sábado, 2 de julio de 2016

¿Para qué sirve la ciencia?





¿PARA QUÉ SIRVE LA CIENCIA? 

 

            Nos hemos acostumbrado a considerar la ciencia como un conocimiento verdadero. ¿Y qué significa conocer de verdad las cosas? Utilizarlas eficazmente; la verdad sólo se aprecia cuando produce eficacia, o sea, que la ciencia sólo tiene valor cuando nos permite aprovecharnos del mundo, cuando va unida a la técnica, a la que engendra y alumbra. Pero ¿qué criterio nos dirá si la técnica es eficaz? Los resultados. Si quiero conseguir algo y lo consigo la técnica que habré empleado habrá sido la adecuada; la verdad, que conduce a la eficacia, entendida como coincidencia de lo que hacemos con lo que queremos hacer, produce confianza; la ciencia, como puerta que se abre hacia la técnica, es aquello en lo que confiamos porque lo avalan los buenos resultados. ¿Esto siempre es así?
            Veamos. Si yo veo que el tren se pone en marcha cada vez que sale el jefe de estación, concluiré que el truco para que el tren arranque es mandar venir al jefe de estación; y que si se estropea la locomotora habrá que llamarlo para que se arregle. Si pongo tierra sagrada en las heridas y las heridas se curan, pensaré que lo que las ha curado ha sido la fuerza que le dio el brujo a la tierra cuando la consagraba. Y si construyo una pirámide para ver las estrellas la causa de que conozca mejor sus trayectorias es la pirámide donde miro; y si monto una teoría que las explica concluiré que la causa de los movimientos es la teoría que he creado; y si descubro que la aparición de Sirio en el horizonte marca el inicio de las inundaciones del Nilo, sabré que es esa estrella la que las ha producido. Vayamos por partes.
            Que una cosa preceda a otra no significa que sea su causa; si yo apruebo mis exámenes después de haber ido a la Fuencisla o me curo después de que la procesión de San Roque se haya parado delante de mi balcón, eso no quiere decir ni que la virgen me haya dado el aprobado ni que San Roque me haya dado la salud; nosotros lo llamamos falacia de la falsa causa. ¿Cómo podremos saber si la virgen es la causa de mi aprobado y San Roque la de mi curación? Repitiendo el experimento muchas veces; y si cada vez que salen los santos se resuelven mis problemas, sabré que se resuelven porque ellos salen; y creeré que la mejor forma de resolverlos será sacarlos; y confiaré en ellos siempre que los necesite.
            Pero no siempre son así las cosas. Todos los años, cada vez que aparece Sirius en el horizonte, se inunda el Nilo. Eso no significa que la estrella sea la causa de las inundaciones. La estrella sólo marca la entrada del verano, y es el calor el que inunda el Nilo: no la estrella. Esta coincidencia, que no tiene valor causal, sirve para saber que su aparición en el cielo es señal de que va a llover; la emergencia de la estrella me sirve de anuncio, anticipación o presagio, para que yo sepa lo que va a ocurrir; la estrella, pues, es un signo, no una causa; la estrella predice las lluvias, no las produce; y esto pasa todos los años. 

 

