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viernes, 29 de enero de 2021

LA TRAMPA DE LAS METÁFORAS

 

LA TRAMPA DE LAS METÁFORAS



            La semana pasada publiqué un artículo sobre Miguel Hernández. Su objetivo era comparar sus metáforas con las que Nietzsche había utilizado en su obra magna, Así habló Zaratustra. El bestiario de ambos autores tiene puntos en común, pero diverge también en algunos aspectos. El artículo de esta semana intenta explicar, en cada uno de esos autores, el simbolismo de los animales.

 

1. Nietzsche.

 

            El camello representa la sumisión; el espíritu que tiene miedo a la libertad y prefiere someterse a lo que le digan que piense o que haga. Contrariamente a las apariencias, es muy cómodo ser esclavo. Pero se puede ser esclavo de dos maneras: o perdiendo la libertad después de haber luchado o entregándola sin lucha; en el primer caso se trata de gente deseosa de ser libre, y en el segundo de gente que prefiere no tener responsabilidades; los negros que fueron arrancados de África para trabajar en las plantaciones son gente libre, sometida por otra gente que tiene más armas que ellos; y los capataces que les dan latigazos en las plantaciones suelen ser negros al servicio de los negreros, han comprado la libertad de moverse sirviendo a los amos que esclavizan a los otros negros. Llamaremos esclavos vencidos a los primeros y esclavos vendidos a los segundos.

            Los soldados derrotados en las batallas, los cautivos atormentados y deportados, los autóctonos encadenados por los colonos, los leones cazados en lucha agónica, los niños maltratados por sus padres, los obreros explotados en la revolución industrial, los ciudadanos chantajeados por las maffias, los seres libres que no pueden con la ley del más fuerte, los estudiantes que luchan contra el fracaso aunque suspendan los exámenes: todos esos son los esclavos vencidos.

            Quienes se rinden sin luchar en las batallas, quienes se venden al amo para ser cautivos ricos antes que pobres y libres, quienes traicionan a los amigos para obtener un beneficio, quienes se dejan cazar para no meterse en líos, quienes obedecen a sus padres cuando les mandan hacer cosas indignas, quienes (como los asesinos de Viriato o como Judas) traicionan a sus amigos por unas cuantas monedas, quienes resisten al chantaje y pierden la partida, quienes pisan al débil para servir al fuerte, quienes se rinden al fracaso y renuncian a seguir, sólo porque han suspendido un examen, y quienes, en fin, prefieren ser mayores en casa de sus padres antes que salir al mundo para ganarse la vida, quienes viven a costa de otros y se someten antes que tomar las riendas y salir adelante: ésos son los esclavos vendidos


            Nietzsche utiliza la figura del camello para representar a los esclavos vendidos. A todos aquellos que prefieren depender de la pereza antes que liberarse son su esfuerzo. A quienes están más cómodos chateando que conversando, copiando en el examen antes que estudiando, viendo la televisión antes que leyendo un libro, viendo una mala película antes que una buena, a quienes prefieren acosar a un amigo débil antes que enfrentarse al fuerte, a quienes prefieren pensar como los demás antes que  tener criterio propio y a quienes, en fin, prefieren ser veleta que mueve el viento antes que torre que se le resiste: a todos esos Nietzsche los llama camellos. El camello es el que dobla el espinazo y se inclina, servil, a que le pongan encima las cargas más pesadas, que él puede con todas; que resulta más fácil, aunque cueste más, cargar con lo que nos mandan que mandarse a uno mismo, ser capitán de nuestra alma, como decía William Henley, ser dueño de nuestro propio destino. Muchos prefieren seguir los caminos trillados antes que abrirse camino: abrir trocha, como se dice, y vencer al follaje con el machete; o, como decía Antonio Machado, hacer camino al andar.

