualismo gratuito que un finalismo psicosomático.
Seguimos la exposición de Álvaro
Hernández. “El alma de cada ser vivo”, dice, “se expresa al exterior (…) a través
de la especie en la que se aloja”; después añade que esa alma que “se relaciona
con lo tangible a través de (su) especie”, logra que “sus expresiones (sean)
más evolucionadas (…) cuanta más capacidad tenga la especie de expresar lo que
desea”.
Hay, pues, dos puntos de partida. El
primero es que todos los seres vivos se expresan a través de su especie. De ahí
se derivan las siete tesis siguientes:
(1)
Cada
ser vivo (es decir, cada individuo) tiene un alma.
(2)
El
alma se expresa a través de la especie en la que se aloja.
(3)
Lo
tangible es el cuerpo. Por lo tanto:
(4)
El
alma no es corpórea.
(5)
El
alma se expresa a través del cuerpo.
(6)
La
especie limita las posibilidades que tiene el cuerpo de expresar la voz del
alma.
(7)
La
especie es una maqueta, un molde que conforma los cuerpos de los individuos.
Todo
esto se resume en una estupenda metáfora que el autor expone en la página 5:
“todo ser vivo es una lámpara con su duende dentro y es éste el que a
requerimiento del medio se enerva y crea variedades intencionales y dirigidas,
inconscientemente para el individuo, el duende, el alma (que) percibe y procesa
lo externo”: éste es el segundo punto de partida del que estábamos hablando; y es
que todo ser vivo es una lámpara (un cuerpo) con su duende dentro (el alma). De
aquí se desprenden otras tres tesis más:
(8)
Cada
ser vivo tiene dentro un alma y se aloja en una especie; y cada ser vivo es un
individuo, por lo tanto, cada especie contiene individuos y cada individuo
contiene un alma.
(9)
El
alma crea variedades intencionadas.
(10)
Las
crea a requerimiento del medio, o sea que el medio plantea problemas y el
individuo propone soluciones entre las que el medio, a su vez, elige la mejor.
Recapitulando: cada individuo es un
cuerpo (“lámpara”) con un alma (“duende”) dentro, y se aloja en una especie; la
especie, a su vez, se aloja en el medio en el que vive.
Como Segovia está en Castilla, que
está en España, que está en Europa, así también el alma está en el cuerpo, que
está en la especie, que está en el medio: es como un juego de muñecas rusas.
El círculo exterior plantea retos;
el círculo interior los resuelve; y el círculo exterior, de nuevo, los valida
(los “selecciona” en un “esfuerzo crítico”). ¿Cuál es la función de los
círculos intermedios? En el cuerpo se expresa el alma. Y el individuo, un alma
contenida en un cuerpo, se expresa a través su especie: conjunto de individuos
que comparten los mismos rasgos; es decir que contienen la maqueta que conforma
por igual a todos los cuerpos.
Tal es la distribución lógica. Pero
el orden biológico es diferente: un individuo es un cuerpo que contiene un alma
específica que contiene, a su vez, el alma del individuo. Toda especie es un
conjunto de individuos que tienen, todos, un alma idéntica, clonada, en la cual
cada uno ha puesto sus diferencias individuales.
Ahora bien, el alma (“el duende”),
al percibir y procesar lo externo, crea variedades “intencionadas”, pero las
crea “inconscientemente”: ¿puede alguien tener intenciones inconscientes? ¿No
es eso contradictorio? ¿O no es el alma del individuo quien crea, sino el alma
de la especie?
No obstante, de todas estas
afirmaciones se desprenden dos consecuencias:
Primera:
1º. Cada individuo propone sus
propias soluciones a los retos del medio.
2º. El medio selecciona las mejores
haciendo que sobrevivan generación tras generación; las demás desaparecen.
3º. Los individuos seleccionados se
extienden y conforman una nueva especie; la especie es la proliferación de la
descendencia del individuo más acertado.
Segunda: el afán por superar los
problemas surge de la desesperación del individuo cuando su existencia se
siente amenazada; surge de su nerviosismo. La especie es el medio que utiliza
el individuo para sobrevivir, y si no le vale la suya se inventa otra; es como
si un electricista sustituyera la llave manual por una llave eléctrica.
