sábado, 22 de noviembre de 2014

Canarias. Vacaciones de Leyenda.






CANARIAS. 
VACACIONES DE LEYENDA


     Cuando nos encontramos con Alba y su marido, había música celta en la ciudad de Segovia. Alba no quería viajar a Canarias, pues odiaba el turismo y siempre había preferido los viajes culturales: creo que nos lanzó una mirada escéptica cuando dijimos que íbamos, precisamente, a Canarias; y a pesar de que, de antemano, elogiábamos la belleza que allí nos estaba esperando, no la pudimos convencer. Alba es profesora de griego. Se fue con Ingrid a escuchar música celta mientras yo cargaba a Iñigo sobre mis hombros. Aquellas notas nos hicieron navegar entre brumas de leyenda.
     Ha pasado tiempo desde aquella noche. Tenerife es la isla mayor de las Canarias. Luis y Liliana bajan con nosotros a la playa; mientras, los niños se dejaban engatusar por los anuncios de las calles: visita al loro parque, el desfiladero de las águilas, el acantilado de los gigantes en un viejo velero, una cena medieval en el castillo de San Miguel… Como estábamos de vacaciones, estábamos dispuestos a dejarnos engañar. Soñar es bonito, ¡y es tan duro el estrés acumulado durante el año! A Daniel, Ruy y Martín les hacían chirivitas los ojos con el mundo abierto ante nosotros. Y queríamos conquistar el mundo.
     Visitamos la bananera. Conocimos las innúmeras especies que crecen allí rodeadas de exóticas frutas tropicales. Arboles africanos, asiáticos, americanos; juncos, paltas, guayabas, tunas, chicle, plátanos… Todo crecía en esa tierra exhuberante agraciada por los dioses. Una strellitzia y licor de plátano: y una foto que nos sacó Íñigo a Ingrid y a mí, gozando nuestro amor entre el follaje de aquel paraíso terrenal. Una espesa nube cubría el cielo sobre nuestras cabezas, envolviendo las altas cumbres entre las que sobresalía el Teide: lo veríamos días más tarde, cuando por fin apareciera el sol.
     Los guanches. Canarias son siete islas junto a la costa africana, entre las Azores y las de Cabo Verde, que fueron conquistadas por los españoles en tiempo de los Reyes Católicos. La raza guanche fue diezmada y sustituida por otra de tecnología más potente. ¿Quiénes eran los guanches? No me lo dijeron en la oficina de turismo, pero encontré una librería que colmaba mis esperanzas. Supe que eran un pueblo bereber descendiente de los pelasgos, indoeuropeos que emigraron de Mongolia hacia Grecia y Africa hace muchos, muchos años. Construyeron pirámides y se cree que influyeron en Egipto; según una teoría, la civilización más bien se extendió de oeste a este que no al revés (como se cree corrientemente). Mas surcaron también los mares, y pudieron llegar a América. Hay en Connecticut grabados bereberes que son prueba de ello. Y Thor Heyerdahl se interroga sobre algunos retratos mochicas en cerámica que representan a hombres barbados con acusados rasgos mediterráneos; lo que coincide con las afirmaciones de José Antonio del Busto, sobre estatuillas mochicas de rasgos caucasoides con larga barba sobre el pecho. Los antiguos canarios están emparentados con los bereberes, que proceden de aquellos pelasgos de Mongolia que emigraron a través del Cáucaso. Hubo, pues, un comercio bereber entre Africa y América con escala en Canarias. Contrariamente a los africanos, muchos de los antiguos canarios eran rubios y de ojos azules.
     Y Thor Heyerdahl, que ya había probado con la Kon Tiki que los andinos pudieron viajar a Oceanía a bordo de barcos de totora, quiso demostrar con otra expedición similar que también eran posibles los viajes trasatlánticos. Le sorprendía que mayas, incas, egipcios y canarios compartieran una común afición por construir pirámides. Entonces entramos en el museo de la ciencia de la Laguna. Allí vimos laberintos de espejos, ventanas infinitas, sombras proyectadas por electrones, equilibrios forzados por el giroscopio, puentes sin cemento… Y también vimos el planetario con su eclíptica, el ecuador celeste, rotaciones, translaciones, precesiones, estrellas circumpolares y la estrella polar que no lo era tanto: y comprendimos, en medio del misterio, el magnetismo del enigma que se estaba descifrando. El enigma de la comunicación a través del Atlántico.
     Aquello era alucinar en colores. Mi familia peruana había venido a España y se encuentra en Canarias con… el Perú. El misterio de los mochicas. Y entonces subimos al Teide. Pendientes inclinadas que ascendían por una carretera de montaña hasta un paisaje de pinos. Abajo, desde un mirador, se divisaba un mar de nubes blancas que flotaba bajo los pies, mientras que allá a lo alto aparecía, majestuoso, el Teide. Atrás dejábamos el hermoso valle de la Orotava. Frente a nosotros, algo más adelante, el observatorio astronómico de Tenerife. El lagarto canario merodeaba por doquier en los lugares más insospechados.
     
