sábado, 29 de noviembre de 2014

Vecinos






VECINOS


            -¿Te gustaría poder pasear tranquilamente por la calle?
            -¡Hombre, qué cosas dices!
            -¿Y si alguien decide raptarte y pedir un rescate? ¿Te gustaría?
            Pedro se quedó mirando con cara de bobo. Después de un buen rato de mirada silenciosa preguntó a su vez:
            -¿Tú qué crees?
            Juan tuvo que interrumpir su perorata para recoger la pelota, que ahora estaba en su tejado.
            -Me parece que los dos estamos de acuerdo –sonrió-. A mí tampoco me gustaría. Pero fíjate, te digo otra cosa: imagina que ahora viene un desconocido y te acusa de robarle y la policía va y te mete en la cárcel. ¿Te gustaría?
            -Hombre, eso depende de que sea verdad.
            -No, no, imagina que tú no has robado nada a nadie, pero ahora viene un desconocido que dice que sí y la policía te lleva preso; ¿qué pensarías de una cosa así?
            -Buen, me defendería.
            -¿Cómo te defenderías?
            -Buscando un abogado.
            -Los abogados cuestan caro; hay que pagarlos.
            Pedro calló. Los demás también callaron, perplejos. Entonces habló Maia sin pensar demasiado:
            -Me escaparía.
            -Vaya, Maia, entonces sí que te meterían presa de verdad; por fugarte.
            -O sea que si te acusan sin motivo vas a la cárcel, y si te escapas vas a la cárcel también.
            -Con más motivo.
            Era Ilse quien habló.
            Todos callaron. Nadie sabía lo que tenían que contestar. Hasta que habló Cristal.
            -Ese hombre me ha acusado de robarle, ¿no? ¡Pues que demuestre que le he robado!
            Juan chasqueó los dedos.
            -¡Exacto! Nadie tiene derecho a condenarte por una acusación; hacen falta pruebas.
            -Sí, pero ¿cómo pruebo yo mi inocencia?
            -No, no, tú no; el que te acusa es el que tiene que demostrarlo. Tú no tienes que demostrar tu inocencia, es él el que tiene que demostrar que eres culpable.
            -Eso se llama presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Si fuera al revés, bastaría con que cualquiera te acusara para que te llevaran preso.
            -Hubo un silencio.
            -¿Os imagináis? Yo odio a mi vecino y con acusarlo, lo meten preso. ¿Os imagináis cómo sería vivir así?
            -Nadie estaría seguro. Cualquiera que me odiase podría encarcelarme sin yo comerlo ni beberlo.
            -Se llenaría el mundo de abusos.
            -Y de venganzas.
            -Esto sería la inquisición.
            -Eso. Con que alguien te acusara ya serías un desgraciado.
            -Bueno –zanjó Juan la discusión-. Cualquiera debería poder pasear sin que nadie lo encarcelara, ni lo raptara, ni le quitara la vida; y si lo hacen, debería tener un juicio justo; debería tener la oportunidad de defenderse.
            -Ahora jalearon todos como si lo que acababa de decir fuera claro como el agua; como si ese mismo problema un momento atrás no les hubiera hecho dudar.
            -Esos son los derechos cívicos –concluyó Juan-. Derecho a la vida, a la libertad, a tener un juicio justo, a la presunción de inocencia.
            Ilse preguntó afirmando lo que no acababa de entender.
            -¿Derechos cívicos?
            -Sí: los derechos del individuo que vive en una ciudad; los que afectan a la persona de cada uno.
            -¿Y los derechos políticos?
            Ahora fue Pedro quien habló.
            -Esos son los que reconocen que podemos participar en el gobierno de la ciudad.
            -¡Ah!
            -¿Y si yo quiero vivir en mi casa sin que nadie me contagie su enfermedad? ¿Ése es un derecho cívico también?
            -Podría ser. Es un derecho de solidaridad.
            -¿Qué es la solidaridad?
            Era Marta.
            -La solidaridad consiste en preocuparse por los demás, aunque no tengas ninguna obligación de hacerlo. Ser solidario es ser generoso.
            -¿Y si soy egoísta?
            -Bueno, tú estás es tu derecho; pero luego no exijas a los demás que sean generosos contigo. Cada uno recoge lo que siembra, y si uno no siembra amor difícilmente recogerá algo que no sea odio; o por lo menos indiferencia.
            -¿Y si no quiero?
            -Cada uno sabe a lo que juega; si tienes suerte puedes encontrar gente que te ayude aunque tú no ayudes a nadie; pero lo normal es que la gente odie a los odiosos.
            Callaron todos. Había como una pregunta en el silencio.
            -Sea como sea –reanudó Juan-, lo principal es no perdernos el respeto. Hablarnos sin faltar.
            -¿Qué es el respeto?
            -Aceptarnos como somos; sin avasallar a nadie.
            -O sea que si mi vecino es sucio ¿debo respetarlo?
            Sonrió. Juan tenía una expresión de condescendencia.
            -Hay que respetar a la gente como es; porque así es nuestra naturaleza. A nadie le gustan la suciedad y el desorden, ni siquiera a la gente sucia y desordenada; lo que pasa es que son demasiado perezosos.
            Juan dio un paseo al salir de clase. Se perdió por la calle, aspirando la tranquilidad, disfrutando el aire fresco, caminando hacia ninguna parte. Se sentó en un banco. Frente a él había dos viejos sentados en otro banco. Discutían con mucha calma, y había en sus ojos cansados algo así como una mirada estoica.
            -Yo estaba lavando los platos –dijo uno.
            -¿Habías desayunado? –preguntó el otro.
            -Sí. Me di la vuelta para secar la taza con el trapo. De pronto oigo un chasquido, algo así como un silbido sin pito. Me volví. Volvió a sonar el ruido. Miré a la ventana: entonces vi una mano que señalaba hacia mí moviendo los dedos; “sí, tú”, me dijo; me sentía tratado con desprecio; me habían llamado como si fuera un perro, pero hasta los perros tienen nombre: yo no lo tenía; yo no. Mi vecino estaba asomado a la ventana de su casa, al otro lado del patio. Junto a él había una cuerda con ropa tendida. El hombre señaló al suelo, donde había unas bolitas de conejo. “Esto es insalubre”, me dijo; “mira estas cacas, me va a infectar la ropa”.
            El otro viejo sonrió, divertido.
            -Sí, don Gaspar, ríase usted. Yo le dije, sin salir de mi asombro: “¿y usted cree que esas bolitas van a subir por el aire para manchar su ropa?” Él me dijo: “eso es antihigiénico; se cogen enfermedades; me va a contagiar a la niña”. Hombre, admito que haya que tener cuidado con los excrementos de rata, ¡pero un conejo! “Don Manuel”, le dije, aguantándome el recochineo; “¿usted cuando pasea por el campo está en peligro de contagiarse? Porque el campo está lleno de cacas de conejo”. El hombre me miró con ojos amenazantes, pero creo que cobardes; a veces creo que si me hubiera puesto terco habría agachado las orejas. “¿Entonces va a seguir sacando el conejo?”, dijo. “No”, le contesté; “esas cacas las barremos todos los días apenas las hace el conejo, pero hoy, mire usted por dónde, se me ha olvidado. Pero basta que a usted le moleste para que yo no saque al conejo nunca más”.
            Don Gaspar ahora le miraba sin la más leve sonrisa.
            -¡Pobre conejo! Todo el día metido en casa, sin poder salir, y no poder sacarlo al patio porque a ese muermo le molesta. “¡Mire, mire!”, señaló con el brazo, haciéndose el ofendido. “Mire esos meados, debajo de mi ropa”. “Eso no son meados”, dije yo; “eso es el agua de su ropa, que está chorreando porque está recién lavada. El conejo no se orina ahí; el conejo orina en el rincón, justo encima de la alcantarilla, y los orines caen dentro”. Me entraban ganas de decirle: el conejo es más limpio que usted y que yo. Pero no se lo dije. Aunque no me pude aguantar y le tuve que decir: “es difícil que las cacas suban hasta su ropa, pero es más fácil que el polvo baje”. “¿Por qué?”, me dijo. “Porque el otro día estaba sacudiendo usted su alfombra encima de mi ropa”. Se quedó descolocado. “Yo no me acuerdo”, me dijo. “Pues yo sí. Le pedí por favor que no lo hiciera y usted, con desprecio, siguió sacudiendo. Yo me tuve que callar”.
            Juan se levantó del banco. Pensó. Pensó en la conversación de los viejos mientras volvía a su casa. Pensó en la falta de respeto del inefable don Manuel; al que el viejecillo no paraba de tratar de “don” para subrayar su forma autoritaria. Manuel y el viejo vivían en el mismo bloque pero lo suyo no era convivencia; y aunque el viejo había mostrado respeto hacia su vecino (puesto que estaba dispuesto a retirar su conejo a pesar de que no compartía sus razones, que no eran razonables), su vecino no mostraba el menor respeto hacia el viejo, hacia su ropa tendida; ni hacia sus derechos. Coexistían sin convivir: compartían un mismo lugar, y aunque al viejo le importaba la hija del vecino (por eso retiró a su conejo), al vecino no le importaba el viejo (pues siguió sacudiendo su alfombra por la ventana, sobre su ropa). Y se dijo a sí mismo: “¡por dios, qué difícil es la convivencia!”
            El respeto. Atenerse a razones. Escuchar a los demás, para no pelearse. Intentar demostrar cuándo los motivos son sólo motivos, y no razones. Escuchar cuando el otro no te escucha. Respetar a quien no te respeta. Y no pelearse por tan poca cosa. ¿Tan poca cosa, digo? Juan vio en su imaginación la cocina del viejo. Había dos puertas: la del pasillo y la del patio. Por el pasillo entraba un conejito moviendo la nariz. Correteaba por el suelo, se metía entre sus pantalones, caracoleaba entre sus piernas. Todas las mañanas, a la misma hora, el conejito salía al patio, correteaba sobre las baldosas, saltaba y se estiraba; luego se tumbaba junto a la pared, mirando como un filósofo. Después el viejo salía con la escoba a recoger las bolitas. Luego le daba sus verduras, y luego un poco de heno; después, feliz y contento, pasaba la mañana en el balcón, donde no molestaba a nadie. Pero aquel día, como todas las mañanas después de estirarse, el conejo se paró, esperando ante la puerta del patio. Como no le abrían se levantó sobre sus dos patas, con sus manos caídas, como un canguro. Como no le abrían se volvió a agachar; se desplazó con su andar torpe, con esas patas traseras un poco desproporcionadas. El viejo lo miró con tristeza. Y se dejó caer sobre el suelo, al lado de la pared, palpando con una expresión de respeto, viendo pasar el tiempo, sin una protesta, sin una queja, sabiendo vivir en paz; como un filósofo.



