sábado, 1 de noviembre de 2014

Cataluña.




CATALUÑA


             Imaginad que tenéis en vuestra mente una gran empresa. Y que para llevarla a cabo os ponéis a trabajar como locos. Y que con el dinero ganado hacéis realidad vuestros sueños. Imaginad, también, que en mitad del  camino os distraéis con bagatelas; y os gastáis el dinero en unas minucias.
            Imaginad ahora que esa empresa es colectiva. Vuestro pueblo no tiene agua y, con la inversión de todos, podéis pagar una gran obra de ingeniería. Pero antes de hacerlo empezáis a gastar en el alumbrado, en el pilón de la plaza, en mejorar las fiestas o en quién sabe cuántas cosas que teníais pendientes. Y cuando abrís los ojos comprendéis, abatidos, que ya no os queda dinero para el abastecimiento de agua.
            Traer agua es la voluntad del pueblo. Y también arreglar la plaza. Pero el agua es necesaria y urgente y la plaza no es urgente, aunque sea necesaria. Además, el problema del agua ha traído un esfuerzo que ha canalizado durante largos años la voluntad de la gente; y la plaza la hemos arreglado por impulso. Y cuando acaba la fiesta comprendemos que nos hemos comprado ropas buenas, pero no tenemos con qué comer; ni con qué beber. En la vieja canción Juan Comodoro buscando agua encontró petróleo; pero se murió de sed.
            Cuando la gente se moviliza por miles sus representantes dicen que ésa es la voluntad popular; y tienen razón. Y te la restregan por la cara. Y dicen que contra la voluntad popular no puede levantarse la ley. Y se olvidan de que la ley también es la voluntad del pueblo. La voluntad expresada en la calle contra la voluntad expresada en la ley viene a ser, simplemente, la lucha del pueblo contra el pueblo. La ley es voluntad largamente meditada. La calle es voluntad expresada por impulso. La ley es una voluntad de fondo que quiere resolver el problema del agua; una voluntad de largo alcance. La calle a lo mejor es voluntad de alcance estrecho. O tal vez no, quién sabe. Pero deslumbrarse por las masas que gritan al unísono puede ser oír al corazón antes que a la cabeza, o ni siquiera el corazón: a lo mejor lo que ruge son las tripas. Oír el clamor de la calle condenando la ley puede ser tan peligroso como dejarse llevar por los cantos de sirena. Además, la calle también puede equivocarse. Entre un inocente y un culpable, la gente prefirió crucificar al inocente.
            Puede suceder que la ley ya no exprese la voluntad del pueblo: pero eso debe decidirlo la cabeza de común acuerdo con el corazón; de ninguna manera las tripas. Porque si el pueblo prefiere arreglar la plaza y se queda sin agua, se morirá de sed como Juan Comodoro; inmensa será la responsabilidad de los gobernantes que los han azuzado.
            Quizá Cataluña puede ir más de prisa y España es un lastre: hay que oírla; hay que hablar con ella para ser compañeros de viaje; no parásitos. Pero también puede ser que el rico se haya olvidado de que en algún momento fue pobre; ahora quiere ser insolidario; el fulgor del corazón es el que hay que escuchar, hablando con la cabeza: no el de las tripas. Quizá las cosas han cambiado desde que votamos la constitución. Tal vez el clamor de Cataluña no sea la expresión de un capricho, sino un mar de fondo: esas cosas hay que hablarlas; como se habla de los problemas que surgen en la familia. Pero ignorar la voz de la ley puede ser tan peligroso como ignorar la voz de la calle. Sería azuzar al pueblo para que luche contra el pueblo.
            Además, ya no sé lo que es el pueblo. Es un concepto árido, una abstracción, un esqueleto sin carne, un artilugio matemático, una entelequia. ¿Es mi vecino, que nació en Barcelona y sus padres venían de Lérida? ¿O es mi colega que viene de Aragón? ¿Acaso mi profesor andaluz no forma parte del pueblo? Cuando hay una gotera en el último piso, ¿tiene que arreglarla el que la tiene? ¿O deben colaborar todos los vecinos del edificio? ¿La gotera es un problema público, o un problema privado? ¿El futuro de los catalanes lo deben resolver los catalanes, o el resto de España tiene algo que decir? ¿Se puede trazar una frontera entre los de dentro y los de fuera? ¿Como en Yugoslavia? 


            Unos acudirán a la historia para encontrar razones; y según el año en que se detengan, la historia justificará una cosa o su contraria. Otros recurrirán a la economía y, según donde se paren, Cataluña será dadora o receptora. Otros se agarrarán al presente y harán de su país un tronco sin raíces; como los que buscaron en la historia hicieron un suelo de raíces sin troncos y sin hojas; y sin flores. Cada cual hará un país a su medida dependiendo del mito con que lo corte. Y se olvidará de que su sustancia está hecha de carne y hueso, de gentes que sienten y que piensan, y que les duele, cuando sufren los recortes. Pero es que recortes hay en toda España. Y no ganaremos nada con hacernos los agraviados. Un día caminaba un profesor de historia por la meseta castellana. Hablaba con otro profesor de Barcelona. Vieron a un hombre encorvado, vencido por la edad, y por el cansancio; quemado por el sol, con el rostro cosido de arrugas, sin afeitar, erizado, la mirada perdida, vacía de ilusión, mirando al suelo, en una tierra donde no había horizontes que buscar. Tenía el cuerpo sudoroso y llevaba una azada al hombro. Mi amigo señaló al hombre y le dijo a su amigo de Barcelona: “mira, ahí tienes un imperialista castellano”.
            Los estereotipos no nos llevan a ningún lado. Ni el tiempo corto. Son momentos de crisis, tiempos de arrimar el hombro, no de apartarnos para que la casa se caiga. Salvarse unos aunque se hundan otros. ¡Qué nos importa! Lo que hay que hacer es lograr que nos escuche el otro, abrirle los ojos, que se limpie las orejas, y que deje de vernos como una sombra de sus orejeras. Y viceversa.
            Nos decían en la escuela que no había que comprar por impulso. Había que ir con una lista de compra. Oír la voz de la calle es comprar por impulso. Escuchar la  voz de la ley es ir con lista de compra. Pero a lo mejor en la lista nos hemos olvidado de algo que necesitábamos; y sólo nos acordamos de ello cuando estamos en la tienda. A lo mejor la ley no lo tiene todo. A lo mejor le conviene mirar a la calle. Porque si la ignora, la calle le puede pasar por encima y entonces será el reino del capricho, de la improvisación, del impulso ciego. Sólo la ley le da ojos al instinto, pero no a costa de cegarlo: pues el instinto le dio vida; y la sociedad es, seguramente, un cauce por dende pasan los instintos; por donde discurren las aguas naturales y juveniles; no un corsé que las ahoga.
            Bien está oír el sonido de la calle. Pero ignorando el ruido, quedarse sólo con la música. La música de los grandes proyectos, de las altas empresas. No perderse en melodías leves que sólo proceden del impulso. Porque entonces ya no será la voz del pueblo, su corazón razonable, el espíritu templado, la voluntad, el seny: serán sólo cantos de sirena. 





2 comentarios:

  1. Me quito el sombrero ante semejante reflexión!!!

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  2. Muchas gracias. He intentado ser objetivo, pero siempre puede uno equivocarse. Sí es cierto que en este texto he intentado despojarme de perspectivas sesgadas, procurando que lo que en él se dice pueda ser asumido por un habitante de Castilla, de Andalucía, de Madrid... o de Cataluña. Gracias por darme ánimos.

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