HERAK
1. Skopje.
Por la
carretera avanza un camión con su danza monótona. Es un camino asfaltado que
surca los campos, abriéndolos en canal, junto a las colinas. Al fondo se
yerguen los Balcanes: altos peñascos, toscas montañas, ásperas siluetas. La
sierra surca la lejanía, entre asustada y vigilante. El camión, llegando al
puente, se ha detenido. Han bajado varios hombres que sacuden con sus botas la
piel terrosa del suelo; botas de cuero, pantalones verdosos, indumentaria
militar. Han abierto la puerta y por ella bajan gentes cansadas, la cerviz
vencida, el dorso encorvado, el gesto impreciso, la mirada asustada. Los
empujan al puente con sus fusiles. Con las culatas los han inclinado sobre la
baranda. Uno por uno les disparan en la nuca. Uno por uno caen al río. Las
aguas azules, mansas y tranquilas, se han ido tiñendo de rojo. Al paso de la
corriente se extienden regueros de sangre y los cuerpos (bultos pesados) se han
enredado en los cañaverales; o contornean los cantos rodados, fluyendo río abajo,
como bultos extraños buscando el lecho de otro río; piedras humanas, bocas
segadas, vidas sin mar.
Muy lejos
de allí hay campos de trigo. Y lejos, más lejos aún, montes encrespados como
olas de un mar bravío. Skopje. Al pie del tiempo, la ciudad rinde tributo. Hay
una niña de ojos azules y cabellos rubios; su pelo sedoso desciende, con la
suavidad de la nieve, por sus gráciles hombros infantiles. Tiene siete años.
Está corriendo y su madre, con una voz dulce, la llama con ternura.
-¡Indijana!
¡Vamos a comer!
La niña
la mira y sigue correteando. Su vocecita entona suaves canciones infantiles
hechas para bailar y entonces se ve que su carrera no es carrera, sino danza;
una danza melosa, rítmica y juguetona, que riega inocencia por aquellos campos
que aún no se han teñido de sangre. Macedonia. Cientos de años atrás, el rey
Filipo mandó sus ejércitos sobre Grecia. Ahora era un remanso de paz. Sesteando
entre montañas enloquecidas por la guerra, lejos de Belgrado y Sarajevo, el
juego infantil aún era posible en los Balcanes.
2. Herak.
Caen
copos en Vogosca y son las doce. Vogosca es una pequeña ciudad situada a las
afueras de Sarajevo. Sus habitantes son serbios. Como una mancha de dolor
plantada en casa, las autoridades también son serbias; de esos serbios que
echan a los musulmanes y a los croatas; no de los que se han casado con croatas
y musulmanes. Sarajevo se extiende frente a ellos, y su población bosnia aún
palpita con el rescoldo de pueblos y razas mezclados; un rescoldo pálido que
corre peligro de extinguirse; un calor soterrado que está a punto de pasar de
ascua a ceniza. Todavía se respiraba el aliento de los cercanos juegos de
invierno. Todo estaba blanco, y en las montañas centelleaban bajo el sol (un
sol vivo y fulgente) las rápidas pistas de esquí, los vertiginosos saltos, los
trampolines; las pistas de patinaje y los trineos; recónditos caminos de esquí
nórdico, pendientes rápidas, curvas heladas. En los juegos olímpicos convivían
olímpicamente los deportes de invierno; y en la ciudad olímpica se hermanaban,
pacíficamente, las razas más variopintas y los países más pintorescos.
Ahora no
conviven en ella gentes de la misma raza. Musulmanes, serbios y croatas, todos
eslavos, han perdido la costumbre de saludarse. Empezaron ametrallando de noche
las casas donde vivían matrimonios mixtos; el hombre se tuvo que quedar en
Serbia y la mujer se marchó a Croacia, ¿pero dónde se marchaban los hijos? ¿Qué
sería de aquellos que no procedían de la misma etnia, porque su sangre estaba
mezclada? Los serbios son ortodoxos. Los croatas son católicos. Pero todos son
eslavos. Y todos son cristianos. ¿Por qué, entonces, aquel maldito afán por
separarlos? ¿Qué oscuros instintos se habían metido en el corazón de los
mandos?