            El león representa el espíritu indomable, infatigable y libre. Puede ser indómito cuando nadie le vence; pero, cuando no ha podido alzarse con la victoria, nunca será un arrastrado sino solamente un esclavo vencido: que perder una batalla no es perder la dignidad, sino solamente dar un paso atrás antes de saltar de nuevo; coger impulso. Nadal ha perdido algunas batallas pero ha ganado muchas; y ha sido tan indómito en las derrotas como generoso en el triunfo. Rafa Nadal es un león esforzado, un corazón agónico, un espíritu libre. El león representa para Nietzsche, más que la libertad, la liberación: la vida que se enfrenta a la muerte con valentía, el brío que no se rinde ante las adversidades y lucha, el espíritu que no baja la guardia y, como sucede en tiempos de pandemia, acepta al coronavirus como única forma de combatirlo: los negacionistas no son unos leones, sino unos camellos; son, como el avestruz, gentes que piensan que enterrando la cabeza para no ver el peligro desaparece, con la cabeza, el peligro.

            Pero Nietzsche nos advierte de un problema: que el león está tan empeñado en luchar que no sabe qué hacer con la victoria cuando la consigue. Hay locos que, como Nerón, quieren destruir el viejo mundo para construir un mundo nuevo y una vez que lo han destruido ya no saben qué hacer; han empleado sus energías en luchar y quemar y cuando han conquistado la libertad no saben usarla; por eso dice Nietzsche que el león es un señor, sí, pero un señor en su propio desierto; está solo y no tiene mundo en el que mandar, en el que ser su propio señor sin que nadie mande en él, pero sin que él tenga tampoco necesidad de mandar en nadie: eso sólo lo puede hacer un espíritu inocente que vea al mundo como un juego, que sepa crear, una mente limpia, enérgica, generosa y fuerte y al mismo tiempo delicada; que sepa amar sin odiar, corazón que diga sí a la vida y la convierta en obra de arte: un niño.

            Por eso Nietzsche nos dice que el espíritu fue primero un camello, rendido y traidor, y después fue un león liberándose de sus cadenas antes de convertirse al final, con la fuerza de la inocencia, en un niño.

 


2. Miguel Hernández.

 

            El gran poeta español tiene un poema en el que pinta el espíritu indómito y libre a través de la figura de los animales: se llama “Vientos del pueblo”. En un principio se ve que el buey incorpora el simbolismo del camello: 

 

Los bueyes doblan la frente

impotentemente mansa;

delante de los castigos

los leones la levantan.

 

            Está claro que para hablar del espíritu libre utiliza al león: la sintonía con Nietzsche es absoluta. Esto le da pie para sentenciar:

 

No soy de un pueblo de bueyes,

sino de un pueblo que embargan

yacimientos de leones,

desfiladeros de águilas

y cordilleras de toros

con el orgullo en el asta.

 

            Ahora la libertad se encarna en el león, el águila y el toro. Sólo que el águila, además de ser un animal libre, es un animal rapaz; y la rapacidad es un rasgo moral que asocia la libertad del vuelo (enseñoreándose majestuosamente de los desfiladeros) con la avaricia, la codicia, la ambición desmedida, y el robo. Hay aquí un desliz semántico por el que el poeta, sin darse cuenta, ensalza a un pueblo libre y sin escrúpulos. El águila también es un símbolo en Nietzsche. Y la serpiente, que representa la astucia. Y si en un principio nos sentíamos identificados con las palabras de Miguel Hernández, ahora sentimos que no es eso, no es eso. El significado se ha deslizado hacia asociaciones caprichosas que dicen cosas contrarias a las que queremos decir. Si seguimos leyendo el poema aparecerán otras cosas extrañas.

 

Nunca medraron los bueyes

en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo

sobre el cuello de esta raza?

 

            Hasta ahí, todo bien: el buey ara los campos en parejas uncidas por un yugo; en la medida en que está asociado al yugo, el buey representa la esclavitud del camello y se opone a su versión libre de yugos: al toro. Pero resulta que el toro es un animal esclavo destinado por su dueño a morir en la plaza en agonía trágica; el toro representa, pues, una versión del camello transida de patetismo, que si se manifiesta como buey aparece asociado a los yugos (es decir, a las cadenas) y si se manifiesta como toro, a las picas, estoques y banderillas (es decir a la muerte). Apelar al toro bravo es reivindicar la esclavitud hecha tragedia. España tiene forma de toro y su destino es glosado así por Rafael Alberti: “a aquel país se lo venían diciendo desde hace tanto tiempo… Tienes forma de toro, de piel de toro  abierto, tenido sobre el mar”. Miguel Hernández prosigue con su alegoría:

 

Crepúsculo de los bueyes,

está despuntando el alba.

