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sábado, 22 de noviembre de 2014

Canarias. Vacaciones de Leyenda.






CANARIAS. 
VACACIONES DE LEYENDA


     Cuando nos encontramos con Alba y su marido, había música celta en la ciudad de Segovia. Alba no quería viajar a Canarias, pues odiaba el turismo y siempre había preferido los viajes culturales: creo que nos lanzó una mirada escéptica cuando dijimos que íbamos, precisamente, a Canarias; y a pesar de que, de antemano, elogiábamos la belleza que allí nos estaba esperando, no la pudimos convencer. Alba es profesora de griego. Se fue con Ingrid a escuchar música celta mientras yo cargaba a Iñigo sobre mis hombros. Aquellas notas nos hicieron navegar entre brumas de leyenda.
     Ha pasado tiempo desde aquella noche. Tenerife es la isla mayor de las Canarias. Luis y Liliana bajan con nosotros a la playa; mientras, los niños se dejaban engatusar por los anuncios de las calles: visita al loro parque, el desfiladero de las águilas, el acantilado de los gigantes en un viejo velero, una cena medieval en el castillo de San Miguel… Como estábamos de vacaciones, estábamos dispuestos a dejarnos engañar. Soñar es bonito, ¡y es tan duro el estrés acumulado durante el año! A Daniel, Ruy y Martín les hacían chirivitas los ojos con el mundo abierto ante nosotros. Y queríamos conquistar el mundo.
     Visitamos la bananera. Conocimos las innúmeras especies que crecen allí rodeadas de exóticas frutas tropicales. Arboles africanos, asiáticos, americanos; juncos, paltas, guayabas, tunas, chicle, plátanos… Todo crecía en esa tierra exhuberante agraciada por los dioses. Una strellitzia y licor de plátano: y una foto que nos sacó Íñigo a Ingrid y a mí, gozando nuestro amor entre el follaje de aquel paraíso terrenal. Una espesa nube cubría el cielo sobre nuestras cabezas, envolviendo las altas cumbres entre las que sobresalía el Teide: lo veríamos días más tarde, cuando por fin apareciera el sol.
     Los guanches. Canarias son siete islas junto a la costa africana, entre las Azores y las de Cabo Verde, que fueron conquistadas por los españoles en tiempo de los Reyes Católicos. La raza guanche fue diezmada y sustituida por otra de tecnología más potente. ¿Quiénes eran los guanches? No me lo dijeron en la oficina de turismo, pero encontré una librería que colmaba mis esperanzas. Supe que eran un pueblo bereber descendiente de los pelasgos, indoeuropeos que emigraron de Mongolia hacia Grecia y Africa hace muchos, muchos años. Construyeron pirámides y se cree que influyeron en Egipto; según una teoría, la civilización más bien se extendió de oeste a este que no al revés (como se cree corrientemente). Mas surcaron también los mares, y pudieron llegar a América. Hay en Connecticut grabados bereberes que son prueba de ello. Y Thor Heyerdahl se interroga sobre algunos retratos mochicas en cerámica que representan a hombres barbados con acusados rasgos mediterráneos; lo que coincide con las afirmaciones de José Antonio del Busto, sobre estatuillas mochicas de rasgos caucasoides con larga barba sobre el pecho. Los antiguos canarios están emparentados con los bereberes, que proceden de aquellos pelasgos de Mongolia que emigraron a través del Cáucaso. Hubo, pues, un comercio bereber entre Africa y América con escala en Canarias. Contrariamente a los africanos, muchos de los antiguos canarios eran rubios y de ojos azules.
     Y Thor Heyerdahl, que ya había probado con la Kon Tiki que los andinos pudieron viajar a Oceanía a bordo de barcos de totora, quiso demostrar con otra expedición similar que también eran posibles los viajes trasatlánticos. Le sorprendía que mayas, incas, egipcios y canarios compartieran una común afición por construir pirámides. Entonces entramos en el museo de la ciencia de la Laguna. Allí vimos laberintos de espejos, ventanas infinitas, sombras proyectadas por electrones, equilibrios forzados por el giroscopio, puentes sin cemento… Y también vimos el planetario con su eclíptica, el ecuador celeste, rotaciones, translaciones, precesiones, estrellas circumpolares y la estrella polar que no lo era tanto: y comprendimos, en medio del misterio, el magnetismo del enigma que se estaba descifrando. El enigma de la comunicación a través del Atlántico.
     Aquello era alucinar en colores. Mi familia peruana había venido a España y se encuentra en Canarias con… el Perú. El misterio de los mochicas. Y entonces subimos al Teide. Pendientes inclinadas que ascendían por una carretera de montaña hasta un paisaje de pinos. Abajo, desde un mirador, se divisaba un mar de nubes blancas que flotaba bajo los pies, mientras que allá a lo alto aparecía, majestuoso, el Teide. Atrás dejábamos el hermoso valle de la Orotava. Frente a nosotros, algo más adelante, el observatorio astronómico de Tenerife. El lagarto canario merodeaba por doquier en los lugares más insospechados.
     