Ahora la
ciudad está cercada por el campo. Los campesinos serbios, de una semblanza
elemental, se han enfrentado a la cultura que duerme en la biblioteca de
Sarajevo: la están bombardeando. Todo lo quieren destruir quienes se alimentan
de relatos orales, canciones y danzas vivas, quienes se alimentan del corazón y
erizan la piel de las emociones. Sarajevo, de sabiduría congelada en libros, va
al concierto y al museo y discute las evidencias de las tradiciones. La cultura
viva se alimenta de repetirse. La que murió en los libros revive todos los días
en sus lectores: de ahí surgió la tolerancia, de allá vinieron la cerrazón y el
fanatismo. La cultura viva alimenta el corazón más que la cabeza;
desgraciadamente, la cabeza se nutre de cuestionar a la cultura viva; no podían
entenderse; no pudo ser.
Los
serbios pasean su ignorancia por los campos de Tito. Los serbios pasean sus
historias por las noches sin luna. Las viejas canciones, plantadas en las
entrañas del corazón, no paran de resbalar por las descorazonadas entrañas. De
ahí surgen los voluntarios. De ahí mana la discordia. De ahí brota la envidia.
Tito, en su inocencia, quiso unir quizá con mano de hierro los jirones sueltos
de la familia eslava. Yugoslavia, la tierra de los eslavos del sur, fue, más
que una realidad, un experimento. La codicia de Milosevic y el talento
maquiavélico de Karadzic (el psiquiatra loco) condujeron la mano implacable de
Mladic: y entre todos dinamitaron el experimento de convivencia entre los
pueblos. Mientras tanto Plavsic, la serbia Liliana, enseñaba biología en la
universidad: y desde su cátedra demostraba, convencida, la superioridad
biológica de los serbios. En el mismo caldo de cultivo crecieron los caudillos
de Croacia. Y los musulmanes, que compartían con los serbios los campos de
Bosnia, tuvieron que aceptar la ayuda de los afganos. Entonces las mezquitas
dejaron de ser cultura para ser culto. Entonces las oraciones se transformaron
en dardos. Los musulmanes de Bosnia, de un islam pacífico, tuvieron que
convivir con el islam sangriento de los talibanes fanáticos. Nadie los ayudaba
y ellos acudieron. Estaban desarmados.
Cerca de
Vogosca hay una pequeña granja. Los cerdos hozan en la porquería y gruñen con
sus voces roncas. Sus gruñidos no son bailes, en sus voces no hay palabras. Su
sentir es grave, su corazón no tiene entrañas. Radomir es un viejo granjero de
piel curtida, frente cuarteada, barba sin afeitar. Tiene una colilla colgando del
labio inferior, pastoso y seco, y de vez en cuando le da una calada. Ahora la
coge con las puntas de sus dedos, le arranca la ceniza con el dedo meñique (que
tiene larga la uña), y le está dando la última calada. La ha tirado al suelo y
la pisa, aplastándola contra la suciedad, con la punta del pie retorciéndose
mientras la aplasta.
Les ha
enseñado a luchar contra los cerdos. El joven Herak lo mira con ojos atentos
desde la atalaya de sus veintiún años. Con sus sesenta y seis, el viejo es
fornido; recio. Ha cogido un cerdo por las orejas y le está sujetando la
cabeza; en la otra mano tiene un cuchillo y le rebana el cuello.