Todo esto nos lleva, como se ha
podido comprobar, a Darwin: el lamarckismo de Álvaro Hernández no es solamente
cristiano, sino también darwiniano (valga la paradoja); de Lamarck retiene la
idea (aristotélica) de finalidad; y de Darwin conserva la selección natural;
evolucionan, efectivamente, las especies, pero en el proceso también tienen
algo que decir los individuos.
Lo interesante de esta propuesta es
que está en las antípodas de lo que dice el darwinista más convencido del
momento: Richard Dawkins; para él es precisamente la especie la que se perpetúa
a través de los individuos, y el individuo el medio que utiliza la especie para
sobrevivir; por eso habla Dawkins del “gen egoísta”.
El mecanismo de la evolución acaba
de sufrir un vuelco: no se trata ya de variaciones espontáneas, sino de
intenciones espontáneas que son seleccionadas por la naturaleza; desembocamos
en una suerte de darwinismo lamarckiano.
Inmediatamente se plantea otra
pregunta: ¿de dónde vienen esas intenciones espontáneas? De los individuos, por
supuesto, no de la especie. ¿Y cómo surgen? Del nerviosismo desencadenado en
los individuos por las trabas que el medio le impone para sobrevivir. El
proceso es el siguiente:
Primero: el medio pone obstáculos a
la supervivencia.
Segundo: cada individuo varía su
conducta para vencer esa resistencia.
Tercero: si las variaciones son
adaptativas, los individuos que las han inventado sobreviven; los otros
desaparecen: he aquí un ejemplo de adaptación cultural, típicamente
lamarckiana.
Cuarto: pero las conductas
inventadas no se heredan; pudiera ocurrir que, al cabo de mucho tiempo,
surgiera una mutación que correspondiera a esas nuevas conductas: entonces se
perpetuarían de generación en generación; he aquí un ejemplo de adaptación
natural, típicamente darwiniana.
No son, pues, los genes quienes
proponen novedades; las novedades las propone la conducta nerviosa de los
individuos, y los genes no hacen más que copiarlas. Y le damos la vuelta al
argumento de Richard Dawkins: son los individuos, y no los genes, los que son
egoístas; si por egoísmo entendemos, claro está, el instinto de supervivencia.
Veamos más de cerca cómo funciona
este mecanismo. Las modificaciones del medio producen un nerviosismo en los
individuos de una especia amenazada. Cada ser no está en su propio entorno (p.
4), sino que lo tiene que buscar o adaptarse al que tiene: esta tensión
(estrés) genera una lucha por la supervivencia que no tiene por qué ser
competencia contra otros (aunque también suele serlo). Esta tensión provoca
impulsos, al principio ciegos, luego tanteados, para vivir. Si el entorno se
adapta al individuo aparecerá una pereza evolutiva: la pereza intrínseca del
ser vivo (p. 7); es lo que sucedería en el mundo perfecto de San Francisco de
Asís, donde dios dio a cada criatura “su propio entorno”; la lucha contra los
entornos adversos es, precisamente, el detonante de la evolución.
Y es que el medio obliga. Nos impone
retos que nos obligan a asumir riesgos, si es que queremos sobrevivir: esos
riesgos producen nerviosismo, tensión, desasosiego, estrés. Esto implica otras
tres tesis más:
(11)
Que
los seres vivos no son sustancias inertes, como pretendía Descartes (sino
activas, como quería Leibniz).
(12)
Que
la vida es el resultado de cierto grado de organización de las partículas
materiales (Diderot); lo mismo cabe decir del pensamiento.
(13)
Que
los seres vivos están compuestos de partículas afines que crean una atracción
entre ellas (Newton, Maupertuis).
Disquisición final.