            Si creo que me curé un día porque se paró el santo delante de mi balcón, supondré que porque una cosa pasa una vez va a pasar siempre. Esto es la falacia de la generalización indebida; no porque algo suceda una vez, o unas pocas veces, me va a suceder siempre; la coincidencia de la aparición del santo con mi curación no establece un nexo causal entre lo primero y lo segundo.
            Pero si esa coincidencia se produce siempre tampoco puedo afirmar que lo uno sea la causa de lo otro, como hemos visto; Sirius anuncia siempre las inundaciones, pero eso no significa que las produzca; creerlo es incurrir en otra falacia: la falacia de la falsa causa.
            Pero entonces, ¿por qué creo que si me tomo esta medicina me curaré? ¿Qué motivos tengo para creer que la medicina es la causa de mi curación? ¿No puede ser una simple coincidencia?
            No. Las medicinas yo las puedo manipular: a las estrellas, no. Yo puedo dejar de tomar la medicina cuando estoy enfermo y constatar que no me cura; o por lo menos, no me cura con la misma facilidad que antes. Otra vez que enferme me la tomaré y sanaré. Y otra vez que me pase me abstendré y no me curaré como antes. Y si hago eso un montón de veces concluiré que la causa de mi curación es un ingrediente que había en la pastilla.
            Pero yo no puedo hacer que no salga Sirius para ver si no se inunda el Nilo. Jamás podré comprobar si esa estrella es el autor de las inundaciones. Lo sospecharé, o lo dudaré, pero nunca tendré una seguridad completa. Diremos que los astrónomos, al observar muchas veces (siempre el mismo día del año) la coincidencia de la estrella con las lluvias, hacen ciencia; y descubren fenómenos que antes nos pasaban desapercibidos: no sus causas. La medicina, sin embargo, que permite fabricar pastillas, no descubre un fenómeno, sino que lo provoca; y fabrica una causa (la medicina) para que se produzca un efecto (la curación). Por eso confiamos en ella.
            Pero a veces la medicina falla. A Stephen Hawking, cuando le descubrieron la esclerosis lateral, le pronosticaron un año de vida; y vivió treinta. Y hasta las propias industrias farmacéuticas, cuando avisan de los efectos adversos de las medicinas, no se mojan nunca; dicen cosas como que “esta sustancia ha sido probada con un millón de pacientes y hasta ahora no ha dado problemas”, pero nunca dicen que nunca los dará; el conocimiento del pasado no da derecho a adivinar el futuro; pero entonces, si la ciencia no puede anticipar lo que va a ocurrir ¿por qué confiamos en ella? 

 

            Cuando sale al andén el jefe de estación el tren se pone en marcha. Esta coincidencia se produce siempre. ¿Significa eso que la causa del movimiento del tren sea el jefe de estación? No. Como la aparición de Sirius no es tampoco la causa de las lluvias. Es sólo una simple coincidencia. Una misma observación repetida muchas veces me enseña una regularidad que yo antes desconocía, pero no me explica por qué suceden así las cosas. La ciencia nos permite descubrir fenómenos, pero sus causas no siempre las descubrimos; muchas veces están ocultas; y debemos conformarnos con conjeturas.
            Cuando echo tierra sagrada las heridas se curan. Eso lo hacen los brujos, los chamanes, los curanderos. Y esa técnica funciona siempre. O casi. ¿Significa eso que la brujería tiene el mismo crédito que la ciencia? Si, como hemos visto, la eficacia se alimenta de la repetición del éxito, la respuesta debería ser sí. ¿Pero entonces no hemos avanzado con la ciencia? Los descubrimientos científicos no siempre son seguros y las técnicas mágicas a veces sí. ¿Es la magia, y el mito, un saber del mismo nivel que la ciencia y la tecnología? ¿Con qué derecho nos arrogamos el progreso arrojando los saberes primitivos al oscurantismo? ¿Nos da la superstición las mismas garantías que la ciencia? Lo que el brujo conoce ¿es la verdad? La curación del brujo ¿es eficaz? Y si la eficacia está basada en el acierto repetido ¿nos merece el brujo la misma confianza que el científico?
            No. El brujo cura las heridas con la tierra, y se cree que la causa de la curación es que esa tierra es sagrada. No: la causa es que la tierra contiene penicilina; la eficacia, por tanto, no se debe aquí al conocimiento de la verdad, sino a una coincidencia fortuita que produjo los resultados deseados. Esto lo sabe el científico: no el chamán. Por lo tanto la ciencia sí constituye un progreso respecto a la magia: no es lo mismo conseguir algo sin saber porqué que conseguirlo con conocimiento de causa; aunque se empleen los mismos trucos en ambos casos. La eficacia ignorante mantiene las mismas técnicas sin que avancen nunca; la eficacia sabia, o por lo menos erudita, permite el progreso y la mejora de las viejas técnicas, y facilita los nuevos conocimientos. Una vez oí decir a un campesino: “ese hombre no era un empirista; era un conocedor”. Efectivamente, la experiencia no es suficiente para conocer las cosas; hacer falta ciencia. Experimentar las cosas es sentirlas, conocer su efecto; experimentar con ellas es conocer su causa. Los médicos antiguos, aplicando la polifarmacia, conocían los efectos de las hierbas; y cuando curaban sabían qué sustancias vencían la enfermedad, pero no sabían por qué. Eso le pasaba a Hipócrates, a Galeno, a Andrés Laguna y hasta les sigue pasando hoy a los médicos: pero cada vez se reduce más la curación a ciegas porque sigue aumentando con la ciencia el número de verdades que conocemos.
            Donde el conocimiento no llega construimos hipótesis que son compatibles con nuestras teorías; y variamos el significado de las palabras. Cuando los iatroquímicos decían que las enfermedades eran producidas por espíritus que se nos metían dentro muchos pensaban en los endemoniados del evangelio. Pero cuando Pasteur llamó a esos espíritus pequeños (micro-) seres vivos (-bios) ya nadie dudaba de que era ciencia. La teoría de Pasteur era, en esencia, la misma que la de los iatroquímicos; pero la palabra “espíritu” sugería superstición y la palabra “microbio” sonaba a ciencia. Muchas veces nos asustamos con las palabras dejándonos llevar por su crédito o descrédito, sin atender a lo que significan realmente. 