Herak ha
aprendido. Está con otros jóvenes que también se esmeran. Tiene un cuchillo de
caza y su hoja mide once centímetros. Con la diligencia de un alumno aplicado,
pone empeño en agradar al viejo mientras está matando otro cerdo. Las alabanzas
del viejo le suenen a música celestial. Ésta es la lección del viejo
voluntario. Los voluntarios jóvenes, con la lección aprendida, se disponen a
matar musulmanes. A degollarlos. Días más tarde les cortó las cabezas a tres
soldados bosnios.
3. Las correrías.
He ahí al
joven. Su cara alargada mira por los ojos hundidos, y su mirada fija se escapa
en la oscuridad, a través de su cara fría. No mira, fija sus pupilas; y se
clavan en el alma como escarpias, como dardos, como agujas, como balas. ¿A
cuánta gente habrás matado? Pobre Herak. Tus ojos no beben la luz del mundo,
sino que expulsan rayos; y son rayos de ira y desamparo, no son rayos de luz.
Tu mirada es la mirada de un animal herido. En el fondo no sabes por qué estás
aquí. Eres un voluntario nacionalista. Un cruzado de la causa. Un combatiente
serbio.
El campo
brilla en las afueras de Vogosca. Es una nieve cálida, una manta espesa que
cubre los campos de algodón. Bajo ella, la paja dura; la tierra fría; la hierba
fresca. Hay un pueblo tendido entre los árboles, bajo las piedras, ante la
mirada triste de colinas y de rocas; sobre él, y sobre el cielo azul de miles
de almas hambrientas, se extiende la montaña de Sarajevo. Es áspera, torcida,
triste. Sus brazos envuelven la ciudad y se estrechan, como una tenaza, sobre
la piel desesperada de sus habitantes. Es un cerco implacable, una batalla
medieval. Entre sus piedras no hay ramas, sino cardos; no hay rosas, sino
espinas; hay viento de cañones apuntando desde la lupa de los cardos; cientos
de fusiles creciendo como estacas, cientos de espadas apuntando a los civiles,
cientos de agujas plantadas en el campo. Cañones. Las fuerzas serbias han
desplegado la artillería. Con su mirada vacía, sus cañones redondos, apuntando,
son miradas ciegas cargándose de balas.
Como los
ojos de Herak. Tales dos piezas de artillería, esos ojos no miran, disparan. No
tienen alma que se riega sobre el mundo, sino balas que se clavan; no absorben
la luz, sino que la apagan; no ven lo que tienen delante porque lo atraviesan,
lo matan; y la luz que sale de esos ojos no ilumina, quema. No dan vida en la
mirada tierna porque matan, sin expresar sensibilidad alguna; porque los ojos,
cuando miran, reaniman, y aquellos ojos destruyen los suspiros por donde mana
su bondad: se quedan fríos. Disparan sin acariciar. Aquellos ojos no contemplan
a otros ojos dejándoles entrar en su casa, sino que la horadan y la allanan.
Son ojos sin alegría. No se llenan de otros ojos. No se alegran, no palpitan.
Son los ojos de Herak, soldado.
Herak
camina por el campo de Vogosca. Hay unos hombres armados. Hay un tumulto de
cuerpos, brazos y piernas reprocediendo. Hay fusiles apuntando, miradas de
acero; bocas ahogándose a gritos, pechos conteniéndose en suspiros, hombres que
protegen a sus niños, niños que seaferran a sus madres, madres mirando a sus
maridos; y un grito en el cielo, acurrucado en el silencio, de hombres que
van a disparar. Es una unidad serbia; se llama “grupo especial de investigación”.
Herak lo vio todo: él lo vio. Más de cien personas apretadas, como ganado. El
campo, a las afueras de Vogosca (como los ojos, hechos para buscar, que acaban
matando); así siembran la muerte los que
tienen que inveqtigar. Decenas de balas silbaron. Las armas escupieron
casquillos. Decenas de cuerpos se desplomaron y Herak estaba allí. Él lo vio.
Estaba armado.
