¿PARA
QUÉ SIRVE LA CIENCIA?
Nos hemos acostumbrado a considerar
la ciencia como un conocimiento verdadero. ¿Y qué significa conocer de verdad
las cosas? Utilizarlas eficazmente; la verdad sólo se aprecia cuando produce
eficacia, o sea, que la ciencia sólo tiene valor cuando nos permite
aprovecharnos del mundo, cuando va unida a la técnica, a la que engendra y
alumbra. Pero ¿qué criterio nos dirá si la técnica es eficaz? Los resultados.
Si quiero conseguir algo y lo consigo la técnica que habré empleado habrá sido
la adecuada; la verdad, que conduce a la eficacia, entendida como coincidencia
de lo que hacemos con lo que queremos hacer, produce confianza; la ciencia,
como puerta que se abre hacia la técnica, es aquello en lo que confiamos porque
lo avalan los buenos resultados. ¿Esto siempre es así?
Veamos. Si yo veo que el tren se
pone en marcha cada vez que sale el jefe de estación, concluiré que el truco
para que el tren arranque es mandar venir al jefe de estación; y que si se
estropea la locomotora habrá que llamarlo para que se arregle. Si pongo tierra
sagrada en las heridas y las heridas se curan, pensaré que lo que las ha curado
ha sido la fuerza que le dio el brujo a la tierra cuando la consagraba. Y si
construyo una pirámide para ver las estrellas la causa de que conozca mejor sus
trayectorias es la pirámide donde miro; y si monto una teoría que las explica
concluiré que la causa de los movimientos es la teoría que he creado; y si
descubro que la aparición de Sirio en el horizonte marca el inicio de las
inundaciones del Nilo, sabré que es esa estrella la que las ha producido.
Vayamos por partes.
Que una cosa preceda a otra no
significa que sea su causa; si yo apruebo mis exámenes después de haber ido a
la Fuencisla o me curo después de que la procesión de San Roque se haya parado
delante de mi balcón, eso no quiere decir ni que la virgen me haya dado el
aprobado ni que San Roque me haya dado la salud; nosotros lo llamamos falacia
de la falsa causa. ¿Cómo podremos saber si la virgen es la causa de mi aprobado
y San Roque la de mi curación? Repitiendo el experimento muchas veces; y si
cada vez que salen los santos se resuelven mis problemas, sabré que se
resuelven porque ellos salen; y creeré que la mejor forma de resolverlos será
sacarlos; y confiaré en ellos siempre que los necesite.
Pero no siempre son así las cosas.
Todos los años, cada vez que aparece Sirius en el horizonte, se inunda el Nilo.
Eso no significa que la estrella sea la causa de las inundaciones. La estrella sólo
marca la entrada del verano, y es el calor el que inunda el Nilo: no la
estrella. Esta coincidencia, que no tiene valor causal, sirve para saber que su
aparición en el cielo es señal de que va a llover; la emergencia de la estrella
me sirve de anuncio, anticipación o presagio, para que yo sepa lo que va a
ocurrir; la estrella, pues, es un signo, no una causa; la estrella predice las
lluvias, no las produce; y esto pasa todos los años.
Si creo que me curé un día porque se
paró el santo delante de mi balcón, supondré que porque una cosa pasa una vez
va a pasar siempre. Esto es la falacia de la generalización indebida; no porque
algo suceda una vez, o unas pocas veces, me va a suceder siempre; la
coincidencia de la aparición del santo con mi curación no establece un nexo causal
entre lo primero y lo segundo.
Pero si esa coincidencia se produce
siempre tampoco puedo afirmar que lo uno sea la causa de lo otro, como hemos
visto; Sirius anuncia siempre las inundaciones, pero eso no significa que las
produzca; creerlo es incurrir en otra falacia: la falacia de la falsa causa.
Pero entonces, ¿por qué creo que si
me tomo esta medicina me curaré? ¿Qué motivos tengo para creer que la medicina
es la causa de mi curación? ¿No puede ser una simple coincidencia?
No. Las medicinas yo las puedo
manipular: a las estrellas, no. Yo puedo dejar de tomar la medicina cuando
estoy enfermo y constatar que no me cura; o por lo menos, no me cura con la
misma facilidad que antes. Otra vez que enferme me la tomaré y sanaré. Y otra
vez que me pase me abstendré y no me curaré como antes. Y si hago eso un montón
de veces concluiré que la causa de mi curación es un ingrediente que había en
la pastilla.
