domingo, 17 de julio de 2016

Herak



HERAK

 

1. Skopje.

            Por la carretera avanza un camión con su danza monótona. Es un camino asfaltado que surca los campos, abriéndolos en canal, junto a las colinas. Al fondo se yerguen los Balcanes: altos peñascos, toscas montañas, ásperas siluetas. La sierra surca la lejanía, entre asustada y vigilante. El camión, llegando al puente, se ha detenido. Han bajado varios hombres que sacuden con sus botas la piel terrosa del suelo; botas de cuero, pantalones verdosos, indumentaria militar. Han abierto la puerta y por ella bajan gentes cansadas, la cerviz vencida, el dorso encorvado, el gesto impreciso, la mirada asustada. Los empujan al puente con sus fusiles. Con las culatas los han inclinado sobre la baranda. Uno por uno les disparan en la nuca. Uno por uno caen al río. Las aguas azules, mansas y tranquilas, se han ido tiñendo de rojo. Al paso de la corriente se extienden regueros de sangre y los cuerpos (bultos pesados) se han enredado en los cañaverales; o contornean los cantos rodados, fluyendo río abajo, como bultos extraños buscando el lecho de otro río; piedras humanas, bocas segadas, vidas sin mar.
            Muy lejos de allí hay campos de trigo. Y lejos, más lejos aún, montes encrespados como olas de un mar bravío. Skopje. Al pie del tiempo, la ciudad rinde tributo. Hay una niña de ojos azules y cabellos rubios; su pelo sedoso desciende, con la suavidad de la nieve, por sus gráciles hombros infantiles. Tiene siete años. Está corriendo y su madre, con una voz dulce, la llama con ternura.
            -¡Indijana! ¡Vamos a comer!
            La niña la mira y sigue correteando. Su vocecita entona suaves canciones infantiles hechas para bailar y entonces se ve que su carrera no es carrera, sino danza; una danza melosa, rítmica y juguetona, que riega inocencia por aquellos campos que aún no se han teñido de sangre. Macedonia. Cientos de años atrás, el rey Filipo mandó sus ejércitos sobre Grecia. Ahora era un remanso de paz. Sesteando entre montañas enloquecidas por la guerra, lejos de Belgrado y Sarajevo, el juego infantil aún era posible en los Balcanes.

 