También
vio arder el horno de la fábrica de acero. Treinta hombres ardían. Treinta hombres
ametrallados. Fue en el pueblo de Donja Bica,(al norte de Vogosca),
murieron porque no eran serranos; porque su credo era musulmán; porque no
rezaban como cristianos. Porque no eran de los suyos, sino de los otros, y los
otros estaban de más en esa tierra. Treinta hombres, treinta vidas segadas:
Herak estaba; él lo vio.
Y vio
agarrarse a una niña del brazo de su abuela. La vio esconderse tras ella,
cuando los serbios los sacaron, Herak lo vio: él estaba. Pero tenía entonces
una metralleta. Estaba con los combatientes serbios y era una mañana soleada.
Miró sonriendo a sus compañeros armados. Sacaron afuera a toda la familia, diez
cuerpos que temblaron, diez seres atemorizados, Herak estaba: él lo vio. Los
empujaron a punta de pistola, las gargantas gemían y la niña lloraba, los
mandaron ponerse frente a la pared y dispararon. Herak no vio a la niña porque estaba
de espaldas. Pero la veía aferrarse a su abuela, los tenían a menos de diez
pasos, y se reían los tres soldados. Herak no lo veía con sus ojos ciegos.
Porque Herak estaba, pero no miraba. Él disparó.
Vació su
cargador sobre aquella familia. Los habían descubierto agachados en el sótano
de su casa (en Ahatovici, cerca de Sarajevo). Cuatro niños. Cuatro hombres. Dos
ancianos. Se acordaba de los sesenta hombres musulmanes. Él los vio, tirados en
el suelo, a las afueras de Vogosca; en la montaña de Zuc. Las fuerzas bosnias
intentaron penetrar en la montaña. Los serbios los utilizaron como escudos
humanos, y ahora estaban allí, sembrando el suelo, desparramados por la tierra,
en aquella tierra donde se moría y se mataba; la tierra que unos codiciaban y otros
atacaban, su tierra querida, la tierra que los vio nacer: su tierra del alma.
Ahora estaban desparramados como bultos. Sesenta seres que vibraban, sesenta
seres que gozaban, sesenta hombres que reían y lloraban; sesenta almas llenas
de ilusiones, sesenta hijos, sesenta padres, sesenta gritos desgarrados: ahora
eran solo sesenta cuerpos; sesenta muñones de marioneta, sesenta cadáveres.
Herak estaba allí: él lo vio.
¿Cuántas
cosas vio en sus correrías? ¡Cuánta aventura, cuántas hazañas! ¡Cuánto heroísmo
rampante sembrando desolación! Les dijeron que Ahatovci tenía que ser
territorio serbio. Que tenían que limpiarlo de musulmanes: y allí fueron los
gloriosos nacionalistas, preñados de idealismo, armados de valor. Allí
combatieron contra crueles enemigos. Viejos, mujeres y niños; terribles
ejércitos de niñas agarradas a sus abuelas, hombres cautivos, gente desarmada; fueron musulmanes sin
fusiles, apenas con el trillo y el arado, salvajes invasores, fuerzas que amenazaban
a los serbios, sembradores del terror. Por eso se ofrecieron voluntarios.
Inocentes que vivían bajo la amenaza (porque los serbios tenían que
protegerse), los jóvenes nacionalistas, los combatientes serbios, los
salvadores de la patria. Por defenderla les daban siete dólares al mes. Por segar
los campos, matando gente, por colgarse los fusiles para barrer.