Los bueyes mueren vestidos

De humildad y olor de cuadra;

las águilas, los leones

y los toros de arrogancia,

y detrás de ellos, el cielo

ni se enturbia ni se acaba.

La agonía de los bueyes

tiene pequeña la cara,

la del animal varón

toda la creación agranda.

 


            La cualidad propia del buey es la humildad; la del toro, la arrogancia. Al asociar humildad con esclavitud el poeta identifica libertad con arrogancia y previamente había dicho que España era el “crepúsculo de los bueyes”, cuando acaba diciendo lo contrario de lo que quiere decir: las metáforas lo han traicionado. Quería decir que prefiere la libertad a la esclavitud y dice, por el contrario, que prefiere la arrogancia a la humildad; siendo la arrogancia un vicio, como sabemos (la soberbia: un pecado capital) y la humildad una virtud, la virtud de no creerse más que los demás, la virtud de no ser arrogante; pero como resulta que a veces llamamos humildes a los que no se atreven (es decir a los cobardes) y arrogantes a los valientes, el buey, en tanto que humilde, puede parecer un esclavo vendido cuando es en realidad un esclavo vencido: lo mismo que el toro; la alegoría del poeta se derrumba como un castillo de naipes.

            Pero hay más. El poeta identifica a las águilas, los leones y los toros (que representan la fuerza y la valentía) con el animal varón; con lo que se supone que el buey (es decir la sumisión y la cobardía) pasa a ocupar el campo semántico referido a la mujer: la que sufre, la que llora, la que aguanta, la que esgrime, contrariamente a la lucha, la virtud de la mansedumbre (entendida ésta como claudicación) y la paciencia. Un sesgo sexista en línea con buena parte de la literatura, en este caso española; no olvidemos lo que se le dice a Boabdil cuando pierde Granada a manos de los Reyes Católicos: “no llores como mujer lo que no has sabido defender como hombre”. Está claro: la naturaleza del hombre es ser valiente; la de la mujer, ser cobarde. Esto no lo piensa, pero lo dice, Miguel Hernández; el poeta se halla cogido en su propia trampa.

            Matiza, claro; pero no puede evitar contradecirse. Admira las lágrimas  entre los andaluces, pero son torrenciales; rechaza la cuadra donde viven los bueyes, pero representan la paz mientras que los leones y los toros encarnan la guerra; ensalza la braveza de los asturianos, la piedra blindada de la que están hechos los vascos, el relámpago de los andaluces, la firmeza de los catalanes, la casta de los aragoneses, la dinamita de los murcianos: todos ellos valores varoniles, fuertes, valientes y libres.

            Pero también ensalza la alegría de los valencianos, el alma, la tierra y las alas de los castellanos, las guitarras de los andaluces, y las lágrimas; el centeno (la labranza) de los extremeños, y la lluvia, la calma de los gallegos, cualidades femeninas en lo que tienen de sensibilidad y delicadeza, pero se pueden volver masculinas si las asociamos con la fuerza: las alas de los castellanos se vuelven fuertes en el águila, las lágrimas, ya lo hemos visto, pueden ser torrenciales, la alegría puede ser eufórica, la calma de los gallegos puede llegar a ser firmeza… Pero hay una cualidad que le falta a la mujer: la fuerza; como si ser sensible fuera lo mismo que no ser fuerte. Aunque Miguel Hernández, atrapado en la trampa de sus metáforas, la ensalza en otro de sus poemas: “Rosario la dinamitera”.

            Pero lo que no admite el poeta es la esclavitud:

 

Yugos os quieren poner

gentes de la hierba mala,

yugos que habéis de dejar

rotos sobre sus espaldas.