2. Herak.
 
            Caen copos en Vogosca y son las doce. Vogosca es una pequeña ciudad situada a las afueras de Sarajevo. Sus habitantes son serbios. Como una mancha de dolor plantada en casa, las autoridades también son serbias; de esos serbios que echan a los musulmanes y a los croatas; no de los que se han casado con croatas y musulmanes. Sarajevo se extiende frente a ellos, y su población bosnia aún palpita con el rescoldo de pueblos y razas mezclados; un rescoldo pálido que corre peligro de extinguirse; un calor soterrado que está a punto de pasar de ascua a ceniza. Todavía se respiraba el aliento de los cercanos juegos de invierno. Todo estaba blanco, y en las montañas centelleaban bajo el sol (un sol vivo y fulgente) las rápidas pistas de esquí, los vertiginosos saltos, los trampolines; las pistas de patinaje y los trineos; recónditos caminos de esquí nórdico, pendientes rápidas, curvas heladas. En los juegos olímpicos convivían olímpicamente los deportes de invierno; y en la ciudad olímpica se hermanaban, pacíficamente, las razas más variopintas y los países más pintorescos.
            Ahora no conviven en ella gentes de la misma raza. Musulmanes, serbios y croatas, todos eslavos, han perdido la costumbre de saludarse. Empezaron ametrallando de noche las casas donde vivían matrimonios mixtos; el hombre se tuvo que quedar en Serbia y la mujer se marchó a Croacia, ¿pero dónde se marchaban los hijos? ¿Qué sería de aquellos que no procedían de la misma etnia, porque su sangre estaba mezclada? Los serbios son ortodoxos. Los croatas son católicos. Pero todos son eslavos. Y todos son cristianos. ¿Por qué, entonces, aquel maldito afán por separarlos? ¿Qué oscuros instintos se habían metido en el corazón de los mandos?
            Ahora la ciudad está cercada por el campo. Los campesinos serbios, de una semblanza elemental, se han enfrentado a la cultura que duerme en la biblioteca de Sarajevo: la están bombardeando. Todo lo quieren destruir quienes se alimentan de relatos orales, canciones y danzas vivas, quienes se alimentan del corazón y erizan la piel de las emociones. Sarajevo, de sabiduría congelada en libros, va al concierto y al museo y discute las evidencias de las tradiciones. La cultura viva se alimenta de repetirse. La que murió en los libros revive todos los días en sus lectores: de ahí surgió la tolerancia, de allá vinieron la cerrazón y el fanatismo. La cultura viva alimenta el corazón más que la cabeza; desgraciadamente, la cabeza se nutre de cuestionar a la cultura viva; no podían entenderse; no pudo ser.
            Los serbios pasean su ignorancia por los campos de Tito. Los serbios pasean sus historias por las noches sin luna. Las viejas canciones, plantadas en las entrañas del corazón, no paran de resbalar por las descorazonadas entrañas. De ahí surgen los voluntarios. De ahí mana la discordia. De ahí brota la envidia. Tito, en su inocencia, quiso unir quizá con mano de hierro los jirones sueltos de la familia eslava. Yugoslavia, la tierra de los eslavos del sur, fue, más que una realidad, un experimento. La codicia de Milosevic y el talento maquiavélico de Karadzic (el psiquiatra loco) condujeron la mano implacable de Mladic: y entre todos dinamitaron el experimento de convivencia entre los pueblos. Mientras tanto Plavsic, la serbia Liliana, enseñaba biología en la universidad: y desde su cátedra demostraba, convencida, la superioridad biológica de los serbios. En el mismo caldo de cultivo crecieron los caudillos de Croacia. Y los musulmanes, que compartían con los serbios los campos de Bosnia, tuvieron que aceptar la ayuda de los afganos. Entonces las mezquitas dejaron de ser cultura para ser culto. Entonces las oraciones se transformaron en dardos. Los musulmanes de Bosnia, de un islam pacífico, tuvieron que convivir con el islam sangriento de los talibanes fanáticos. Nadie los ayudaba y ellos acudieron. Estaban desarmados.
            Cerca de Vogosca hay una pequeña granja. Los cerdos hozan en la porquería y gruñen con sus voces roncas. Sus gruñidos no son bailes, en sus voces no hay palabras. Su sentir es grave, su corazón no tiene entrañas. Radomir es un viejo granjero de piel curtida, frente cuarteada, barba sin afeitar. Tiene una colilla colgando del labio inferior, pastoso y seco, y de vez en cuando le da una calada. Ahora la coge con las puntas de sus dedos, le arranca la ceniza con el dedo meñique (que tiene larga la uña), y le está dando la última calada. La ha tirado al suelo y la pisa, aplastándola contra la suciedad, con la punta del pie retorciéndose mientras la aplasta.
            Les ha enseñado a luchar contra los cerdos. El joven Herak lo mira con ojos atentos desde la atalaya de sus veintiún años. Con sus sesenta y seis, el viejo es fornido; recio. Ha cogido un cerdo por las orejas y le está sujetando la cabeza; en la otra mano tiene un cuchillo y le rebana el cuello.
            Herak ha aprendido. Está con otros jóvenes que también se esmeran. Tiene un cuchillo de caza y su hoja mide once centímetros. Con la diligencia de un alumno aplicado, pone empeño en agradar al viejo mientras está matando otro cerdo. Las alabanzas del viejo le suenen a música celestial. Ésta es la lección del viejo voluntario. Los voluntarios jóvenes, con la lección aprendida, se disponen a matar musulmanes. A degollarlos. Días más tarde les cortó las cabezas a tres soldados bosnios.

 