A aquello
lo llamaban limpieza étnica. Limpiaban los campos echando a la gente, como si
la gente los ensuciara con su presencia; exterminaban a los pueblos porque
estaban donde no debían estar; se barría a la gente como se barren las calles,
tirando los papeles a la basura, amontonando la basura en los camiones,
vaciando los camiones en estercoleros: siniestros campos de cadáveres, cuerpos
arrancados a su tierra, tierra que había sido limpiada. Herak estaba y él lo
hizo. Él lo vio. Ahora por las noches se acuerda de aquella niña. La ve
enredándose en su abuela, acurrucada entre sus piernas, con la mirada
atemorizada justo antes de disparar: y entonces se acuerda de Indijana; su
sobrina, de siete años recién cumplidos, que está lejos de aquel infierno;
lejos de limpiezas y matanzas, lejos de aquella pesadilla, lejos de las noches
de barbarie; lejos de tanto héroe suelto, de tantos soldados valientes, lejos
de Herak: Indijana.
4. Osmán.
Herak ha
caído en manos del enemigo. Iban a Ilidza, en las afueras de Sarajevo, y se
equivocaron de camino. Cayeron en manos de una unidad del ejército bosnio e
inmediatamente contó sus hazañas: del que más se acordaba era del pobre Osmán.
Tenía un aspecto pálido y los ojos hundidos, y tanto se había mordido las uñas
que en algunos dedos se las había comido. No dormía. Por la noche le asaltaban
los fantasmas de toda la gente a la que había matado. Como tropel silencioso,
rodeaban su cabeza y se le hundían en la mente los terribles jirones del
recuerdo. Un ejército de furias pálidas y sin voz merodeaba sin herir la
maltrecha luz de su conciencia; y quienes le herían no eran las víctimas, era
su conciencia. Su conciencia era un cuchillo que le arrancaba el corazón de las
entrañas: las entrañas del alma, que no dolían como las del cuerpo; a falta de
dolerle la carne le dolía el ser: y era un dolor que no anulaba la voluntad,
pero lo atormentaba.
Herak se
despertaba. Dormía a sobresaltos y despertaba, empapado en sudor. Luego se
volvía a dormir. Y se volvía a despertar. En aquel soñar intermitente lo
abrazaba el insomnio, se incorporaba, se secaba el sudor de la frente, se
desesperaba, empezaba a fumar. Así un día tras otro, todas las noches, la
mirada pálida, la cerviz vencida. Diez días y diez noches pasó atormentado por
la imagen de los tres hombres a quienes había cortado el cuello. Lo que más le
dolía era Osmán. Ha soñado muchas veces con Osmán, que le decía: “por favor, no
me mates; tengo esposa y dos hijos muy pequeños: no me mates”.
5. Indjiana.
Rostro
pálido, uñas resecas, ojos hundidos. Herak se acuerda de Fátima. De cómo la
violaron a punta de pistola y la llevaron en coche hasta la montaña de Zug. El
comandante les dijo que había que violar a las mujeres musulmanas. Que podían
hacer lo que quisieran con ellas, que no hacía falta que las trajeran: ellos
entendieron que las podían matar. Fátima murió en la montaña de Zug, una noche
tenebrosa, con una bala en la cabeza, disparada por la espalda.
Dieciséis
kilómetros al norte de Sarajevo, ése era el teatro de sus correrías: el
territorio que tenían asignado a Herak. Él y sus tres amigos hicieron estragos
entre la gente. Cuando empezó todo, Herak trabajaba en una fábrica, empujando
una carretilla. Pero huyó de Sarajevo y se unió a las fuerzas serbias; su madre
era croata y su hermana, Ljubinka, estaba casada con un musulmán; un taxista
que se unió a las fuerzas bosnias. Todos se quedaron en Sarajevo, con otros
cincuenta mil serbios. Menos él.
¿Por qué?