sábado, 22 de noviembre de 2014

Canarias. Vacaciones de Leyenda.






CANARIAS. 
VACACIONES DE LEYENDA


     Cuando nos encontramos con Alba y su marido, había música celta en la ciudad de Segovia. Alba no quería viajar a Canarias, pues odiaba el turismo y siempre había preferido los viajes culturales: creo que nos lanzó una mirada escéptica cuando dijimos que íbamos, precisamente, a Canarias; y a pesar de que, de antemano, elogiábamos la belleza que allí nos estaba esperando, no la pudimos convencer. Alba es profesora de griego. Se fue con Ingrid a escuchar música celta mientras yo cargaba a Iñigo sobre mis hombros. Aquellas notas nos hicieron navegar entre brumas de leyenda.
     Ha pasado tiempo desde aquella noche. Tenerife es la isla mayor de las Canarias. Luis y Liliana bajan con nosotros a la playa; mientras, los niños se dejaban engatusar por los anuncios de las calles: visita al loro parque, el desfiladero de las águilas, el acantilado de los gigantes en un viejo velero, una cena medieval en el castillo de San Miguel… Como estábamos de vacaciones, estábamos dispuestos a dejarnos engañar. Soñar es bonito, ¡y es tan duro el estrés acumulado durante el año! A Daniel, Ruy y Martín les hacían chirivitas los ojos con el mundo abierto ante nosotros. Y queríamos conquistar el mundo.
     Visitamos la bananera. Conocimos las innúmeras especies que crecen allí rodeadas de exóticas frutas tropicales. Arboles africanos, asiáticos, americanos; juncos, paltas, guayabas, tunas, chicle, plátanos… Todo crecía en esa tierra exhuberante agraciada por los dioses. Una strellitzia y licor de plátano: y una foto que nos sacó Íñigo a Ingrid y a mí, gozando nuestro amor entre el follaje de aquel paraíso terrenal. Una espesa nube cubría el cielo sobre nuestras cabezas, envolviendo las altas cumbres entre las que sobresalía el Teide: lo veríamos días más tarde, cuando por fin apareciera el sol.
     Los guanches. Canarias son siete islas junto a la costa africana, entre las Azores y las de Cabo Verde, que fueron conquistadas por los españoles en tiempo de los Reyes Católicos. La raza guanche fue diezmada y sustituida por otra de tecnología más potente. ¿Quiénes eran los guanches? No me lo dijeron en la oficina de turismo, pero encontré una librería que colmaba mis esperanzas. Supe que eran un pueblo bereber descendiente de los pelasgos, indoeuropeos que emigraron de Mongolia hacia Grecia y Africa hace muchos, muchos años. Construyeron pirámides y se cree que influyeron en Egipto; según una teoría, la civilización más bien se extendió de oeste a este que no al revés (como se cree corrientemente). Mas surcaron también los mares, y pudieron llegar a América. Hay en Connecticut grabados bereberes que son prueba de ello. Y Thor Heyerdahl se interroga sobre algunos retratos mochicas en cerámica que representan a hombres barbados con acusados rasgos mediterráneos; lo que coincide con las afirmaciones de José Antonio del Busto, sobre estatuillas mochicas de rasgos caucasoides con larga barba sobre el pecho. Los antiguos canarios están emparentados con los bereberes, que proceden de aquellos pelasgos de Mongolia que emigraron a través del Cáucaso. Hubo, pues, un comercio bereber entre Africa y América con escala en Canarias. Contrariamente a los africanos, muchos de los antiguos canarios eran rubios y de ojos azules.
     Y Thor Heyerdahl, que ya había probado con la Kon Tiki que los andinos pudieron viajar a Oceanía a bordo de barcos de totora, quiso demostrar con otra expedición similar que también eran posibles los viajes trasatlánticos. Le sorprendía que mayas, incas, egipcios y canarios compartieran una común afición por construir pirámides. Entonces entramos en el museo de la ciencia de la Laguna. Allí vimos laberintos de espejos, ventanas infinitas, sombras proyectadas por electrones, equilibrios forzados por el giroscopio, puentes sin cemento… Y también vimos el planetario con su eclíptica, el ecuador celeste, rotaciones, translaciones, precesiones, estrellas circumpolares y la estrella polar que no lo era tanto: y comprendimos, en medio del misterio, el magnetismo del enigma que se estaba descifrando. El enigma de la comunicación a través del Atlántico.
     Aquello era alucinar en colores. Mi familia peruana había venido a España y se encuentra en Canarias con… el Perú. El misterio de los mochicas. Y entonces subimos al Teide. Pendientes inclinadas que ascendían por una carretera de montaña hasta un paisaje de pinos. Abajo, desde un mirador, se divisaba un mar de nubes blancas que flotaba bajo los pies, mientras que allá a lo alto aparecía, majestuoso, el Teide. Atrás dejábamos el hermoso valle de la Orotava. Frente a nosotros, algo más adelante, el observatorio astronómico de Tenerife. El lagarto canario merodeaba por doquier en los lugares más insospechados.
     