3. Las correrías.

            He ahí al joven. Su cara alargada mira por los ojos hundidos, y su mirada fija se escapa en la oscuridad, a través de su cara fría. No mira, fija sus pupilas; y se clavan en el alma como escarpias, como dardos, como agujas, como balas. ¿A cuánta gente habrás matado? Pobre Herak. Tus ojos no beben la luz del mundo, sino que expulsan rayos; y son rayos de ira y desamparo, no son rayos de luz. Tu mirada es la mirada de un animal herido. En el fondo no sabes por qué estás aquí. Eres un voluntario nacionalista. Un cruzado de la causa. Un combatiente serbio.
            El campo brilla en las afueras de Vogosca. Es una nieve cálida, una manta espesa que cubre los campos de algodón. Bajo ella, la paja dura; la tierra fría; la hierba fresca. Hay un pueblo tendido entre los árboles, bajo las piedras, ante la mirada triste de colinas y de rocas; sobre él, y sobre el cielo azul de miles de almas hambrientas, se extiende la montaña de Sarajevo. Es áspera, torcida, triste. Sus brazos envuelven la ciudad y se estrechan, como una tenaza, sobre la piel desesperada de sus habitantes. Es un cerco implacable, una batalla medieval. Entre sus piedras no hay ramas, sino cardos; no hay rosas, sino espinas; hay viento de cañones apuntando desde la lupa de los cardos; cientos de fusiles creciendo como estacas, cientos de espadas apuntando a los civiles, cientos de agujas plantadas en el campo. Cañones. Las fuerzas serbias han desplegado la artillería. Con su mirada vacía, sus cañones redondos, apuntando, son miradas ciegas cargándose de balas.
            Como los ojos de Herak. Tales dos piezas de artillería, esos ojos no miran, disparan. No tienen alma que se riega sobre el mundo, sino balas que se clavan; no absorben la luz, sino que la apagan; no ven lo que tienen delante porque lo atraviesan, lo matan; y la luz que sale de esos ojos no ilumina, quema. No dan vida en la mirada tierna porque matan, sin expresar sensibilidad alguna; porque los ojos, cuando miran, reaniman, y aquellos ojos destruyen los suspiros por donde mana su bondad: se quedan fríos. Disparan sin acariciar. Aquellos ojos no contemplan a otros ojos dejándoles entrar en su casa, sino que la horadan y la allanan. Son ojos sin alegría. No se llenan de otros ojos. No se alegran, no palpitan. Son los ojos de Herak, soldado.
            Herak camina por el campo de Vogosca. Hay unos hombres armados. Hay un tumulto de cuerpos, brazos y piernas reprocediendo. Hay fusiles apuntando, miradas de acero; bocas ahogándose a gritos, pechos conteniéndose en suspiros, hombres que protegen a sus niños, niños que seaferran a sus madres, madres mirando a sus maridos; y un grito en el cielo, acurrucado en el silencio, de hombres que van a disparar. Es una unidad serbia; se llama “grupo especial de investigación”. Herak lo vio todo: él lo vio. Más de cien personas apretadas, como ganado. El campo, a las afueras de Vogosca (como los ojos, hechos para buscar, que acaban matando); así siembran la muerte los  que tienen que inveqtigar. Decenas de balas silbaron. Las armas escupieron casquillos. Decenas de cuerpos se desplomaron y Herak estaba allí. Él lo vio. Estaba armado.
            También vio arder el horno de la fábrica de acero. Treinta hombres ardían. Treinta hombres ametrallados. Fue en el pueblo de Donja Bica,(al norte de Vogosca), murieron porque no eran serranos; porque su credo era musulmán; porque no rezaban como cristianos. Porque no eran de los suyos, sino de los otros, y los otros estaban de más en esa tierra. Treinta hombres, treinta vidas segadas: Herak estaba; él lo vio.
            Y vio agarrarse a una niña del brazo de su abuela. La vio esconderse tras ella, cuando los serbios los sacaron, Herak lo vio: él estaba. Pero tenía entonces una metralleta. Estaba con los combatientes serbios y era una mañana soleada. Miró sonriendo a sus compañeros armados. Sacaron afuera a toda la familia, diez cuerpos que temblaron, diez seres atemorizados, Herak estaba: él lo vio. Los empujaron a punta de pistola, las gargantas gemían y la niña lloraba, los mandaron ponerse frente a la pared y dispararon. Herak no vio a la niña porque estaba de espaldas. Pero la veía aferrarse a su abuela, los tenían a menos de diez pasos, y se reían los tres soldados. Herak no lo veía con sus ojos ciegos. Porque Herak estaba, pero no miraba. Él disparó.
            Vació su cargador sobre aquella familia. Los habían descubierto agachados en el sótano de su casa (en Ahatovici, cerca de Sarajevo). Cuatro niños. Cuatro hombres. Dos ancianos. Se acordaba de los sesenta hombres musulmanes. Él los vio, tirados en el suelo, a las afueras de Vogosca; en la montaña de Zuc. Las fuerzas bosnias intentaron penetrar en la montaña. Los serbios los utilizaron como escudos humanos, y ahora estaban allí, sembrando el suelo, desparramados por la tierra, en aquella tierra donde se moría y se mataba; la tierra que unos codiciaban y otros atacaban, su tierra querida, la tierra que los vio nacer: su tierra del alma. Ahora estaban desparramados como bultos. Sesenta seres que vibraban, sesenta seres que gozaban, sesenta hombres que reían y lloraban; sesenta almas llenas de ilusiones, sesenta hijos, sesenta padres, sesenta gritos desgarrados: ahora eran solo sesenta cuerpos; sesenta muñones de marioneta, sesenta cadáveres. Herak estaba allí: él lo vio.
            ¿Cuántas cosas vio en sus correrías? ¡Cuánta aventura, cuántas hazañas! ¡Cuánto heroísmo rampante sembrando desolación! Les dijeron que Ahatovci tenía que ser territorio serbio. Que tenían que limpiarlo de musulmanes: y allí fueron los gloriosos nacionalistas, preñados de idealismo, armados de valor. Allí combatieron contra crueles enemigos. Viejos, mujeres y niños; terribles ejércitos de niñas agarradas a sus abuelas, hombres cautivos,  gente desarmada; fueron musulmanes sin fusiles, apenas con el trillo y el arado, salvajes invasores, fuerzas que amenazaban a los serbios, sembradores del terror. Por eso se ofrecieron voluntarios. Inocentes que vivían bajo la amenaza (porque los serbios tenían que protegerse), los jóvenes nacionalistas, los combatientes serbios, los salvadores de la patria. Por defenderla les daban siete dólares al mes. Por segar los campos, matando gente, por colgarse los fusiles para barrer.
            A aquello lo llamaban limpieza étnica. Limpiaban los campos echando a la gente, como si la gente los ensuciara con su presencia; exterminaban a los pueblos porque estaban donde no debían estar; se barría a la gente como se barren las calles, tirando los papeles a la basura, amontonando la basura en los camiones, vaciando los camiones en estercoleros: siniestros campos de cadáveres, cuerpos arrancados a su tierra, tierra que había sido limpiada. Herak estaba y él lo hizo. Él lo vio. Ahora por las noches se acuerda de aquella niña. La ve enredándose en su abuela, acurrucada entre sus piernas, con la mirada atemorizada justo antes de disparar: y entonces se acuerda de Indijana; su sobrina, de siete años recién cumplidos, que está lejos de aquel infierno; lejos de limpiezas y matanzas, lejos de aquella pesadilla, lejos de las noches de barbarie; lejos de tanto héroe suelto, de tantos soldados valientes, lejos de Herak: Indijana.