Pero yo no puedo hacer que no salga
Sirius para ver si no se inunda el Nilo. Jamás podré comprobar si esa estrella
es el autor de las inundaciones. Lo sospecharé, o lo dudaré, pero nunca tendré
una seguridad completa. Diremos que los astrónomos, al observar muchas veces
(siempre el mismo día del año) la coincidencia de la estrella con las lluvias,
hacen ciencia; y descubren fenómenos que antes nos pasaban desapercibidos: no
sus causas. La medicina, sin embargo, que permite fabricar pastillas, no
descubre un fenómeno, sino que lo provoca; y fabrica una causa (la medicina)
para que se produzca un efecto (la curación). Por eso confiamos en ella.
Pero a veces la medicina falla. A
Stephen Hawking, cuando le descubrieron la esclerosis lateral, le pronosticaron
un año de vida; y vivió treinta. Y hasta las propias industrias farmacéuticas,
cuando avisan de los efectos adversos de las medicinas, no se mojan nunca;
dicen cosas como que “esta sustancia ha sido probada con un millón de pacientes
y hasta ahora no ha dado problemas”, pero nunca dicen que nunca los dará; el
conocimiento del pasado no da derecho a adivinar el futuro; pero entonces, si
la ciencia no puede anticipar lo que va a ocurrir ¿por qué confiamos en ella?
Cuando sale al andén el jefe de
estación el tren se pone en marcha. Esta coincidencia se produce siempre.
¿Significa eso que la causa del movimiento del tren sea el jefe de estación?
No. Como la aparición de Sirius no es tampoco la causa de las lluvias. Es sólo
una simple coincidencia. Una misma observación repetida muchas veces me enseña
una regularidad que yo antes desconocía, pero no me explica por qué suceden así
las cosas. La ciencia nos permite descubrir fenómenos, pero sus causas no
siempre las descubrimos; muchas veces están ocultas; y debemos conformarnos con
conjeturas.
Cuando echo tierra sagrada las
heridas se curan. Eso lo hacen los brujos, los chamanes, los curanderos. Y esa
técnica funciona siempre. O casi. ¿Significa eso que la brujería tiene el mismo
crédito que la ciencia? Si, como hemos visto, la eficacia se alimenta de la
repetición del éxito, la respuesta debería ser sí. ¿Pero entonces no hemos
avanzado con la ciencia? Los descubrimientos científicos no siempre son seguros
y las técnicas mágicas a veces sí. ¿Es la magia, y el mito, un saber del mismo
nivel que la ciencia y la tecnología? ¿Con qué derecho nos arrogamos el
progreso arrojando los saberes primitivos al oscurantismo? ¿Nos da la
superstición las mismas garantías que la ciencia? Lo que el brujo conoce ¿es la
verdad? La curación del brujo ¿es eficaz? Y si la eficacia está basada en el
acierto repetido ¿nos merece el brujo la misma confianza que el científico?
No. El brujo cura las heridas con la
tierra, y se cree que la causa de la curación es que esa tierra es sagrada. No:
la causa es que la tierra contiene penicilina; la eficacia, por tanto, no se
debe aquí al conocimiento de la verdad, sino a una coincidencia fortuita que
produjo los resultados deseados. Esto lo sabe el científico: no el chamán. Por
lo tanto la ciencia sí constituye un progreso respecto a la magia: no es lo
mismo conseguir algo sin saber porqué que conseguirlo con conocimiento de
causa; aunque se empleen los mismos trucos en ambos casos. La eficacia
ignorante mantiene las mismas técnicas sin que avancen nunca; la eficacia
sabia, o por lo menos erudita, permite el progreso y la mejora de las viejas
técnicas, y facilita los nuevos conocimientos. Una vez oí decir a un campesino:
“ese hombre no era un empirista; era un conocedor”. Efectivamente, la
experiencia no es suficiente para conocer las cosas; hacer falta ciencia.
Experimentar las cosas es sentirlas, conocer su efecto; experimentar con ellas
es conocer su causa. Los médicos antiguos, aplicando la polifarmacia, conocían
los efectos de las hierbas; y cuando curaban sabían qué sustancias vencían la
enfermedad, pero no sabían por qué. Eso le pasaba a Hipócrates, a Galeno, a
Andrés Laguna y hasta les sigue pasando hoy a los médicos: pero cada vez se
reduce más la curación a ciegas porque sigue aumentando con la ciencia el
número de verdades que conocemos.