 

            Y aquí está el simbolismo del  buey: el yugo. Sin embargo hay un doble campo semántico asociado al buey: el del yugo, claro está, que representa la  mansedumbre entendida como cobardía, el vivir arrastrado; pero también está el de la humildad, el de la cuadra, el de la vida pacífica y sin violencias, sin claudicaciones; y está en el alma de los castellanos, “airosos como las alas”: que no son las alas del águila (cualquiera diría que del buitre), sino del ruiseñor:

 

que hay ruiseñores que cantan

encima de los fusiles

y en medio de las batallas.

 

            No lo dice Miguel Hernández, pero así lo entendemos nosotros: el ruiseñor vendrá después del águila, como en Nietzsche al león le sucedía el niño; en los dos casos a la guerra le seguirá la paz, al no a la esclavitud le seguirá el sí a la vida, y la creación, y la libertad del artista, reinarán después de que reinara el león, en su desierto, solo. Miguel Hernández está diciendo lo mismo que Nietzsche: sólo le han traicionado las metáforas.

 


 

 

viernes, 22 de enero de 2021

NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ

 

 

NIETZSCHE Y MIGUEL HERNÁNDEZ 



1.

            El buey es un animal pacífico. Pero es un toro castrado. El buey no es amor, sino mansedumbre; y ser manso es obedecer con resignación a quien nos ha privado de naturaleza. No es vivir en paz con todos y derrochar cordialidad en quien nos rodea, sino un cobarde quiero y no puedo, o más bien un querer renegado: como el de la zorra, que despreciaba por impotencia las uvas que quería. La presencia del buey es la impotente mansedumbre.

            El toro no es impotente porque no está castrado. Podrá ser pacífico, pero no es manso. El toro es el crepúsculo de los bueyes, y muere con la cabeza muy alta; no lleva con estoicismo el yugo que le ata, sino que lo rompe en las espaldas de cuantos se lo han puesto. El toro no entiende de yugos. Prefiere la muerte. La agonía de los bueyes no tiene grandeza, pero la de los toros agranda el mundo: lo amplía, lo dignifica, lo vuelve bello y sublime. Impresionante. Los toros son águilas dominando desfiladeros; son leones que levantan, ante los castigos, la misma frente que los bueyes doblaban. Son el huracán inaccesible al yugo; el rayo libre, el relámpago poderoso; alegría, braveza, dinamita, piedra blindada; calma penetrada en la firmeza, alma, corazón, la recia fiereza del indomable.

            Camello llamaba Nietzsche al buey de Miguel Hernández. Fiera domada castrando sus fuerzas naturales, en lo que el toro, sin castrar, conservaba toda su casta. Su fortaleza se agota cargando cosas pesadas, arrodillándose para recibirlas, paciencia mansa que no es esperanza sino renuncia. Y ese que confunde la renuncia con la paciencia es el mismo que ama a quien le desprecia.

            El león de Nietzsche es el toro. La fuerza de la naturaleza embistiendo contra el castrador de toros, forjador de mansedumbres, creador de bueyes. Pero el toro, vencido por el dragón, no se pliega a la esclavitud: prefiere la muerte. Es la tragedia de ser obligado a caminar por una senda que él no ha elegido; y en su lucha contra el destino, indomable ante la adversidad, perece trágicamente. El toro es un visceral rechazo al yugo. Pero no es destrucción y salvajismo. No es barbarie destructora. No es un asesino. El toro prefiere la muerte cuando no le dejan vivir, pero no vive de la muerte ajena. Quiere conquistar la libertad y ser señor en su propio desierto, pero aún no sabe que puede serlo de sí mismo. Y si busca un señor, es porque quiere que sea el último; lo busca para vencerlo, porque ya no habrá más señores después.

            El gran dragón es su último señor. El último yugo. El dragón es deber y está cubierto de escamas brillantes. En todas las escamas hay escrito: “tú debes”. Las escamas, como miles de magnéticas miradas, lo arrojan titilando a las cien mil esquinas de la tierra. Y no es menos jaula la prisión por ser una jaula dorada. Relámpagos arroja perforando el mundo con un único mensaje proyectado en sus mil caras. Parece un espejo que rompemos cuando no nos queremos ver, y en sus mil trozos centellea, omnipresente, la imagen que no queríamos; al destruirla la hemos multiplicado: como la hidra de mil cabezas. La bestia de carga, el buey, el camello, la humillación, la renuncia, se han multiplicado por obra del espejo mágico; el brillo de los bajos valores, que es el dragón donde se mira el yugo. 