 
    El Teide. Tres mil setecientos dieciocho metros de altitud. El pico más alto de España. Un volcán apagado. Impacientes, ansiábamos conquistar el cráter y contemplar desde el borde los gases que emanan de él. El teleférico nos dejó a ciento cincuenta metros del borde, pero por razones de seguridad se nos prohibió escalar hasta allí. ¡Qué pena! Majestuoso. Era todo majestuoso. Desde aquella cumbre pelada que se cubre de nieve en invierno se divisan las siete islas. Hace fresco. La temperatura ha bajado a cuatro grados y hay que abrigarse. Hay un sol radiante. Ladera abajo, alrededor, hay coladas de lava de antiguas erupciones: toda la isla es emanación del volcán. Allá, al fondo, peñascos retorcidos de lava sólida que tiene algo fantasmagórico: es un paisaje lunar. Grietas, cráteres, piedras arrugadas como el papel, pliegues de mucha arista y poco peso, como se ve en los cantos que cogemos con la mano… El guía nos ruega que no nos llevemos piedras del volcán. Ya no crece vegetación en aquellas alturas, salvo la malva del Teide al igual que varias especies de artrópodos endémicos del lugar.
     El Teide… El teleférico nos sacude, cuando pasan sus cables por alguna de las torres que lo soportan, produciéndonos en el estómago un vacío que nos llena de emoción. El Teide. La lava. Las fumarolas. Las narices del Teide. Las erupciones que se han petrificado. Los cráteres que nos darían la ilusión de estar en la luna, si no fuera porque no sentimos la diferencia de gravedad. El Teide; el infierno de los guanches, que le temían por el fuego espantoso; las fuerzas malignas del mundo inferior, los rugidos que producía, los temblores que aterraban… El Teide: ser malo, área fatídica; que ése y no otro es el significado de la palabra.
     Y tomamos un vehículo para llegar al sur. Costas hermosas, playas recoletas, platanares y viñedos; pueblos donde los isleños comparten su casa con el turista, por un precio módico para comer lo que comen ellos: son los guachinches, que se distinguen por el característico olor a fuego de leña; allí se come lo que come el isleño, se bebe vino de Tenerife y se degusta un exquisito queso de cabra. El drago: el árbol milenario que extiende sus ramas como venas entrelazadas por una vida de treinta siglos, majestuoso y enigmático. Luego, nos perdemos por una estrecha carretera que conduce a Masca. Hemos oído hablar del acantilado de los gigantes, y queremos verlo. No sabíamos lo que nos esperaba allí. La camioneta cargada con ocho personas, montones de maletas a cual más pesada en nuestro vagar en busca de otro hotel. El camino se vuelve, más que carretera, senda estrecha y empinada; para no resbalar hacia atrás hay momentos que debemos subir en primera. El motor se calienta y son varias las veces que tenemos que parar. Ya cae la tarde y se va cubriendo el cielo con las sombras del crepúsculo.
     Y entonces lo vimos. Masca. Un hermosísimo pueblo apresado entre las montañas. El camino descendía y, allá abajo, destacaban como espectros las luces fantasmales de las casas. Detenido, encajado entre moles gigantescas, el pueblo se yergue frente a una inmensa muralla de pétrea lava que corta el aliento. Es bello. Bello y… sobrecogedor. Kant lo llamaría sublime. Es algo tan bello que nos rebasa sin medida, nos empequeñece. Al otro lado de la montaña está el mar. Esa barrera montañosa que recorremos por dentro es, desde fuera, el acantilado de los gigantes. Ya es entrada la noche. La presencia del abismo, el velo de las tinieblas, la carretera sinuosa y la certeza de que el coche se calienta confiere a nuestro viaje dimensiones dantescas. Cada curva que tomamos nos obliga a frenar para ver si viene alguien de frente; y cuando descubrimos franco el camino, ya no quiere subir la camioneta. ¡Cuántas veces temimos quedarnos allí varados, en tenebrosa oscuridad, hasta el día siguiente! Cuando bajábamos las últimas cuestas del camino Ingrid y Liliana quedaron suspendidas con el aliento pendiente de un hilo: allí, detrás, en la vereda que íbamos abandonando, se dibujaban dos enormes moles como dos cabezas, reclinadas en ademán de dormir, atravesando un sueño inquietante: parecían dos gigantes; y mientras esto pensábamos, recordábamos el acantilado que se desplomaba al otro lado de las rocas, hundiéndose en el mar.