 
    El Teide. Tres mil setecientos dieciocho metros de altitud. El pico más alto de España. Un volcán apagado. Impacientes, ansiábamos conquistar el cráter y contemplar desde el borde los gases que emanan de él. El teleférico nos dejó a ciento cincuenta metros del borde, pero por razones de seguridad se nos prohibió escalar hasta allí. ¡Qué pena! Majestuoso. Era todo majestuoso. Desde aquella cumbre pelada que se cubre de nieve en invierno se divisan las siete islas. Hace fresco. La temperatura ha bajado a cuatro grados y hay que abrigarse. Hay un sol radiante. Ladera abajo, alrededor, hay coladas de lava de antiguas erupciones: toda la isla es emanación del volcán. Allá, al fondo, peñascos retorcidos de lava sólida que tiene algo fantasmagórico: es un paisaje lunar. Grietas, cráteres, piedras arrugadas como el papel, pliegues de mucha arista y poco peso, como se ve en los cantos que cogemos con la mano… El guía nos ruega que no nos llevemos piedras del volcán. Ya no crece vegetación en aquellas alturas, salvo la malva del Teide al igual que varias especies de artrópodos endémicos del lugar.
     El Teide… El teleférico nos sacude, cuando pasan sus cables por alguna de las torres que lo soportan, produciéndonos en el estómago un vacío que nos llena de emoción. El Teide. La lava. Las fumarolas. Las narices del Teide. Las erupciones que se han petrificado. Los cráteres que nos darían la ilusión de estar en la luna, si no fuera porque no sentimos la diferencia de gravedad. El Teide; el infierno de los guanches, que le temían por el fuego espantoso; las fuerzas malignas del mundo inferior, los rugidos que producía, los temblores que aterraban… El Teide: ser malo, área fatídica; que ése y no otro es el significado de la palabra.
     Y tomamos un vehículo para llegar al sur. Costas hermosas, playas recoletas, platanares y viñedos; pueblos donde los isleños comparten su casa con el turista, por un precio módico para comer lo que comen ellos: son los guachinches, que se distinguen por el característico olor a fuego de leña; allí se come lo que come el isleño, se bebe vino de Tenerife y se degusta un exquisito queso de cabra. El drago: el árbol milenario que extiende sus ramas como venas entrelazadas por una vida de treinta siglos, majestuoso y enigmático. Luego, nos perdemos por una estrecha carretera que conduce a Masca. Hemos oído hablar del acantilado de los gigantes, y queremos verlo. No sabíamos lo que nos esperaba allí. La camioneta cargada con ocho personas, montones de maletas a cual más pesada en nuestro vagar en busca de otro hotel. El camino se vuelve, más que carretera, senda estrecha y empinada; para no resbalar hacia atrás hay momentos que debemos subir en primera. El motor se calienta y son varias las veces que tenemos que parar. Ya cae la tarde y se va cubriendo el cielo con las sombras del crepúsculo.
     Y entonces lo vimos. Masca. Un hermosísimo pueblo apresado entre las montañas. El camino descendía y, allá abajo, destacaban como espectros las luces fantasmales de las casas. Detenido, encajado entre moles gigantescas, el pueblo se yergue frente a una inmensa muralla de pétrea lava que corta el aliento. Es bello. Bello y… sobrecogedor. Kant lo llamaría sublime. Es algo tan bello que nos rebasa sin medida, nos empequeñece. Al otro lado de la montaña está el mar. Esa barrera montañosa que recorremos por dentro es, desde fuera, el acantilado de los gigantes. Ya es entrada la noche. La presencia del abismo, el velo de las tinieblas, la carretera sinuosa y la certeza de que el coche se calienta confiere a nuestro viaje dimensiones dantescas. Cada curva que tomamos nos obliga a frenar para ver si viene alguien de frente; y cuando descubrimos franco el camino, ya no quiere subir la camioneta. ¡Cuántas veces temimos quedarnos allí varados, en tenebrosa oscuridad, hasta el día siguiente! Cuando bajábamos las últimas cuestas del camino Ingrid y Liliana quedaron suspendidas con el aliento pendiente de un hilo: allí, detrás, en la vereda que íbamos abandonando, se dibujaban dos enormes moles como dos cabezas, reclinadas en ademán de dormir, atravesando un sueño inquietante: parecían dos gigantes; y mientras esto pensábamos, recordábamos el acantilado que se desplomaba al otro lado de las rocas, hundiéndose en el mar.