 
    El Teide. Tres mil setecientos dieciocho metros de altitud. El pico más alto de España. Un volcán apagado. Impacientes, ansiábamos conquistar el cráter y contemplar desde el borde los gases que emanan de él. El teleférico nos dejó a ciento cincuenta metros del borde, pero por razones de seguridad se nos prohibió escalar hasta allí. ¡Qué pena! Majestuoso. Era todo majestuoso. Desde aquella cumbre pelada que se cubre de nieve en invierno se divisan las siete islas. Hace fresco. La temperatura ha bajado a cuatro grados y hay que abrigarse. Hay un sol radiante. Ladera abajo, alrededor, hay coladas de lava de antiguas erupciones: toda la isla es emanación del volcán. Allá, al fondo, peñascos retorcidos de lava sólida que tiene algo fantasmagórico: es un paisaje lunar. Grietas, cráteres, piedras arrugadas como el papel, pliegues de mucha arista y poco peso, como se ve en los cantos que cogemos con la mano… El guía nos ruega que no nos llevemos piedras del volcán. Ya no crece vegetación en aquellas alturas, salvo la malva del Teide al igual que varias especies de artrópodos endémicos del lugar.
     El Teide… El teleférico nos sacude, cuando pasan sus cables por alguna de las torres que lo soportan, produciéndonos en el estómago un vacío que nos llena de emoción. El Teide. La lava. Las fumarolas. Las narices del Teide. Las erupciones que se han petrificado. Los cráteres que nos darían la ilusión de estar en la luna, si no fuera porque no sentimos la diferencia de gravedad. El Teide; el infierno de los guanches, que le temían por el fuego espantoso; las fuerzas malignas del mundo inferior, los rugidos que producía, los temblores que aterraban… El Teide: ser malo, área fatídica; que ése y no otro es el significado de la palabra.
     Y tomamos un vehículo para llegar al sur. Costas hermosas, playas recoletas, platanares y viñedos; pueblos donde los isleños comparten su casa con el turista, por un precio módico para comer lo que comen ellos: son los guachinches, que se distinguen por el característico olor a fuego de leña; allí se come lo que come el isleño, se bebe vino de Tenerife y se degusta un exquisito queso de cabra. El drago: el árbol milenario que extiende sus ramas como venas entrelazadas por una vida de treinta siglos, majestuoso y enigmático. Luego, nos perdemos por una estrecha carretera que conduce a Masca. Hemos oído hablar del acantilado de los gigantes, y queremos verlo. No sabíamos lo que nos esperaba allí. La camioneta cargada con ocho personas, montones de maletas a cual más pesada en nuestro vagar en busca de otro hotel. El camino se vuelve, más que carretera, senda estrecha y empinada; para no resbalar hacia atrás hay momentos que debemos subir en primera. El motor se calienta y son varias las veces que tenemos que parar. Ya cae la tarde y se va cubriendo el cielo con las sombras del crepúsculo.
     Y entonces lo vimos. Masca. Un hermosísimo pueblo apresado entre las montañas. El camino descendía y, allá abajo, destacaban como espectros las luces fantasmales de las casas. Detenido, encajado entre moles gigantescas, el pueblo se yergue frente a una inmensa muralla de pétrea lava que corta el aliento. Es bello. Bello y… sobrecogedor. Kant lo llamaría sublime. Es algo tan bello que nos rebasa sin medida, nos empequeñece. Al otro lado de la montaña está el mar. Esa barrera montañosa que recorremos por dentro es, desde fuera, el acantilado de los gigantes. Ya es entrada la noche. La presencia del abismo, el velo de las tinieblas, la carretera sinuosa y la certeza de que el coche se calienta confiere a nuestro viaje dimensiones dantescas. Cada curva que tomamos nos obliga a frenar para ver si viene alguien de frente; y cuando descubrimos franco el camino, ya no quiere subir la camioneta. ¡Cuántas veces temimos quedarnos allí varados, en tenebrosa oscuridad, hasta el día siguiente! Cuando bajábamos las últimas cuestas del camino Ingrid y Liliana quedaron suspendidas con el aliento pendiente de un hilo: allí, detrás, en la vereda que íbamos abandonando, se dibujaban dos enormes moles como dos cabezas, reclinadas en ademán de dormir, atravesando un sueño inquietante: parecían dos gigantes; y mientras esto pensábamos, recordábamos el acantilado que se desplomaba al otro lado de las rocas, hundiéndose en el mar.