     Era de noche. Y un lamento por no haber visto aquel espectáculo con las luces del día se unió a nuestro alivio por salir a tierra firme. Luces y luces al cabo de un rato: playa de las Américas, luego playa de los Cristianos. Un templo egipcio de figuras colosales tenía sus columnas iluminadas en la negrura, y luego supimos que era una sala de fiestas.
     Cuando fue de día me interesé por la playa de los Cristianos. Supe que el nombre se lo dieron porque allí desembarcaron los últimos cristianos que venían, desde España, a concluir la conquista de las islas. Después vino lo del viaje en el barco antiguo  para contemplar el acantilado desde fuera, desde el mar. Contemplamos los delfines que jugueteaban mar adentro. Vimos el barranco seco y, un poco más allá, lanzamos gritos potentes sobre el acantilado del eco, que nos respondía. Fondeamos y estuvimos bañándonos en las gélidas aguas poco antes de comer: algunos bajaban por la escalera del barco, otros se tiraban por la borda; y otros (los más aventureros) se suspendían como piratas por una cuerda que había atada al palo mayor, hacia popa, por babor, y recreaban en el mar de un azul intenso miles de simpáticas aventuras. Y tocó volver.
     Faltaba poco para tomar el avión, de vuelta a casa. Apoyado en el balcón del hotel, contemplaba cómo se bañaba mi hijo en una piscina apacible, y cómo disfrutaba con sus primos de aquel paréntesis estival que habían sido nuestras vacaciones. Luego ojeé libros de historia, de mitología, de cocina, que despertaron en mi mente el estupor dormido. Supe que las Canarias podían corresponder a los confines del mundo de los griegos, más allá de las columnas de Hércules, en el océano inmenso que tomó del gigante Atlas el nombre de Atlántico. Las Canarias podían haber sido los Campos Elíseos de que hablaba Homero, las islas de los Bienaventurados, el jardín de las Delicias, el jardín de las Hespérides. Pudo allí ser derrotado el gigante Gedeón en uno de los trabajos de Hércules. Y, según otras especulaciones, puede relacionarse con las  gorgonas, las amazonas y el mito de la Atlántida que Platón evocaba.
     Entonces se despertó nuevamente mi imaginación ausente. ¿No serían esos combates de titanes los que dieron a los acantilados el nombre de los gigantes? No recibí confirmación de la gente a quien pregunté. Pero las islas Canarias eran al menos, en razón de su clima, las islas afortunadas. No los Campos Elíseos de los que hablaba Homero, donde no llueve, ni nieva, ni sopla el viento, y donde el invierno no es largo y se vive en seguridad como en la morada de los dioses; un lugar donde, a decir de Platón, corren fuentes de agua pura, hay abundancia de flores, aves y diversiones, y han desaparecido penalidades y sufrimientos. Una visión -pensé- muy próxima a la que se tuvo un tiempo del Perú. Cuerno de la abundancia. Y la cultura que allí vivía también fue acallada, como en el Perú, irremediablemente. Y donde vibra el corazón cautivado, cuando se sabe preso del encanto que, como en Perú, yace escondido bajo la realidad gris de todos los días.
     Fe es creer lo que no experimentamos por nosotros mismos. Creemos lo que nos dice el médico, aunque no entendamos lo que nos dice: pues de su autoridad brota nuestra confianza. Y esperanza es querer lo que creemos, pues cuando el tratamiento va a poder curar nuestra dolencia, somos felices y esperamos impacientes que se produzca el efecto deseado. La esperanza no es nada sin la fe, y de nada sirve creer si nadie es competente. El mundo está lleno de especialistas: médicos, maestros, abogados, albañiles, fontaneros, pilotos, políticos… ¿Por qué? Porque nuestra vida es corta para saber mucho de todo, y nos tenemos que poner en manos de quien sabe mucho de algo: su especialidad. Con razón decimos a veces: ¡zapatero, a tus zapatos! Y es que sólo nos merecen crédito quienes hablan de lo que saben con seguridad; ése es el sentido de la confianza; ése es el sentido de la fe.
     Podemos soñar con paraísos del pasado, y forjamos el mito de la edad de oro. Pero también podemos imaginarlos en el futuro, con esperanza y utopía. Cuando los imaginamos en el presente idealizamos la realidad, y huimos de ella para refugiarnos en el ensueño. Canarias es un sueño que ha acabado. Mañana, cuando me levante, estaré cautivo del trabajo y se evaporarán mis sueños; destilarán ilusiones mis ojos, y a fuerza de no poder recrearlas me encerraré en el plomo gris de los días que pasan. Y la única forma de llenar esos días de vida es buscar en ellos esperanza, que es la cuerda que vibra aunque los otros no la sepan tocar.
     Conozco Canarias y sé que existe, y espero un día  volver allí. Pero antes buscaré a la profesora de griego y le diré lo triste que es prejuzgar las cosas que no se han visto. ¿Sabía ella lo preñadas que estaban las islas de esa cultura griega de la que ha hecho su oficio? ¿Sabemos ver muchos de nosotros la realidad desnuda sin nuestros clichés, sin estereotipos? Se ríen del turista que se pasa la vida tomando fotos y apuntándose a excursiones: pues sí, que nada hay tan bello como recordar en las fotos las cosas que vivimos. Quien no mira la realidad con ojos de niño se expone a no tener nunca en su vida, pero nunca, unas preciosas vacaciones de leyenda.
     La próxima vez iré a algún lugar del que no sepa nada. Porque seguro que allí descubro muchas cosas que ahora sé: aunque las sepa sin saberlo.


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