     Era de noche. Y un lamento por no haber visto aquel espectáculo con las luces del día se unió a nuestro alivio por salir a tierra firme. Luces y luces al cabo de un rato: playa de las Américas, luego playa de los Cristianos. Un templo egipcio de figuras colosales tenía sus columnas iluminadas en la negrura, y luego supimos que era una sala de fiestas.
     Cuando fue de día me interesé por la playa de los Cristianos. Supe que el nombre se lo dieron porque allí desembarcaron los últimos cristianos que venían, desde España, a concluir la conquista de las islas. Después vino lo del viaje en el barco antiguo  para contemplar el acantilado desde fuera, desde el mar. Contemplamos los delfines que jugueteaban mar adentro. Vimos el barranco seco y, un poco más allá, lanzamos gritos potentes sobre el acantilado del eco, que nos respondía. Fondeamos y estuvimos bañándonos en las gélidas aguas poco antes de comer: algunos bajaban por la escalera del barco, otros se tiraban por la borda; y otros (los más aventureros) se suspendían como piratas por una cuerda que había atada al palo mayor, hacia popa, por babor, y recreaban en el mar de un azul intenso miles de simpáticas aventuras. Y tocó volver.
     Faltaba poco para tomar el avión, de vuelta a casa. Apoyado en el balcón del hotel, contemplaba cómo se bañaba mi hijo en una piscina apacible, y cómo disfrutaba con sus primos de aquel paréntesis estival que habían sido nuestras vacaciones. Luego ojeé libros de historia, de mitología, de cocina, que despertaron en mi mente el estupor dormido. Supe que las Canarias podían corresponder a los confines del mundo de los griegos, más allá de las columnas de Hércules, en el océano inmenso que tomó del gigante Atlas el nombre de Atlántico. Las Canarias podían haber sido los Campos Elíseos de que hablaba Homero, las islas de los Bienaventurados, el jardín de las Delicias, el jardín de las Hespérides. Pudo allí ser derrotado el gigante Gedeón en uno de los trabajos de Hércules. Y, según otras especulaciones, puede relacionarse con las  gorgonas, las amazonas y el mito de la Atlántida que Platón evocaba.
     Entonces se despertó nuevamente mi imaginación ausente. ¿No serían esos combates de titanes los que dieron a los acantilados el nombre de los gigantes? No recibí confirmación de la gente a quien pregunté. Pero las islas Canarias eran al menos, en razón de su clima, las islas afortunadas. No los Campos Elíseos de los que hablaba Homero, donde no llueve, ni nieva, ni sopla el viento, y donde el invierno no es largo y se vive en seguridad como en la morada de los dioses; un lugar donde, a decir de Platón, corren fuentes de agua pura, hay abundancia de flores, aves y diversiones, y han desaparecido penalidades y sufrimientos. Una visión -pensé- muy próxima a la que se tuvo un tiempo del Perú. Cuerno de la abundancia. Y la cultura que allí vivía también fue acallada, como en el Perú, irremediablemente. Y donde vibra el corazón cautivado, cuando se sabe preso del encanto que, como en Perú, yace escondido bajo la realidad gris de todos los días.
     Fe es creer lo que no experimentamos por nosotros mismos. Creemos lo que nos dice el médico, aunque no entendamos lo que nos dice: pues de su autoridad brota nuestra confianza. Y esperanza es querer lo que creemos, pues cuando el tratamiento va a poder curar nuestra dolencia, somos felices y esperamos impacientes que se produzca el efecto deseado. La esperanza no es nada sin la fe, y de nada sirve creer si nadie es competente. El mundo está lleno de especialistas: médicos, maestros, abogados, albañiles, fontaneros, pilotos, políticos… ¿Por qué? Porque nuestra vida es corta para saber mucho de todo, y nos tenemos que poner en manos de quien sabe mucho de algo: su especialidad. Con razón decimos a veces: ¡zapatero, a tus zapatos! Y es que sólo nos merecen crédito quienes hablan de lo que saben con seguridad; ése es el sentido de la confianza; ése es el sentido de la fe.
     Podemos soñar con paraísos del pasado, y forjamos el mito de la edad de oro. Pero también podemos imaginarlos en el futuro, con esperanza y utopía. Cuando los imaginamos en el presente idealizamos la realidad, y huimos de ella para refugiarnos en el ensueño. Canarias es un sueño que ha acabado. Mañana, cuando me levante, estaré cautivo del trabajo y se evaporarán mis sueños; destilarán ilusiones mis ojos, y a fuerza de no poder recrearlas me encerraré en el plomo gris de los días que pasan. Y la única forma de llenar esos días de vida es buscar en ellos esperanza, que es la cuerda que vibra aunque los otros no la sepan tocar.
     Conozco Canarias y sé que existe, y espero un día  volver allí. Pero antes buscaré a la profesora de griego y le diré lo triste que es prejuzgar las cosas que no se han visto. ¿Sabía ella lo preñadas que estaban las islas de esa cultura griega de la que ha hecho su oficio? ¿Sabemos ver muchos de nosotros la realidad desnuda sin nuestros clichés, sin estereotipos? Se ríen del turista que se pasa la vida tomando fotos y apuntándose a excursiones: pues sí, que nada hay tan bello como recordar en las fotos las cosas que vivimos. Quien no mira la realidad con ojos de niño se expone a no tener nunca en su vida, pero nunca, unas preciosas vacaciones de leyenda.
     La próxima vez iré a algún lugar del que no sepa nada. Porque seguro que allí descubro muchas cosas que ahora sé: aunque las sepa sin saberlo.