 

            Otras teorías parecen respetables porque utilizan palabras que suenan a ciencia. Cuando la teoría del calórico hablaba de “flogisto” parecía más seria que cuando Paracelso hablaba de “espíritus”, y sin embargo la primera estaba más equivocada que la segunda; llamar microbios a los espíritus supuso una revolución menos grande que llamar a la combustión combinación con el oxígeno y no deflogistización del aire. Cambiar de palabra es menos radical que cambiar de concepto.
            Una conjetura, o hipótesis, es un intento de explicar un fenómeno. La idea de que la lluvia es el pis de los angelitos no es menos plausible que explicarla por condensación de las nubes; de las  dos hipótesis, la historia ha retenido aquella cuyas consecuencias concuerdan con los hechos y ha rechazado la otra. La historia de la ciencia es una sucesión de hipótesis, unas más disparatadas que otras; las que han sido capaces de predecir fenómenos concordantes con los hechos han pasado a engrosar el libro de los conocimientos científicos; las otras han ido a parar directamente al basurero de la ciencia; y por cada acierto ha habido muchos intentos fallidos. La diferencia entre el mito y la ciencia es que la ciencia está dispuesta a desprenderse de las hipótesis que no funcionan; el mito no. El método científico, caracterizado por Popper como una sucesión de conjeturas y refutaciones, equivale a dar palos de ciego: propongo una hipótesis verosímil y le doy con el palo de la contrastación; si acierto, me la quedo; y si no, la tiro a la basura y pruebo con una hipótesis nueva. El propio Popper comparó las hipótesis con las especies vivas: cada especie es un intento de adaptarse a un nicho ecológico; si tiene éxito, sobrevive; de lo contrario será eliminada. Cuando se retira la selva los australopitecos se adaptaron a comer raíces, los parántropos a comer restos de selva y el género humano se hizo omnívoro; sólo la tercera adaptación fue seleccionada por la naturaleza para sobrevivir.
            Y cuando las hipótesis son compatibles se van entrelazando en un cuerpo teórico, coherente y contrastado. Coherente: yo no puedo  decir, con Darwin, que la teoría de la evolución se guía por el azar y al mismo tiempo mantener que hay una finalidad en la evolución, porque me contradigo: pero lo hace mucha gente y no se da cuenta de la incongruencia. Contrastada. Cada hipótesis tiene vocación de ser contrastada con los hechos para ser admitida en la teoría; si hoy no puede ser será mañana, pero hay que estar alerta para diseñar siempre nuevos experimentos. Se ha comparado a las teorías con redes que arrojamos sobre la realidad para ver qué puede cazar el conocimiento; para ver si podemos descubrir fenómenos nuevos. Unos nudos de la red podrán contrastarse, porque serán hipótesis que se corresponderán con hechos: diremos entonces que esos nudos serán ideas cuya verdad se establece por correspondencia. Otros, en cambio, corresponderán a ideas inobservables, y diremos que son verdaderas por coherencia con las anteriores. En la ciencia, por tanto, hay como mínimo esos dos tipos de verdad. 

 