     Era de noche. Y un lamento por no haber visto aquel espectáculo con las luces del día se unió a nuestro alivio por salir a tierra firme. Luces y luces al cabo de un rato: playa de las Américas, luego playa de los Cristianos. Un templo egipcio de figuras colosales tenía sus columnas iluminadas en la negrura, y luego supimos que era una sala de fiestas.
     Cuando fue de día me interesé por la playa de los Cristianos. Supe que el nombre se lo dieron porque allí desembarcaron los últimos cristianos que venían, desde España, a concluir la conquista de las islas. Después vino lo del viaje en el barco antiguo  para contemplar el acantilado desde fuera, desde el mar. Contemplamos los delfines que jugueteaban mar adentro. Vimos el barranco seco y, un poco más allá, lanzamos gritos potentes sobre el acantilado del eco, que nos respondía. Fondeamos y estuvimos bañándonos en las gélidas aguas poco antes de comer: algunos bajaban por la escalera del barco, otros se tiraban por la borda; y otros (los más aventureros) se suspendían como piratas por una cuerda que había atada al palo mayor, hacia popa, por babor, y recreaban en el mar de un azul intenso miles de simpáticas aventuras. Y tocó volver.
     Faltaba poco para tomar el avión, de vuelta a casa. Apoyado en el balcón del hotel, contemplaba cómo se bañaba mi hijo en una piscina apacible, y cómo disfrutaba con sus primos de aquel paréntesis estival que habían sido nuestras vacaciones. Luego ojeé libros de historia, de mitología, de cocina, que despertaron en mi mente el estupor dormido. Supe que las Canarias podían corresponder a los confines del mundo de los griegos, más allá de las columnas de Hércules, en el océano inmenso que tomó del gigante Atlas el nombre de Atlántico. Las Canarias podían haber sido los Campos Elíseos de que hablaba Homero, las islas de los Bienaventurados, el jardín de las Delicias, el jardín de las Hespérides. Pudo allí ser derrotado el gigante Gedeón en uno de los trabajos de Hércules. Y, según otras especulaciones, puede relacionarse con las  gorgonas, las amazonas y el mito de la Atlántida que Platón evocaba.
     Entonces se despertó nuevamente mi imaginación ausente. ¿No serían esos combates de titanes los que dieron a los acantilados el nombre de los gigantes? No recibí confirmación de la gente a quien pregunté. Pero las islas Canarias eran al menos, en razón de su clima, las islas afortunadas. No los Campos Elíseos de los que hablaba Homero, donde no llueve, ni nieva, ni sopla el viento, y donde el invierno no es largo y se vive en seguridad como en la morada de los dioses; un lugar donde, a decir de Platón, corren fuentes de agua pura, hay abundancia de flores, aves y diversiones, y han desaparecido penalidades y sufrimientos. Una visión -pensé- muy próxima a la que se tuvo un tiempo del Perú. Cuerno de la abundancia. Y la cultura que allí vivía también fue acallada, como en el Perú, irremediablemente. Y donde vibra el corazón cautivado, cuando se sabe preso del encanto que, como en Perú, yace escondido bajo la realidad gris de todos los días.
     Fe es creer lo que no experimentamos por nosotros mismos. Creemos lo que nos dice el médico, aunque no entendamos lo que nos dice: pues de su autoridad brota nuestra confianza. Y esperanza es querer lo que creemos, pues cuando el tratamiento va a poder curar nuestra dolencia, somos felices y esperamos impacientes que se produzca el efecto deseado. La esperanza no es nada sin la fe, y de nada sirve creer si nadie es competente. El mundo está lleno de especialistas: médicos, maestros, abogados, albañiles, fontaneros, pilotos, políticos… ¿Por qué? Porque nuestra vida es corta para saber mucho de todo, y nos tenemos que poner en manos de quien sabe mucho de algo: su especialidad. Con razón decimos a veces: ¡zapatero, a tus zapatos! Y es que sólo nos merecen crédito quienes hablan de lo que saben con seguridad; ése es el sentido de la confianza; ése es el sentido de la fe.
     Podemos soñar con paraísos del pasado, y forjamos el mito de la edad de oro. Pero también podemos imaginarlos en el futuro, con esperanza y utopía. Cuando los imaginamos en el presente idealizamos la realidad, y huimos de ella para refugiarnos en el ensueño. Canarias es un sueño que ha acabado. Mañana, cuando me levante, estaré cautivo del trabajo y se evaporarán mis sueños; destilarán ilusiones mis ojos, y a fuerza de no poder recrearlas me encerraré en el plomo gris de los días que pasan. Y la única forma de llenar esos días de vida es buscar en ellos esperanza, que es la cuerda que vibra aunque los otros no la sepan tocar.
     Conozco Canarias y sé que existe, y espero un día  volver allí. Pero antes buscaré a la profesora de griego y le diré lo triste que es prejuzgar las cosas que no se han visto. ¿Sabía ella lo preñadas que estaban las islas de esa cultura griega de la que ha hecho su oficio? ¿Sabemos ver muchos de nosotros la realidad desnuda sin nuestros clichés, sin estereotipos? Se ríen del turista que se pasa la vida tomando fotos y apuntándose a excursiones: pues sí, que nada hay tan bello como recordar en las fotos las cosas que vivimos. Quien no mira la realidad con ojos de niño se expone a no tener nunca en su vida, pero nunca, unas preciosas vacaciones de leyenda.
     La próxima vez iré a algún lugar del que no sepa nada. Porque seguro que allí descubro muchas cosas que ahora sé: aunque las sepa sin saberlo.


sábado, 15 de noviembre de 2014

Enseñar con metáforas



El arte de enseñar viene a ser el de la metáfora. “Las palabras inusitadas las desconocemos, las palabras corrientes ya las sabemos, y es la metáfora la que nos enseña”.
            (Mosterín, enseñando a Aristóteles).