 

4. Osmán.

            Herak ha caído en manos del enemigo. Iban a Ilidza, en las afueras de Sarajevo, y se equivocaron de camino. Cayeron en manos de una unidad del ejército bosnio e inmediatamente contó sus hazañas: del que más se acordaba era del pobre Osmán. Tenía un aspecto pálido y los ojos hundidos, y tanto se había mordido las uñas que en algunos dedos se las había comido. No dormía. Por la noche le asaltaban los fantasmas de toda la gente a la que había matado. Como tropel silencioso, rodeaban su cabeza y se le hundían en la mente los terribles jirones del recuerdo. Un ejército de furias pálidas y sin voz merodeaba sin herir la maltrecha luz de su conciencia; y quienes le herían no eran las víctimas, era su conciencia. Su conciencia era un cuchillo que le arrancaba el corazón de las entrañas: las entrañas del alma, que no dolían como las del cuerpo; a falta de dolerle la carne le dolía el ser: y era un dolor que no anulaba la voluntad, pero lo atormentaba.
            Herak se despertaba. Dormía a sobresaltos y despertaba, empapado en sudor. Luego se volvía a dormir. Y se volvía a despertar. En aquel soñar intermitente lo abrazaba el insomnio, se incorporaba, se secaba el sudor de la frente, se desesperaba, empezaba a fumar. Así un día tras otro, todas las noches, la mirada pálida, la cerviz vencida. Diez días y diez noches pasó atormentado por la imagen de los tres hombres a quienes había cortado el cuello. Lo que más le dolía era Osmán. Ha soñado muchas veces con Osmán, que le decía: “por favor, no me mates; tengo esposa y dos hijos muy pequeños: no me mates”.

 