            Pero el toro grita su rebeldía; su recia pasión indomable: la exhibe. No puede dominar por fuera porque aún no ha logrado hacerlo dentro, siendo poderoso y vivo, haciéndose señor de sí mismo. El poder del toro se pierde en romper el poder del gran dragón. Sólo sabe cantar ante la muerte, y no ha descubierto que hay ruiseñores que cantan en medio de las batallas; porque ha confundido el no dejarse castrar con ser varón; también hay hombres que no están castrados. Y eso, que no supieron ver ni Nietzsche ni Miguel Hernández, reaparece en el niño inocente de Nietzsche y Heráclito. El niño se ha olvidado de todo y no quiere pelear contra la voluntad del gran dragón; simplemente, quiere su voluntad; se tiene a sí mismo y conquista el mundo sin saberlo: creando. El niño es un nacer de nuevo, un comienzo, un juego; es una rueda que se mueve sin necesidad de que la mueva nadie. Es la vida que se alimenta, no es buey, no es yugo, no es toro; ni vaca que alimente a los demás sin alimentarse a sí misma. Es un santo comenzar, un ruiseñor cantando, una guitarra, un chorro de alegría, un niño: ya no hay dolor donde había lágrimas.

            Bueyes, toros, niños hay entre los alumnos. También hay dragones y vacas. La vaca es entrega en aras de la vida, valor para perder la vida cuando queremos darla, como lo era el toro para perderla defendiéndola. El toro es fuerza masculina, y determinación, y rebeldía. En la fuerza de la vaca hay un aliento femenino y una determinación para la vida. Sólo el buey no es masculino ni femenino. Dos formas de heroísmo asomadas a dos formas de tragedia; entre ellas, la cobardía, renuncia estéril,  no es heroica ni tampoco es trágica, porque su ser es farsa. Y el niño: hijo de la generosidad y la fiereza, de lo femenino y masculino; poderosa cordialidad renegada de la impotente mansedumbre. Poderosa como el león, el toro, el águila; y cordial como la vaca, el cordero, el ruiseñor. Como la vida misma.

 


2.

            El espíritu esclavo es sumiso como el buey. En toro se transforma cuando se rebela; en vaca si protege la vida de su prole (también creada con el toro); en niño si la vive. Se rebela contra el dragón y muere toro, a menos que el dragón lo amanse y regrese al buey. El círculo empieza de nuevo. O se quiebra, en la noche trágica, cuando se siembra la muerte.

            El buey es toro al que le han echado un yugo al cuello. Y el yugo, cuando el furor del toro renace en las venas de buey manso, se vuelve pena; cadena y grilletes que le aprietan el cuello, con pinchos agudos; espada y látigo que mortifican sus carnes, azote que doblega su voluntad en el cuerpo, tormento y castigo, y armamento resentido, sangre. Venganza que estalla arrojando chorros de crueldad. La bestia es el alma de la increíble cadena, como el dragón lo era del yugo despiadado.

            Yugo y buey, amo y esclavo. Cadena y toro: verdugo y reo; reo en que han convertido al rebelde, reo para el verdugo. El toro es un rebelde que niega la esclavitud, y era el verdugo negador de vida pues se había declarado en rebeldía. La rebelión del toro combate la rebelión del yugo, que sobre la vida ha arrojado pesadas cadenas; por eso el toro y la bestia son dos diablos, dos rebeldes; uno se ha levantado contra la vida; el otro contra la muerte. La vaca, luchando por su hijo mientras lucha el toro por ellos, saca leche de su sangre y por su corazón agoniza con tal de alimentar al ternero. Obstinación de la vida en salir adelante contra el yugo. Contra la muerte.