ENSEÑAR CON METÁFORAS


            -A ver si me he enterado –dijo Juani-. Has comparado la nutrición con un fuego. Cuando hacemos fuego necesitamos un combustible, que puede ser papel, carbón o leña.
            -O petróleo –interrumpió Charo.
            -O petróleo, o aceite, o lo que sea –prosiguió Juani-. Cualquier cosa que arda.
            -Exactamente.
            -Pues eso. Para encender una estufa, o un brasero, necesitamos echar oxígeno al combustible; y lo hacemos soplando con cualquier cosa: con la boca, con un periódico, con un fuelle. Has dicho que la función de nutrición la realiza el cuerpo de la misma manera. Necesitamos un combustible, que son los alimentos que tomamos; y oxígeno, que lo tomamos del aire por los pulmones. Luego tiene que juntarse la comida con el oxígeno, pero la comida está en el vientre, y el oxígeno en los pulmones; tiene que haber un sistema de transporte que los lleve hasta las células y allí los ponga en contacto; ese sistema de transporte es la sangre.
             -Así es, Juani, lo has entendido muy bien -dijo Juan, que se daba cuenta de que Juani estaba aprovechando el recreo para repasar con él.
            -O sea, que los aparatos digestivo, respiratorio y circulatorio desarrollan juntos la función de nutrición.
            -Claro –confirmó Juan-. Pero falta algo más.
            Juani se quedó pensativa, sin dar con ello. Juan la ayudó.
            -Mira esa estufa.
            Juani giró la cabeza para contemplarla.
            -Está apagada. Si la encendemos necesitaremos carbón y oxígeno, como has dicho. Pero si no tenemos por donde soltar los humos explotará.
            Juani levantó las cejas y se le encendieron los ojos.
            -¡Ah, claro, se me había olvidado! ¡Hace falta una chimenea!
            -Eso es. ¿Dónde están las chimeneas del cuerpo?
            -¡En la nariz! Ya me acuerdo. En la estufa soplamos con el fuelle por la trampilla  y sale el humo por la chimenea; pero en el cuerpo humano el aire entra por el mismo sitio por donde sale el humo.
            -Eso es. Del aire extraemos el oxígeno, y se lo llevan los glóbulos rojos. Y esos mismos glóbulos vuelven del cuerpo cargados con el dióxido de carbono, que es el humo que tenemos que expulsar.
            -Y cada vez que inspiramos tomamos oxígeno, y cada vez que espiramos expulsamos dióxido de carbono –completó Juani.
            Entonces volvieron los hombres a clase. Se frotaban las manos con fuerza para entrar en calor.
            -Mira –dijo Pili-; ahí vienen ésos de respirar cigarro.
            -Sí –confirmó Juan-: sólo que ellos, en vez de oxígeno, respiran veneno.
            Se rieron. Pili, que estaba deseando entrar en la conversación, le pidió a Juan una confirmación.
            -O sea, que los pulmones hacen a la vez de caldera y chimenea.
            -De fuelle y chimenea –corrigió Juan Luis-. Las calderas del cuerpo están en las células; se llaman mitocondrias, allí saltan las chispas que inician la combustión; allí se combinan los alimentos con el oxígeno para producir calorías. Es como si en el cuerpo hubiera millones de calderas pequeñitas, según la parte del cuerpo que quieren alimentar. Unas producen calorías para los brazos; otras para las piernas; éstas para el estómago (porque el estómago, para moverse, también tiene que comer); aquéllas para el corazón; todas las partes del cuerpo reciben su energía, reciben la fuerza para que puedan trabajar.
            -Y en la caldera –Pili quería repasar, hablando mejor que escuchando-; en la caldera se producen cenizas.
            -Muy bien –apostilló Juan Luis-. ¿Por dónde salen las cenizas del cuerpo?
            Pili lo estuvo pensando. También Carlos y Alberto. Pero Pili se adelantó.
            -¡Ya sé! Por el ano.
            -Exactamente. A diferencia de los pulmones, el tubo digestivo tiene dos orificios: uno de entrada y otro de salida. Y ahora viene la pregunta más difícil: ¿en qué se diferencia la estufa del organismo?
            Juan hizo durar el silencio, durante el cual todos intentaban recordar sin dar con la respuesta; entonces él los ayudó.
            -En los líquidos. La estufa no expulsa líquidos; nosotros sí.
            Todos hicieron el mismo gesto: abrir la boca, arquear las cejas y levantar las manos; señal de que lo sabían pero se habían olvidado, como si con el cuerpo dijesen casi sin querer: ¡qué tonto! ¿Cómo no me he dado cuenta? Juan, entonces, completó su explicación.
            -La estufa expulsa gases; nosotros también: por la nariz y por la boca. La estufa expulsa sólidos, que son las cenizas; nosotros también: por el ano. Pero la estufa no expulsa líquidos: nosotros sí: por el riñón. De modo que los aparatos que realizan la función de nutrición son...
            -¡El digestivo, el respiratorio, el circulatorio y el excretor! –resumió Charo atropellándose, para que nadie le arrebatara el placer de concluir.
            Juan sonrió. Miró entonces a los tres fumadores, que habían salido a intoxicarse a la calle. Ellos le devolvieron la sonrisa. Juan encontró una coda a la charla que habían tenido.
            -También expulsamos agua por la boca; pero no líquida, en forma de vapor. Si sopláis cuando hace frío en una ventana, el calor del cuerpo la deposita en los cristales empañándolos: es el vaho.
            Después de las sonrisas propias del reconocimiento se volvieron a sentar. Sí, uno sonríe cuando descubre cosas insólitas; pero también cuando reconoce, ordenadas en un sistema, experiencias espontáneas que siempre ha tenido. La enseñanza es eficaz cuando consigue sorprender al alumno, bien descubriendo cosas insospechadas, o bien descubriendo relaciones nuevas entre las cosas que conocía.
            Así desfilaron los días con su cortejo de experiencias. Y a los días les siguieron las noches. Unos y otras se fueron juntando para hilar la sustancia del tiempo, que iba dejando sus huellas y sus recuerdos. Con el tiempo, formaban un poso agradable en la memoria. Los tiempos de clase eran bonitos porque quien aprendía estaba deseoso de aprender, y eso reforzaba los ánimos de quien enseñaba. Y los recreos también eran bonitos, porque daban pie a un intercambio de experiencias que a todos enriquecía. 



sábado, 8 de noviembre de 2014

Los orígenes de la filosofía en el Perú






LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA EN EL PERÚ


1. EL PROBLEMA DE LOS ORÍGENES DE LA FILOSOFÍA.

            La razón  no ha surgido luchando contra el mito como si el mito fuera irracional; por el contrario, ha salido del vientre del mito como un árbol que sale de su semilla. Y no surgió bruscamente, sino a través de una lenta maduración. No puede decirse que, de repente, después de una dura lucha de la razón contra las fuerzas irracionales, aquélla saliera victoriosa arrinconando a la ignorancia para siempre; a la ignorancia, a las creencias, a la magia, a la superstición. No ha habido un momento en que el mito acabara por retirarse para dejar paso al logos: para empezar, la razón estuvo siempre en el interior de los pensamientos míticos, pero estuvo dormida; y para seguir, el mito no se retiró tampoco de la escena de la historia cuando se produjo el desarrollo de la razón: por eso fue razón naciente antes de ser una razón nacida; también hubo una razón latente, herida, aletargada, que terminó por eclosionar.
            Suele considerarse a Homero y Hesiodo, en el siglo VIII antes de Cristo, como los representantes tardíos del pensamiento mítico en Grecia. Pero en los cuatro siglos que les precedieron, quizá el mito no era vivido de la misma manera; quizá pudiéramos hablar de mito I y mito II para referirnos a dos formas sucesivas de vivirlo a lo largo de los años. Paralelamente, quizá desde el siglo VIII hasta el VI, y hasta incluso el V, la filosofa no revistiera tampoco las mismas formas; quizá también pudiéramos hablar de filosofía I y filosofía II para caracterizar estas dos fases. El paso del mito a la razón sería una expresión simplista para referirse a un proceso complejo más dilatado. ¿En qué consisten esas fases de la razón de las que hemos hablado?

(1)     Llamamos razón atada a las épocas que producen pensamientos cautivos; épocas de la historia donde el pensador está sujeto al político. Corresponden a la fase de mito I y se trata de un pensamiento extensional imaginativo, porque lo que no es extensión se conoce imaginándolo. El mito en su primera fase (Kotosh, Chavín) se extendería del año -700 hasta el +100, y se caracterizaría por una experiencia sin analizar llena de personificaciones igualmente sin analizar; y el mito, como punto de llegada, era la culminación de las razones.