viernes, 2 de mayo de 2014

Los placeres de la vida



LOS PLACERES DE LA VIDA


Estaban en el mesón. Toda la mañana buscaron las playas de la península del Morrazo, al salir de Pontevedra, y no habían tenido suerte. En realidad salieron a las doce. Quizá fueran las doce y media. Buscaban las zonas boscosas, los árboles altos que se hacían frondosos unos contra otros, junto a la costa. Los atravesarían y llegarían de pronto a una franja blanca, blanca o amarilla, color canela, que lamían a ritmo constante las azules aguas; pero no dieron con ella. No se pueden buscar en el coche las playas salvajes. Hay que andar y desnudar a la naturaleza cuando está dormida; sorprenderla; pasar entre su pelo robándole los ojos mientras respira, escurrirse entre sus dedos, mecerse por sus brazos y está ahí; esperándote sin saberlo, despreocupada en su paciencia. Sorbiendo con sus poros la luz del sol, entregándose, perezosa; está la playa esperándote ahí, y tú no llegas. Porque estás en coche. 


Penetraron en un camino de playa y pronto al camino le salieron bordes profundos. Las ruedas levantaban polvo y al lado, sondeando la profundidad del dique, estaban temiendo caerse. Aparcaron. Ignacio se acercó al borde y estar de pie en él le daba vértigo; se apartó en seguida; anduvo bordeando el dique apartado de la vertical, porque caía a pique; lo mismo hicieron Iñigo y Fernando; Doris ni lo intentó; no estaba para aventuras. Penetraron en el dique que penetraba a su vez en el mar, y lo vieron lleno de barcas. A un lado se bamboleaban amarradas algunas barcas llenas de algas; parecían hiedra cubriendo las paredes, frondosa y umbría, aquellas algas adheridas al esqueleto de madera varado allí durante lunas y lunas. Arriba, junto al dique, había dos barcas viejas; su madera estaba sucia, cocida por la sal, y sus hierros oxidados estaban tendidos al sol; su ancla de seis patas (aunque quizá fueran ocho) estaba trenzada por su eje con hábiles nudos de marinero. Más allá había otra, también con la pintura desconchada, y la madera llena de espinas, como púas cuarteadas por la mar y por el sol, tumbada sobre un lado como los gatos; durmiendo la siesta del verano, una siesta de esas en que el sol caldea sin abrasar, sol de Galicia, sol del norte, sol que no quema como el de Andalucía. Y al otro lado del dique, tendido y revuelto en un confuso montón, también sesteaban las redes; entre sus mallas brotaba como una espuma, por los bordes, un algodón de hilos blancos y finos como una maraña de alambres de seda, tal una trabazón de telarañas que hubieran sido arrancadas y revueltas por el filo de una guadaña. Iñigo creyó ver en ellos una niebla; y pensó en las brumas celtas del castro encaramado al monte de Santa Tecla, el día de antes, cuando los suspiros del cielo se colaban por los huecos de las piedras y las casas y la hierba y las cruces y los árboles; se figuró una bruma de hilos enmarañados en la rueda del destino, donde la fuerza del sol hacía la luz brumosa, por las playas de Atlántico, sesteando un sopor agradable y dulce, en el mar. 
 