            El santo Job es un criado de dios como lo es Maruja para la casa: los dos, resignados, aceptaron mansamente su yugo. Y el toro, Hércules esforzado y poderoso, huracán arrancado, instinto vivo, fue un volcán de vida extendiendo la lava sobre la nieve; quemando la muerte con sus bríos, fundiendo el hielo para sentir la vida, abriendo la hierba para crecer las flores, portadoras de semilla, las violetas, las campanillas, las amapolas. Hércules en lucha contra la adversidad, manando el aliento de su propio esfuerzo, la simiente viva que atraviesa el viento: y rasga el cielo como la luz del relámpago, rompiendo bóvedas con furia incontenible, exhalando centellas desde lo más recóndito de su corazón despierto.

            Todos los rebeldes vivos llenaron el mundo con la riqueza que tenían dentro: sólo lo vaciaron los rebeldes muertos; los diablos envidiosos, que palidecen ante el fulgor de los diabólicos vientos. Fue Cristo, rebelándose contra la envidia, ¡qué pena que fuera por obediencia ciega! Jesús, hercúleo luchador de Palestina, fue toro; y buey porque luchó ¡qué pena!, para negarse obedeciendo. También Marx apeló a la rebelión del pueblo; y Estalin puso buey a ese toro, entronizando en los altares al partido (nuevo dios al que había que jurar obediencia). Y Fausto, que de pasión vivía, sucumbió a la esclavitud de la pasión por el conocimiento; cuando descubrió que había pasado al lado de la vida quiso sacudirse el yugo, y lo hizo pasando de buey a niño sin llegar a ser toro; porque obedeció a un diablo a quien vendió su alma, su ánimo, sus bríos, su voluntad; se sometió a él a cambio de disfrutar una libertad tan efímera como ficticia. Y vivió a cambio de morir, renunciando a la vida. 



            Quienes, como Fausto, quieren sin lucha llegar a niño, viven sin pasar de buey a toro: se traicionan a sí mismos; se traicionan cuando creen que se están conquistando. Y no hay manera de recobrar muchas veces el tiempo perdido: Juan Luis recordaba; Juan Luis miraba, en el color vítreo de la ventanilla, el rápido fluir de los árboles. Su mente se fue atrás, al partido de baloncesto, cuando jugaba una manada de niños. Recordaba perfectamente que todos querían vencer. Todos querían hacer canasta y se quitaban la pelota entre ellos. Rompiendo el juego, sin importarles la victoria colectiva; robándose el balón en lugar de robárselo al adversario, pues a ninguno importaba que ganase el equipo si la gloria de marcar se la llevaba el compañero. Eran como tiburones que se comían en el vientre de su madre. Como retoños despiadados. Como hermanos mortíferos.

            También se acordaba Juan Luis de las urracas: las que ponen los huevos en nido ajeno; las que tienen hijos para que otros se los cuiden. Las que se aprovechan del prójimo. Los parásitos. ¡Cuántas veces el espíritu quiere, sin lucha, gozar de las mieles del triunfo! ¡Saborear los triunfos sin esfuerzo! El espíritu entonces no llega a niño, pues no fue toro; ni vaca que se esforzara por cuidar la vida, no tuvo amor, no quiso nido. Y fue tiburón o urraca que arrancó los triunfos a costa de males, propios o ajenos. Fue un espíritu destructor recreándose en la muerte, buey de su parasitismo, lobo que luchaba contra el lobo, como el ser humano había sido lobo en el imaginario de Londres. Pues la urraca o el tiburón acaban, a la postre, siendo dragón y yugo; espíritu sin alma que vive enfermo del dolor, cadena y bestia.