Donde el conocimiento no llega
construimos hipótesis que son compatibles con nuestras teorías; y variamos el
significado de las palabras. Cuando los iatroquímicos decían que las
enfermedades eran producidas por espíritus que se nos metían dentro muchos
pensaban en los endemoniados del evangelio. Pero cuando Pasteur llamó a esos
espíritus pequeños (micro-) seres vivos (-bios) ya nadie dudaba de que era
ciencia. La teoría de Pasteur era, en esencia, la misma que la de los
iatroquímicos; pero la palabra “espíritu” sugería superstición y la palabra
“microbio” sonaba a ciencia. Muchas veces nos asustamos con las palabras
dejándonos llevar por su crédito o descrédito, sin atender a lo que significan
realmente.
Otras teorías parecen respetables
porque utilizan palabras que suenan a ciencia. Cuando la teoría del calórico
hablaba de “flogisto” parecía más seria que cuando Paracelso hablaba de
“espíritus”, y sin embargo la primera estaba más equivocada que la segunda;
llamar microbios a los espíritus supuso una revolución menos grande que llamar
a la combustión combinación con el oxígeno y no deflogistización del aire.
Cambiar de palabra es menos radical que cambiar de concepto.
Una conjetura, o hipótesis, es un
intento de explicar un fenómeno. La idea de que la lluvia es el pis de los
angelitos no es menos plausible que explicarla por condensación de las nubes;
de las dos hipótesis, la historia ha
retenido aquella cuyas consecuencias concuerdan con los hechos y ha rechazado
la otra. La historia de la ciencia es una sucesión de hipótesis, unas más
disparatadas que otras; las que han sido capaces de predecir fenómenos
concordantes con los hechos han pasado a engrosar el libro de los conocimientos
científicos; las otras han ido a parar directamente al basurero de la ciencia;
y por cada acierto ha habido muchos intentos fallidos. La diferencia entre el
mito y la ciencia es que la ciencia está dispuesta a desprenderse de las
hipótesis que no funcionan; el mito no. El método científico, caracterizado por
Popper como una sucesión de conjeturas y refutaciones, equivale a dar palos de
ciego: propongo una hipótesis verosímil y le doy con el palo de la
contrastación; si acierto, me la quedo; y si no, la tiro a la basura y pruebo
con una hipótesis nueva. El propio Popper comparó las hipótesis con las
especies vivas: cada especie es un intento de adaptarse a un nicho ecológico;
si tiene éxito, sobrevive; de lo contrario será eliminada. Cuando se retira la
selva los australopitecos se adaptaron a comer raíces, los parántropos a comer
restos de selva y el género humano se hizo omnívoro; sólo la tercera adaptación
fue seleccionada por la naturaleza para sobrevivir.
Y cuando las hipótesis son compatibles
se van entrelazando en un cuerpo teórico, coherente y contrastado. Coherente:
yo no puedo decir, con Darwin, que la
teoría de la evolución se guía por el azar y al mismo tiempo mantener que hay
una finalidad en la evolución, porque me contradigo: pero lo hace mucha gente y
no se da cuenta de la incongruencia. Contrastada. Cada hipótesis tiene vocación
de ser contrastada con los hechos para ser admitida en la teoría; si hoy no
puede ser será mañana, pero hay que estar alerta para diseñar siempre nuevos
experimentos. Se ha comparado a las teorías con redes que arrojamos sobre la
realidad para ver qué puede cazar el conocimiento; para ver si podemos descubrir
fenómenos nuevos. Unos nudos de la red podrán contrastarse, porque serán
hipótesis que se corresponderán con hechos: diremos entonces que esos nudos
serán ideas cuya verdad se establece por correspondencia. Otros, en cambio,
corresponderán a ideas inobservables, y diremos que son verdaderas por
coherencia con las anteriores. En la ciencia, por tanto, hay como mínimo esos
dos tipos de verdad.
En algunos sitios se estudia la
realidad a partir de textos científicos; la teoría del diseño inteligente, por
ejemplo, se estudia en algunos colegios de estados Unidos basándose en la
Biblia. En muchos otros se utilizan textos científicos; y es frecuente oponer
las ciencias a las letras. Gran error. Cuando un estudiante elige politología o
historia no está optando por algo que no sea ciencia. Hay un imperialismo de
las ciencias naturales que ha acaparado para sí solo el término “ciencia”,
dando a entender, más por omisión que por acción, pero con una omisión muy
activa, que sólo es ciencia lo que hacen ellos; y que roza el abuso de lenguaje
llamar a las otras actividades “ciencias humanas”. Y hasta se han inventado el
calificativo de “duras” para las ciencias físicas, quedando para las otras el
más despectivo de ciencias “blandas”. Y hasta han querido echar a la biología
del santo de los santos atribuyéndole a la física la condición de única ciencia
pura, santa y verdadera. Se ha deducido de ahí la conclusión tendenciosa de que
las ciencias duras son difíciles y las ciencias blandas son fáciles; y que un
historiador no puede estudiar física, pero cualquier físico puede estudiar, si
quiere, historia.