(2)     La razón naciente. Produce pensamientos sueltos (pero aún no verdaderamente libres). Conoce una liberación progresiva del saber con respecto al poder, y el mismo saber empieza a vencer los obstáculos epistemológicos. Es lo que llamamos primer pensamiento intensional reflexivo. Se despliega en dos fases:

·        Mito II.  (Paracas, nazca). Del año 100 al 800. Caracterizado por un análisis empírico defectuoso sobre un incipiente análisis de las personificaciones (nazca, paracas).

·        Filosofía I. (Mochicas, chimús, incas). Desde el año 800 hasta el 1532. Ahora el mito es sólo punto de partida. La inducción y la analogía se revisten de lógica (deducción) y el culto ha segregado crítica, y convive con la cultura. Ya hay un análisis conceptual explicativo, fragmentariamente desligado de la experiencia.

(3)     La razón nacida es generadora de pensamientos libres. La técnica va arrinconando a la magia y el mito deja paso a la filosofía: es lo que llamamos segundo pensamiento intensional reflexivo. Ya no se trata sólo de impulsos  racionales y liberadores, sino de proyectos liberadores de la razón. Corresponde a las fases de filosofía II y ciencia. 

·        Filosofía II.  (Perú colonial). Desde 1.532 hasta 1.800. La filosofía refuerza la porosidad urbana sobre la que se asienta, que es a la vez consecuencia y causa de su actividad; el mito es sustituido por los conceptos y sobre una técnica mejorada crece un análisis empírico cada vez más afinado.

·        Ciencia.  (Perú republicano). Desde 1.800 hasta hoy. Aquí surge, segregado por la experiencia, el experimento (que es una experiencia controlada). El pensamiento especulativo se transforma en ciencia experimental y las explicaciones, ancladas en los hechos, se vuelven abstractas (porque levantan el vuelo sobre el techo de lo cotidiano).

En Perú, el período de la razón nacida se escindiría en dos periodos:
A.    Razón suplantada. El logos autóctono es suplantado por el europeo.
B.  Razón plantada. El logos autóctono emerge, para emprender una síntesis, cuando se relajan las ataduras del europeo.

La tesis que defenderemos es la siguiente: que el pensamiento peruano precolombino alcanzó el estadio de filosofía I casi 1.500 años después de que los pensadores de Mileto hubieran alcanzado el umbral de la filosofía II. Y no avanzó más porque sus ciudades no eran suficientemente porosas; la ausencia de escritura impidió el desarrollo de la democracia, de la curiosidad y de la apertura no militar a otras culturas de su entorno. 

 
2. EL PROBLEMA DE LOS ORÍGENES PERUANOS DE LA FILOSOFÍA.

2.1. RAZÓN ATADA (PENSAMIENTO CAUTIVO).  

La constelación de la cruz del sur “destaca en el cielo nocturno entre los meses de marzo y agosto y puede observarse prácticamente toda la noche hasta junio y especialmente en el mes de mayo. Está constituida por estrellas brillantes y es visible desde el polo sur hasta el ecuador”. Gustavo Estremadoyro señala que “los habitantes de las antiguas culturas rindieron culto a la constelación de la Cruz del Sur, no como una divinidad sino como un sistema de orientación y como relación básica para su sistema de medida”;

1. CULTURA CHAVÍN .

            El templo de Chavín tiene galerías angostas, altas, frías, formando un laberinto donde es fácil perderse: hay una sensación de misterio. El presunto dios-jaguar, cuya cabellera está formada por haces de serpientes, inspira una mitología centrada en el terror. Así lo pinta Vargas Llosa.
Pero, más todavía que al temblor, al rayo, los aniegos y el huaico, la razón primordial de su pavor eran las garras y los colmillos del puma y el jaguar, o la mordedura del crótalo, que anidaban por doquier en estos bosques intrincados y que debían causar innumerables víctimas en las aldeas y caseríos. Por eso los convirtieron en divinidades y trataron de sobornarlos y aplacarlos, construyéndoles este majestuoso santuario”; imagina Vargas Llosa que “el miedo que sentían explica el salvajismo a que se entregaban, la inaudita violencia a que recurrían”. Porque “ese horrible dios, híbrido de pájaro, crótalo y felino”, estaba representado en el Lanzón; y el Lanzón “estaba impregnado de sangre humana, que chorreaba sobre él, de las víctimas sacrificadas por los sacerdotes, allá arriba, en el templo, en la piedra que era el ara propiciatoria, estratégicamente colocada de tal modo que la sangre del sacrificado bañara al dios de la caverna. Muchos peregrinos caerían fulminados, aquí, de terror y devoción”.
El mundo es un entorno hostil que impone un pensamiento afectivo: no puede, pues, haber ciencia, sino rudimentarios conocimientos empíricos. No se busca un arte realista que sea representación del mundo sensorial; el arte de Chavín es simbólico, metafórico y abstracto.


2. CULTURA PARACAS .

            No es lo mismo la naturaleza como conjunto de las cosas que hay que la naturaleza como totalidad con sentido; en el primer caso hablamos de la pluralidad; en el segundo de totalidad, de absoluto. Chavín no conoció enriquecimientos significativos de la experiencia que no estuvieran orientados a la explotación técnica del medio; y en cuanto a pensar lo absoluto, no hubo inquietudes destacables, ya que el pensamiento estaba guiado mucho por las emociones y poco por la razón. Paracas, contemporánea de Chavín, desarrolló una técnica elaborada de las trepanaciones, y produjo las telas más bellas de todo el continente americano. Técnica y arte, pero no experiencias protocientíficas ni interés por la trascendencia. El periodo Formativo se caracteriza por una ausencia de teología y por una liturgia orientada sobre todo al sacrificio.