            Así apenaban a Juan Luis aquellos pensamientos. Fue viendo los árboles desfilar ante sus ojos, las casas, los valles, los prados, las montañas. El tren lo llevaba subido en un traqueteo de ensueño y por él se colaban sus años de infancia; sus ansias, sus ilusiones, sus padres sentados junto a él, su hermano, su hermana, su belleza interior resuelta en colores. Ahora pasaba sobre un puente de hierro y abajo, al fondo, desfilaba un valle de hierba tan verde que parecía majada; en el horizonte, muy cerca, ascendían las rocas por el cielo buscando el abrazo de la mujer muerta. Y era feliz con aquellos recuerdos. Era feliz en su nido, el toro impregnado en su padre y en su madre, y ambos impregnados de leche, de vaca, de fuente, de valle, de río. Las estacas de la valla que cortaba el prado silbaban al son del traqueteo metálico de las vías. Su corazón, henchido, estaba tan lleno que parecía que iba a explotar. Se expandía en el cielo, tan ancho era el horizonte que tenía dentro. Entonces, pensando en el toro de Miguel y en el espíritu de Nietzsche, se sentía inmensamente feliz. Se daba las gracias por haber trabajado, luchando a brazo partido, por ganarse la vida; en esas estaba cual domador del destino. Se alegró mirándose en el cristal y se las dio al toro que era, a la vaca que en él vivía, contento y cantando por haber conseguido vivir: por ser un niño.

 


 

 

viernes, 2 de febrero de 2018

EL CANTE JONDO



EL CANTE JONDO


            La oscuridad no era de azabache. Era una oscuridad sin brillo, de un negro seco; tosco como la garganta del cantaor, quebrado como las voces rotas, más allá del corazón: quejíos de allende el pecho; pozo sin fondo de los impulsos más primarios, instintos atávicos. Y en esa tosca negrura, lecho elemental, yace el aliento áspero (papel de periódico) que dice lo importante: no el papel brillante de las vanas revistas, que ciega con su brillo para no ver lo cierto. Lo tosco, lo auténtico, lo simple, es lo trascendente; no el brillo azabache de las hojas que hipnotizan; que lo resuelven todo en apariencias, y lo disuelven en la niebla, y que se esfuma en vanidades.
            Era un cielo negro de sombras invisibles. Tiniebla sin brillo, fondo sin forma, figuras sin perfiles, mentiras y verdades. Una cabeza negra, una figura siniestra, una cabeza con cuernos: la figura del minotauro. Tal los ojos de un gato, el iris fosforescente y la pupila dilatada abren un túnel sobre las cosas, y las absorben en un agujero negro; allí van las realidades, y los sueños, navegando en el tiempo, como un barquito velero, regresando a Camarón: un remolino de boca horrible (tal la espuma de Caribdis, el aliento de Escila).
            El minotauro. Un toro siniestro hiende las tinieblas, un relieve en la noche, apenas esbozado en la penumbra, una amenaza. El cielo es un laberinto y sus caminos angostos lo llenan todo de serpientes; miles de serpientes cruzándose, miles de nudos donde se pierde el conocimiento, telaraña de la voluntad, red de los pasos perdidos, prisión de la esperanza. En el laberinto se enredan las mentes turbias, el entendimiento oscuro, la sencillez atascada en obsesiones, la memoria atrapada en los esquemas, los prejuicios enturbiando el horizonte, la bondad que se nubla en la ignorancia. Gloria, perdida en los caminos como un mar de los sargazos, patina en telarañas pegajosas, nudos y nudos de lianas, los caminos del laberinto, las sendas atascadas, las vías sin salida, las pistas falsas. Miles de prejuicios en su mente atenazada. Sus retinas confundidas, sus oídos desorientados, sus manos perdidas en pieles engañosas, con el tacto cambiado. Sus prejuicios, como nudos, atan la salida de los juicios que se forman en su mente, separando las premisas y las conclusiones; y las razones se quedan paralizadas, los argumentos patinan, el sentimiento naufraga en un mar de arrecifes donde se confunden las emociones más evidentes, los instintos más naturales, los impulsos más claros. Todo es un mar revuelto en la mente de Gloria, y hasta su nombre, que es radiante, le está pareciendo ahora una nube de barro.


