sábado, 29 de noviembre de 2014

Vecinos






VECINOS


            -¿Te gustaría poder pasear tranquilamente por la calle?
            -¡Hombre, qué cosas dices!
            -¿Y si alguien decide raptarte y pedir un rescate? ¿Te gustaría?
            Pedro se quedó mirando con cara de bobo. Después de un buen rato de mirada silenciosa preguntó a su vez:
            -¿Tú qué crees?
            Juan tuvo que interrumpir su perorata para recoger la pelota, que ahora estaba en su tejado.
            -Me parece que los dos estamos de acuerdo –sonrió-. A mí tampoco me gustaría. Pero fíjate, te digo otra cosa: imagina que ahora viene un desconocido y te acusa de robarle y la policía va y te mete en la cárcel. ¿Te gustaría?
            -Hombre, eso depende de que sea verdad.
            -No, no, imagina que tú no has robado nada a nadie, pero ahora viene un desconocido que dice que sí y la policía te lleva preso; ¿qué pensarías de una cosa así?
            -Buen, me defendería.
            -¿Cómo te defenderías?
            -Buscando un abogado.
            -Los abogados cuestan caro; hay que pagarlos.
            Pedro calló. Los demás también callaron, perplejos. Entonces habló Maia sin pensar demasiado:
            -Me escaparía.
            -Vaya, Maia, entonces sí que te meterían presa de verdad; por fugarte.
            -O sea que si te acusan sin motivo vas a la cárcel, y si te escapas vas a la cárcel también.
            -Con más motivo.
            Era Ilse quien habló.
            Todos callaron. Nadie sabía lo que tenían que contestar. Hasta que habló Cristal.
            -Ese hombre me ha acusado de robarle, ¿no? ¡Pues que demuestre que le he robado!
            Juan chasqueó los dedos.
            -¡Exacto! Nadie tiene derecho a condenarte por una acusación; hacen falta pruebas.
            -Sí, pero ¿cómo pruebo yo mi inocencia?
            -No, no, tú no; el que te acusa es el que tiene que demostrarlo. Tú no tienes que demostrar tu inocencia, es él el que tiene que demostrar que eres culpable.
            -Eso se llama presunción de inocencia. Todo el mundo es inocente mientras no se demuestre lo contrario. Si fuera al revés, bastaría con que cualquiera te acusara para que te llevaran preso.
            -Hubo un silencio.
            -¿Os imagináis? Yo odio a mi vecino y con acusarlo, lo meten preso. ¿Os imagináis cómo sería vivir así?
            -Nadie estaría seguro. Cualquiera que me odiase podría encarcelarme sin yo comerlo ni beberlo.
            -Se llenaría el mundo de abusos.
            -Y de venganzas.
            -Esto sería la inquisición.
            -Eso. Con que alguien te acusara ya serías un desgraciado.
            -Bueno –zanjó Juan la discusión-. Cualquiera debería poder pasear sin que nadie lo encarcelara, ni lo raptara, ni le quitara la vida; y si lo hacen, debería tener un juicio justo; debería tener la oportunidad de defenderse.
            -Ahora jalearon todos como si lo que acababa de decir fuera claro como el agua; como si ese mismo problema un momento atrás no les hubiera hecho dudar.
            -Esos son los derechos cívicos –concluyó Juan-. Derecho a la vida, a la libertad, a tener un juicio justo, a la presunción de inocencia.
            Ilse preguntó afirmando lo que no acababa de entender.
            -¿Derechos cívicos?
            -Sí: los derechos del individuo que vive en una ciudad; los que afectan a la persona de cada uno.
            -¿Y los derechos políticos?
            Ahora fue Pedro quien habló.
            -Esos son los que reconocen que podemos participar en el gobierno de la ciudad.
            -¡Ah!
            -¿Y si yo quiero vivir en mi casa sin que nadie me contagie su enfermedad? ¿Ése es un derecho cívico también?
            -Podría ser. Es un derecho de solidaridad.
            -¿Qué es la solidaridad?
            Era Marta.
            -La solidaridad consiste en preocuparse por los demás, aunque no tengas ninguna obligación de hacerlo. Ser solidario es ser generoso.
            -¿Y si soy egoísta?
            -Bueno, tú estás es tu derecho; pero luego no exijas a los demás que sean generosos contigo. Cada uno recoge lo que siembra, y si uno no siembra amor difícilmente recogerá algo que no sea odio; o por lo menos indiferencia.
            -¿Y si no quiero?
            -Cada uno sabe a lo que juega; si tienes suerte puedes encontrar gente que te ayude aunque tú no ayudes a nadie; pero lo normal es que la gente odie a los odiosos.
            Callaron todos. Había como una pregunta en el silencio.
            -Sea como sea –reanudó Juan-, lo principal es no perdernos el respeto. Hablarnos sin faltar.
            -¿Qué es el respeto?
            -Aceptarnos como somos; sin avasallar a nadie.
            -O sea que si mi vecino es sucio ¿debo respetarlo?
            Sonrió. Juan tenía una expresión de condescendencia.
            -Hay que respetar a la gente como es; porque así es nuestra naturaleza. A nadie le gustan la suciedad y el desorden, ni siquiera a la gente sucia y desordenada; lo que pasa es que son demasiado perezosos.
            Juan dio un paseo al salir de clase. Se perdió por la calle, aspirando la tranquilidad, disfrutando el aire fresco, caminando hacia ninguna parte. Se sentó en un banco. Frente a él había dos viejos sentados en otro banco. Discutían con mucha calma, y había en sus ojos cansados algo así como una mirada estoica.