Y Ahora estaban en Cangas de Morrazo. Habían recorrido sus calles sorprendiéndose de ver no un dédalo de calles en el pueblo, sino una hilera de casas en línea recta, sobre el mar. Habían llegado a ver hasta tres hileras por las calles empinadas, y seguramente había más, pero tenían hambre y el hambre se lleva la paciencia de destripar ciudades que hay en la imaginación del hombre aventurero y curioso, cuando pasea por lo desconocido. Ahora tenían hambre y sólo pensaban en comer. Serían las tres, acaso las tres y media o un poco más, cuando encontraron un mesón que les hizo esperar un poco; mientras esperaban, vieron en la tele un partido agónico donde España intentaba hacerse con la medalla de plata de baloncesto: por fin los llamaron.
           Sentados a una mesa cuadrada, con ricos manjares pero en un ambiente casero, comieron. Íñigo e Ignacio comieron un tierno chuletón de ternera; Fernando, carne empanada con patatas fritas; y Doris un revuelto de gambas con huevo y ajo que estaba tan rico que Dorisita decía: “¡teta!” Tomaron un vino  muy rico (un albariño, seguramente) que sólo había cometido el pecado de no estar bastante frío. Se chuparon los dedos. Al salir, las barrigas llenas no recompusieron la curiosidad de explorar las calles porque estaban cansadas y las rodeaba una niebla de sopor; pero las invadió una curiosidad intelectual, que requiere menos esfuerzos, y le dieron a la filosofía. 
 -¿Sabes, Doris? -dijo Ignacio-. Ahora me acuerdo de una conversación que tuve con Jobar. Él admiraba a Epicuro y yo le decía que la suya era una filosofía de viejos. Epicuro decía que había que buscar los placeres, pero eran los suyos unos placeres serenos. No hagas deporte (decía), porque te vas a excitar demasiado. Por la misma razón no te metas en política. Ni te enamores tampoco, porque el amor te va a romper el corazón y te va a nublar la mente. ¿Entonces, qué te queda? Los placeres tranquilos. ¡Placeres de viejos!
-¿Cómo? ¿Cómo, amorcito, cómo dices?
-Digo que la ética de Epicuro es una ética sólo para viejos. Los viejos no pueden comer carne, porque tienen ácido úrico; ni grasa, porque les da el colesterol. Ni tampoco azúcar. Lo único que les queda son los placeres tranquilos. Y no les funciona la perinola, de manera que tampoco pueden enamorarse. En cuanto al deporte, ya no tienen fuerzas. ¿Y yo voy a buscar placeres así, privándome de todo? ¡Anda y que les den! -hizo un gesto característico; como un brazo golpeando sobre el otro a modo de corte de mangas.
-¡Caramba!- dijo ella. Uno lee lo que dicen los filósofos, tan bien trabado y tan bien puesto, y lo convencen. Pero luego escucha lo que tú dices ahora y las cosas se ven de una manera muy distinta.
-Sí –prosiguió él-. Querer ser imperturbable como quiere Epicuro es una solemne tontería, porque la vida es perturbación; sólo son indiferentes los muertos. Ser imperturbable es ser insensible, y sólo los muertos carecen de sensibilidad. ¡Anda y que te den!
Doris escuchaba admirada esta desmitificación de la filosofía.
-¡Los placeres tranquilos! ¡Y no poder degustar este chuletón que me he comido! ¡Saborear esta albariño tan rico, disfrutar la victoria de España sobre Lituania en baloncesto! ¿Y yo me voy a privar de estos placeres, con lo buenos que son? No, por supuesto. Claro, estos placeres sensoriales, que nacen y viven y se agotan en el presente, no son suficientes. También necesito placeres espirituales; que consisten en vivir el pasado y el futuro, disfrutando al evocar lo que gocé ayer, o soñando con alegría en lo que haré mañana. La pintura. La música. Y no sólo los olores, los sabores, las caricias y los colores, y las sombreas y la luz. Todo eso lo necesito, si quiero vivir bien. 
 