 2.2. RAZÓN NACIENTE (PENSAMIENTO SUELTO).  

3. CULTURA MOCHICA.

En la cerámica mochica los astrónomos aparecen representados en forma de sacerdotes-búhos; ello se debe a que se interesaban más por la astronomía nocturna, centrada en la observación de las estrellas más que en el estudio del sol.
            Soldados-felinos, sacerdotes-búhos, pueblo-lagartija. La cerámica escultórica posee un “afán de retratar la vida cotidiana”, como los escritores y artistas del Siglo de Oro español; veremos que aquí aflora también una atmósfera picaresca. Se representan palacios, pero también casas humildes. La cerámica representa al médico, al idiota, al jiboso (reconocible por su rostro triangular), al ciego (“que ya no tiene necesidad de utilizar determinados músculos faciales”). Se representa “la cara del individuo (...): al pensativo, al enérgico, al sereno y al colérico, al que ríe y al que sufre, al de nariz carnosa y al de ojos almendrados; se representan “partos difíciles, hermanos siameses unidos por el costado, caras con huella de forúnculos, labios leporinos, sífilis de tercer grado, mal de Pott, bocio exoftálmico, hemipejia, rostros roídos por la uta, pies y párpados edematosos”. Por último cabe destacar el huaco pornográfico, que parece remitir a ritos sexuales sin afán moralizador.
            La cultura mochica también piensa la pluralidad, pero lo hace en sus apariencias, no en sus profundidades especulativas e inobservables. Frente a la metafísica intuitiva nazca podemos hablar de la extraordinaria observación científica de los mochicas: tal es la cantidad de los datos recogidos que cabe pensar en la presencia de verificaciones, y por lo tanto conocieron la experimentación, aunque fuese rudimentaria. Quién sabe si se dedicaron a describir más que a explicar, y por eso podría hablarse, salvando todas las distancias, de un positivismo mochica. Pero este interés por los datos se dio en la medicina, que también en Grecia supuso una avanzadilla de la ciencia entre las creencias religiosas y las especulaciones metafísicas; entre la cultura nazca y el propio clero mochica.
Se trata de una verdadera secularización, y es difícil no imaginarse a buena parte de la sociedad civil disputarle el saber, si no el poder, al sacerdote.
            El realismo adquiere carta de nobleza en la cultura mochica. Ya no se busca la metáfora y el símbolo que expresan lo indecible (y lo temible), sino una verdad concebida como adecuación a la experiencia cotidiana. Sigue habiendo dioses feroces: Aia-Paec todavía ostenta colmillos heredados del legendario dios-jaguar. La casta guerrera, extremadamente cruel como en las anteriores culturas, tiene como distintivo, “tal como se ve en la cerámica pintada, (...) la figura antropomorfa con cabeza de felino”. Pero los sacerdotes, siendo aún guerreros, también eran “grandes médicos y cirujanos”, como hemos visto. Su distintivo no es el felino que destruye, sino el zorro y el búho; el zorro, “animal conocedor de muchos secretos y gran amigo de la luna, como que le aúlla y conversa en la soledad nocturna”. El saber está relacionado con la noche, tanto en la figura del zorro como en la del búho: parece una intuición de la lechuza de Atenea.


4. CULTURA NAZCA.

Seguirán estudiándose las extensiones, con lo que no dejarán de desarrollarse las matemáticas y la astronomía (el calendario nazca da fe de ellos); pero ahora hay un interés por interpretar los fenómenos completando la imaginación con el pensamiento reflexivo, y matizando las intuiciones con la inteligencia.
Su interés se centra en la pluralidad circundante para resbalar de inmediato en la estructura profunda, huyendo de la apariencia. No busca, pues, enriquecer el universo empírico, sino metafísico. Trasciende la apariencia para penetrar en su corteza, auscultando lo que guarda: aquí metafísica no es teología.
     a) Sustancia. Hacia el siglo +VI la cerámica nazca huye del fondo que rodea la figura, y lo suprime dibujando seres que engendran dos seres cada uno, y éstos a su vez engendran cuatro; no se trata aquí de iteración yuxtapuesta, sino introducida dentro del motivo inicial, como si fuera una “mise en abîme”: hoy los llamamos fractales. El horror al vacío no es aquí una conceptualización como en Aristóteles; es un sentimiento. No describe, sino que prescribe. Proyecta el propio sentir sobre el objeto de arte. Y lo hace asomándose sin saberlo a la noción de fractal, que el siglo XX conceptualizará como espacio de un número decimal de dimensiones. Esta huida del espacio hace presagiar una ontología llena donde el vacío no tiene cabida; ontología intuitiva en que la sustancia reside en la forma, pues permanece la forma replegada sobre sí misma en reflejos infinitos y decrecientes. Pero es, en la cultura nazca, un sentimiento de artista, lejos aún de la abstracción del filósofo.
     b) Movimiento. Un autor anónimo esculpió la Procesión del Antarista, que representa a un músico junto a varios personajes; “si vemos a los personajes de perfil aparecen caminando, si los vemos de frente están detenidos: el secreto estriba en que cada personaje posee tres piernas”. Un recurso que va más allá de los bisontes de Altamira, que parece que corren porque tienen más de cuatro patas. Dos conclusiones hay que extraer de estas observaciones: la primera es que el artista nazca ve la naturaleza como un movimiento que subyace a las figuras que se mueven (el mundo es un vértigo que a escala humana genera quietud, como el equilibrio newtoniano es el resultado de desequilibrios y aberraciones cuánticas: la quietud es una apariencia y, al revés que en Parménides, la auténtica realidad es cambio); y la segunda observación es que el antarista es una imagen vista desde varios ángulos, una acumulación de perspectivas (algo que siglos después desarrollará el cubismo). Si recordamos que Ortega y Gasset veía a Dios como la reunión de todas las perspectivas, veremos en el antarista no un perspectivismo epistemológico sino metafísico.
Esta metafísica intuitiva de artistas (y, seguramente también, sacerdotes) quizá no fue capaz de generar una ética respetuosa de la condición humana. ¿O sí? La ausencia de textos es ahora mudo testigo de nuestra ignorancia.


2.3. RAZÓN DORMIDA (PENSAMIENTO LATENTE).  

5. CULTURA HUARI.

El pensador está sujeto al político, pero hay gérmenes de razón sembrados en el pasado. El retroceso huari supone, al parecer, una vuelta de la razón a las catacumbas: como si volviera Chavín. Parece oscurecerse la ilustración del periodo anterior, con el declive de los mochicas, cuya cultura mochica se renovará, atenuada, en la chimú. Entre ambas se extiende el Segundo Horizonte (de Huari-Tiahuanaco), caracterizado por una religión instalada como ideología más que mentalidad; de agitadores que predican la buena nueva, “con misioneros de Tiahuanaco” o bien “hombres de Huari y Ayacucho que visitaron el altiplano y tornaron inflamados con la fe de los conversos”. Surgió así un Estado al amparo de la nueva religión, “que pronto irradió sus ideas”. Sacerdotes, artesanos y mercaderes, y pastores. Tal un sistema patriarcal “convencido de su religión y que trata de imponerla por la fuerza”. Pachacámac, conquistada, “se convertirá en el gran centro sagrado de la costa”.


2.4. RENACIMIENTO DEL PENSAMIENTO SUELTO.  

6. CULTURA CHIMÚ .

El periodo clásico (de los maestros artesanos: de +100 a +800) continúa en un período posclásico (de los constructores de ciudades: de +1100 a +1450), y la cultura mochica se renueva, atenuada, en la chimú. Entre ambas se ha extiendido el Segundo Horizonte (de Huari-Tiahuanaco),