5. Indjiana.

            Rostro pálido, uñas resecas, ojos hundidos. Herak se acuerda de Fátima. De cómo la violaron a punta de pistola y la llevaron en coche hasta la montaña de Zug. El comandante les dijo que había que violar a las mujeres musulmanas. Que podían hacer lo que quisieran con ellas, que no hacía falta que las trajeran: ellos entendieron que las podían matar. Fátima murió en la montaña de Zug, una noche tenebrosa, con una bala en la cabeza, disparada por la espalda.
            Dieciséis kilómetros al norte de Sarajevo, ése era el teatro de sus correrías: el territorio que tenían asignado a Herak. Él y sus tres amigos hicieron estragos entre la gente. Cuando empezó todo, Herak trabajaba en una fábrica, empujando una carretilla. Pero huyó de Sarajevo y se unió a las fuerzas serbias; su madre era croata y su hermana, Ljubinka, estaba casada con un musulmán; un taxista que se unió a las fuerzas bosnias. Todos se quedaron en Sarajevo, con otros cincuenta mil serbios. Menos él.
            ¿Por qué? ¿Por qué se volvió contra ellos, por qué? En Pofalici, su pueblo, siempre se había llevado bien con los musulmanes. Se había divertido con ellos, lo habían invitado a sus fiestas y los Herak los habían invitado por navidad. Pero algo se retuerce en la mente de las personas y lo cambia todo. Vemos el mundo distinto a como es y lo tratamos como lo vemos. Luego, cuando hemos elegido el mundo ficticio, los comandantes siguen contándonos ficciones y lo cambiamos todo más y más. Nos hacen vivir en una burbuja, nos lavan el cerebro; y ya no podemos ver a las personas, vemos sólo los fantasmas de nuestra imaginación. Le dijeron a Herak que iban a declarar una república islámica, y él lo creyó. Lo creyó porque estaba predispuesto a creerlo: por eso se unió a los radicales serbios, se echó en brazos de sus mentiras, los eligió porque sus engaños lo seducían, y eligió dejándose llevar por la imaginación. Pudo elegir la palabra y eligió los gritos, y resbaló por una cuesta que ya no pudo controlar. Pudo elegir la palabra y eligió los tiros, y disfrutó la gran aventura de combatir. Pudo elegir la verdad de sus hermanos bosnios, pero la verdad no tiene historia y él quería una historia que contar. Sus amigos musulmanes eran buenos, pero prefirió las mentiras; y se transformaron en monstruos de los que los serbios se tenían que defender.
            Su padre era soldador. Se alegró cuando lo cazaron. ¡Qué triste es para un padre condenar a su hijo, qué triste que lo vea morir! ¡Y qué duro que un padre a su hijo le desee la muerte! ¡Que no lo reconozca en ese monstruo en que se ha convertido, qué triste, qué desolación! Imposible describir lo que pasa en sus entrañas. Y que ése no es el hijo de su alma, es otro, se lo han cambiado, está envejeciendo. ¡Cuántas veces ha pegado Herak a su padre, cuántas se ha emborrachado, ese espíritu, ese fantasma, esa sombra de lo que era antes, ese empedernido bebedor! El viejo Herak, por amor a su hijo, quería que muriera; era preferible perderlo para que no murieran más inocentes, no regar de sangre los campos de Bosnia con aquel hijo fuera de control.
            ¿Quién era Herak? Ya no era él mismo. Era un monstruo que tenía dentro, un ser extraño, no era él. Por eso se revolvía entre sueños y se mordía las uñas. Por eso tenía la cara demacrada. Por eso venían en tropel los asesinados, las mujeres y los niños inocentes, los hijos de Osmán, la mirada de Fátima, la niña enroscada a su abuela; y los sesenta cadáveres de escudos humanos, y los treinta hombres incinerados en Donja Bioca, y los ciento veinte ametrallados. Tantas mitradas inocentes buscando sus ojos, que le ardían... ¡Cuántos inocentes poblando su delirio! ¡Cuántos huérfanos, cuántos estragos! ¡Cuántas desgracias causadas por su mano, cuántas miserias, cuánto dolor en las entrañas, cuánto remordimiento, cuánto lamento que ya no tiene vuelta! Ahora, según el código criminal yugoslavo, le espera el pelotón de fusilamiento.
            Herak tiene los ojos entornados: que no miran al suelo, miran más allá. Lo transportan en el espacio, en el tiempo. Están en los campos nevados. En los troncos húmedos, en la baba de los hongos, en las ramas que se parten por el peso de la nieve; en el rayo de sol que abraza el aire, en ese leve calor que acaricia el llanto (bajo el canto ausente de los pájaros), entre la brisa que se mece alrededor. Skopje. Hay una niña que corre hacia sus brazos, y el corazón Herak se estremece con locura: su sobrina, la pequeña Indijana, que viene a traer paz a su corazón; la quería más que a nadie en el mundo... Pero detrás, en su infinita dulzura, hay una sombra que le está nublando el aire: es otra niña, otro rostro hermoso de ojos azules y pelo rubio, que está abrazada y no lo abraza a él; porque abraza a su abuela que la abraza a ella, que está llorando junto al paredón.

 




1 comentario:

  1. Impresionante, Mariano. Cómo el odio sin sentido engendra guerras y estas alimentan más al odio que a su vez alimenta guerras, y así, así... Triste condición humana... ¿o inhumana?

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