Pertenecer a una
especie es tener dentro de cada célula el código genético de la especie a la
que se pertenece; no es estar unido por lazos invisibles a una especie de
cerebro exterior que fuera el cerebro de nuestra especie. Es como si la especie
se alojara en nosotros, no como si nosotros nos alojáramos en ella. Somos como
tarjetas magnéticas autónomas que, además de contener el cerebro del banco,
tienen también su propio cerebro; por eso se pueden introducir en los cajeros y
operar cada una según su propia información personalizada, compartiendo todas
ellas la misma información común del banco al que pertenecen; es como si contuvieran,
a la vez, el alma individual y la de la especie; el alma de la especie se
expresa directamente en el cajero y el alma individual necesita alojarse en el
cerebro para expresarse. Somos tarjetas magnéticas: nuestra especie está clonada
en todos los individuos. No se trata de un ombligo universal al que todos
estamos unidos a través de nuestros ombligos. Lógicamente hablando, nosotros
vivimos alojados ene nuestra especie; pero biológicamente (es decir como seres
físicos, químicos y orgánicos) nuestra especie vive en nosotros multiplicándose
en cada uno como si estuviera rota en mil cristales y cada uno se reflejara en
un cristal, al tiempo que ella se refleja en cada uno de nosotros; vivir en
nuestra especie no significa que estemos metidos en su casa, sino que somos
miles de casas en las que ella se mete.
Nuestra vida no consiste en adorar a la especie que tenemos
en nuestro interior, sino en utilizarla para sobrevivir y desarrollarnos; la
especie no es un parásito que vive a nuestra costa sino un motor que nos ayuda
a vivir; según el motor que tengamos (es decir, según la especie a la que
pertenezcamos), así serán las posibilidades de nuestra existencia. Nuestra
especie es el motor y nuestro cuerpo la carrocería; y en ese coche en el que
vivimos, en esa lámpara, hay un genio que piensa y siente y decide: el
conductor; nuestro cerebro, que conduce el coche donde estamos. A veces es el
coche el que nos lleva cuando su mecanismo no responde (le fallan los frenos,
la refrigeración o el embrague); otras veces se rebela y no quiere dejarse
llevar (como el ordenador que se rebela contra los astronautas en la película
“2001”); pero lo más normal es que el coche obedezca al conductor¸ que la
especie se deje llevar por el individuo; puede haber errores en la replicación
de las hebras de ADN, pero lo más normal es que el material genético se
replique sin errores.
Contrariamente a la tesis de Richard Dawkins, no somos
instrumentos utilizados por nuestros genes para sobrevivir; al revés, nuestros
genes son el instrumento de nuestra supervivencia; y son, también, los amigos
diminutos que tenemos que respetar si queremos respetarnos a nosotros mismos;
los genes no son nuestros esclavos, sino nuestros amigos; ni son nuestros
esclavos ni nosotros somos esclavos suyos; son parte de nuestro ser, parte
íntima de nosotros; y si alguna vez nos los arrancamos para sobrevivir, nos
estaremos matando en el acto mismo en que sobrevivimos: pues no podemos
arrancarlos de nosotros in arrancarnos a nosotros mismos de nuestro cuerpo:
sería un suicidio. Es como si para quitarnos el dolor de la herida del brazo
nos cortáramos el brazo herido; o como si para curarnos de una enfermedad nos
hiciéramos una lobotomía: estaríamos vivos, pero ya no seríamos los mismos.
El modelo de la tarjeta magnética tiene sus limitaciones.
Cada tarjeta contiene una doble memoria: la del banco y la del usuario; la de
la especie y la del individuo. La de la especie contiene nuestra naturaleza, la
del individuo, nuestra historia. Las dos siguen mecanismos diversos: la de la
especie se aloja en las células y la del individuo en el cerebro; son dos
softwares diferentes, pero conectados entre sí; la naturaleza se conserva y la
historia cambia; pero también hay cambios que afectan a la naturaleza y que
disparan la evolución: esos cambios son, para Dawkins, fortuitos (intencionados
para Lamarck); el problema es que las informaciones de nuestro cerebro puedan
afectar a las que hay en el núcleo de nuestras células; que la historia del
individuo pueda comunicarse con la de la especie; y que la filogénesis, que ha
mejorado nuestra ontogénesis, pueda ser mejorada también por nuestra historia;
que no todos los cambios evolutivos se debieran al azar.
No sólo los errores de programación genética
intervendrían en la evolución de las especies; también tendrían algo que decir
la epigénesis y la historia del individuo; es como si volvieran,
respectivamente, Aristóteles y Lamarck (que un día salieron por la puerta del
teatro y se cuelan, ahora, por sus ventanas); vuelven a la escena de la obra en
la que tenían algo que decir. Vienen dispuestos a ello y ya no se quieren
callar.
[i]
Álvaro Hernández Álvarez. Bases
teóricas de una nueva teoría de la evolución, manuscrito de 7 páginas.
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