            -Yo estaba lavando los platos –dijo uno.
            -¿Habías desayunado? –preguntó el otro.
            -Sí. Me di la vuelta para secar la taza con el trapo. De pronto oigo un chasquido, algo así como un silbido sin pito. Me volví. Volvió a sonar el ruido. Miré a la ventana: entonces vi una mano que señalaba hacia mí moviendo los dedos; “sí, tú”, me dijo; me sentía tratado con desprecio; me habían llamado como si fuera un perro, pero hasta los perros tienen nombre: yo no lo tenía; yo no. Mi vecino estaba asomado a la ventana de su casa, al otro lado del patio. Junto a él había una cuerda con ropa tendida. El hombre señaló al suelo, donde había unas bolitas de conejo. “Esto es insalubre”, me dijo; “mira estas cacas, me va a infectar la ropa”.
            El otro viejo sonrió, divertido.
            -Sí, don Gaspar, ríase usted. Yo le dije, sin salir de mi asombro: “¿y usted cree que esas bolitas van a subir por el aire para manchar su ropa?” Él me dijo: “eso es antihigiénico; se cogen enfermedades; me va a contagiar a la niña”. Hombre, admito que haya que tener cuidado con los excrementos de rata, ¡pero un conejo! “Don Manuel”, le dije, aguantándome el recochineo; “¿usted cuando pasea por el campo está en peligro de contagiarse? Porque el campo está lleno de cacas de conejo”. El hombre me miró con ojos amenazantes, pero creo que cobardes; a veces creo que si me hubiera puesto terco habría agachado las orejas. “¿Entonces va a seguir sacando el conejo?”, dijo. “No”, le contesté; “esas cacas las barremos todos los días apenas las hace el conejo, pero hoy, mire usted por dónde, se me ha olvidado. Pero basta que a usted le moleste para que yo no saque al conejo nunca más”.
            Don Gaspar ahora le miraba sin la más leve sonrisa.
            -¡Pobre conejo! Todo el día metido en casa, sin poder salir, y no poder sacarlo al patio porque a ese muermo le molesta. “¡Mire, mire!”, señaló con el brazo, haciéndose el ofendido. “Mire esos meados, debajo de mi ropa”. “Eso no son meados”, dije yo; “eso es el agua de su ropa, que está chorreando porque está recién lavada. El conejo no se orina ahí; el conejo orina en el rincón, justo encima de la alcantarilla, y los orines caen dentro”. Me entraban ganas de decirle: el conejo es más limpio que usted y que yo. Pero no se lo dije. Aunque no me pude aguantar y le tuve que decir: “es difícil que las cacas suban hasta su ropa, pero es más fácil que el polvo baje”. “¿Por qué?”, me dijo. “Porque el otro día estaba sacudiendo usted su alfombra encima de mi ropa”. Se quedó descolocado. “Yo no me acuerdo”, me dijo. “Pues yo sí. Le pedí por favor que no lo hiciera y usted, con desprecio, siguió sacudiendo. Yo me tuve que callar”.
            Juan se levantó del banco. Pensó. Pensó en la conversación de los viejos mientras volvía a su casa. Pensó en la falta de respeto del inefable don Manuel; al que el viejecillo no paraba de tratar de “don” para subrayar su forma autoritaria. Manuel y el viejo vivían en el mismo bloque pero lo suyo no era convivencia; y aunque el viejo había mostrado respeto hacia su vecino (puesto que estaba dispuesto a retirar su conejo a pesar de que no compartía sus razones, que no eran razonables), su vecino no mostraba el menor respeto hacia el viejo, hacia su ropa tendida; ni hacia sus derechos. Coexistían sin convivir: compartían un mismo lugar, y aunque al viejo le importaba la hija del vecino (por eso retiró a su conejo), al vecino no le importaba el viejo (pues siguió sacudiendo su alfombra por la ventana, sobre su ropa). Y se dijo a sí mismo: “¡por dios, qué difícil es la convivencia!”
            El respeto. Atenerse a razones. Escuchar a los demás, para no pelearse. Intentar demostrar cuándo los motivos son sólo motivos, y no razones. Escuchar cuando el otro no te escucha. Respetar a quien no te respeta. Y no pelearse por tan poca cosa. ¿Tan poca cosa, digo? Juan vio en su imaginación la cocina del viejo. Había dos puertas: la del pasillo y la del patio. Por el pasillo entraba un conejito moviendo la nariz. Correteaba por el suelo, se metía entre sus pantalones, caracoleaba entre sus piernas. Todas las mañanas, a la misma hora, el conejito salía al patio, correteaba sobre las baldosas, saltaba y se estiraba; luego se tumbaba junto a la pared, mirando como un filósofo. Después el viejo salía con la escoba a recoger las bolitas. Luego le daba sus verduras, y luego un poco de heno; después, feliz y contento, pasaba la mañana en el balcón, donde no molestaba a nadie. Pero aquel día, como todas las mañanas después de estirarse, el conejo se paró, esperando ante la puerta del patio. Como no le abrían se levantó sobre sus dos patas, con sus manos caídas, como un canguro. Como no le abrían se volvió a agachar; se desplazó con su andar torpe, con esas patas traseras un poco desproporcionadas. El viejo lo miró con tristeza. Y se dejó caer sobre el suelo, al lado de la pared, palpando con una expresión de respeto, viendo pasar el tiempo, sin una protesta, sin una queja, sabiendo vivir en paz; como un filósofo.



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