            El toro es el signo del destino, que viene inexorable, prefigurado en lo que somos, en las fuerzas que nos arrastran. Unas veces la razón, otras los prejuicios; a veces sin corazón, otras descorazonados. El toro. La sombra del minotauro. Estamos perdidos en el laberinto y necesitamos salir de  él: para eso necesitamos un hilo; un hilo de Ariadna. Y cuando llegamos necesitamos todo nuestro corazón para armarnos de valor, para derrotarlo. Para que el minotauro desaparezca ya de nuestras vidas. Para destruir los motivos de nuestra desgracia, y las rigideces de nuestra mente, que son barreras y hay que saltarlas.


            El amor. El destino. La muerte; que es lado contrario de la vida, y nos arrastra. O la arrastramos. Tres fuerzas irresistibles. Tres temas universales. Tres cosas elementales. Por ser lo más importante lo tenemos ante los ojos, y no lo vemos. Por eso es lo más profundo. De las profundidades del alma, como fuerzas elementales, emergen con dolor a la superficie. Brotan a los labios como una queja; el quejío del cantaor, el cante jondo; las profundidades del alma, los abismos insondables, las fuerzas irresistibles. Salen a la luz con la voz quebrada. Su ímpetu pugna en la garganta, choca con la laringe, rompe las cuerdas. No, no son fuerzas capaces de ser atadas: rompen la voz y la voz se quiebra, se desgarra. La voz sale a la superficie como un quejío. El grito, cuando es arrastrado por la voz, se rompe: la voz del flamenco no puede ser perfecta, tiene que estar cascada. Y como no cabe en la laringe (porque las cuerdas se le rompen), tampoco cabe en el pentagrama: se rompen sus cinco líneas y las notas se pierden, se alejan, se escapan. El cante jondo no puede estar atado. Se rompen las voces del pentagrama y es como la música hindú o el jazz, música que no se puede escribir porque es libre; se escribe su esqueleto, su ritmo, su melodía; pero las rigideces de las voces no son cante jondo como el esqueleto no es la carne; el cante jondo es libertad: por eso nace roto. La música atada es bonita, y el cante jondo no puede ser bonito: es rudo, tosco, quejumbroso, de voces sueltas que suben por el tiempo, ad libitum, sólo esa voz grave, callada y rota (más que voz es un quejío), puede hacer algo más que hablar del amor: lo vive. Las otras voces hablan del amor. No el cante jondo, porque es eso: jondo, profundo. Las otras canciones se quedan en la superficie. Y el quejío que desgarra el aire puede, hiriendo el cielo con su flecha rota, herir y derrotar al minotauro.
            Natalia era un quejío que no salía de su boca. Ingrid sólo hablaba del amor: ella lo vivía. Pero lo vivía desde su profunda ignorancia. El cante jondo es sabiduría. Por eso la voz de Natalia era burda, pero no ruda: no se quebraba. La queja de Natalia salía de las profundidades, pero ella no la comprendía. No podía encerrar en un pentagrama lo que sentía, pero tampoco sabía cantarlo. Su madre, en cambio, estaba llena de pentagramas, pero sólo Ingrid conocía sus canciones: mas como no las sentía en carne propia su voz no se rompía; no era un quejío. Ingrid no sentía por impulso, sino por simpatía. Ni Gloria, ni Ingrid, ni Natalia podían acercarse a las profundidades del cante. Derrotar al minotauro. Soltar la palabra viva.
            Hasta que se acordó de su pasada lejanía. De la sinfonía inacabada. Del tiempo entrecortado. Se acordó de Delibes, de Lola Herrera, del hastío. Y le vino de aquellos tiempos un quejío. La voz, rasgándole las entrañas, le atravesó el pecho y se rompió en su garganta. Fue auténtica. Natalia, estremecida por su pureza, se asomó al abismo. Desde allí tocó el vértigo los sones del flamenco. La voz rota, el sentimiento puro, las profundidades del alma. Habló del amor que sintió, el amor que retenía a Natalia. Y entonces Natalia sintió el dolor convertido en arte: había derrotado al minotauro. Con Ingrid, que había sabido sentir con ella. Y fue el triunfo del amor, la vida sobre la muerte, la libertad sobre el destino. Fue vencer a la fatalidad, hundiéndose en la superficie, hasta lo profundo. Ése fue el poder curativo del cante. Del cante jondo. De lo sublime de la garganta.