Entonces se acordó de Santa Tecla. De la evocación de los celtas, arrancados a la niebla en la noche de los tiempos. Del placer que supuso para él sumergirse en aquella civilización perdida, saborear sus misterios y costumbres, y las ruedas desdentadas, los cascos alados, las ruedas de molino. ¿Por qué disfrutamos tanto con la historia, con el estudio de la naturaleza, con la religión, las matemáticas, la filosofía? ¿Por qué disfrutamos con el asombro, por qué? Bécquer lo supo ver con mucho tino:
Mientras haya un misterio para el hombre
                                   ¡habrá poesía!
Luego se acordó del partido de baloncesto. Del gusto que da ver jugar bien en la cancha, que un partido bien jugado es una obra de arte, un desbordamiento de fuerzas, un derroche de creatividad. Y supo de la belleza que hay en las voluntades agónicas. Pensó en la ética de los estoicos, recordando que consistía en luchar por las cosas que son posibles, y resignarse a lo imposible, porque nada se puede hacer cuando todo está perdido. Se acordó de cuando llegaron, ávidos de juego, con ganas de bañarse, en la playa de la Lanzada. Soplaba un viento terrible y la gente abandonaba la playa. Ellos aparcaron el coche y se pusieron los bañadores. Habían estado dos horas buscando una playa y eran las siete de la tarde; y ahora que la habían encontrado, sedientos de sol y hambrientos de baño, no lo iban a dejar porque hiciera viento. 
 