Error. El que los vagos puedan
meterse en historia o literatura y no en ciencia no significa que cualquier
físico pueda ser un buen escritor o un buen artista. El imperialismo de la
ciencia matemática ha terminado por creer que, porque las matemáticas sean
complicadas, cualquier matemático puede tener sensibilidad artística: eso no es
verdad. Físicos y matemáticos los hay de dos clases: los que emplean la razón
mecánica (y esos se vuelven locos cuando les dices que en el mundo hay algo más
que tuercas y tornillos); y los que emplean la razón poética (ésos son los científicos
de verdad). También hay en literatura gente que escribe con ripios (son los
vagos que, siendo ineptos, aprueban) y gente que escribe poesía (ésos son los
verdaderos poetas). Pero le resulta más difícil aprobar a un mal físico que a
un mal historiador o a un mal lingüista; por eso los vagos no estudian física,
sino letras. Pero no lo olvidemos: es más fácil que un mal ingeniero entre por
el ojo de las letras que no que un poeta entre por el ojo de la ciencia; los
ripios sin poesía matan las letras; los datos sin hipótesis matan la ciencia;
quienes presumen de rigurosos y serios se pasan media vida coleccionando datos,
como hormigas, sin hacerles hablar, como hacen las abejas con su miel;
preguntad, si no, a Francis Bacon.
La ciencia, pues, es un saber que
inspira confianza: puede ser erudición o sabiduría. Todo sabio tiene algo de
erudito, y también los eruditos deberían tener algo de sabios. La fe se
sustenta, como hemos visto, en la verdad y la eficacia, y estas dos cosas
están, como decíamos antes, repartidas entre las ciencias y las letras; o entre
las ciencias naturales y las ciencias humanas, como habría que decirlo. Todas
las ciencias requieren observación,
concentración, creatividad y poner los pies en tierra; la creatividad nos hace volar;
la prueba nos deja aterrizar de nuevo. Todas las ciencias emplean las mismas
facultades. La creatividad está en la hipótesis, que requiere intuición y
olfato; la deducción se prodiga en el cálculo: que también necesita intuición
al igual que la hipótesis puede ser deductiva. Pero las ciencias
físico-matemáticas trabajan con la cantidad, que es abstracción de existencia,
y el resto de las ciencias, incluida la física, trabajan con la cualidad, que
es abstracción de esencia. La cantidad es muy complicada, pero permite
reducirlo todo a elementos simples; y la cualidad, que parece simple, tiene una
complicación que no se puede simplificar nunca: por eso su método no puede ser
analítico, aunque quiera; tiene que ser sintético, holístico, interdisciplinar
e inseguro. Por eso los físicos matemáticos llaman charlatanes a los científicos
sociales. Pero no es que ellos lo sean; es que la realidad que estudian, de tan
compleja que es, no se puede reducir a variables simples, manejables, y está
condenada a no capturarlo todo con rigor analítico, sino con una visión global
y sistémica. Las matemáticas consiguen profundidad en la superficie; las
ciencias menos duras buscan en lo profundo, y por eso no pueden conseguir la
misma profundidad; diremos que a la realidad sencilla que estudian las ciencias
duras se accede con métodos de mucha complejidad; y a la realidad infinitamente
compleja que estudian las ciencias blandas no se puede acceder mediante métodos
matemáticos, y al análisis, cuando se vuelve impotente, debe relajarse en aras
de una visión sistémica, más completa, pero menos accesible al rigor.
Pero la naturaleza propia de las
ciencias humanas no merma en nada su carácter científico; si el imperialismo de
las ciencias duras las incapacita para ver en la realidad más que tuercas y
tornillos, la complejidad de las ciencias blandas, que las aparta, muy a su
pesar, del rigor que tienen las duras, puede arrojarlas, si no están alertas,
en brazos del mito y de la magia. Y el mundo es mucho más de lo que se ve, como
pretenden los que presumen de científicos, y mucho menos de los que se imagina,
como creen los humanistas que han renegado de la ciencia; al abrazar la
fantasía cayeron sin darse cuenta, en algún momento de su historia, en el mundo
supersticioso de la magia.
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