¿Por qué se volvió contra ellos, por qué? En Pofalici, su pueblo, siempre se
había llevado bien con los musulmanes. Se había divertido con ellos, lo habían
invitado a sus fiestas y los Herak los habían invitado por navidad. Pero algo
se retuerce en la mente de las personas y lo cambia todo. Vemos el mundo
distinto a como es y lo tratamos como lo vemos. Luego, cuando hemos elegido el
mundo ficticio, los comandantes siguen contándonos ficciones y lo cambiamos
todo más y más. Nos hacen vivir en una burbuja, nos lavan el cerebro; y ya no
podemos ver a las personas, vemos sólo los fantasmas de nuestra imaginación. Le
dijeron a Herak que iban a declarar una república islámica, y él lo creyó. Lo
creyó porque estaba predispuesto a creerlo: por eso se unió a los radicales
serbios, se echó en brazos de sus mentiras, los eligió porque sus engaños lo
seducían, y eligió dejándose llevar por la imaginación. Pudo elegir la palabra
y eligió los gritos, y resbaló por una cuesta que ya no pudo controlar. Pudo
elegir la palabra y eligió los tiros, y disfrutó la gran aventura de combatir.
Pudo elegir la verdad de sus hermanos bosnios, pero la verdad no tiene historia
y él quería una historia que contar. Sus amigos musulmanes eran buenos, pero
prefirió las mentiras; y se transformaron en monstruos de los que los serbios
se tenían que defender.
Su padre
era soldador. Se alegró cuando lo cazaron. ¡Qué triste es para un padre
condenar a su hijo, qué triste que lo vea morir! ¡Y qué duro que un padre a su
hijo le desee la muerte! ¡Que no lo reconozca en ese monstruo en que se ha
convertido, qué triste, qué desolación! Imposible describir lo que pasa en sus
entrañas. Y que ése no es el hijo de su alma, es otro, se lo han cambiado, está
envejeciendo. ¡Cuántas veces ha pegado Herak a su padre, cuántas se ha
emborrachado, ese espíritu, ese fantasma, esa sombra de lo que era antes, ese
empedernido bebedor! El viejo Herak, por amor a su hijo, quería que muriera;
era preferible perderlo para que no murieran más inocentes, no regar de sangre
los campos de Bosnia con aquel hijo fuera de control.
¿Quién
era Herak? Ya no era él mismo. Era un monstruo que tenía dentro, un ser
extraño, no era él. Por eso se revolvía entre sueños y se mordía las uñas. Por
eso tenía la cara demacrada. Por eso venían en tropel los asesinados, las
mujeres y los niños inocentes, los hijos de Osmán, la mirada de Fátima, la niña
enroscada a su abuela; y los sesenta cadáveres de escudos humanos, y los
treinta hombres incinerados en Donja Bioca, y los ciento veinte ametrallados.
Tantas mitradas inocentes buscando sus ojos, que le ardían... ¡Cuántos
inocentes poblando su delirio! ¡Cuántos huérfanos, cuántos estragos! ¡Cuántas
desgracias causadas por su mano, cuántas miserias, cuánto dolor en las
entrañas, cuánto remordimiento, cuánto lamento que ya no tiene vuelta! Ahora,
según el código criminal yugoslavo, le espera el pelotón de fusilamiento.
Herak
tiene los ojos entornados: que no miran al suelo, miran más allá. Lo
transportan en el espacio, en el tiempo. Están en los campos nevados. En los
troncos húmedos, en la baba de los hongos, en las ramas que se parten por el
peso de la nieve; en el rayo de sol que abraza el aire, en ese leve calor que
acaricia el llanto (bajo el canto ausente de los pájaros), entre la brisa que
se mece alrededor. Skopje. Hay una niña que corre hacia sus brazos, y el
corazón Herak se estremece con locura: su sobrina, la pequeña Indijana, que
viene a traer paz a su corazón; la quería más que a nadie en el mundo... Pero
detrás, en su infinita dulzura, hay una sombra que le está nublando el aire: es
otra niña, otro rostro hermoso de ojos azules y pelo rubio, que está abrazada y
no lo abraza a él; porque abraza a su abuela que la abraza a ella, que está
llorando junto al paredón.
Impresionante, Mariano. Cómo el odio sin sentido engendra guerras y estas alimentan más al odio que a su vez alimenta guerras, y así, así... Triste condición humana... ¿o inhumana?
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