            En algunos sitios se estudia la realidad a partir de textos científicos; la teoría del diseño inteligente, por ejemplo, se estudia en algunos colegios de estados Unidos basándose en la Biblia. En muchos otros se utilizan textos científicos; y es frecuente oponer las ciencias a las letras. Gran error. Cuando un estudiante elige politología o historia no está optando por algo que no sea ciencia. Hay un imperialismo de las ciencias naturales que ha acaparado para sí solo el término “ciencia”, dando a entender, más por omisión que por acción, pero con una omisión muy activa, que sólo es ciencia lo que hacen ellos; y que roza el abuso de lenguaje llamar a las otras actividades “ciencias humanas”. Y hasta se han inventado el calificativo de “duras” para las ciencias físicas, quedando para las otras el más despectivo de ciencias “blandas”. Y hasta han querido echar a la biología del santo de los santos atribuyéndole a la física la condición de única ciencia pura, santa y verdadera. Se ha deducido de ahí la conclusión tendenciosa de que las ciencias duras son difíciles y las ciencias blandas son fáciles; y que un historiador no puede estudiar física, pero cualquier físico puede estudiar, si quiere, historia.
            Error. El que los vagos puedan meterse en historia o literatura y no en ciencia no significa que cualquier físico pueda ser un buen escritor o un buen artista. El imperialismo de la ciencia matemática ha terminado por creer que, porque las matemáticas sean complicadas, cualquier matemático puede tener sensibilidad artística: eso no es verdad. Físicos y matemáticos los hay de dos clases: los que emplean la razón mecánica (y esos se vuelven locos cuando les dices que en el mundo hay algo más que tuercas y tornillos); y los que emplean la razón poética (ésos son los científicos de verdad). También hay en literatura gente que escribe con ripios (son los vagos que, siendo ineptos, aprueban) y gente que escribe poesía (ésos son los verdaderos poetas). Pero le resulta más difícil aprobar a un mal físico que a un mal historiador o a un mal lingüista; por eso los vagos no estudian física, sino letras. Pero no lo olvidemos: es más fácil que un mal ingeniero entre por el ojo de las letras que no que un poeta entre por el ojo de la ciencia; los ripios sin poesía matan las letras; los datos sin hipótesis matan la ciencia; quienes presumen de rigurosos y serios se pasan media vida coleccionando datos, como hormigas, sin hacerles hablar, como hacen las abejas con su miel; preguntad, si no, a Francis Bacon. 

 

            La ciencia, pues, es un saber que inspira confianza: puede ser erudición o sabiduría. Todo sabio tiene algo de erudito, y también los eruditos deberían tener algo de sabios. La fe se sustenta, como hemos visto, en la verdad y la eficacia, y estas dos cosas están, como decíamos antes, repartidas entre las ciencias y las letras; o entre las ciencias naturales y las ciencias humanas, como habría que decirlo. Todas las  ciencias requieren observación, concentración, creatividad y poner los pies en tierra; la creatividad nos hace volar; la prueba nos deja aterrizar de nuevo. Todas las ciencias emplean las mismas facultades. La creatividad está en la hipótesis, que requiere intuición y olfato; la deducción se prodiga en el cálculo: que también necesita intuición al igual que la hipótesis puede ser deductiva. Pero las ciencias físico-matemáticas trabajan con la cantidad, que es abstracción de existencia, y el resto de las ciencias, incluida la física, trabajan con la cualidad, que es abstracción de esencia. La cantidad es muy complicada, pero permite reducirlo todo a elementos simples; y la cualidad, que parece simple, tiene una complicación que no se puede simplificar nunca: por eso su método no puede ser analítico, aunque quiera; tiene que ser sintético, holístico, interdisciplinar e inseguro. Por eso los físicos matemáticos llaman charlatanes a los científicos sociales. Pero no es que ellos lo sean; es que la realidad que estudian, de tan compleja que es, no se puede reducir a variables simples, manejables, y está condenada a no capturarlo todo con rigor analítico, sino con una visión global y sistémica. Las matemáticas consiguen profundidad en la superficie; las ciencias menos duras buscan en lo profundo, y por eso no pueden conseguir la misma profundidad; diremos que a la realidad sencilla que estudian las ciencias duras se accede con métodos de mucha complejidad; y a la realidad infinitamente compleja que estudian las ciencias blandas no se puede acceder mediante métodos matemáticos, y al análisis, cuando se vuelve impotente, debe relajarse en aras de una visión sistémica, más completa, pero menos accesible al rigor.
            Pero la naturaleza propia de las ciencias humanas no merma en nada su carácter científico; si el imperialismo de las ciencias duras las incapacita para ver en la realidad más que tuercas y tornillos, la complejidad de las ciencias blandas, que las aparta, muy a su pesar, del rigor que tienen las duras, puede arrojarlas, si no están alertas, en brazos del mito y de la magia. Y el mundo es mucho más de lo que se ve, como pretenden los que presumen de científicos, y mucho menos de los que se imagina, como creen los humanistas que han renegado de la ciencia; al abrazar la fantasía cayeron sin darse cuenta, en algún momento de su historia, en el mundo supersticioso de la magia. 

 





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