Saltaron a la arena como el toro salta al ruedo, y el aparcamiento se vaciaba, la gente abandonaba la playa, y sólo un puñado de aventados se quedaba, entre arena y algas, a desafiar la fuerza de los elementos. El pecho recibía latigazos de aire y arena y el cabello lo azotaban las furiosas ráfagas de viento. Ignacio miraba a Fernando, y lo veía pequeñín, frágil y vulnerable, y se temía que en cinco minutos se volviese al coche quejándose del frío. Pero no ocurrió nada de eso. Él y su hermano descubrieron las olas que se estrellaban en la playa. Venían por momentos en oleadas sucesivas, y sus asaltos reventaban en sablazos y espuma donde se revolcaban, quien no hincando cuerpo y brazos para romper el muro de agua, saltando sobre la espuma y sintiendo sobre su cuerpo la fuerza arrolladora. Y aquello duró una hora con sus minutos y sus segundos. A lo lejos, una vela surcaba las olas labrándose entre ellas un camino. Y un montón de surfistas habían venido a poner sus tablas sobre su lomo, cabalgando en el agua como un corcel. Aquello duró una hora. Después disminuyó la fuerza del viento y amainó el temporal. Y fue una brisa serena paseándose en las dunas, apenas caricia del aire bajo un sol de playa, lo que contemplaba el ir y venir del agua domada, por fin, bajo el peso de la tarde, con fuerza casi insuficiente ahora para ondear al viento. Iñigo y Fernando, privados de las olas, jugaban arrancándole formas, haciéndole muros y canales, levantándolos sobre lomas, haciendo castillos. 
 

Ignacio pensaba en los estoicos. Si hubieran aceptado el destino jamás se habrían metido en la playa. Pero retaron al aire y desafiaron al viento. Lucharon denodadamente contra la adversidad, porque no renunciaban a la tarde de playa que llevaban dos horas buscando. Si se hubieran dejado amedrentar, no habrían disfrutado la calma que había sucedido al vendaval. Está bien abandonar la lucha con imposibles, ¿pero quién nos dice lo que es imposible? Si nos hubiéramos resignado ante la adversidad, como los estoicos, no habríamos descubierto la plácida calma que aquella tarde sucedió al vendaval. Si España se hubiera resignado a la victoria persistente de Lituania, nunca habría protagonizado la remontada: de modo que no hay que resignarse nunca. Siempre hay que luchar, por más que la derrota parezca inevitable. Nunca se sabe lo que puede pasar. A veces el triunfo está a la vuelta de la esquina. Y suele venir cuando ya parece todo perdido.
Los placeres tranquilos; los que cautivan el espíritu. Los placeres agitados; los que surgen de vivir el momento presente, los del cuerpo. Y el placer de la lucha; el de vencer al destino cuando el destino parece inevitable. Los tres placeres le parecían necesarios; ya se encargaría la vida, cuando la mermaran las fuerzas, de írselos limitando; de momento los necesitaba todos. No quería vivir su juventud llenándola sólo con los placeres de los viejos. ¡Era pecaminoso aquel desperdicio!
 

Doris, mientras tanto, jugaba con la arena. Estaba agachada y la cogía a puñados, puñados que se deslizaban mansamente entre sus dedos. A su espalda la arena guardaba suavemente sus húmedas pisadas, y el mar, con su impaciencia, aún no las había borrado. Doris jugaba. Y el aire y el tiempo parecían fluir inexorablemente entre sus dedos. Jugaba con la arena, con las piedras, con las conchas, con el cielo; porque la vida es un juego. A su lado, con las palas y la pelota, los niños jugaban. Y detrás jugaban las algas (lentas, largas, filamentosas), que en la cresta de las olas se habían varado en la playa. Ahora habían dejado de jugar. En sus cintas inmóviles, verdes, amarillas, color aceituna, picoteaban las gaviotas cuyas alas jugaban con el viento. Y era un sueño planeado. Más allá, lejos de las olas, la fuerza de los elementos había arrojado algas sobre las dunas. Trozos de algas. Fragmentos de duna. Entre las ramas filamentosas había, como frutos, globos pequeños y grandes con una piel de granos dispersos en toda su anatomía: como carne de gallina. Tal parece como si el viento les hubiera dejado marcado el frío. Y en su cuerpo, la vida, montañas de clorofila arrancándole su luz al sol (el fuego verde), se había secado. Sobre los cadáveres de las algas se movían unas orugas negras, negras y blancas, y verdes, que no sesteaban cuando ya habían empezado a alimentarse. La vida. Porque también comer era en la soledad de la playa un juego al caer la tarde. Era la vida y vivir era comer entre arena y piedra, y conchas y guijarros. Y comer era bajo aquel sol poniente un destello del alma que reanimaba al cuerpo; y comer era también en aquella tarde (con todo su drama) tan sólo un juego.