7. CULTURA INCAICA.

     a) Inmovilidad. La pintura de los keros (vasos) representa pájaros que vuelan sin avanzar como si estuvieran petrificados; lo mismo sucede al resto de los animales, y también a los seres humanos. El dinamismo mochica se trueca en ausencia de movimiento.
     b) Sustancia. La sustancia incaica, a diferencia de la nazquense, no reside en la forma: reside en la materia, concretamente en la dureza. El modelo es la piedra: naturaleza pétrea de los Andes, de la que derivan los duros y macizos edificios La dureza es inmovilidad, resistencia a la erosión, y por lo tanto permanencia. La sustancia-piedra es estable, compacta y de hondos relieves; mas no es un concepto forjado por los amautas, sino un sentimiento expresado por los artistas.
La cultura incaica, inspirándose en la mochica, representa en sus vasijas todo tipo de personajes: incas y coyas, príncipes y princesas, mujeres y niños[1]; aunque no tanto como explicación, sino como descripción y relato. La profundidad de las imágenes mochicas queda lejos de sus imitaciones incaicas; pero queda el modelo.
La physis, dominada con la técnica pero aún no comprendida por la teoría, tiene un doble especular: el estudio de la sociedad, entendido como técnica de dominación antes que como teoría del poder; en el plano teórico es sobre todo ideología de legitimación, nunca interés por comprender el mundo: con lo que lo religioso cubre interesadamente lo social en vez de entroncarlo con lo físico y metafísico.
     c) Libertad petrificada. El tiempo libre no existía para los jatun-runa: el ocio se identificaba con la pereza, hasta el punto de ser azotados quienes eran sorprendidos durmiendo de día[2]. Al ser el descanso una noción pecaminosa, también lo era el ocio (del que emana la cultura). El trabajo ha de ser penoso; no se concibe el trabajo agradable, pues es una contradicción en los términos.
            Libertad. No existía en el tawantinsuyo. Pasar el tiempo es tedioso, y en la mente del campesino no ha arraigado la idea de aprovecharlo en libertad, fuera de las obligaciones laborales. Entre los campesinos la cosa el ocio es pereza y por eso se castiga con el trabajo inútil; por ejemplo, bajando piedras al valle para luego volverlas a subir (verdaderos sísifos de los Andes).
Igualdad. No existe en el tawantinsuyo. Es más, la desigualdad no sólo es jurídica, sino ontológica. Hay una asimetría entre el inca y sus súbditos. Si el término “runa” significa “hombre” en quechua, entonces el inca, que es hombre, no sería runa; y es que (cito a Waldemar Espinoza) “los incas de sangre constituían una nación, y el nombre de ésta era incaruna”; el incaruna se divertía y gozaba, mientras el mitayo o jatunruna (el campesino) sólo debía “sufrir, padecer y callar”.
         Fraternidad. Fraternidad social: la minka o reciprocidad que, entre otras cosas, movilizaba a los campesinos para realizar trabajos para la comunidad (obras hidráulicas, por ejemplo). Aquí sí se vivía el trabajo como una fiesta; el trabajo comunitario, a diferencia del trabajo de interés individual, era vida, y dinamizaba voluntades compensando esfuerzos con cantos y comidas y bebida. Mas la fraternidad reposa sobre la voluntad de quien la practica, no sobre la obligación ni la recompensa. No puede, pues, hablarse de amor y fraternidad entre los jatun runas, sino de racionalización en la gestión de recursos y en el reparto de tareas.
            La ausencia de fraternidad queda bien ilustrada en el concepto de eficacia que tenía el tawantinsuyo. En un país donde la escritura o no existía o era patrimonio de la casta sacerdotal, los correos debían memorizar los mensajes relevándose unos a otros en su travesía de los Andes; el correo desmemoriado era ejecutado en la plaza de su pueblo “con cincuenta mazazos en la cabeza y luego, ya cadáver, se le quebraban las piernas”.
            También la ausencia de fraternidad se manifiesta en un desprecio a la vida (valor fundamental del pensamiento circumeuropeo). En la pena de muerte se llegaba incluso a “la muerte en masa de los inculpados”[3]. Las vírgenes del sol que perdían su virginidad podían ser despeñadas o quemadas, colgadas de los cabellos y abandonadas hasta la muerte, “hallándose determinado afán ejemplarizador en sepultarlas vivas con sus cómplices”; pero lo peor es que después se asolaba el pueblo de los culpables, matándose a todos los hombres.
            Los jatun runa son, pues, un pueblo sin alegría, sin amor, sin intimidad, casi está uno tentado de decir: sin derechos. Y ciertamente no tienen derechos individuales, sólo son titulares de derechos colectivos. Basadre y Belaúnde ven en el derecho incaico el más desarrollado de América precolombina, y si eso es verdad podemos certificar una cosa: que la cultura incaica estaba muy por debajo de la cultura española que la conquistó, por más que la Conquista y sus abusos hayan sido económica, política y militarmente una gesta inhumana; pero espiritualmente fue también una inyección de humanidad.
            Le faltaba también (esto lo podemos añadir ahora) una dimensión ética que no había en su moral. Pero algún atisbo de ello hay cuando, en el nombre de uno de los barrios del Cuzco, encontramos la palabra “munaysenca”. Munaysenca significa “relación de voluntad y amor”: este solo nombre es ya una huella de lo que debió ser pensamiento delicado y profundo. Obsérvese que este pensamiento surgió en el Cuzco; y eso indica que, frente a la moral pasiva de los jatun runa, seguramente se estaba desarrollando una actividad ética (filosófica y no sólo religiosa) en la sociedad de los inca runa. La voluntad es amor en San Agustín, y amor es para él “diligere” (elegir), no “amare”; querer presupone pensar, pero sobre todo es un amor sensible; así se desprende de esta palabra dejada como mudo testigo en el tiempo del Cuzco. ¿Qué anónimo amauta forjaba tales intuiciones, quizá en el propio barrio de Munaysenca?




2.5. RAZÓN NACIDA (PENSAMIENTO LIBRE).  

Después de la conquista ha eclosionado un pensamiento liberador coincidiendo con el nacimiento de la razón. Pero, por desgracia, no ha surgido de la semilla pacientemente plantada en los Andes; ha surgido de una semilla europea. El pensamiento andino es brutalmente perseguido, arrinconado, destruido, y sus manifestaciones reducidas a la nada por la codicia de los conquistadores; sus dogmas, tan distintos de los cristianos, son reducidos al silencio por los extirpadores de idolatrías. Como en un campo de maíz donde se arranca el maíz para plantar el trigo, el pensamiento andino desapareció sin dejar huella más que en la mente de los aldeanos; y de los cronistas
            En Perú se escindiría en dos periodos: el de la razón suplantada (desde el 1.532 hasta el año 2.000) y el de la razón plantada (del 2.000 en adelante).
El tema de nuestro tiempo sería entonces repoblar los Andes con la razón andina. Al lado de la europea. Sin que ninguna de las dos se convierta en cizaña que eche a perder los frutos de la otra. Será entonces una razón plantada. La tarea más importante de la filosofía peruana no es, hoy, buscar razones que ya posee, sino plantarlas en esas otras razones que laten dormidas en su suelo. Eso es renovarse el Perú desde sus orígenes: de él podrá brotar en el siglo XXI la razón plantada. 
 





[1] José Antonio del Busto, Perú incaico, Lima, Studium, 1986; p. 362.
[2] Luis Emilio Valcárcel, Historia del Perú antiguo, 1, Lima, Ed. Juan Mejía Baca, 1964; p. 648.
[3] Luis Emilio Valcárcel, ibídem, p. 642.